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Nos adentraremos ahora más profundamente en la propuesta del P. Kentenich, la cual posee un acentuado sello mariano y patrocéntrico, que expresa y posibilita el cultivo de una auténtica armonía entre lo natural y lo sobrenatural. Abordaremos en primer lugar la propuesta mariana de nuestro padre fundador.
III. UN CARISMA
MARCADAMENTE MARIANO
1. HORIZONTE DE LA ESPIRITUALIDAD MARIANA
Al iniciar estas reflexiones, nos hicimos la pregunta respecto a la afirmación del fundador de Schoenstatt, en 1929: A la sombra del santuario se van a codecidir por siglos los destinos de la Iglesia y del mundo.
Tras lo expuesto anteriormente, esta afirmación puede ser mejor comprendida.
El fundador de Schoenstatt no profetizaba, en su tiempo, una utopía, sino que había visualizado una problemática de fondo, marcada por un estilo de espiritualidad que justamente dificultaba la unión armónica de naturaleza y gracia.
La cultura que se generó a partir del Renacimiento profundizó aún más esta separación.
Teniendo presente este trasfondo abordaremos ahora, más de cerca, el carisma de nuestro padre fundador.
Lo que él enseñó y vivió respecto a María constituye un elemento esencial de su carisma. Su visión de María está íntimamente relacionada con la armonía entre naturaleza y gracia, tanto en la espiritualidad como en la pedagogía de la fe.
El fundador de Schoenstatt nos entrega una nueva visión de María, una nueva forma de relacionarnos con ella y una nueva manera de realizar el apostolado con la impronta mariana.
Su visión y su propia experiencia mariana constituyen elementos esenciales de su propuesta.
Schoenstatt es conocido en la Iglesia, en primer lugar, como un Movimiento mariano y en verdad lo es. Sin embargo, en el pueblo cristiano, existe una gran variedad respecto a la imagen de María, a la devoción que se le profesa y a las formas del apostolado mariano que se ejerce.
Desde los primeros siglos de la era cristiana, surge en la Iglesia la veneración a la Virgen María. Recuérdese, por ejemplo, a san Efrén, padre de la Iglesia, y a la proclamación del dogma de la Virgen María como “Madre de Dios.3
Durante la Edad Media, se constata un florecimiento de la piedad mariana cuyo máximo representante es san Bernardo de Claraval (1090-1153), quien postula que María, el camino a través del cual nos llegó la gracia del Redentor, debe ser también el camino que nos lleve a Cristo Jesús.
En la Iglesia surgieron innumerables comunidades marcadas con el sello mariano.
Lutero y la presencia del protestantismo redujeron la imagen y la devoción de María a un minimalismo que se limitaba a mostrarla como Madre de Jesús en el plano biológico. La influencia protestante se hizo notar especialmente en los pueblos anglosajones. En cambio, en el mundo latino, ha continuado hasta nuestros días una viva devoción mariana y presencia de María.
En la primera mitad del siglo XX, se profundiza en la Iglesia la imagen bíblica de María y muchos teólogos destacan su rol no solo como Madre, sino también como Medianera de gracias y ejemplo vivo del seguimiento de Cristo, como segunda Eva, junto al Redentor, el segundo Adán.
Cabe destacar el notable aporte del libro de san Luis María Grignion de Montfort, Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, que, sin duda, ejerció una gran influencia en los amantes de María 4. Tras haberse extraviado, el manuscrito de este libro, fue descubierto después de 130 años y, posteriormente, reconocida su autenticidad y pureza doctrinal por el papa Pío IX, en un decreto del 12 de mayo de 1853, un año antes de ser promulgado el dogma de la Inmaculada Concepción.5
Las apariciones de la Virgen en Lourdes (1858) y luego en Fátima (1917) reavivaron la devoción mariana en el pueblo creyente.
A esto se suma el aumento de la devoción mariana por la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción de María (1854) y luego del dogma de la Asunción de María a los cielos (1950).
El Concilio Vaticano II es el primer Concilio que nos brinda, en la Constitución Apostólica sobre la Iglesia, una visión completa de la enseñanza de la Iglesia sobre María.
