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La conexión entre el arte y la técnica también caracterizó a la Escuela de la Bauhaus, fundada por Walter Gropius en la República de Weimar, en 1919. Devenida de la fusión de la Escuela de Bellas Artes y la Escuela de Artes y Oficios de Weimar, la misión central de la Bauhaus consistió en promover la unión entre las bellas artes y las artes aplicadas, en función de la creación de una obra de arte total. Según el propio Gropius, sus antecedentes intelectuales fueron diversos: John Ruskin y William Morris en Inglaterra, quienes en el siglo xix ya habían postulado la erradicación de la alienación producida por el trabajo con la máquina y la valorización de las prácticas artesanales; Henry van de Velde, figura destacada del art nouveau que aspiró a renovar la artesanía a través de la incorporación de técnicas mecanizadas; Joseph Maria Olbrich y Peter Behrens, convocados por el Gran Duque de Hesse para integrar la Colonia de Artistas en Darmstadt, entre cuyos objetivos propuso estimular el artesanado; y Hermann Muthesius, autor de la Deutscher Werkbund, una asociación que agrupó el arte, la arquitectura y la industria, defendiendo la incorporación de la máquina en la realización de las obras y la tipificación de la producción (Wick, 2007).
Los talleres impartidos en los primeros tiempos de la Escuela de la Bauhaus apuntaban a derribar las fronteras tradicionales entre la actividad de los artistas y los artesanos. De allí que los talleres dedicados a los oficios –cerámica, metal, tejido y carpintería, entre otros– convivieran con los cursos dedicados a la composición, la morfología y el color. La idea de que el aprendizaje de diferentes técnicas manuales conduciría a la síntesis estética fue encarnada por la labor de Johannes Itten, artista y docente a cargo del curso introductorio impartido en la Bauhaus, quien impulsó una línea expresionista, introspectiva y espiritual que perduraría en la Escuela hasta 1922, cuando el antiguo lema que defendía la unidad del arte y la artesanía fuera sustituido por la idea de “arte y técnica: una nueva unidad”, en el marco de una Alemania que se recuperaba de la inflación de posguerra y poco a poco fortalecía su industria. Además, en 1923 László Moholy-Nagy sustituyó a Itten como docente del curso introductorio, de manera que la perspectiva romántica, sustentada en la noción medieval de oficio y abocada al trabajo manual, fue reemplazada por la incorporación de técnicas industriales. El artista húngaro sumó nuevos materiales, entre ellos cristal y plexiglás, y motivó la experimentación con medios hasta entonces inexplorados, como fotomontajes y esculturas cinéticas y lumínicas. Una de las obras paradigmáticas realizadas por Moholy-Nagy en aquella época fue su Lichtrequisit einer elektrischen Bühne, conocido en español como Modulador espacio-luz. Se trató de un dispositivo desarrollado entre 1922 y 1930, y exhibido en una de las salas de exposición que integraron la sección alemana de la exposición anual de la Sociedad de Artistas Decoradores de París en 1930, a cargo de Gropius. El artista presentó diferentes objetos e imágenes, como la proyección de diapositivas con imágenes de telescopios, aviones y distintas escenas cotidianas que permitieran proporcionar una imagen global de la cultura alemana. Una de las áreas de la sala otorgada a Moholy-Nagy estaba dedicada a la escenografía teatral, donde exhibió sus proyectos escenográficos para obras de teatro, así como una pantalla traslúcida, detrás de la cual colocó el Modulador espacio-luz. La pieza estaba provista de una serie de placas perforadas, barras y otros elementos que se movían por la acción de un motor e iban generando distintos efectos lumínicos provocados por las luces ubicadas en el compartimento interior del dispositivo. En el Manifiesto Sistema Constructivo-Dinámico-Fuerza, publicado en la revista Der Sturm en 1924 y firmado por Moholy-Nagy y Alfred Kemény, ya se defendía el reemplazo de la construcción estática por una construcción dinámica, cuyos materiales funcionaran como “portadores de fuerzas” (Moholy-Nagy y Kemény, 2009 [1924]: 378). Algunas investigaciones han demostrado que el proyecto no fue concebido como una escultura cinética, sino como un dispositivo mecánico para generar efectos lumínicos en un escenario o en el ámbito doméstico, transformando el espacio cotidiano y contribuyendo así con la fusión del arte y la vida (Botar, 2010). Esta hipótesis sería comprobada en el film experimental Juego de luces: negro, blanco y gris, realizado en 1930, donde Moholy-Nagy registró los efectos lumínicos producidos por el Modulador: el dispositivo puede ser divisado de manera fragmentaria pero nunca se muestra en su totalidad.
