Lacanes. Historia de una superviviente

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VII
—Quiero conducir. ¿Dónde están mis llaves?
—Esperaba este momento. Es un buen coche. Ten. No lo ha tocado nadie desde entonces.
Cogió las llaves y apretó el puño hasta que sintió como se le clavaban. Últimamente el dolor físico era lo único que la hacía sentir viva, a continuación llegaba la decepción. El Artesano empezó a bajar las escaleras y al darse cuenta de que ella no lo seguía, se detuvo y se giró.
—Vamos. Voy contigo. Yo te guío.
—Sé que el coche es bueno. Es mío. Sé lo que es capaz de dar.
—Podemos hacer una excepción con el coche. Al menos de momento, por las circunstancias.
—De momento no. Ese coche es mío y solo yo lo voy a conducir.
—Ya sabes que no hay propiedad.
Ella permaneció en silencio, clavándole la mirada. El Artesano subió un escalón.
—Nada es de nadie y todo es de todos.
Silencio.
—Lo entiendes, ¿verdad?
—El coche es mío.
Su voz parecía salir de otro cuerpo, de otro ser. Tenía fuerza, y el hombre lo percibió. Afirmó con la cabeza y desvió la mirada para bajar las escaleras.
—Vamos.
Ella lo perdió de vista, miró las llaves y bajó las escaleras. Cuando se sentó en el coche, su respiración tembló. No podía dejar de mirar al frente, pero sentía como el Artesano la miraba. Supo que despertaba en él más curiosidad de la que nunca admitiría. Apretó la lengua contra el paladar para reprimir las lágrimas y arrancó el Honda. Se concentró en el tacto del volante y empezó la marcha.
—¿Hacia dónde?
—Los Campitos.
Al salir del garaje, tomó dirección contraria y empezó a subir la vieja carretera. Se sentía libre al volante, en aquel momento nada más importaba. La máquina y ella, ella y la máquina, con un objetivo común y sintiendo que lo importante era el camino. Frente a ella, el paisaje era desolador. Hasta la vegetación había perdido su vigor. Las casas y edificios que antes tenían vida ahora se mostraban muy deteriorados.Ventanas rotas, puertas arrancadas, coches destrozados y algunas personas y animales muertos.
—No podemos enterrarlos a todos. Esto nos ha superado.
Ella no dijo nada. Miró al espejo retrovisor y se sorprendió ante su visión. La imagen era totalmente distinta a la que se movía ante ella. Plantas verdes y vivas mecidas por una suave brisa, coches nuevos, brillantes, carreteras limpias de muerte, edificios de los que salían personas que se saludaban y abrazaban.
—¡Cuidado!
Las gomas chillaron y el coche patinó más de lo que esperaba cuando clavó los frenos.
—¿En qué demonios piensas?
Ella permanecía agarrada al volante.
—¿Qué quieres? ¿Matarnos a los dos?
No comprendía lo que acababa de ver, pero lo había visto y era un regalo para su alma atormentada.
—El espejo…
—¿El espejo qué? Maldita sea, no estás para conducir.
—Sí estoy para conducir. Solo me he despistado un segundo.
—¿Un segundo? Desde la recta parecías ida. Te ibas a salir en la curva.
—No. Ya está, ¿vale?
Ambos se quedaron mirando un rato. La mirada del Artesano cambió. Pasó de estar airado a mostrar esa mirada paternalista y protectora, mezclada con la curiosidad que sabía que despertaba en él.
—No pasará más.
—Eso espero.
Reanudó la marcha y lo vio claro: el espejo era una ventana. Lo que tanto añoraba no se había ido, simplemente estaba a su espalda y podría sentirlo cuando quisiera. En aquel trayecto no volvió a observarlo, porque no quería perderse en la ventana. Lo importante en aquel momento era saber dónde estaban sus padres.
—¿Los ves? Para donde puedas.
De una vieja ranchera con la parte trasera descubierta dos hombres sacaban el pesado e inerte cuerpo de Asunción.
—¿Aquí?
Paró a un lado de la carretera y se bajó. Siguió con la mirada el camino de los hombres. Todo era tierra y se veía muy revuelta, hasta donde se perdía la vista. Entonces su mirada encontró esa unión que siempre la había apaciguado: mar y cielo, azul y azul.
—Buenas vistas. ¿Dónde están?
—No sé exactamente dónde, pero están aquí, con todos los demás.