Sin embargo, tras el Concilio, especialmente en grupos influidos por la teología de la liberación o bien preocupados por despertar en la Iglesia la importancia de promover la justicia social, se tendió a ver la devoción mariana como una especie de alienación. Se pensaba que la devoción a María representaba un refugio que calmaba las conciencias respecto a las injusticias sociales.
Por otra parte, aparecieron también quienes mostraban a María como una revolucionaria que proclamaba el derrocamiento de los poderosos y el levantamiento de los pobres, haciendo referencia al Magníficat.
Más allá de esto, se podía constatar claramente que la devoción mariana que existía en nuestros pueblos no había sido suficientemente clarificada ni aplicada a las nuevas realidades culturales y a los desafíos que se estaban viviendo.
En muchos lugares, además, se ha producido una especie de “endiosamiento” de la persona de María. Se echa de menos especialmente el destacar su relación con Cristo, que es quien da sentido a todo su ser y a su misión.
De esta forma, ciertos tipos de piedad mariana a menudo manifiestan el divorcio entre fe y vida al cual nos referimos anteriormente.
A esta carencia de renovación y orientación pastoral respecto a la devoción mariana de nuestros pueblos, responde con gran lucidez la Exhortación Apostólica del papa Pablo VI, El culto a María6, publicada después del Concilio, la cual aborda con mucha claridad y profundidad esta temática. En este documento, Pablo VI se refiere a que, a menudo, se ha practicado en el pueblo católico, una piedad mariana extra-bíblica, extra-eclesial, extra-litúrgica, insuficientemente insertada en una piedad trinitaria, en Dios Padre, en Cristo Jesús y en el Espíritu Santo. Aboga por una revisión profunda en ese sentido. Y, por otra parte, por primera vez en un documento oficial de la Iglesia, se menciona la dimensión antropológica de la piedad mariana.
Transcurrido ya medio siglo, la actualidad de este escrito está enteramente vigente. Lamentablemente, muchos católicos lo desconocen.
Por último, mencionemos otro importante escrito publicado después del Concilio Vaticano II: El Documento de Puebla 7, en el cual aparece, con mucha claridad, una imagen renovada de María y de la piedad mariana, especialmente de la piedad popular.
Para concluir esta breve reseña, citamos un párrafo central de este último documento en el cual se puede constatar la coincidencia que existe entre este texto y la enseñanza del P. Kentenich:
Según el plan de Dios, en María “todo está referido a Cristo y todo depende de él” (MC, 25). Su existencia entera es una plena comunión con su Hijo. Ella dio su sí a ese designio de amor. Libremente lo aceptó en la Anunciación y fue fiel a su palabra hasta el martirio del Gólgota. Ella fue la fiel acompañante del Señor en todos sus caminos. La maternidad divina la llevó a una entrega total. Fue un don generoso, lúcido y permanente. Anudó una historia de amor a Cristo íntima y santa, única, que culmina en la gloria. (DP, 292)
Teniendo presente este trasfondo histórico, será posible comprender mejor la propuesta mariana de nuestro padre y fundador.
Desde el inicio de su actividad sacerdotal aparece la visión de María y la espiritualidad que se refleja en lo que, posteriormente, el Concilio Vaticano II, Paulo VI y la Conferencia de Puebla enseñan sobre María.
2. UNA PROFUNDA VIVENCIA DEL AMOR A MARÍA
El marianismo del P. Kentenich no partió de una elaboración ideológica sobre María. Lo primario fue la experiencia mariana de nuestro padre fundador. Ciertamente en los años de estudio y posteriormente sí lo hizo.
Es el mismo P. Kentenich quien dice que él leyó en la persona de María, vitalmente, lo que luego nos entregó sobre el mundo de la armonía entre naturaleza y gracia, entre el actuar de Dios y del hombre.
Adentrémonos un poco en este proceso.
En su hogar, junto a su madre y sus abuelos maternos, sin duda que el pequeño José recibió de ellos el don del amor a la Virgen María. Pero la relación con ella adquirió una dimensión extraordinariamente profunda como regalo gratuito del Dios vivo.
Lo que más determinó el proceso de encuentro con ella fue el hecho de que, cuando niño, su madre, debió dejarlo en el Orfanato de Oberhausen, el 12 de Abril de 1894.