A partir de 1923, la Bauhaus se volcó hacia el diseño de prototipos para la industria, un giro que procuraba independizar a la Escuela de los fondos públicos. El programa de la Bauhaus aspiraba a la síntesis estética pero incluso proclamaba la síntesis social, vale decir, a orientar la producción estética hacia las necesidades de amplios círculos de la población (Wick, 2007). Desde este punto de vista, el empleo de las tecnologías y el proceso de industrialización permitirían concretar aquellos fines sociales.
3. Perspectivas latinoamericanas sobre la exaltación de la máquina
Como contrapartida del optimismo tecnológico característico de algunos movimientos de vanguardia europeos, en Latinoamérica surgieron perspectivas que cuestionaron la glorificación de la máquina y plantearon actitudes críticas hacia la transposición neutral de discursos exógenos. Vicente Huidobro, César Vallejo y José Carlos Mariátegui no mostraron una fascinación radical por los avances de la técnica. Sin embargo, sus posturas no se enfrentaron a los cambios tecnológicos “sino a su aceptación ensalzadora y acrítica” (Alonso, 2015: 185). En el artículo “Futurismo y maquinismo”, Huidobro observó que los aportes del futurismo debían ser acompañados por otra clase de sensibilidad que pudiera trascender el frecuente “maquinismo” de la época. El mero hecho de hacer alusión a las tecnologías no suponía necesariamente un gesto innovador: “Los poetas que creen que porque las máquinas son modernas también serán modernos al cantarlas se equivocan absolutamente. Si canto al avión con la estética de Víctor Hugo, seré tan viejo como él; y si canto al amor con una estética nueva, seré nuevo” (Huidobro, 2009 [1925]).
En el terreno de las artes visuales, observamos una dinámica semejante: muchos artistas optaron por elaborar lenguajes artísticos propios, defendiendo la consolidación de una tradición local, aunque en general fusionándolos con elementos proporcionados por las tendencias provenientes del Viejo Mundo. Por ejemplo, el universalismo constructivo, la vanguardia antropofágica y el muralismo mexicano constituyeron propuestas sin precedentes que procuraron colaborar con la construcción identitaria de sus respectivos países, sin excluir el pasado local previo a la conquista. El retrato del indígena, la inclusión de símbolos prehispánicos o la representación del paisaje nativo, todos ellos desprovistos del exotismo de la mirada europea13, fueron combinados con las estéticas y los códigos extranjeros.
A diferencia de la posición crítica que podría atribuirse a los ya mencionados Huidobro, Mariátegui y Vallejo, el estridentismo demostró una fuerte atracción ejercida por la expansión de la máquina, mediante la confluencia de recursos foráneos y lenguajes vernáculos. Éstos se manifestaron tanto en el campo de la literatura como en el de las artes plásticas. Influido por el ultraísmo español, el movimiento estridentista fue fundado en México en 1921 por Manuel Maples Arce, a partir de la redacción del manifiesto titulado “Actual n.1, Hoja de Vanguardia, Comprimida Estridentista del poeta Manuel Maple Arce”. Entre sus integrantes también se encontraban Germán List Arzubide, Germán Cueto, Fermín Revueltas, Luis Quintanilla del Valle, Ramón Alva de la Canal, Leopoldo Méndez y Arqueles Vela. Si bien Porfirio Díaz había apoyado el desarrollo de las tecnologías a través de la construcción de vías férreas, la importación de automóviles y la comercialización de máquinas de escribir, los artistas de su época se mostraban reacios a las novedades de la técnica porque consideraban que los alejaba de los principios y valores estéticos del modernismo decimonónico (Gallo, 2005). Sin embargo, la situación sería alterada hacia la década del veinte, cuando las tecnologías progresivamente difundidas en el contexto mexicano de los años veinte –automóviles, radios, cámaras fotográficas, aviones y máquinas de escribir– fueron modulando el imaginario artístico-tecnológico de toda una generación de escritores y artistas visuales. En este punto, los artistas estridentistas coincidieron con el futurismo italiano:
Es necesario exaltar en todos los tonos estridentes de nuestro Diapasón propagandista, la belleza actualista de las máquinas, de los puentes gímnicos reciamente extendidos sobre las vertientes por músculos de acero, el humo de las fábricas, las emociones cubistas de los grandes trasatlánticos con humeantes chimeneas de rojo y negro, anclados horoscópicamente –Ruiz Hidobro– junto a los muelles efervescentes y congestionados, el régimen industrialista de las grandes ciudades palpitantes, las blusas (sic) azules de los obreros explosivos en esta hora emocionante y conmovida (…). (Maples Arce, 1921: párr. 5)
Son claras las resonancias del “Manifiesto del Futurismo”, redactado por Filippo Tommaso Marinetti y publicado en el periódico francés Le Figaro en 1909, texto que fue expresamente citado en el manifiesto estridentista. La belleza de las máquinas que transformaban el paisaje de la ciudad, el humo de las chimeneas fabriles, los nuevos medios de transporte y las construcciones urbanas como puentes colosales comparables con el cuerpo de gimnastas extendidos en el horizonte, son algunas de las imágenes que ya se leían en el escrito del artista italiano:
Nosotros cantaremos a las grandes muchedumbres agitadas por el trabajo, por el placer o la revuelta; cantaremos a las marchas multicolores y polifónicas de las revoluciones en las capitales modernas, cantaremos al vibrante fervor nocturno de los arsenales y los astilleros incendiados por violentas lunas eléctricas; las estaciones glotonas, devoradoras de serpientes humeantes; las fábricas colgadas de las nubes por los retorcidos hilos de sus humos; a los puentes semejantes a gimnastas gigantes que saltan los ríos, relampagueantes al sol con un brillo de cuchillos; los vapores aventureros que olfatean el horizonte, las locomotoras de ancho pecho que piafan a los raíles como enormes caballos de acero embridados con tubos, y el vuelo deslizante de los aeroplanos, cuya hélice ondea al viento como una bandera y parece aplaudir como una muchedumbre entusiasta. (Marinetti, 1979 [1909]: 307)
No obstante, la vinculación entre el movimiento europeo y el latinoamericano no fue plenamente directa ni la única que los artistas mexicanos mantuvieron con otras tendencias. Si bien las influencias del futurismo en el estridentismo resultan evidentes en el tono de los manifiestos, el frenesí de la vida moderna y el rechazo hacia el pasado, tampoco es posible afirmar que aquel constituya una versión local de la vanguardia italiana. En efecto, existen declaraciones del propio Maples Arce donde el artista señala las diferencias que distancian a su obra de la producción de Marinetti:
Decir que Marinetti influyó en mí es absurdo. Mi poesía no tiene nada que ver con las tendencias estéticas ni con la poesía misma del futurismo italiano (…). La exaltación de la vida moderna, de las máquinas y del trabajo data de antes. Whitman y Verhaeren sintieron fervor por estas manifestaciones de la civilización de nuestro siglo. El futurismo cantó desde un ángulo externo los objetos mecánicos, yo interpreto desde el interior su canto, su influencia sociológica (…). Creo que las interrelaciones emocionales constituyen uno de los aspectos de mi poesía en aquel tiempo. (Maples Arce, en Mora, 2000: 266)
Independientemente del testimonio de Maples Arce, cuyos esfuerzos por marcar las disimilitudes con el futurismo por momentos eclipsan la claridad de sus argumentos, lo cierto es que concebir las relaciones entre ambos movimientos en clave derivativa omite tanto la compleja trama de relaciones que los estridentistas establecieron con otras corrientes –el ultraísmo español, el unanimismo, el creacionismo–, como los rasgos propios que hicieron a la originalidad de su propuesta. Esta última devino de un contexto particular, signado por la Revolución Mexicana, y recurrió al espíritu provocador gestado en dicha coyuntura para generar una renovación estética, política y social.