—¿Muchos?
—Más de los que puedo contar.
Los hombres habían empezado a cavar un hueco con un pico mientras otro iba apartando la tierra suelta. Salvo por el sonido del trabajo, el ambiente era relajado. Se escuchaban las puñaladas en la tierra y la suave brisa.
—¿Al menos están juntos?
—No quiero mentirte. No lo sé. Eran demasiados. Fue un trabajo muy duro.
La rabia empezó a contraer de nuevo sus mandíbulas. Observó como uno de los hombres paraba para secarse el sudor, respiraba de manera agitada y apoyó el pico en la tierra. Entonces, ella saltó el guardarraíl de metal y se dirigió hacia el grupo. Sus oídos empezaron a pitar y de nuevo tuvo esa sensación de automatismo. Arrancó el pico de las manos del hombre cansado y comenzó a clavarlo en la tierra. Jamás se supo con tanta fuerza. Con cada golpe hundía más y más el pico, con cada golpe un grito salía de su estómago. Su rabia, su impotencia, aquella extraña resignación, crecían en su pecho para hinchar su espalda, sus hombros, sus brazos, sus manos hasta ser absorbidos por aquel trozo de madera que la liberaba. Empezó por un murmullo lejano hasta que el grito del Artesano penetró la capa que la rodeaba.
—¡Para! ¡Vas a hacerte daño!
—¡No!
Gritó con tanta fuerza que rascó su garganta. Con cada golpe, una negación.
—¡No! ¡No! ¡No!
Se sintió observada, porque su propia voz la hacía volver poco a poco a la realidad. El ardor llenó su pecho y serpenteó hasta sus manos, que sangraban. El pico cayó de sus manos temblorosas a la tierra. Sus rodillas se doblaron.
—No.
—Vamos, tranquila.
—¡No!
Se levantó y dio algunos golpes más a la tierra hasta que las lágrimas desdibujaron su visión y sus fuerzas la abandonaron. Sintió que los hombres la cogían antes de caer y la acercaban al suelo con suavidad. Podía escuchar, pero no podía ver por el tremendo peso de sus párpados. Tampoco podía moverse.
—Joder, esta tía está jodida.
—Cállate, estúpido. No todos son tan burros como tú.
La dejaron recostada en la tierra y entre temblores escuchó como los hombres continuaban con el trabajo. Se concentró en la musicalidad del viento y descansó. Cuando abrió los ojos, los hombres se habían ido y el Artesano permanecía sentado a su lado.
—¿Te encuentras mejor?
Ella no respondió. El Artesano dirigió sus ojos hacia ella.
—Es duro, pero los que vivimos les debemos lo mejor de nosotros a los que no están y nos querían. También a los que han quedado con nosotros y hacen por querernos.
Ella se incorporó con dificultad hasta quedarse sentada a su lado. Apoyó su cabeza en el hombro del Artesano y respiró profundamente. El hombre apoyó su mano en el muslo de ella. Se sentía tan sola. Permanecieron un rato así, con la mirada perdida en aquella inmensidad azul.
—Vamos. Tienes unos cachorros que alimentar.
—Conduzco yo.
—No esperaba menos.
VIII
Se sentía extrañamente aliviada, pero las manos le ardían y su cuerpo se quejaba casi con cada movimiento. Cuando llegó, los perros dormían acurrucados en su cama, tan pegados que no se sabía dónde empezaba uno y terminaba el otro. Cogió el plato donde acostumbraba a darles la papilla y empezó a prepararla. Cuando terminó, puso el plato en el suelo y se sentó junto a los cachorros. Una media sonrisa la sorprendió cuando vio las pequeñas narices de los perros moviéndose para indagar en el aire aquel olor conocido. Los bajó al suelo y disfrutó de aquel momento, de su soledad, de su compañía. Cuando terminaron de comer, los subió a la cama y jugó un rato con ellos. Jugó como ellos, con una cándida y delicada suavidad. De nuevo los cachorros se durmieron.
Salió del cuarto y se sintió extraña. Todo a su alrededor estaba en silencio. Su casa estaba igual que siempre, igual que antes de toda la locura. «Un mal sueño», pensó. Se dirigió al baño y empezó a desnudarse para ducharse. Todo era familiar, todo era conocido. Se tocó el pelo, lleno de tierra, y se metió en la ducha. El agua fría la devolvía a la realidad después de aquel mal sueño que jamás contaría a nadie. Se tocó con suavidad comprobando como la tierra desaparecía por el desagüe. Cuando terminó, abrió la cortina y vio que el Artesano la observaba apoyado en el marco donde ya no había puerta. No se escandalizó. Cogió la toalla y envolvió su cuerpo con suavidad. Clavó su mirada en aquel hombre y comprendió que el verdadero sueño había sido lo vivido antes. Cuando salió de sus pensamientos, ya no la observaba nadie.