Para el niño, este hecho constituye un acontecimiento clave que dejó una profunda y duradera impronta en su alma. En una conferencia dada a los jóvenes seminaristas de la primera generación, les relata, en tercera persona, este acontecimiento que caló hondo y para siempre en su corazón.
Como se trata de una vivencia personal, lo más adecuado nos parece citar los textos en los cuales él mismo relata esta vivencia. Leemos lo siguiente:
Hace varios años, en la Capilla de un orfanato, vi una estatua de la Santísima Virgen con una cadena de oro y una cruz al cuello. Cadena y cruz eran recuerdos de Primera Comunión de una madre que, a consecuencia de difíciles circunstancias familiares, se vio obligada a dejar a su único hijo en ese orfanato.
Ella misma ya no podía ser mamá para él. ¿Qué puede hacer en la angustia de su corazón y en su preocupación…? Va, toma el único valioso recuerdo de su infancia, el recuerdo de su Primera Comunión, y lo pone en el cuello de la Virgen suplicando con insistencia: “¡Educa tú a mi hijo! ¡Sé para él plenamente Madre! ¡Cumple tú en mi lugar los deberes de madre!
Hoy, este hijo es un sacerdote de mucho celo y trabaja fecundamente para gloria de Dios y de su Madre celestial.8
Desde entonces, María pasó a ser para él su madre y educadora, y lo llevó a descubrir en ella la visión del hombre nuevo que debería iluminar la trayectoria de la Iglesia en los siglos futuros.
En esos años, el alma se mantuvo de alguna manera en equilibrio, gracias a un amor personal y profundo a María. Las experiencias vivenciales de aquel entonces me llevaron a formular más tarde la afirmación:
La Santísima Virgen es por excelencia el punto en el que se entrecruzan lo terrenal y lo celestial, la naturaleza y la gracia… Ella es la balanza del mundo, es decir, ella, por su ser y su misión, mantiene al mundo en equilibrio’.9
Citamos otro texto que escribió en Milwaukee. Dice así:
Ella no ocupa este lugar en mi vida desde ayer o anteayer. Desde tiempos inimaginables, ella está presente en mi vida consciente, desde esta perspectiva. Es difícil comprobar a partir de qué instante comencé a considerarme y a valorarme totalmente como su obra y su instrumento. Este proceso se puede rastrear hasta los más tempranos días de la infancia (…)
En cuanto fuese posible, quería depender solo de la Santísima Virgen. Aquí, naturalmente, me refiero a la Santísima Virgen siempre como símbolo y en relación con Cristo y el Dios Trino. Muchas veces en los años pasados me vi como un ermitaño en un gran desierto, pero en todo momento unido a la Santísima Virgen, como la gran Maestra de mi vida interior y exterior. Desde que la Familia nació, mi más importante propósito fue conservarla en íntima vinculación con la Santísima Virgen.
La Santísima Virgen personalmente me formó y modeló desde los nueve años… Todo lo que se ha gestado a través de mí, se ha gestado gracias a nuestra Madre tres veces Admirable de Schoenstatt.10
Pienso, en primer lugar, en una jaculatoria que lentamente fue surgiendo en mí y cuyos orígenes se remontan a mi primera infancia. Se trata de una oración que yo mismo formulé cuando era niño. Más tarde se formuló en latín. Siempre me arrodillaba y rezaba esa oración:
Dios te salve, María,
por tu pureza
conserva puros mi cuerpo y mi alma;
ábreme ampliamente tu corazón
y el corazón de tu Hijo.
Dame almas y todo lo demás tómalo para ti.
No resulta difícil descubrir en esta oración la raíz de la que luego surgió y se alimentó la espiritualidad de la Familia.
Al analizar los planes divinos con mi persona en estos años, siempre lo hice íntima y profundamente unido a la Mater ter Admirabilis en el fondo de mi alma, aun aquellas veces en que exteriormente no lo señalase. Tan marcadamente se desarrolló en mí la conciencia de misión y de instrumento de María.
