Lacanes. Historia de una superviviente

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IV
Gracias a su gusto por la playa tenía siempre una toalla en el coche, que utilizó para envolver a los cachorros y colocarlos en el sillón del copiloto bien pegados al respaldo. Llegó a pensar en ponerles el cinturón de seguridad de alguna manera, pero desechó la idea, porque creyó que el remedio podría llegar a ser peor incluso que la enfermedad. Los observaba y los sentía tan frágiles que se quebraba al pensar que algo podría sucederles. Se sentía responsable de aquellas jóvenes vidas que respiraban ahora junto a ella. Es increíble lo que puede llegar a presionar a un alma el peso de la carga de la responsabilidad. Introdujo la llave en la cerradura, arrancó el coche y se agarró al volante con las manos pegajosas y la sensación de vacío que en momentos venideros se incrementaría aún más.
Se encontraba en el pueblo más pequeño de la isla, que a la par sumaba algunas de las mayores riquezas de la misma. Grandes y lujosas casas intercaladas por otras más humildes y hogareñas. Siempre se había sentido agradada por aquella población semiagraria pintada por el lujo, pero en aquella ocasión solo quería llegar a casa para llorar desconsoladamente, como una niña. Sentía el dolor creciendo bajo su pecho y tenía miedo de que aumentara hasta matarla. Atravesó en dirección contraria para acortar por la única calle adoquinada del pueblo norteño. Ni siquiera el retumbar del coche la sacó de ese estado de elevada pesadez. Por ello, cuando pasó por delante del banco y los dos viejitos de siempre levantaron los bastones a modo de saludo fue incapaz de elevar siquiera una ceja para devolverles el gesto. Era tal su estado que ni le sorprendió, ni le alegró, ni tan siquiera se lo planteó.
A cada poco miraba los pequeños bultos que descansaban a su lado. No se detenía demasiado en ellos, porque su vista solo quería fijarse en la aparición de su edificio. Además, cada vez que los veía su garganta producía un trago tan áspero como una pelota de piedra. A la séptima vez que tragó ya encaminaba la autopista y descansaba la mano de los cambios. La posó sobre ellos, aliviándola el suave y pequeño movimiento que producían al respirar.
Ante su vista se dibujó el inmenso reloj digital que coronaba la refinería. Desde que todo comenzó se había convertido en una simple placa oscura que no daba nada. Recordó que el primer día que lo vio apagado pensó que algo extraño pasaba, pero jamás imaginó lo que podría llegar a vivir. Quitó la mano de los cachorros y aminoró la marcha para retener el coche y enfilar de nuevo, en sentido contrario, la rambla. Ya el último tramo. Al pensarlo, su estómago subió primero al pecho y de ahí a la garganta. Sin más anécdotas, llegó a la entrada del garaje y de nuevo la encontró abierta. Murmuró un «maldita sea» con los labios y entró sin poder prestar atención a nada de lo que la rodeaba. Si lo hubiera hecho, quizás las cosas hubieran sido algo distintas.
Con los cachorros envueltos entre sus brazos y bien pegados a su pecho subió entre lágrimas las escaleras. El alivio de sentirse en casa aflojó su tensión, que se desdibujó en el llanto que silenció al ver la puerta de su piso entreabierta. Estarán arriba. Pensó de nuevo en la organización de la cena. Abrió y entró en su casa como acostumbraba; sin embargo, al girarse para cerrar la puerta un sonido hueco y oscuro golpeó su frente. Cayó al suelo de lado y se golpeó el codo al intentar evitar que los cachorros se dañasen. Desde el suelo intentó dirigir hacia arriba la mirada, mientras dejaba a los perros posados en el suelo, pero de nuevo el movimiento brusco se cebó con su frente. Después de eso era tal la pesadez que sentía en los párpados que le resultó imposible responder físicamente a la orden mental de abrirlos. Se sintió separada del suelo, zarandeada, devuelta al suelo. Con su cachete escachado contra el frío y la sangre caliente en la boca por el golpe, sintió como esta se deslizaba por sus palpitantes labios. Todos los tormentos desaparecieron de su mente salvo uno: ¿y ahora qué?
