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Paralelamente, la izquierda nucleada en torno a la editorial Claridad, representada en el campo de las artes plásticas por los Artistas del Pueblo –José Arato, Adolfo Bellocq, Guillermo Facio Hébecquer, Agustín Riganelli y Abraham Vigo–, rechazó la tendencia de la revista Martín Fierro y el Grupo de Florida, calificándolos como extranjerizantes y cosmopolitas. Optaron, en cambio, por retratar la vida del proletariado en aguafuertes, xilografías y litografías realistas que se valían de técnicas de reproducción sencillas para lograr su amplia difusión. Mientras tanto, Martín Fierro refería a la literatura del Grupo de Boedo como una producción escrita por quienes mantienen una relación con el lenguaje exterior y buscan ocultar su pronunciación extranjera (Sarlo, 1982). No obstante, es conveniente evitar las frecuentes aseveraciones radicales que se agotan en el antagonismo tecnofilia martinfierrista/tecnofobia boediana. Aunque en la revista Martín Fierro la técnica aparecía sobre todo como símbolo de lo nuevo, mientras que para Claridad y los artistas de Boedo la máquina era el ícono de la explotación de la clase trabajadora18, hubo asimismo zonas intermedias dadas por la concurrente seducción y rechazo hacia la técnica. Así lo testimonia la obra de algunos artistas que participaron simultáneamente de ambas publicaciones.
En síntesis, la idea de lo nacional fue adquiriendo sentidos diversos en función de las distintas percepciones de los actores sobre su realidad contemporánea (Wechsler, 2010: 311): algunos traducían la pregunta identitaria en paisajes campestres y retratos de los personajes locales; otros mostraban los efectos indeseados del proceso de modernización mediante un arte social que aspiraba a la liberación de los trabajadores oprimidos; y un tercer grupo apostaba al desarrollo de nuevos lenguajes que afianzaran un verdadero arte de vanguardia.
5. Neurosis identitaria: ¿civilización mecanizada o barbarie artesanal?
Los idearios que asocian a la máquina con el ámbito de la ciudad, por oposición al contexto rural ajeno a los avances de la técnica, hunden sus raíces en las tensiones decimonónicas entre civilización y barbarie. Estas fricciones no fueron privativas del ámbito argentino, sino que se inscriben en la “neurosis identitaria” que ha expresado sus síntomas en el terreno de las artes plásticas, jugando de rebote a través de la apropiación de tendencias hegemónicas provenientes del norte (Mosquera, 2010). En el marco del proyecto de investigación “Arte Contemporáneo del Ecuador” (Centro Ecuatoriano de Arte Contemporáneo), Gerardo Mosquera sugirió que la pregunta latinoamericana por el quiénes somos ha emergido de una serie de causas específicas propias de la historia de la región, como los múltiples componentes de su etnogénesis, los complejos procesos de acriollamiento e hibridación, la presencia de grandes grupos indígenas no integrados, y el enorme flujo migratorio mantenido durante todo el siglo xx (Mosquera, 2010: 124).
Cuando en los años cuarenta José Medeiros participó de la Expedición Roncador-Xingú, en Mato Grosso, impulsada por la presidencia de Getúlio Vargas con el objetivo de adentrarse en el territorio central de Brasil, el artista tomó diversas fotografías que retrataban a los grupos indígenas de la zona. En una de ellas, titulada Indios Xavante empurrando avião, cinco indios pertenecientes a esta etnia amerindia son capturados de espaldas mientras empujan desnudos una de las alas de una avioneta. Una sexta persona asoma en primer plano parcialmente cubierta por la hélice. En otra imagen, un habitante yawalapiti hace un movimiento similar; también fotografiado de atrás, toma con su mano derecha una de las ruedas de la nave y apoya la izquierda sobre su parte delantera. Ambas fotografías resumen las antinomias tecnología/naturaleza y pasado/futuro, al mismo tiempo que recuerdan la figura del “bárbaro tecnizado”19 referido por Oswald de Andrade en el “Manifiesto Antropófago” de 1928: mediante la operación antropofágica implícita en la deglución de lenguajes artísticos extranjeros, en pos de la consolidación de un arte local, el bárbaro tecnizado expresa la posibilidad de apropiación del patrimonio cultural de los países centrales, incluso sus conocimientos y herramientas técnicas. Despojándola de su aspecto alienador, la Antropofagia contribuiría con la humanización de la técnica y a liberar así su potencial creativo (Nitschack, 2016).