En toda mi actividad, nunca puse a mi persona ni a mis propios proyectos en primer plano sino que siempre a la Santísima Virgen en su ser, en su misión y en su obra, más tarde, por supuesto, en unión con Schoenstatt, como lugar y familia.11
Jamás ustedes se darán cuenta con qué profundidad y fervor amo a la Santísima Virgen… Nunca hago algo separado de ella.12
¿Qué hay tras de todo esto?
La fuerza del amor personal. El P. Kentenich lo expresa en un principio:
Por la vinculación, por el vínculo con María, ir hacia la actitud mariana.
Nosotros nos sumergimos en el corazón de María y como ella encarna este mundo donde lo natural y lo sobrenatural se unen y conjugan armónicamente, también nosotros vivimos ese mundo, que pasa a ser nuestro.
Otras vivencias que él tuvo en sus crisis de juventud le permitieron captar con mayor claridad que lo que había sucedido con él y María tenía una importancia transcendental.
Citemos ahora otro texto que se refiere explícitamente a esto:
¡Desvalimiento! Si recuerdo cómo todo ha ido creciendo: todo es un regalo extraordinariamente grande que el Padre Dios me ha dado: la mentalidad orgánica opuesta a la manera de pensar mecanicista. Esta fue la lucha personal de mi juventud. En ella pude vencer aquello que hoy conmueve a Occidente hasta en sus raíces más profundas. Dios me dio inteligencia clara. Por eso tuve que pasar durante años por pruebas de fe. Lo que guardó mi fe durante esos años fue un amor profundo y sencillo a María. El amor a María regala siempre, de por sí, esta manera de pensar orgánica. Las luchas terminaron cuando fui ordenado sacerdote y pude proyectar, formar y modelar en otros, el mundo que llevaba en mi interior. El constante especular encontró un saneamiento en la vida cotidiana. Este es además el motivo por qué conozco tan bien el alma moderna, aquello que causa tanto mal en Occidente. ¿A quién debo agradecer todo esto? Viene de arriba. Sin duda, de la Santísima Virgen. Ella es el gran regalo. De este modo pude, además de la enfermedad, experimentar también en mi propia persona, y muy abundantemente, la medicina…
La misión tan manifiesta de Schoenstatt para el Occidente, especialmente para nuestra patria, frente al colectivismo que avanza poderosamente y que destruye todo, se encuentra frente a un muro que solo puede ser abierto si se aleja y vence el mencionado bacilo.13
El P. Kentenich elabora esto ideológica y doctrinalmente, y luego lo entrega y aplica, pero en último término toda su espiritualidad y pedagogía se remontan a su vivencia de María.
Nuestro padre constantemente cita el texto de la encíclica de Pio X, publicada el 2 de febrero de 1904,, en la cual afirma: “Dado que alcanzamos a través de María un conocimiento vital de Cristo, por María también logramos más fácilmente aquella vida cuya fuente e inicio es Cristo”. Por esto él destaca ese “conocimiento vital de Cristo.”
3. UNA ESPIRITUALIDAD AVALADA POR LA PALABRA DE DIOS
Más allá de lo expuesto, podemos preguntarnos dónde leyó el P. Kentenich y descubrió que María encarnaba la armonía de naturaleza y gracia.
Es indudable que su experiencia estaba avalada por la meditación de la Palabra de Dios y, muy concretamente, en los textos que se referían a la Virgen María.
Que él vivía y se alimentaba de la Palabra de Dios no cabe duda. Basta para comprobarlo leer su libro de oraciones Hacia el Padre donde esto se puede apreciar con mucha claridad.
Por eso creemos que, el reflexionar sobre algunos pasajes marianos del Evangelio, puede ayudarnos a entender mejor la conclusión a la cual él llegó: ver a María como signo de una santidad en medio del mundo y como voluntad del Dios que nos redime, requiriendo nuestra cooperación.
Revisemos el pasaje de la Anunciación. ¿Qué nos dice esta escena? Que Dios interviene en la historia y que interviene a través de personas. Y, mas todavía, personas a quienes él solicita su libre consentimiento.
El ángel que Dios envía llama a la Santísima Virgen la “plena de gracia”, predilecta de Dios. Luego, el ángel Gabriel le explica lo que viene a proponerle. Y ella, ¿qué hace? Ante la propuesta del ángel piensa, discurre, pregunta cómo será aquello.