Unos murmullos lejanos la devolvieron del vacío, seguía sin poder ver nada y mucho menos levantarse. Intentó despegar la cabeza del suelo con el único resultado de levantarla apenas un centímetro para volver a golpearse. Las primeras palabras que pudo entender resonaron desde las alturas, pero muy cerca de ella. Le provocaron un temblor y arcadas.
—Es para mí. ¡Que me escuches! ¡Joder, que es mía!
Sintió como le tocaban la espalda y el terror detuvo su mente. Al momento notó que la mano se despegaba.
—¡Me cago hasta en la puta! ¡Mía!
—¡Déjala!
Chillidos lejanos, familiares, rajaron el aire y le dieron fuerza para abrir los ojos. Mientras trataba de enfocar la visión sintió que la levantaban del suelo y la tiraban a un sillón tan familiar como el de su propia casa. Seguía allí. Después de ubicarse trató de revolverse, pero un golpe de carne y huesos paró bajo su ojo. El escozor brotó de su cachete y de nuevo la repugnante voz.
—Se está despertando. Mejor. —Sintió que la aspereza rozaba su cara, bajando y pasando por el cuello sin detenerse—. Así podrás decirme cuánto te gusta.
El aliento del ladrón de integridad, de dignidad, de la fuerza que un individuo tiene y debe poseer se instaló en sus fosas nasales, cuando su lengua se restregó por sus labios y alrededores. Los chillidos cada vez eran más intensos y mientras unos no articulaban palabra los otros tenían un claro mensaje.
—¡Que la dejes! ¡Que la dejes! ¡Te voy a matar, asqueroso hijo de la gran puta!
—¡Me cago en la puta con el viejo! ¿Me estás amenazando, cabrón?
Vio que el bulto se levantaba y se dirigía hacia la puerta. Solo pudo acercarse al borde del sillón y vomitar el vacío de su estómago entre dolorosas arcadas. El miedo, el temor, hicieron que dejara de sentir los golpes que acaba de recibir, pero su cabeza seguía haciendo girar la habitación.
Los chillidos se incrementaron, pero no pudo entenderlos. Aquellos últimos gritos serían los que en sueños la despertarían noche tras noche hasta el final de sus días. Dos estampidos secos dejaron una extraña resonancia en el aire, que solo fue rota por el ruido de dos muertes más contra el suelo de parqué y aún más silencio. Se quedó paralizada y apretó los ojos, los puños, hasta sus órganos se apretaron en la más absoluta inmovilidad tirada en aquel sillón.
—Ya está, tanto jaleo, joder.
—¡Que vienen! ¡Que vienen!
—Te dije que no dispararas, imbécil. Puto descerebrado incontrolable. A ver ahora qué dices.
—¡Vámonos, nos da tiempo!
—No, ya que estamos nos los cargamos y adiós competencia.
—¡Que te calles ya, joder! Te crees que piensas y no eres más que un puto descerebrado puesto de coca hasta las cejas.
Un estruendo resonó en toda la casa. Ella supo que el golpe provenía del choque de la puerta principal contra la pared. Seguía sin moverse, sin entender nada en absoluto.
—¿Qué pasa aquí?
En respuesta, un murmullo.
—¿Ahora qué?
—¡Que te calles!
Confusión entre los pasos y las charlas. Supo que la observaban, pero ya qué importaba, no se sentía siquiera en su propio cuerpo.
—¿Quién es?
—Una ahí, este se la quería trajinar.
—¿Qué di…?
La pregunta fue cortada por otro disparo y otro peso muerto fue a parar al suelo.
—Largo de aquí. ¡Ya! Nunca más. Ya sabes lo que hay.
De nuevo pasos hasta el cierre de la puerta y el silencio. Un bulto se sentó a su lado, posó su mano en su hombro. Era cálida, llena, más suave, pero no la percibió así de ningún modo. Un temblor y una sacudida sumada la obligaron a encogerse aún más e hicieron que sus rodillas se pegaran a su cuerpo. Quería llorar, quería gritar y golpear, pero todo ello se arremolinó sin reventar en su esternón, justo bajo lo que hasta ese momento había sentido como corazón.
