7 mejores cuentos de Villiers de L'Isle Adam

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Título
El Autor
Amigas de pensionado
La Desconocida
La impaciencia de la multitud
No confundirse
Sombrío relato, narrador aún más sombrío
Vox Populi
La más bella cena del mundo
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El Autor

Jean-Marie Mathias Philippe Auguste, conde de Villiers de l`Isle-Adam, más conocido como Auguste Villiers de L'Isle-Adam, fue un escritor francés cuya obra, que abarca la poesía, el teatro y la narración, se orienta en gran parte hacia el movimiento simbolista.
Tras numerosos años de navegación, el padre de Auguste, se instaló en la mansión de Penanhoas, en Lopérec, que había heredado, y quedó lisiado por un accidente. Tuvo que buscar subsidios durante la Restauración antes de recibir los 27.000 francos del Estado en 1826 a que tenía derecho en compensación por su emigración. Entonces el marqués tuvo la idea de fundar una especie de agencia de investigación genealógica para ayudar a ciertos herederos a recuperar sus bienes incautados durante los disturbios revolucionarios y del Imperio. Pero se enredó en especulaciones financieras ruinosas y en 1843 su mujer tuvo que hacer una separación de bienes para salvaguardar su propio patrimonio. En 1845 la familia se instaló en Lannion, en casa de los padres de la madre de Augusto, la señora de Kérinou. Entre 1847 y 1855, el joven Villiers siguió estudios desordenadamente en diversas escuelas de Bretaña; estuvo interno en el pequeño seminario de Tréguier y luego en Rennes en 1848 (en el antiguo colegio de Saint-Vincent de Paul), en el liceo de Laval, de nuevo en Rennes, en Vannes (colegio de Saint-François-Xavier) en 1851, donde tuvo como condiscípulo al pintor James Tissot, y otra vez en Rennes. Además dispuso en los intervalos de preceptores religiosos a domicilio, por más que se mostraba más dotado para el piano y se descubría aficionado a la poesía. En 1855, el Marqués vendió su casa y tierras y la familia se instaló en París. En la capital Augusto frecuentó cafés de artistas y algunos salones (donde su apellido lo había introducido) y allí gozó de algún éxito. Amistó con el poeta Catulle Mendès y con Jean Marras en 1860, y conoció, en la Brasserie des Martyrs, a François Coppée, Charles Baudelaire y Leconte de Lisle. Baudelaire lo animó a leer las obras de Edgar Allan Poe que había traducido él mismo, y estas hicieron un gran efecto en el joven escritor, quien asimiló parte de su poética simbolista y su técnica para el relato fantástico. Comenzó a colaborar en algunas publicaciones oscuras, pero su padre ingresó en prisión por deudas (1856). En 1857, inquietos por sus dudosas y variopintas compañías, los padres del joven escritor quisieron enviarlo a hacer un retiro religioso en la abadía de Solesmes, cuyo superior, Dom Prosper Guéranger, era amigo de la familia, pero él lo rehusó.
Sus primeras obras (Dos ensayos de poesía, 1858, Primeras poesías, 1859, la novela Isis, 1862), con poco o ningún éxito, desorientan sobre lo que será su producción posterior una vez hubo conocido a los poetas simbolistas Charles Baudelaire (1859) y Stéphane Mallarmé (1864), tras quedar asimismo fascinado por la filosofía de Hegel. El 28 de agosto de 1862 sus padres lo obligaron a permanecer un tiempo en la abadía de Solesmes, donde estuvo recluido hasta el 20 de septiembre. En 1863 se une a una demi-mondaine o alta cortesana Louise Dyonnet, madre de dos hijos, y permaneció quince días en Solesmes, donde volvió a ver a Louis Veuillot. En 1864, tras romper con Louise Dyonnet, conoció a Gustave Flaubert y amistó con Stephane Mallarmé. En 1866 colaboró en Le Parnasse Contemporain y en 1867 fundó la Revue des Lettres et des Arts y escribió "El Intersigno", el primero de sus Cuentos crueles.
Sus intentos de conseguir pareja conveniente y estable fueron fracasando sucesivamente. En 1867, pidió a Théophile Gautier la mano de su hija Estelle, pero el escritor, que había dado la espalda a sus años de bohemia, no dejó que su hija casara con un escritor con tan poco futuro, fuera de que la propia familia de Villiers desaprobaba también esa unión. Igualmente fueron estériles sus planes para matrimoniar con una heredera inglesa, Anna Eyre Powell. Finalmente se vio bligado a vivir con la viuda analfabeta de un cochero belga, Marie Dantine, de la que tuvo en 1881 a su único hijo, Victor (apodado "Totor").