Le expresa que ella había hecho una elección, al parecer incompatible con lo que le decía el ángel. Después de escuchar la explicación que le da el arcángel Gabriel, en el claroscuro de la fe, ella decide, dando su sí que mantendrá durante toda su vida. (cf. Lc. 1, 26-38)
Dios interviene en la historia, pero no es un Dios que simplemente nos dicta lo que debemos hacer. Y no solo eso; ese Dios “histórico” solicita nuestra cooperación.
Llama la atención la personalidad autónoma y clara de la Virgen. Ella no da simplemente su sí; lo hace con plena libertad.
¿Qué hace después la Virgen? ¿Se queda rezando, meditando a solas? No. Parte presurosa a través de la montaña, aun siendo una jovencita, y recorre más o menos cien kilómetros de distancia ella sola, probablemente a pie y, en el mejor de los casos, en una caravana. ¿Para qué? ¿Para contar lo sucedido? No, va a hacer un servicio netamente humano: va a acompañar y ayudar a su anciana prima Isabel que está encinta. Y, en el momento en que dé a luz, ella le ayudará, ocupándose, al mismo tiempo, de los quehaceres domésticos y de Zacarías, el esposo de Isabel. María será la partera.
¿Y qué pasa al llegar María a casa de su prima? Saluda a Isabel, como cualquiera lo hace al llegar a una casa. Isabel se llena del Espíritu Santo, reconociéndola como la Madre elegida del Mesías. (cf Lc. 1, 39-56)
Entonces se da una unidad extraordinaria de lo divino y de lo humano. María abre su corazón y se muestra alegre, feliz… ¿Por qué?
Porque el Señor ha hecho grandes cosas en mí… Él que es Poderoso ha mirado mi pequeñez… (cf.Lc. 1,48)
Esta es la concepción que ella tiene de sí misma. Ella está llena de alegría porque Dios ha actuado en ella.
También se refiere a la historia de la salvación, al Dios misericordioso que ha actuado en la historia de su pueblo, de generación en generación.
Está consciente de la historia de su pueblo, de las intervenciones de Dios en él, de su fidelidad, de generación en generación.
¿Quién es el Dios que había descubierto María? Es el Dios de la historia. Se trata de una fe existencial; no es simplemente una fe de mandamientos, no es una fe de principios, no es simplemente una devoción. Eso es lo que vio en ella el P. Kentenich.
¿Y después, qué pasa? Otra escena: El nacimiento de Jesús, Dios y hombre, en Belén. Pensemos en María cuando tomaba en sus brazos y amamantaba a su hijo… ¿Cómo lo amaba? ¿Con un amor sobrenatural? Por supuesto ¿Y con un amor natural? Por cierto. ¿Un amor instintivo? Por supuesto… Un amor en el cual no se puede discernir si, en un momento, está como Madre de Dios y, en otro, como Madre de Jesús, con un amor instintivo, afectivo. Es un amor pleno, que abarca todas las posibilidades del amor divino y del amor humano, cuando abraza a su hijo. Ese es el amor de María, así ama María.
Pensemos ahora en la escena de la pérdida del Niño Jesús en el templo, cuando ella y José buscan angustiados a su hijo. Lo encuentran en el templo y reciben una respuesta desconcertante. (cf. Lc. 2, 41-51)
Así es Dios: un Dios que nos exige caminar en el claroscuro de la fe. A menudo quisiéramos tener todo claro, pero no es así. Es cierto que Dios interviene, pero no nos dice todo, no nos da un manual para hacer esto o lo otro. María tampoco entiende todo en ese momento, ¿Qué hace? Medita en su corazón qué significado podría tener ese acontecimiento. En el lenguaje kentenijiano, ella medita los acontecimientos de la vida, hace una “meditación de la vida”.
¡Vivió años con Jesús y José! ¡Ella, que es Reina de todos los santos, la cúspide de la humanidad, de la creación! ¡No existe ser humano alguno superior a ella! ¿Treinta años perdiendo el tiempo? ¿Por qué no hizo otra cosa? ¿Por qué Cristo no hizo otra cosa? Podría haberlo hecho.