En la literatura estridentista, las frases incoherentes y la sintaxis interrumpida evidencian el ritmo agitado de la ciudad, cuya dinámica es traducida a nuevos principios narrativos, en lugar de ser representada de manera mimética (Pardo, 2010). Del mismo modo, las líneas diagonales acentuadas que atraviesan las xilografías Estación de radio de Estridentópolis y Edificio del movimiento estridentista, ambas de Ramón Alva de la Canal, destacan la monumentalidad de las construcciones y logran captar el ímpetu de la urbe. La primera de ellas presenta el proyecto de una estación de radio para Estridentópolis, denominación acuñada para designar a la ciudad de Xalapa, donde los estridentistas se establecieron hacia 1925. El punto de vista bajo de la representación exagera la altura de las torres que rematan el edificio y, en consecuencia, instaura una perspectiva vertiginosa. Los orígenes de la radiodifusión en México se remontan a 1921. Ese año Constantino de Tárnava –ingeniero mexicano formado en los Estados Unidos– creó la primera radiodifusora del país, cuyo slogan sería “La voz de Monterrey desde 1921”. Los estridentistas se vieron cautivados por la radio desde sus comienzos:
Al igual que Marinetti, los estridentistas vieron a la radio como el modelo perfecto para un proyecto artístico radicalmente nuevo: era un medio caracterizado por la habilidad para trascender fronteras, por el poder para transmitir simultáneamente una miríada de programas diferentes y por el potencial para inspirar una “imaginación inalámbrica” capaz de revolucionar a la literatura.14 (Gallo, 2005: 26, trad. propia)
La “imaginación inalámbrica” (imaginazione senza fili), referida por Marinetti en 1914 como TSF (telegrafia senza fili) en Zang Tumb Tuuum, mediante el recurso de las “palabras en libertad”, selló el comienzo de la fascinación literaria por la radio (Gallo, 2005: 121). Poco tiempo después, en 1923, la revista literaria El Universal Ilustrado lanzó la primera estación radial mexicana. En su programa inaugural, Maples Arce leyó TSH (“telegrafía sin hilos”), una obra que no solo remitía a la obra de Marinetti a través del título, sino que también celebraba las posibilidades del medio (Gallo, 2005: 123). Luis Quintanilla fue otro de los artistas interesados en él. Su colección de poemas Radio. Poema inalámbrico en trece mensajes, publicado bajo el seudónimo de Kyn Taniya, es un ejemplo paradigmático del carácter “radiogénico” de la poesía estridentista. Gallo retoma la teoría del crítico francés André Cœuroy, quien en Panorama de la radio (1930) dividió la literatura asociada con la radio en dos categorías: mientras que la estructura y el lenguaje de las obras radiofónicas no son modificadas por el medio, dado que solo abordan a la radio como tema y son transmitidas a través de ella, los trabajos radiogénicos “son escritos para ser emitidos y su estilo, estructura e incluso extensión son configurados por las posibilidades y las limitaciones de la radio”15 (Gallo, 2005: 164, trad. propia). Una obra como la de Kyn Taniya fue escrita para un “oyente inalámbrico” y, junto con otras producciones realizadas por sus contemporáneos, lleva la “huella” de la tecnología que la creó16 (Gallo, 2005: 164, trad. propia). En resumen, la radio permitió ampliar la difusión de las obras estridentistas, a la vez que moduló una literatura diferente cuya instancia de producción atendía a las condiciones de recepción propias del nuevo medio: fueron obras hechas de y para la radio, uno de los emblemas por excelencia de la Modernidad.
4. Cultura de mezcla: criollismo, modernidad e invención
Al analizar los movimientos argentinos de vanguardia, detectamos un proceso similar con respecto al de otros territorios latinoamericanos. En el primer capítulo del libro Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930, titulado “Buenos Aires: una ciudad moderna”, Beatriz Sarlo (2007 [1988]) hace una descripción minuciosa de algunas de las obras que Xul Solar exhibió en Buenos Aires a partir de 1924, fecha de su regreso al país luego de haber residido doce años en Europa. La geometrización de las figuras que pueblan sus composiciones, y el carácter místico y simbólico que las caracteriza, son algunos de los rasgos derivados de las influencias europeas, como la vertiente visionaria-utópica del expresionismo alemán, de acuerdo a la cual la arquitectura permitiría la unión del hombre y las prácticas artísticas, pero también los artistas de Die Brüke y la impronta espiritual de Der Blaue Reiter, fundamentalmente a través de la obra de Paul Klee y Wassily Kandinsky.