Un punto destacado de su vida fue el viaje que hizo para ver a su admirado Richard Wagner en Triebschen (1869). Villiers le leyó el manuscrito de su obra La Révolte ("La revuelta") y el compositor declaró que el francés era "un verdadero poeta". Otro viaje para vistiarlo al año siguiente se vio interrumpido por el estallido de la Guerra franco-prusiana, durante la cual Villiers se convirtió en comandante de la Guardia Nacional. Al principio quedó impresionado por el espíritu patriótico de La Comuna y escribió artículos en su apoyo en el Tribun du Peuple bajo el seudónimo de "Marius", pero pronto quedó disgustado por la violencia revolucionaria. En 1883 la publicación de sus Cuentos crueles le valió cierta popularidad, si bien su vida económica siguió siendo precaria hasta su muerte. En ese mismo año, Villiers de l`Isle-Adam había hecho representar con escasa fortuna otro drama, Le monde nouveau. Alentado por la colaboración en Le Figaro y la admiración de insignes jóvenes amigos, publicó Atribulado Bonhomet (1887), recopilación de cinco relatos de los que sobresale la novela corta Claire Lenoir, una cruel sátira del filisteísmo científico a través del siniestro personaje del "doctor" (opuesto a la viuda Claire Lenoir, símbolo de la pureza espiritual delicada y mágica), y la audaz novela La Eva futura (1886), crudo y desconcertante relato del amor de un joven por una mujer mecánica que adquiere un alma misteriosamente y la pierde a través de un misterio no menor. Tras un ciclo de conferencias en Bélgica, Auguste Villiers falleció agotado en un hospital, amorosamente asistido por el escritor del decadentismo Joris-Karl Huysmans, uno de sus admiradores. El Théâtre Libre había representado su mediocre drama Évasion, impreso luego póstumo junto con otras obras del autor. Entre sus demás obras destacan las novelas Isis (1862) y La Eva futura (1886), la novela corta Claire Lenoir (1867) y el drama Axël (1890).
Dotado de un vigoroso poder expresivo, capaz de conferir a sus obras un estilo torturado, a la vez que violento y profundamente lírico, los cuentos de Villiers son muy desiguales y, al lado de algunos absurdos y exagerados, se dan otros en los que el humor, la ironía o el terror macabro dan lugar a situaciones excepcionales.



Amigas de pensionado

A Octave Maus
Nada sirve de nada. Y, ante todo, no hay nada.
Sin embargo, todo llega, pero esto es indiferente.
-Théophile Gautier
Hijas de padres ricos, Félicienne y Georgette ingresaron, siendo muy niñas aún, en el célebre pensionado de la señorita Barbe Désagrémeint.
Allí -aunque las últimas gotas del destete humedecieran todavía sus labios-, las unió pronto una amistad profunda, basada en su coincidencia respecto a las naderías sagradas del tocado. De la misma edad y de un encanto de la misma índole, la paridad de instrucción sabiamente restringida que recibieron juntas consolidó su afecto. Por otra parte, ¡oh misterios femeninos!, al punto e instintivamente, a través de las brumas de la tierna edad, habían sabido que no podían hacerse sombra.
De clase en clase, no tardaron en advertir, por mil detalles de sus modales, la estima laica en que se tenían ellas mismas y que habían heredado de los suyos: lo indicaba la seriedad con que comían sus rebanadas de pan con mantequilla de la merienda. De modo que, casi olvidadas de sus familias, cumplieron dieciocho años casi simultáneamente, sin que ninguna nube hubiese nunca turbado el azul de su mutua simpatía, que, por otra parte, daba solidez a la exquisita terrenalidad de sus naturalezas, y por otro, idealizaba, si podemos decirlo, su “honradez” de adolescentes.
Bruscamente, habiendo la Fortuna conservado su deplorable carácter versátil, y como no existe nada estable en este mundo, ni siquiera en los tiempos modernos, sobrevino la Adversidad. Sus familias, radicalmente arruinadas en menos de cinco horas por La Gran Quiebra, tuvieron que sacarlas rápidamente del pensionado, donde, por lo demás, la educación de ambas señoritas podía considerarse como terminada.
Se trató en seguida de casarlas, por medio de anuncios, como supremo recurso, el único arriesgado, sin demasiada locura, en aquella desgracia. Se ponderaron, en tipografía diamantina, sus “cualidades del corazón”, lo atractivo de sus figuras, su gentileza, sus estaturas, incluso su sensatez y sus inclinaciones caseras. Hasta se llegó a imprimir que sólo les gustaban los viejos. No se presentó ningún partido.