La dicotomía entre civilización y barbarie marcó tajantemente los idearios argentinos. Aquella utopía encarnada por la consolidación de una nación moderna, forjada hacia fines del siglo xix por la Generación del 80 y continuada durante la centuria siguiente, concibió a la máquina como símbolo de civilización. De esa forma tendió a configurar una esfera tecnológica en tanto dominio universal, evitando problematizar los significados locales de los medios, instrumentos y herramientas comprometidos. Si la ciudad era concebida como el espacio civilizado que albergaba los desarrollos de la tecnología, el campo no era más que un territorio atrasado y vacío –un “desierto”– que había que ocupar. Según Paola Cortés-Rocca (2011: 128), quien se dedicó a estudiar las transformaciones culturales producidas por el surgimiento de la fotografía hacia fines del siglo xix, la detentación de la máquina precedía al propio acto de conquista. Más aun, dicha posesión constituía el fundamento que desencadenaba toda la operatoria: la civilización se autoconcedía el derecho de domesticación de la barbarie porque ostentaba la técnica que certificaba su carácter civilizado.
Estos idearios no solo impactaron en el ámbito de las artes, sino también en los campos de la ciencia y la tecnología. También lo hicieron las tensiones entre nacionalismo y cosmopolitismo aludidas en los apartados precedentes. En el plano específico de la conformación y el desarrollo de las políticas de ciencia, tecnología e innovación en la Argentina, se hacen ostensibles las fricciones entre dos estrategias dispares que han ido alternándose en distintos períodos, especialmente desde mediados del siglo xx: por un lado, estrategias político-tecnológicas que tienden a disminuir el papel regulacionista del Estado y favorecen la importación de tecnología, entendiéndola como una vía necesaria y eficaz para contribuir con el proceso de modernización; por otro lado, modelos caracterizados por un mayor nivel de intervencionismo estatal en los distintos sectores de la economía, mediante la creación de instituciones tendientes a promover, regular y solventar el desarrollo tecnológico. Diego Hurtado (2010: 18), físico y especialista en historia de la ciencia argentina, sintetizó estas tensiones al describir el “impacto traumático” –otra faceta de la neurosis identitaria descrita por Mosquera– que sufrieron las instituciones al pasar de un régimen de sustitución de importaciones, basado en la industrialización, a la apertura económica y la desregulación del mercado. En una de las entrevistas realizadas por Hurtado a distintos especialistas citados por el libro, el autor retoma la postura de Juan Carlos Del Bello, quien afirmó que la comunidad científica argentina cabalga en medio de contradicciones. Mientras que algunos cuestionan la intervención del Estado a favor de la autonomía científica y económica, otros defienden la estatización de la ciencia y la tecnología (Hurtado, 2010: 225).
La década del treinta habría sido clave para la historia de la ciencia local porque para esa época ya había surgido una comunidad científica que disputaba su posicionamiento político y social –un campo científico en términos de Bourdieu– y, por otra parte, se asistía al inicio del proceso de industrialización que repercutiría en el aspecto económico de las tareas de investigación. La tesis de Hurtado sugiere que desde 1930 fueron combinadas sucesivas perspectivas idealizantes sobre la actividad científica de otros países que funcionaron como modelos, entre ellos Alemania, Estados Unidos y Japón, según una lógica de caja negra: “se proponen ajustes a la entrada para obtener un resultado a la salida” (Hurtado, 2010: 13). La yuxtaposición caleidoscópica de enfoques e imaginarios provenientes de los países “avanzados”20, sumada a la ausencia de firmes políticas públicas que promovieran el crecimiento y la consolidación del campo tecno-científico, habrían provocado que el sistema de la ciencia y la tecnología argentinas no lograra superar su estadio de subdesarrollo. Sería ingenuo relegar la solución del problema a la cuestión financiera, descuidando el carácter sustancial desempeñado por aspectos relativos a la gestión e infraestructura:
(…) Hoy el país tiene la capacidad de fabricar satélites, pero debe pagar muchos millones de dólares para ponerlos en órbita. Estas historias muestran que no importa cuánto capital se invierta, ni la capacidad de los científicos e ingenieros involucrados, ni el grado de avance alcanzado, ni los metros cúbicos de instalaciones, la volatilidad de los proyectos de desarrollo de tecnologías complejas en los países periféricos depende de manera vital de la capacidad de gestión política y diplomática. (Hurtado, 2010: 232-233)
Repetidamente las políticas públicas combinaron de manera heterogénea un complejo de prescripciones elaboradas con la mirada puesta en casos exitosos de otras latitudes (Hurtado, 2010: 12), pero omitiendo trabajar en las condiciones de posibilidad necesarias para que aquellas teorías exógenas fueran asimiladas, o bien en los desafíos planteados por la adaptación de tecnologías de punta en contextos diferentes a los ámbitos en los cuales dichas innovaciones han sido desarrolladas.