V
No sabía cómo había llegado, pero estaba en su cama. Por un momento esperó que todo fuera una resacosa pesadilla, pero al intentar incorporarse y comprobar que su mirada se desvanecía hacia sus párpados superiores, no pudo más que llorar, indefensa, sola. Permaneció tirada en la cama y sintió que un bulto la observaba desde la puerta. Trató de enfocar, pero se sentía muy mareada. La sombra se acercó hasta ella y encendió la pequeña lámpara de la mesita de noche. La tenue luz mostró a un hombre algo harapiento y con una descuidada barba. Recordó la invasión que había vivido y trató de huir entre gemidos de miedo.
—Tranquila, tranquila. No voy a hacerte daño, nadie lo hará. Ese hijo de puta está muerto.
Muerte. Esa palabra resonó con un eco que desenterró los recuerdos. Los cachorros, la casa abierta, los golpes, aquella asquerosa bestia, gritos, sus padres. Sus padres. No podía hablar porque no podía respirar. Dirigió su mirada hacia el hombre que le había hablado.
—Ya, ya. Ya está. Ahora no pienses en nada.
Apoyó una mano en su cabeza. Era cálida, pero ella repudiaba cualquier contacto. Él pareció intuirlo y retiró la mano con rapidez y mucha suavidad. Dirigió su mirada a la puerta. Había otro bulto apoyado en el marco. Era más pequeño. Cuando se acercó su vista dibujó una mujer. Aunque mayor que ella, era joven. En los brazos cargaba un bulto envuelto en su toalla de playa. Se acercó y dejó a los cachorros entre sus brazos. Fue rápido, apenas la miró.
—Descansa. Yo te cuidaré para que puedas hacerlo. Pero ellos te necesitan, ahora mismo sin ti están perdidos.
Sentir la existencia de seres aún más frágiles que ella dio lugar a un sentimiento totalmente desconocido. Los observó. Sus pequeñas patas, sus ojitos, sus dos pequeñas naricillas. Cuando se dio cuenta, estaba sola en su habitación y el cansancio se apoderó de ella. Esa sería una de las pocas veces que dormiría sin soñar. Cayó en la negrura sintiendo los tímidos movimientos de los cachorros en su pecho.
Cuando despertó no era consciente del tiempo que había pasado, pero se sobresaltó al ver a la muchacha sentada al borde de su cama.
—Como no te levantabas les he dado yo la leche. No sé lo que deberían comer, pero todos los cachorros toman leche. Todavía quedan algunas botellas en la despensa.
Sentía la lengua pegada al paladar y la pastosidad se extendía más allá de su garganta.
—¿Cuánto tiempo llevo dormida?
—Casi tres días.
La respuesta la dejó sorprendida. Un dolor agudo fue profundizando en su pecho. Incandescente, penetraba en su carne y llegaba a su alma. Se encogió en la cama y las lágrimas brotaron con el mayor de los sigilos.
—Todos los que estamos aquí hemos sufrido, hemos perdido a gente, hemos estado solos. Él nos ha dado compañía, nos ha dado una familia, una pequeña posibilidad de seguir adelante. Pero el dolor no se va nunca, eso no puede hacerlo él.
—¿El hombre de la barba?
—Sí, ese. El Artesano.
—¿Así lo llaman?
—Sí.
—¿Pero su nombre de verdad cuál es?
—El Artesano.
Dejó al cachorro que sostenía cerca del otro. Se levantó carraspeando, recogió el plato y la botella de leche.
—¿Quieres?
—No. Agua mejor.
—No pienses que soy tu criada. Te la traigo, porque sé cómo te sientes, pero esto no será así siempre. Y tampoco pienso cuidar a los perros. Lo de la leche ha sido porque no te despertabas.
—Gracias.
Esa fue la primera vez que se miraron a los ojos. La muchacha asintió y salió del cuarto. Acarició a los cachorros. La chica tenía razón: estaban delgados y no podía permitir que murieran de inanición. Quiso incorporarse. Le costó bastantes esfuerzos, porque el mareo persistía. Su vista estaba mucho mejor. Se llevó la mano al cachete y notó una costra. La puerta se abrió y volvió a aparecer la joven con un vaso de agua. Era tremenda la extrañeza que sentía al ver como una desconocida le llevaba uno de sus vasos en su propia casa.
—Si no te la tocas, la costra se caerá sola. Ese cabrón te abrió el pómulo, qué bestia. Tendrás la marca un tiempo, pero terminará por desaparecer.