¿Qué hacer? ¿Trabajar? Perspectiva poco seductora y de incómoda práctica. Es verdad que Georgette demostraba cierta tendencia hacia la confección; y, por lo que atañe a Félicienne, algo la empujaba hacia la enseñanza. Pero se hubiera requerido lo imposible, a saber: esos primeros gastos de útiles y de instalación, gastos que (¡siempre topando con esa bribona de Adversidad!) sus padres sólo podían permitirse en sueños. Fatigadas de la lucha, las dos muchachas, como sucede demasiado a menudo en las grandes ciudades, una noche, por primera vez, se retrasaron... hasta las doce y media del día siguiente.
Entonces empezó la vida galante: fiestas, placeres, cenas, amores, bailes, carreras y estrenos. Sólo veían a sus familiares para hacerles pequeños servicios, proporcionarles entradas de teatro gratuitas o algo de dinero.
En medio de aquel torbellino de polvo dorado, y aunque sus nuevas ocupaciones las obligaban por conveniencia a vivir separadas, Félicienne y Georgette debían fatalmente encontrarse. Sí, era inevitable. Pues bien, su amistad, lejos de atenuarse a causa de ese cambio de vida, se hizo más estrecha. En efecto, en medio del vértigo del mundo, es agradable poder solazarse, de vez en cuando, con algo puro y honrado, y ese algo lo obtenían, entre ellas, por el sencillo cambio mutuo de una mirada de otros tiempos cargada de inocentes recuerdos de su infancia en la Institución Désagrémeint, noble y casta ilusión cuyo inalienable tesoro afianzaba su simpatía.
La impresión que sacaban con esta respectiva mirada les procuraba -por su contraste y a voluntad- una dulzona melancolía en la que ambas saboreaban por lo menos un resabio de aquella estima laica que les era innata. En una palabra, cada una sentía “que no eran las primeras llegadas”.
Una y otra, como es de rigor, habían escogido desde el principio lo que se llama un “amigo del corazón”, esa cosa sagrada sita en un lugar más alto que todas las cuestiones venales. Cuando se tienen muchos adquirientes, ¡es tan dulce descansar, recobrarse en alguien gratuito! En verdad, ni Georgette ni Félicienne -sobre todo ésta- se sentían muy apegadas a esos preferidos, los cuales en el fondo no eran más que una especie de contrabandistas mezclados de proxenetas. Pero, bien considerado todo, aquellos dos jóvenes de los bulevares, con su elegancia útil, conferían a nuestras inseparables amigas un sello de debilidad atractiva que completaba su seductora morbidez. Un “amigo del corazón”, en efecto, coloca de nuevo en la opinión a toda mujer de costumbres un poco libres. Se oye decir: “¡Cómo! ¿Todavía estás con fulanito de tal?” Y se contesta: “¡Qué quieres! ¡Lo amo!”, lo cual demuestra que, después de todo, una no es de madera. En fin, el “amigo del corazón” es, desde el punto de vista moral, para una mujer ligera de cascos, lo mismo que, por lo que respecta a lo físico, un “hombre guapo” con el cual una se pasea del brazo: forma parte del tocado.
Luego sucedió que -por uno de esos azares que surgen al final de las cenas tan frecuentes en la vida mundana- Georgette fue acompañada a su casa, de madrugada, por el joven Enguerrand de Testevuyde (el “amigo del corazón” de Félicienne), el cual recaló en el domicilio de la joven hasta la hora del aperitivo, circunstancia, claro está, que fue relatada a Félicienne aquella misma tarde, gracias a los buenos oficios de amigas de confianza.
La conmoción que Félicienne experimentó tuvo como primera consecuencia un síncope. Cuando volvió en sí, no dijo nada, pero su tristeza era honda. No acababa de hacerse a la idea de lo ocurrido. ¿Cómo era posible que su única amiga, su otro yo, le hubiese, a sabiendas, arrebatado, no uno de esos señores, sino aquel que era sagrado? El ultraje de aquella inesperada perfidia le parecía tan absurdo, tan inmerecido, tan despreciable, que no merecía su cólera. Y luego no podía comprender que Georgette, incluso impulsada por un histérico enloquecimiento, se hubiese decidido a hacer tabla rasa a la vez de su amistad y del tesoro común de los refrescantes recuerdos que ambas perdían a causa de una riña irreparable. Félicienne se sentía rodeada de un vacío atroz, donde se hundió hasta la infidelidad de Enguerrand. Renunciando a comprender sus amores, cerró la puerta a ambos, sin explicación, porque no le gustaba el escándalo. Y la vida continuó para ella, lejos de aquella pareja de sombras.