Algo quiere decirnos Dios con esta vida oculta. En nuestro lenguaje, nos habla de la santidad de la vida diaria, del día de trabajo, de la vida en el taller de Nazaret, de la vida como la familia de Nazaret. Ese tipo de santidad es lo que necesitamos hoy.
Estas son las vivencias que va descubriendo el P. Kentenich.
Entretanto, él estaba estudiando teología y veía otra manera de vivir la fe que no calzaba con lo que descubría en la vida de María, contemplándola a ella.
Si observamos la escena de Caná, podemos ver a María como una persona extraordinaria, tan libre, tan centrada, tan aterrizada… Está en una fiesta de novios y se da cuenta que les falta vino. Entonces interviene, actúa, se acerca a Jesús y le dice que falta el vino. Al parecer su hijo no quiere intervenir. Sin embargo, mirando a María y lo que ella le pedía, decide actuar y Jesús, su hijo, actúa. (cf. Jn.2, 1-8)
Y luego, en el Gólgota, ella está allí junto a la cruz, junto a su Hijo que se ofrecía por la redención de la humanidad, viviendo el dolor más grande que puede tener una madre. Con el Señor ofrece su corazón traspasado por nosotros. Está al pie de la cruz como la Nueva Eva, uniendo su ofrenda a la ofrenda del Señor.
De este modo, ella realiza con plenitud lo que dice san Pablo, “suplo en mi carne aquello que falta a la cruz de Cristo” (Col 1, 24-28). Es decir, nuestro propio dolor.
Desde lo alto de la cruz, el Señor le dice a Juan: “Ahí tienes a tu madre”. Y a María: “Ahí tienes a tu hijo”.(cf. Jn. 19,27) Y Juan la recibió en su casa. Esas palabras son decisivas. Lo que hizo Juan, recibirla en su casa, en su corazón, vivir con ella, es lo que también el P. Kentenich y nosotros queremos hacer.
Después se queda con los apóstoles, los anima, los reúne, implora con ellos el Espíritu Santo. Lo atrae y lo recibe. Lo comparte con los apóstoles que están desanimados y carentes de fuerza. Lo transmite, así como lo hizo con su prima Isabel.
Ciertamente que ella no está entre ellos como la representan muchos artistas. Está en medio de ellos, sirviendo, dando ánimo y, por cierto, también implorando para que descienda el Espíritu Santo. Y ellos cambian y salen a predicar el Evangelio llenos del Espíritu Santo, ahora con una sabiduría y valentía que asombran y no temen.
Ella es la Medianera que hoy día sigue estando al lado del Señor, trabajando con él y ayudándonos en este valle de lágrimas, como dice una oración mariana que viene del siglo XI.
Esta es la experiencia vital que tuvo nuestro padre fundador en cuyo corazón ardió un gran amor por María. Ciertamente que comparó lo que veía en María con lo que sucedía en el tiempo actual y, por otra parte, lo que se enseñaba normalmente de ella en los estudios de teología.
Comprendió que el nuevo tiempo debía adquirir una nueva impronta mariana que renovase la piedad mariana y que diera respuesta al tiempo actual.
Se requería una espiritualidad, como la de María, quien vivió la fe en medio de las realidades temporales, de las pruebas y preocupaciones que ello conlleva. En otras palabras, de alguien que vivió plenamente la armonía de Dios y mundo, actividad de Dios y propia actividad.
En este sentido, el P. Kentenich hace suya la expresión de san Vicente Pallotti: “Ella es la Gran Misionera, ella hará milagros”. No tanto milagros extraordinarios, que también los hace, sino aquellos milagros que nosotros imploramos en nuestros Santuarios: milagros de arraigo en Dios, de transformación interior y de fecundidad apostólica. Es otra manera de vivir la fe.
4. UNA NUEVA IMAGEN, ESPIRITUALIDAD Y PASTORAL MARIANAS
4.1. Una nueva imagen de María
a. Una imagen integral e integrada de María
La imagen de María que posee nuestro padre y fundador se basa en lo que la Sagrada Escritura y la tradición de la Iglesia nos dicen de ella. Coincide especialmente con lo que nos entregan sobre ella el Concilio Vaticano II, los documentos de Paulo VI y la Conferencia de Puebla.