Cogió el vaso y bebió. Cuando el agua pasó por la garganta, arrancó la desagradable pasta que se había formado en ella. Dejó el vaso en la mesita de noche y escuchó su propia voz.
—Gracias.
—Ya.
Ambas permanecieron así un rato, mirando a los cachorros, suspirando, sin mirarse a los ojos.
—Pasará en un rato a verte.
—¿Quién?
—El Artesano. Ha venido todos los días. Este es un buen edificio y tú eres la única que quedas en él.
—¿Y los vecinos?
—Ese grupo que te atacó. Hay muchos salvajes. El aislamiento y la falta de recursos ha provocado que algunos saquen lo peor que el ser humano puede tener.
—Estoy sola.
Apenas fue un suspiro, pero la muchacha lo escuchó y dirigió su mirada fijamente. Tenía unos ojos azules de mirada profunda.
—Siempre lo estamos.
De nuevo se tiró en la cama y volvió el llanto. La joven se levantó sin decir palabra y se marchó de la habitación. Los cachorros comenzaron a emitir pequeños ruiditos, eran tan dulces. Los acercó de nuevo cogiéndolos entre sus brazos, pero sin poder parar de llorar. Quería morir. Sentía que no podía seguir viviendo. El vacío de la soledad la guiaba hacia el único descanso posible para alguien que se sentía totalmente destruido: la muerte. Con esos pensamientos se quedó de nuevo dormida.
Se despertó sobresaltada al escuchar en las sombras el ruido de la puerta. La noche había caído de nuevo y esta vez la compañía que se presentaba era la del Artesano.
—Estrella me dijo que habías despertado. ¿Cómo te encuentras?
No supo qué responder, así que permaneció callada. Él venía cargando unas bolsas de plástico que dejó en el suelo, al lado de la cama, y se sentó a los pies. Ella se encogió un poco. Sentía repudio ante el contacto con otros.
—Sé que es duro. Es difícil de asimilar, pero no se puede hacer otra cosa.
Ella solo podía pensar: «morirme».
—Estás viva. Estás bien. Llegará el día en que el dolor se mitigue y aunque no desaparezca, el miedo sí lo hace. Toma.
Extendió el brazo y en su mano le tendía un bocadillo que parecía ser de jamón serrano.
—Será nuestro secreto. Es difícil encontrar embutidos y más difícil aún conservarlos.
Tenía tanta hambre que el que entró en juego fue su instinto, que se lanzó a por el bocadillo y lo mordisqueó con velocidad.
—Contamos con un panadero en nuestras filas. Lo mejor es el horno de leña. Y no es avaro respecto al trueque.
—¿Estrella es la chica?
—Sí.
—¿Y ese es su nombre de verdad o es como el tuyo?
El hombre dibujó una gran sonrisa. Sus dientes estaban cuidados y contrastaban con su aspecto exterior.
—¿Mi nombre no es de verdad?
—El Artesano no es un nombre.
—¿Y por qué no?
Ella no supo qué responder.
—Es el nombre que mejor cuenta mi historia.
Esperaba que comenzara a contar una historia: caballeros, dragones, doncellas y una batalla. No contó más. Se limitó a observarla. Ella desvió la mirada.
—Te he traído esto.
De la bolsa sacó un gran paquete de pienso, golosinas, papilla para cachorros, incluso juguetes que pitaban. Todo aquello era tan difícil de asimilar.
—Yo no sé cómo va esto, pero parece que los necesitas. Y ellos a ti. Pronto podrás ser tú la que consigas todas estas cosas. Por el momento puedo ayudarte; sin embargo, no será así siempre.
No lo había pensado así, pero quizás era cierto que el hecho de que la necesitaran era algo preciso para ella, para continuar adelante. En cualquier caso, las mortuorias ideas no abandonaron su mente.
VI
Poco a poco fue recuperando su movilidad normal. Ya no se mareaba al levantarse, pero sentía que algo no se había recuperado del todo. Los peores momentos eran al despertar, cuando se sentía como antes de que todo cambiara, cuando pensaba que tras levantarse escucharía las voces de sus padres que charlaban entre ellos. El choque con la realidad era brutal y pasó de llorar durante más de dos horas a que las lágrimas cayeran discretamente durante los primeros segundos de consciencia. Los cachorros ya caminaban por sí solos. Eran muy patosos todavía, blanditos y muy despiertos. Los quería, y ellos eran lo único que apaciguaba la intensa fijación de terminar con todo y dejarse mecer por el vacío de la muerte.