La primera vez, por ejemplo, que se volvieron a ver en el Bosque de Bolonia, Félicienne, más que fría, estuvo glacial.
Ambas iban en coche, solas, como es de suponer, en medio de la hilera de carruajes, en la Avenida de las Acacias.
Félicienne miró fijamente, sin saludarla, a su antigua amiga, la cual, ¡cosa extraña!, le sonreía con la encantadora franqueza de otros tiempos. Desconcertada por la actitud de Félicienne, Georgette la miró a su vez con sus bellos ojos límpidos y un aire de asombro tan sincero, que Félicienne se sintió conmovida. ¿Pero cómo hablar con ella delante de la gente? Era necesario reprimirse. Los dos vehículos se cruzaron. Eso fue todo.
Se encontraron, una y otra vez, en algunas cenas. Ciertamente, en tales ocasiones, Félicienne procuraba no dejar traslucir su resentimiento. Sin embargo, Georgette, habituada a las inflexiones de voz de su amiga, no la reconocía y parecía no comprender el motivo de aquella helada reserva.
-Pero, ¿qué te pasa, Félicienne?
-¿A mí? Nada. Estoy como de costumbre.
Decentemente, Georgette no podía ir más lejos, no podía transformar la cena en explicación. A la larga, la vida va hoy tan rápidamente, la despreocupada inconsciencia es tan grande, son tantas las diversiones -y siempre se encontraban rodeadas de gente-, que una y otra, durante más de cuatro meses, se contentaron con resumir, en casa, cada día, con algunos suspiros acompañados de uno o varios furtivos sollozos la pena compleja que ese súbito entibiamiento causaba a sus sensibles corazones y que, por una indolencia sin nombre, no se tomaban la molestia de esclarecer. En realidad, ¿a dónde las hubiera conducido una “explicación”?
Ésta tuvo lugar, sin embargo. Fue después de una función de circo. Ambas estaban solas en un salón particular de un cabaret nocturno, donde esperaban, en silencio, a unos señores.
-En fin -dijo, de repente, Georgette, con lágrimas en los ojos-, ¿quieres decirme, sí o no, qué tienes contra mí? ¿Por qué me causas esta pena, de la que sé bien que tú debes sufrir también?
-¡Oh, puedes quedarte con tu Enguerrand, quiero decir con el señor de Testevuyde! -contestó Félicienne, con sequedad-. En realidad, ya no me interesaba. Pero hubieras podido escoger mejor o prevenirme de que te gustaba. Yo hubiera avisado. No se roba a una amiga el amante de su corazón. Que yo sepa, no he tratado de robarte a tu Melchior.
-¿Yo? -dijo Georgette, con ojos de gacela sorprendida-. ¿Que yo te he robado... y que éste es el motivo...?
-¡No lo niegues! -contestó desdeñosamente Félicienne-. Lo sé. Estoy segura, ¡vaya!, de las cuatro primeras noches que le concediste.
-¡Y hasta podrías decir seis! -replicó sonriendo Georgette-. ¡Fueron seis en total!
-¿De veras? ¿Y por un capricho tan efímero has arruinado nuestra amistad? ¡Te felicito!
-¿Un capricho, yo, y por tu amante? -dijo Georgette en tono plañidero, levantando los ojos al cielo-. ¿Y me has creído capaz de tal perfidia después de quince años de amistad? ¡O estás loca o eres mala!
-Entonces, ¿qué significa tu conducta, a fin de cuentas? ¿Te burlas, pues, de mí?
-¿Mi conducta? ¡Pero si es muy sencilla, mi conducta! ¡Vaya, creo que te empeñas adrede en no comprender!
-¡Está bien, señorita! -dijo Félicienne, levantándose, muy digna-. No me gustan las burlas y le dejo el campo libre.
-¡Pero...! -gritó inocentemente Georgette, llorando-, pero es que... ¡me ha pagado!
Al oír estas palabras, Félicienne se estremeció y se volvió con el rostro resplandeciente de una súbita alegría que hizo centellear el terciopelo de su vestido.
-¡Caramba, Georgette! -exclamó-. ¿Y no me lo escribiste en seguida?
-¡Diablo! ¿Podía yo pensar que tú no habías adivinado, que sospechabas? ¿Sabía yo por qué me ponías mala cara? ¡Pídeme perdón, inmediatamente, por haber pensado que podía traicionarte, mala... bestia! ¡Y besa a tu Georgette!
Ésta se encontraba entre los brazos de su amiga, que ahora la contemplaba con ternura. Ambas cambiaron de nuevo, finalmente, aquella mirada de otros tiempos en la que la estima laica de ellas mismas era evocada en medio de miles de recuerdos de la Institución Désagrémeint.