Abrió el ropero y cogió la rapadora. Debía quedarse en la realidad y olvidar los sueños. Tenía miedo de aquel estado en el que a veces entraba. Necesitaba estar centrada para tomar la decisión que tanto tiempo llevaba planteándose: morir. Clavó su mirada en la imagen del espejo. Estaba más flaca. Se tocó los pómulos, que habían empezado a marcarse. Tocó el contorno de sus ojos tristes, su pequeña nariz, la marca sin curar con forma de luna menguante de su cachete; sus labios, que parecían mayores por su delgadez. Se recogió la parte alta del pelo con un coletero, al igual que un samurái. Lo tenía largo, tuvo que darle unas cuantas vueltas para poder contenerlo todo en aquel moño. Activó la máquina y empezó a rapar los laterales de su cabeza. El pelo caía al lavabo en manojos para liberarse y resbalar por el mármol. Se trilló más de una vez, pero el dolor de los tirones no la incomodaba. Cuando terminó, por fin se reconoció en el espejo.
Se observó con detenimiento. Soltó el moño y le gustó la sensación de libertad a los lados de la cabeza. Se hizo una coleta baja con algo de volumen en la parte superior de la cabeza. Se sentía tan violenta como su imagen. Cuando dirigió la mirada hacia el lavabo y vio la cantidad de pelo que había, pensó en quemarlo. Cogió un fósforo, lo encendió y lo tiró sobre aquel cabello. No esperaba el mal olor que inundó sus fosas nasales y rápidamente abrió el grifo para apagarlo. Recogió el pelo y lo tiró a la basura. Regresó al cuarto con sus pequeños y dejó la puerta abierta.
—¡Qué asco! ¿Qué es ese pestazo?
Por la puerta del cuarto apareció Estrella.
—Pero ¿qué? ¿Qué te ha pasado?
—No sabía que el pelo quemado oliera tan mal.
—¿Te has quemado el pelo?
—No. El pelo que me rapé.
—A ver, así de primeras impacta. No sé, pareces otra.
—Soy otra.
—Pero una vez asumido el impacto he de decir que no está mal. Impresiona.
Estrella se acercó a la cama y se sentó a su lado. Se inclinó hacia ella y rozó el lado izquierdo de su cabeza. Sintió la cálida yema de sus dedos bailando sobre su oreja, y su nuca se erizó.
—Me gusta. Te queda bien.
Se quedaron un rato mirándose a los ojos.
—Desde luego con estas pintas nadie se atreverá a decirnos ni mu.
Estrella estalló en una carcajada, mientras ella sonrió. Vio como se recostaba y apoyaba la cabeza en su regazo. Ambas se quedaron así un rato, observando los juegos de los cachorros y escuchando los pequeños gruñidos que emitían.
—Serán grandes y fuertes.
—Eso creo.
—Si algo es seguro es que ellos siempre estarán contigo.
—¿Y tú?
Estrella sonrió y clavó sus profundos ojos azules en ella.
—Siempre que tú me dejes. Con ese pelo no me atrevo a llevarte la contraria.
Fue la primera vez que rio desde que todo había empezado. La conexión entre ambas se hacía fuerte con cada minuto que compartían. Se sentía a gusto en silencio, conversando, observando. Estrella era tan directa y abierta, no se escondía. Al contrario que ella, no tenía miedo a mostrarse. Para ella era muy distinto. Tenía miedo de lo que le estaba pasando, pero su compañía apaciguaba todos sus tormentos.
—Tengo que irme. Solamente pasaba a saludar. ¿Quieres acompañarme?
Ella pasó su mano por la cabeza de Estrella, que seguía en su regazo.
—Quédate un rato más.
—No puedo. Acompáñame.
Estrella se incorporó y se situó a su altura.
—No.
—Como quieras. Me tengo que ir.
Ambas se miraron. Estrella acercó su cara a la de ella, que no se retiró. Besó su comisura con suavidad y se marchó, regalándole una sonrisa.
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