6. Artistas inventores
Una arista de las complejidades inherentes a la cultura de mezcla es advertida en la configuración de imaginarios de modernización divergentes, encarnados en determinadas figuras que asumieron los avances de la técnica desde perspectivas antagónicas. La fascinación provocada por la ciencia y la tecnología no solo operó como ícono de lo nuevo en las búsquedas de las vanguardias estéticas, sino que también integró los “saberes del pobre” (Sarlo, 1992: 9) que mixturaban fragmentariamente conocimientos tecno-científicos y paracientíficos diversos –astrología, alquimia, hipnosis–, compensando las diferencias culturales entre la esfera letrada y la cultura de los sectores populares, sobre todo de origen inmigratorio. Poco a poco nacía la figura del inventor. Frente a los saberes teóricos del intelectual, los “amateurs de lo nuevo” (Sarlo: 1992: 90), de origen popular, trabajaban de modo autodidacta estimulados por la ilusión de obtener fama y riqueza, mediante un saber hacer que convertía a la técnica en la “literatura de los humildes” (Sarlo, 2007 [1988]: 57). Esta figura del inventor resulta paradigmática en algunas obras de Roberto Arlt, en particular El juguete rabioso, Los siete locos y Los lanzallamas, cuyos personajes denotan “saberes o prácticas que entrecruzan modernidad y arcaísmo, ciencia y paraciencia, empirismo y fantasías suprasensoriales” (Sarlo, 2007 [1988]: 55), vale decir, otra de las manifestaciones de la cultura de mezcla forjada en Buenos Aires en los años veinte y treinta. No obstante, en otras obras de Arlt como El amor brujo, anteriormente nombrada, el autor proyecta imaginarios urbanos que no reconocen filiaciones con los saberes del pobre, sino que son concebidos más allá del paisaje real de la Buenos Aires de los años treinta y más acá de la idea de una ciudad del futuro atravesada por la técnica. Allí se superponen imágenes de rascacielos y muros de cobre, aluminio o cristal con descripciones de los viejos conventillos, el aire contaminado y las calles sucias y atiborradas, bajo una “estética industrial barroca” (Sarlo, 1992: 48), casi un “delirio gótico” (Sarlo, 1992: 52), que también expresa la cultura de mezcla porteña.