No se acostumbraba a que su casa estuviese ocupada por desconocidos. Habían arrancado todas las puertas de los pisos. La única que había quedado en pie era la del edificio. El Artesano había repartido entre algunos las copias de llaves que había encontrado y entraban en grupos. Pocos eran los que repetían estancia. Eran muchos los que entraban y salían, y por alguna razón que no lograba alcanzar, el Artesano había dejado claro que la puerta de su cuarto no se movería de donde estaba. Con el tiempo y las cordiales muestras que le iba dando logró sentirse a salvo en su presencia. Era un hombre interesante, todos lo respetaban y él trataba con respeto a los demás. Era inteligente y los demás sabían que si aquella descontrolada locura funcionaba, en cierta manera, era gracias a él. Ella todavía no comprendía el funcionamiento de aquella comunidad, pues sus movimientos se reducían a su cuarto y su baño, cuya puerta fue de las últimas en ser retirada. Ella esperaba a la noche para su aseo, ya que era cuando menos gente había rondando por el piso.
Estrella la ayudaba con casi todo lo que necesitaba y poco a poco sus charlas se extendían. Estrella era el nombre que le habían puesto al nacer y Estrella era el nombre que contaba su historia.
—Un grupo de salvajes entró en mi casa. Rompieron la puerta y entraron pegando tiros. Mataron a mi padre, mi madre y mi hermano mayor. A mí me pusieron una apestosa bolsa de tela en la cabeza y me sacaron a la fuerza. Me llevaron a la intemperie y me ataron una cadena al cuello y luego a un árbol. Rasgaron mi ropa y me dejaron desnuda. No conté las noches, pero cuando miraba al cielo no había nada. Ni luna, ni estrellas, ni siquiera un infinito por el que perderme. Una de esas asquerosas noches, mientras uno de aquellos asquerosos se restregaba se escucharon disparos. Entonces me quedé sola y el griterío fue perdiendo intensidad.
Cuando la escuchaba contar su historia apenas podía respirar y sentía que sus músculos se agarrotaban y no podía moverse hasta que el silencio no se apoderaba de los labios que contaban tan terrible vivencia.
—Cuando se hizo el silencio creí que había muerto porque por primera vez vi el cielo abrirse y brillar las estrellas. Entonces llegó él y me tapó. Me dolía todo y no tenía fuerzas ni para el rechazo. Se sentó en el suelo y me pegó a su pecho. Fue confortable, como una sensación de calidez. «¿Cómo te llamas?», me preguntó. «Estrella», pude susurrar yo. Supongo que creyó que me refería a las estrellas que por fin brillaban con intensidad. «Pues ya no estás sola, Estrella. Mira, todas ellas te acompañan».
Dos lagrimones caían por sus pómulos. El primer contacto de ambas fue un roce de manos inesperado jugando con los cachorros. Se miraron y se agarraron con más fuerza. Las tardes y las charlas habían creado un vínculo entre las dos jóvenes. Ella se sentía segura con Estrella y podía revivir su historia, hablar de sus padres, de su pareja, de su familia, del amor, de todo aquello que algún día estuvo vivo en su interior. Estrella también le relataba historias de los días en los que era feliz. Hablaba mucho de su hermano, tanto que llegó a sentir que lo conocía. Cuando el Artesano llegaba, ella se marchaba de la habitación:
—Te veo bien.
—Supongo. Quería darte las gracias, porque sin todo aquello que trajiste, ellos no habrían llegado hasta aquí.
—¿Y tú?
—También estoy aquí por ti.
—No, no. Si estás aquí es por ellos.
Las lágrimas brotaron al recordar aquel fatídico día, pero había algo que quería decirle y no pensaba dejar pasar más tiempo.
—Tú me salvaste de aquel asqueroso.
El Artesano clavó su mirada en ella.
—Puede que los demás nos ayuden a salvarnos, pero la auténtica salvación está en cada uno de nosotros.
Ella permaneció estática con la mirada perdida, reflexionando sobre esa afirmación.
—Estrella me ha comentado que piensas mucho en la muerte. Sus ojos brillaron, pero no cayó una lágrima.