Orgullosa, Félicienne volvía a encontrar a su amiga siempre digna de ella.
Un poco confusas del malentendido que las había desunido un instante, se estrechaban la mano, sin pronunciar vanas palabras.
Acto continuo, mientras esperaban a aquellos señores, Félicienne pidió una tarjeta postal y escribió al señor Testevuyde para decirle que regresara a su lado y, al mismo tiempo, para informarle que había sido víctima de las malas lenguas. El referido caballero, que al principio se había mostrado ofendido, tuvo el buen gusto de no mantener su rigor ni un minuto más contra su querida Félicienne, la cual, al día siguiente, hacia las dos, en su casa, no dejó de regañarlo por su mala conducta:
-¡Ah, señor! -le dijo, enojada, amenazándolo con el dedo-. ¿Es verdad, pues, que gasta usted todo su dinero con las rameras?



La Desconocida

A la señora condesa de Lacios
El cisne calla durante toda su vida para cantar bien una sola vez.
-Antiguo proverbio
Era el sagrado muchacho a quien un bello verso hace palidecer.
-Andrien Juvigny
Aquella noche, todo París resplandecía en los Italiens. Se representaba Norma. Era la función de despedida de María-Felicia Malibrán.
La sala entera, con los últimos acordes de la plegaria de Bellini, Casta diva, se había levantado y reclamaba a la cantante en un glorioso tumulto. Le arrojaban flores, pulseras, coronas. ¡Un sentimiento de inmortalidad envolvía a la augusta artista, casi moribunda, y que se alejaba, creyendo cantar!
En el centro de las butacas de patio, un joven, cuya fisonomía expresaba un alma resuelta y orgullosa, manifestaba, rompiendo sus guantes a fuerza de aplaudir, la apasionada admiración que experimentaba.
Nadie, en el mundo parisino, conocía a este espectador. No tenía aire provinciano, sino extranjero. Con su vestimenta nueva, pero de lustre apagado y de corte irreprochable, sentado en su butaca, hubiera parecido casi singular, sin la instintiva y misteriosa elegancia que emanaba de su persona. Al examinarlo, se hubiera buscado en torno suyo espacio, cielo y soledad. Era extraordinario: pero París ¿no es la ciudad de lo Extraordinario?
¿Quién era y de dónde venía?
Era un adolescente salvaje, un huérfano señorial -uno de los últimos de este siglo-, un melancólico noble del Norte, escapado de la noche de una casa solariega de Cornualles, desde hacía tres días.
Se llamaba conde Félicien de la Vierge; poseía el castillo de Blanchelande, en la Baja Bretaña. Una ardiente sed de existencia, una curiosidad por conocer nuestro maravilloso infierno, se había apoderado y había enfebrecido, repentinamente, a este cazador, allá abajo... Se había puesto en camino y, sin más, allí estaba. Su presencia en París sólo databa de la mañana, de tal manera que sus grandes ojos eran aún espléndidos.
¡Era su primera noche de juventud! Tenía veinte anos. Era su entrada en un mundo de fuego, de olvido, de banalidades, de oro y de placeres. Y, por casualidad, había llegado en el momento de oír el adiós de la que se iba.
Pocos momentos le bastaron para acostumbrarse a la brillantez de la sala. Pero, desde las primeras notas entonadas por la Malibran, su alma se había estremecido; la sala había desaparecido. La costumbre del silencio de los bosques, del viento ronco de los escollos, del rumor del agua sobre las piedras de los torrentes y de los graves crepúsculos, había educado como poeta a este joven orgulloso, y en el timbre de la voz que oía, le parecía que el alma de las cosas le enviaba una lejana plegaria para que volviera.
En el momento en que, transportado de entusiasmo, aplaudía a la inspirada artista, sus manos se detuvieron; se quedó inmóvil.
En el balcón de un palco acababa de aparecer una joven de gran belleza. Miraba hacia el escenario. Las finas y nobles líneas de su perfil perdido se ensombrecían por las rojas tinieblas del palco, como un camafeo de Florencia en su medallón. Pálida, con una gardenia en sus cabellos oscuros, y totalmente sola, ella apoyaba su mano, de contornos aristocráticos, en el antepecho del palco. En el hueco del corpiño de su vestido de muaré negro, velado con encajes, una piedra enferma, un admirable ópalo, semejante a su alma, lucía en un engaste de oro. Con aire solitario, indiferente a toda la sala, ella parecía olvidarse de sí misma bajo el invencible encanto de esa música.