Fernando Crudo, Fotoliptófono. Foto: Ianina Canalis
Fernando Crudo pudo haber sido uno de los protagonistas arltianos y probablemente su invento hubiera quedado plasmado en alguna obra de Xul Solar, junto con otras de las máquinas fantásticas representadas por el artista. Aunque el trabajo de Crudo –formado como químico industrial en una escuela politécnica porteña– no comprometió prácticas místicas ni imaginó una ciudad del futuro, su labor combinó técnicas litográficas, fotográficas y fonográficas que resultaron en la creación de su fotoliptófono, concebido en la década del veinte y patentado en 1934. Basándose en la reciente tecnología del cine sonoro, donde una fuente de luz impactaba en la tira de oscilogramas y las variaciones lumínicas captadas por un sensor eran traducidas a modulaciones de sonido, Crudo diseñó un artefacto que permitía grabar y reproducir audio tomando como soporte a una hoja de papel. El dispositivo consistía en un cilindro motorizado que contenía una película fotosensible. Al girar, una lámpara proyectaba luz sobre él, al tiempo que un micrófono relevaba las variaciones sonoras y las convertía en cambios de tensión. De acuerdo a las descripciones de Jorge Petrosino y Ianina Canalis, quienes estudiaron la historia del fotoliptófono en el marco de un proyecto de investigación radicado en la Universidad Nacional de Lanús, el proceso se completaba del siguiente modo:
Para lograr las escalas de grises, se amplificaba la señal del micrófono para llegar con mayor nivel a un tubo de vidrio encorvado que contenía gas de neón enrarecido que, según la corriente que pasaba por él, emitía una luz actínica (acción química de las reacciones luminosas) proporcional a la corriente que lo atravesaba, la cual era reflejada por un reflector de metal pulido que concentraba la luz sobre el objetivo. Entonces la luz emitida quemaba la información de audio sobre la película sensible a la luz. (Canalis, 2010: § 3.3.1)
Cuando finalizaba el proceso de grabación, la película mostraba un conjunto de líneas que contenían la información sonora y, luego de ser revelada, se obtenían matrices litográficas para imprimir páginas sonoras. A través de un proceso inverso al de grabación, las páginas debían ser colocadas en el fotoliptófono para que las líneas fueran iluminadas. Una célula fotosensible captaba las variaciones de luz, las convertía en energía eléctrica y, finalmente, los sonidos eran amplificados por un parlante. En julio de 1933, el diario francés Le Journal publicó una página que contenía unos minutos de sonido impreso. Este desarrollo habría sido el primer intento de difundir sonido en un medio masivo de comunicación (Canalis y Petrosino, 2014).
Si Fernando Crudo constituye un exponente de la figura del inventor-artista, en tanto aplicó saberes técnicos para el desarrollo de una máquina que, al permitir transformar los procedimientos de grabación y reproducción de sonido, pudo haber revolucionado el mundo de la música de la década del treinta, en los años cuarenta Gyula Kosice personifica el artista-inventor, quien desde el campo artístico fusionó medios tradicionales, herramientas tecnológicas e imaginarios científicos, de cara a fundar una práctica artística que se integrara a la vida.
La noción de invención operaba a nivel pragmático pero también poético. En 1944, Kosice había formado parte del núcleo editor de Arturo. Revista de artes abstractas, junto con Carmelo Arden Quin, Rhod Rothfuss, Edgar Bayley, Tomás Maldonado y Lidy Prati. La revista fue el órgano difusor del arte concreto rioplatense. La conformación del grupo fue signada por la confianza de que el proyecto marxista lograría consolidar un mundo nuevo (Gradowczyk, 2006). De hecho, la afiliación al Partido Comunista pudo haber sido uno de los rasgos que mantuvo unidos a los miembros de la agrupación.
El único número de la revista que fue publicado incluyó textos y poemas de Kosice, Arden Quin, Bayley y Rothfuss. También se sumaron los de Joaquín Torres García21, Vicente Huidobro y Murilo Mendes22, además de las reproducciones de Maldonado, Rothfuss, Prati, Vieira da Silva, Augusto Torres, Torres García, Kandinsky y Mondrian. En la retiración de cubierta figuraba la definición del término “inventar”, como el hallazgo o descubrimiento de una fuerza de ingenio hasta entonces desconocida. La “invención” propiamente dicha era pensada como la acción o el efecto de inventar, aunque ubicada en las antípodas del automatismo que el invencionismo proponía superar (García, 2011). El invencionismo habría encarnado un nuevo modo de afrontar el hecho artístico, jerarquizando la autonomía del acto de invención y su aspecto intelectual por sobre las características meramente descriptivas:
La invención era precisa, científica, delimitada y surgía a través de un proceso intelectual que reorganizaba ese proyecto creativo. “INVENCIÓN CONTRA AUTOMATISMO” implicaba entonces el reconocimiento superador de la técnica surrealista y la proposición de un segundo momento, un nuevo estadio en la creación estética. (García, 2011: 32)
De esa forma, el grupo proclamaba la primacía del concepto de invención sobre la impronta onírica del surrealismo, al igual que desdeñaba la personalización de la obra de arte característica de otras tendencias que hacían foco en la subjetividad del artista y en las cualidades expresivas, simbólicas y representativas. En el primer escrito que aparece en Arturo, firmado por Arden Quin, el autor demuestra la influencia del materialismo histórico y deja en claro el interés del arte concreto por sintetizar las imágenes figurativas, mediante una conciencia ordenadora que logre depurar el caos de la imaginación “aflorando en todas sus contradicciones” (Arden Quin, 1944). El primitivismo expresivo, el realismo representativo y el simbolismo, guiados por la significación, eran contrastados con un período de recomienzo, concebido como un primitivismo moderno y científico sustentado en el propio concepto de invención (García, 2011: 31).