La reconstrucción de Sarlo, asimismo, logra captar el sistema iconográfico característico del trabajo de Xul Solar, que combina banderas, efigies precolombinas, signos astrológicos y cabalísticos, construcciones fantásticas, personajes híbridos antropo-zoomorfos, panlengua, neocriollo y “modernas quimeras” (Sarlo, 2007 [1988]: 13): hombres con cabeza de ave, ruedas en los pies, chimeneas, escaleras y anclas desprendidas desde el centro del cuerpo y hélices en el cuello que les permiten sobrevolar un paisaje esquemático y descontextualizado. Estas últimas imágenes refieren a Dos mestizos de avión y gente (1935), realizada en lápiz acuarela y grafito sobre papel. El mestizaje propio de las obras de Xul Solar, compuestas por la coexistencia de elementos heterogéneos, es leído por Sarlo como un “rompecabezas de Buenos Aires” (Sarlo, 2007 [1988]: 14), cuya mezcla asimismo resonó en la esfera cultural. Los imaginarios de modernización argentinos fueron modulados por una doble tendencia que de forma simultánea “intersectó modernidad europea y diferencia rioplatense, aceleración y angustia, tradicionalismo y espíritu renovador, criollismo y vanguardia” (Sarlo, 2007 [1988]: 15). Entre los años veinte y treinta, en Buenos Aires no solamente se mezclaban idiomas, como efecto del proceso migratorio iniciado hacia fines del siglo xix, sino que también se fusionaban paisajes diversos, donde convivían cables de alumbrado eléctrico, medios de comunicación novedosos como la radio y la ramificación del tranvía, con terrenos baldíos que aún no habían sido incorporados al nuevo diseño urbano. Se trataba de un proyecto en vías de concreción que sorprendía a los habitantes que todavía recordaban la fisonomía de la Buenos Aires de antaño. Los vestigios de la ciudad del pasado comenzaban a solaparse con los primeros signos de la capital moderna, configurando una “cultura de mezcla” que resultaba de la coexistencia de “elementos defensivos y residuales junto con los programas renovadores; rasgos culturales de la formación criolla al mismo tiempo que un proceso descomunal de importación de bienes, discursos y prácticas simbólicas” (Sarlo, 2007 [1988]: 28).
En su investigación acerca de la imaginación de futuro en Buenos Aires en torno al Centenario, Margarita Gutman (2011: 26) advirtió que las imágenes anticipatorias del porvenir construyeron un futuro urbano, vale decir, un “futuro de ciudades”. Las tensiones descritas por Sarlo entre las reminiscencias de la Buenos Aires que había sido y los nuevos rasgos urbanos adquiridos son también subrayadas por Gutman. El futuro de la ciudad imaginada, alterada por su incremento demográfico, composición social y mercado interno, “contrasta con el desarrollo económico del país en esos años, básicamente centrado en la explotación agropecuaria” (Gutman, 2011: 27). En las primeras dos décadas del siglo xx creció el interés por la ciencia y la tecnología en el ámbito porteño, cuya atracción cristalizó en la convicción de que estas esferas permitirían “iluminar los excitantes senderos de un futuro mejor, llenos de confort y velocidad” (Gutman, 2011: 28). La autora demuestra que los idearios de modernización que fueron plasmados en las revistas ilustradas de la época –Caras y Caretas, La Vida Moderna y El Hogar, entre otras– se nutrieron de las innovaciones tecnológicas que estaban transformando el paisaje de Buenos Aires, en particular, las comunicaciones, el transporte y la electricidad. Mientras que los “planes letrados disciplinares”, diseñados por ingenieros, arquitectos, paisajistas, higienistas y funcionarios públicos, se basaron en los proyectos urbanos parisinos para mejorar la ciudad preexistente manteniendo la cuadrícula, abriendo avenidas, creando plazas y jerarquizando puntos centrales, pero eludiendo la incorporación de los desarrollos tecnológicos, la propuesta de la “ciudad vertical del porvenir”, construida y difundida por las revistas ilustradas, tomando como modelo a Nueva York, fue completamente diferente (Gutman, 2011: 37). La ciudad vertical del porvenir ideó un plan urbanístico vertical y tridimensional, conectado por diferentes medios de transporte, provisto de energía eléctrica y permeable a todos los desarrollos científicos y tecnológicos de la época. Gutman resume las oposiciones entre ambos planes en los siguientes términos:
(…) la ciudad bidimensional desarrollada sobre un plano principal de los planes letrados versus una estructura tridimensional que ocupa el espacio aéreo en la ciudad vertical del porvenir; los transportes corriendo mayormente sobre un único plano horizontal versus los transportes que conquistan el aire y corren por estructuras tridimensionales segregados por tipo y velocidad; la organización jerárquica y centralizada versus estructura isomorfa en red; una concepción unitaria de plan versus un agregado por fragmentos; los espacios de lugares de los planes letrados versus espacios de flujo de la ciudad vertical del porvenir; las calles como ámbito de encuentro y multifuncionales versus calles sumergidas destinadas al transporte y los servicios; energía eléctrica utilizada como apoyo al funcionamiento de la ciudad versus energía eléctrica vital para el funcionamiento de los flujos; ciudades distantes conectadas relativamente en el tiempo versus compactación del tiempo y el espacio con la comunicación instantánea y los transportes; ritmos de vida rutinarios cíclicos de día y noche versus la ciudad 24/7. (Gutman, 2011: 39)
Pero los imaginarios de modernización y la fe en el futuro no se manifestaron de igual manera en los distintos círculos políticos e intelectuales. El cosmopolitismo de los sectores conservadores coexistía con cierto desdeño hacia el proceso de modernización urbana. Este último fue encarnado por artistas y pensadores que añoraban el pasado perdido y defendían una utopía centrada en el escenario rural. Si Manuel Gálvez, Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas habían expresado desde distintas perspectivas un nacionalismo cultural melancólico en torno al Centenario de la Revolución de Mayo, una década más tarde Ricardo Güiraldes proclamaba un ruralismo utópico (Sarlo, 2007 [1988]: 43), mientras que Jorge Luis Borges impulsaba un criollismo urbano de vanguardia, afín a la propuesta estética y conceptual de Xul Solar, entrelazando tradiciones rioplatenses y corrientes europeas como el ultraísmo. La argentinidad ya no radicaba en la figura del gaucho y el ambiente del campo, sino en la construcción de personajes suburbanos. A diferencia de la producción plástica de Xul Solar, atraída por las máquinas y las ciudades fantásticas tecnologizadas, y lejos también de los paisajes urbanos futuristas descritos por Arlt en obras como El amor brujo –los cuales en gran medida recuerdan las ciudades proyectadas por las revistas ilustradas y evocan escenas de películas de Fritz Lang o Friedrich Murnau17–, Borges aún enunciaba la nostalgia hacia la ciudad criolla en vías de desaparición (Sarlo, 1995).
La revista Martín Fierro, publicada entre 1924 y 1927, fue uno de los órganos difusores de la vanguardia argentina de los años veinte y un instrumento de intervención en el nuevo paisaje moderno (Sarlo, 2007 [1988]). Influida por el ultraísmo, los textos de Ramón Gómez de la Serna y la obra de Evaristo Carriego, la publicación buscaba producir una renovación estética, al mismo tiempo que se preguntaba por la identidad nacional y el modo de abordarla desde la consolidación de un lenguaje vanguardista. La revista contó con las participaciones de escritores como Oliverio Girondo, Jorge Luis Borges y Leopoldo Marechal, así como de artistas visuales, entre ellos Xul Solar, Norah Borges y Emilio Pettoruti. En el “Manifiesto de Martín Fierro”, escrito por Girondo en 1924 e incluido en el cuarto número de la publicación, se pone en evidencia la atracción ejercida por los desarrollos de la técnica, la cual operaba como “discurso de lo nuevo” (García Cedro, 2014: 23). En los primeros párrafos del texto, se hacía referencia a la nueva sensibilidad que caracterizaba a la época y que permitía descubrir “panoramas insospechados y nuevos medios y formas de expresión” (Martín Fierro, 1924: 1). Haciendo eco de la famosa frase del “Manifiesto del Futurismo” (1909), firmado por Marinetti y citado previamente, donde el artista italiano declaraba que “un automóvil rugiente que parece correr sobre la metralla es más bello que la Victoria de Samotracia” (Marinetti, 1979 [1909]: 307), el manifiesto argentino exponía: “MARTÍN FIERRO se encuentra (…) más a gusto en un transatlántico moderno que en un palacio renacentista, y sostiene que un buen Hispano-Suiza es una OBRA DE ARTE muchísimo más perfecta que una silla de manos de la época de Luis XV” (Martín Fierro, 1924: 2). Aunque Girondo no ignoraba los aportes americanos para el desarrollo de un lenguaje artístico propio, destacaba la confianza en la “capacidad digestiva y de asimilación”, la importancia de dar un “tijeretazo a todo cordón umbilical” y la necesidad de “mirar el mundo con pupilas actuales” (Martín Fierro, 1924: 1-2).