—No puedo evitarlo. Este dolor es mucho dolor, llega hasta los huesos.
—El dolor nunca pasa, pero aprendemos a convivir con él y nos hace más fuertes.
Sonó un fuerte golpe en la puerta y se abrió sin esperar respuesta. Era un muchacho. Lo había visto alguna vez, pero jamás habían cruzado una palabra.
—Lo han hecho de nuevo, Asunción está muy mal. La están subiendo.
No hubo más palabras. El Artesano se levantó con rapidez y salió por la puerta seguido por el joven. Ella parpadeó sin entender bien lo que pasaba. Se levantó, cerró la puerta tras de sí dejando a los perros en la habitación y siguió el eco de las voces por el pasillo. Cuando llegó al salón dos hombres bastantes fornidos colocaban a una anciana sobre la mesa. Ella estaba en camisón. Temblaba. Entonces, el Artesano cogió su mano.
—Tranquila, estamos aquí contigo. No temas, lo vamos a solucionar.
—No tengo miedo.
Su voz era apenas un gorgojeo.
—¿Qué ha pasado?
—El gigante calvo. Escuché los avisos, los gritos, pero no me dio tiempo de llegar.
—¿Estás segura?
—Lo vi cuando me tiró al suelo. Después no paró de golpearme. Me hice la muerta. Funcionó.
Poco a poco se había ido acercando a la escena por curiosidad, pero se sabía una mera espectadora.
—Aguanta un poco más. Doc está al llegar.
—¿Ese carnicero? No quiero que me toque.
La afirmación creó sonrisas en los presentes.
—No, Artesano. Este ya no es mi mundo.
El Artesano apretó la mano de la anciana que comenzó a toser esputos de sangre.
—Tranquila. Respira, tranquila.
—No te preocupes por mí. Esto es solo dolor físico. Tú sabes lo que yo he sufrido. Cargas con el sufrimiento de todos.
La anciana respiraba cada vez con mayor dificultad.
—Tranquila, Asunción. No te fuerces.
—Es mi hora, Artesano. Solo quiero descansar.
Al escuchar esas palabras, no pudo evitar sentir un poco de envidia. Observó como el Artesano se agachaba y susurraba unas palabras al oído de la anciana. Luego se incorporó, la anciana lo miró y con una sonrisa de medio lado sus ojos se transformaron. Jamás había vivido ese instante de muerte tan cerca. Se quedó estática y fijó su atención en aquellos ojos abiertos que ya no expresaban nada. El Artesano soltó la mano de la anciana y la colocó con suavidad sobre su pecho.
Aquellos ojos brillantes, sin vida, miraban a la nada. Entonces recordó los disparos, como si volviera a oírlos; los golpes secos contra el suelo; las miradas de sus padres a través de otros ojos. Sintió contraerse cada músculo de su cuerpo hasta que sus muelas chirriaron unas contra otras. Sus ojos se rayaron y cogió aire de forma brusca y entrecortada. Nadie parecía darse cuenta del estado en el que entraba y ella se alejaba cada vez más de la realidad que la rodeaba mientras se perdía en un remolino de evocaciones. Los presentes, salvo el Artesano, empezaron a salir del piso. En sus oídos, un pitido. Con aquella lágrima que cayó sobre su pecho se sintió de regreso en su cuerpo entre aquel ambiente de muerte constante.
El Artesano cerró aquellos ojos inertes. Ella se acercó más a la mesa. Lo miró a la cara, pero no pudo descifrar la mirada de aquel hombre al que todos admiraban y seguían sin cuestionarse absolutamente nada. El Artesano se disponía a salir, pero ella lo agarró del brazo:
—Mis padres, ¿dónde están?
—Enterrados. Donde va a terminar ella.
—Llévame.
El Artesano afirmó con la cabeza y continuó su camino saliendo del piso. Ella quedó sola, observando el cuerpo de aquella anciana en un extraño estado al que jamás se había enfrentado. Entonces el silencio se adueñó de la habitación que permaneció estática un tiempo. Los recuerdos bailaron frente a sus ojos y lloró hasta que sus piernas se doblaron. El duro y frío suelo la recibió mientras se encogía sobre sí misma, deseando poder hacer retroceder el tiempo. La dura realidad la golpeó: lo que estaba ya no está.