Otras fuentes también sugieren que el término “invencionismo” respondía a la utopía de reconstrucción racional y humanista perseguida por los artistas de la revista Arturo, donde convergían las búsquedas de la Bauhaus, el neoplasticismo y otros movimientos europeos vinculados con la abstracción (Grinstein, 2007: 110). Si bien el concepto de invención apuntaba a superar el automatismo surrealista para luego racionalizar aquellas primeras expresiones desordenadas, García (2011: 66) plantea que aún se hacía mención a una primera instancia creativa libre. De todas maneras, el invencionismo se consolidó como término equivalente al de arte concreto, en estrecha correlación con las ideas de Van Doesburg en torno al grupo Art Concret, luego recuperadas por Max Bill, cuyos planteos repercutirían en el ámbito latinoamericano de la década del cincuenta. Aquellas influencias europeas se intersectaron con la repercusión del creacionismo de Vicente Huidobro, quien en su poema “Arte Poética” ya había referido al papel central de la invención en la creación artística (Grinstein, 2007: 110). En la obra se lee: “Que el verso sea como una llave; / Que abra mil puertas; / Una hoja cae; algo pasa volando; / Cuanto miren los ojos creado sea; / Y el alma del oyente quede temblando. / Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra; / El adjetivo, cuando no da vida, mata” (Huidobro, 2011 [1916]: 13).
El sentido técnico y político de esta noción para los artistas de la revista Arturo es otro de los temas investigados. Si bien la concepción del artista como inventor defendía el rigor de la obra de arte desde un punto de vista estético, al mismo tiempo preservaba el ideal de que el desarrollo científico constituía un progreso para la sociedad (Del Gizzo, 2014). Dicho ideal se desprendía de la perspectiva teleológica marxista pero también respondía a la fe burguesa en los avances técnicos como símbolos de progreso, en un contexto que todavía no se había enfrentado a las desilusiones que advendrían poco tiempo después. La Argentina de mediados de los años cuarenta aún conservaba el entusiasmo ocasionado por la culminación de la Segunda Guerra Mundial, e inclusive, a nivel local, se mostraba optimista hacia los desarrollos de la industria: “(…) todavía no se había producido el bombardeo a Hiroshima ni el juicio de Nüremberg, por el cual se conocieron las atrocidades nazis, las dos consecuencias más oscuras de los vertiginosos adelantos técnicos originados durante la guerra” (Del Gizzo, 2014: 47).
El rigor estético de los invencionistas consignado por Del Gizzo se comprueba, por ejemplo, en el recurso del marco recortado, no solo orientado a reducir el lenguaje artístico a los elementos plásticos puros, sino también a jerarquizar el carácter intelectual de la obra y terminar con la representación ilusoria de una “figura sobre un fondo” (Maldonado, 1946: 5). En otro de los artículos compilados en la revista Arturo, titulado “El marco: un problema de la plástica actual”, Rothfuss aseveraba que la obra debía comenzar y terminar en ella misma, motivo por el cual el borde no podía desempeñar un rol pasivo sirviendo únicamente como marco regular. En cambio, era preciso que estuviera “rigurosamente estructurado de acuerdo a la pintura” (Rothfuss, 1944). Tanto Arden Quin como Rothfuss enfatizaron la “rigurosidad” del quehacer artístico e inauguraron una concepción de las artes que insistía en su aspecto racional.
Estas ideas continuarían siendo promovidas incluso luego de la división de los invencionistas, producida en 1946, y la subsiguiente conformación del grupo Madí y la Asociación Arte Concreto-Invención. En el “Manifiesto Madí”, publicado en el número 0 de la revista de la agrupación integrada por Kosice, Arden Quin y Rothfuss, entre otros artistas, se oponían a los “movimientos intuicionistas” que habían provocado que el inconsciente triunfara sobre el “análisis frío, el estudio y la detención rigurosa del creador ante las leyes del objeto a construirse” (Kosice et al., 1947). Para terminar con la “conciencia paralizada por sus contradicciones sin solución, impermeabilizada a la renovación permanente de la técnica y el estilo”, los artistas Madí llevaron a fondo la experimentación con el marco recortado, la pintura plana sobre superficies frecuentemente curvas y la conjunción de elementos geométricos articulados, guiados por las ideas de invención (“método superable”) y creación (“totalidad incambiable”).
La Asociación Arte Concreto-Invención también promovió el concepto de invención. En 1945, Tomás Maldonado, Enio Iommi, Claudio Girola, Alfredo Hlito y Lidy Prati organizaron una exposición en el taller de Maldonado. Un año después, el grupo mostró sus obras en el Salón Peuser, donde se sumaron Edgar Bayley, Manuel Espinosa y otros artistas. Allí repartieron el “Manifiesto Invencionista” que tiempo más tarde sería reimpreso en el primer número de la revista Arte-Concreto Invención. El grupo rioplatense bregó por la desaparición de la estética idealista de base representativa, aún anclada en la vieja noción de belleza, y su reemplazo por una “estética científica”:
La estética científica reemplazará a la milenaria estética especulativa e idealista. Las consideraciones en torno a la naturaleza de lo Bello ya no tienen razón de ser. La metafísica de lo Bello ha muerto por agostamiento. Se impone ahora la física de la belleza (…) Por el júbilo inventivo. Contra la nefasta polilla existencialista o romántica. Contra los subpoetas de la pequeña llaga y del pequeño drama íntimo. Contra todo arte de élites. Por un arte colectivo (…) Lo fundamental: rodear al hombre de cosas reales y no de fantasmas. El arte concreto habitúa al hombre a la relación directa con las cosas y no con las ficciones de las cosas. A una estética precisa, una técnica precisa. La función estética contra el “buen gusto”. La función blanca. NI BUSCAR NI ENCONTRAR: INVENTAR. (Bayley et al., 1947: 39)
Según Del Gizzo (2014), así como en las artes plásticas los principios matemáticos de Max Bill, junto con las exploraciones del neoplasticismo y las vanguardias rusas, habían conducido a investigar la estructura de la obra de arte (formas, líneas, colores, marco recortado, coplanariedad), en la poesía también se experimentó la descomposición de sus partes constitutivas, en este caso mediante la desarticulación del lenguaje. La argumentación de la autora se sustenta en un poema de Juan Carlos Lamadrid quien, bajo el seudónimo de Simón Contreras, publicó “Dos relatos (fragmentos)”, en el suplemento de poesía de la revista Arte Concreto-Invención de 1946. Pese a que el autor hace referencia a ciertos elementos que remiten a la técnica y la ciencia, como las “terceras dimensiones del espacio iluminado por las intermitencias iónicas”, Del Gizzo sostiene que aquellas no aparecen como temas, sino que el propio lenguaje es convertido en una máquina: “una máquina descompuesta que al desarmarla y volver a montar sus partes no encajan y deja piezas al descubierto” (Del Gizzo, 2014: 52). La dislocación entre la gramática y la semiosis del poema de Simón Contreras –distorsión planificada y no azarosa como en el surrealismo– da cuenta de la idea de estructura del lenguaje como una “máquina mediadora de sentido” (Del Gizzo, 2014: 59), característica de los primeros tiempos del invencionismo. Luego esta noción sería sucedida por la concepción de estilo como función poética –asociada con el concepto de “buena forma”23 de Max Bill–, trabajada por Tomás Maldonado y Edgar Bayley, entre otros.






