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Los niños no cuentan con el suficiente desarrollo psicomotor ni cognitivo para gestionar su horario, ni tampoco con recursos para hacerlo.
Por tanto, y siguiendo con el ejemplo que hemos mencionado, será necesario acostar al niño antes por la noche para poder levantarle con el tiempo suficiente para que consiga realizar él solo las rutinas de la mañana. Pero esto no solo ocurre con las tareas cotidianas; determinados aprendizajes llevan su tiempo y, por mucho que los adultos se empeñen, no van a poder reducirlo.
Son los adultos los que tienen que amoldar su horario al del niño y no al contrario.
Es difícil para unos padres trabajadores no trasmitir los agobios y las prisas a los niños, pero se puede conseguir. Que el adulto tenga claro y sepa que lo importante es la calidad del tiempo que pasa con sus hijos, y no la cantidad, ayuda a que se sienta menos culpable, y se relaje. Si se dispone de poco tiempo, lo importante será asegurar su calidad y asignar prioridades en función de las necesidades de los hijos. Es fundamental pararse a escucharlos. Los niños necesitan poder contar sus vivencias y sus problemas a sus padres y percibirles como cercanos; y todo ello no tiene por qué estar reñido con el trabajo y los compromisos de estos. Los niños no necesitan que sus padres estén todo el día con ellos; también tienen que aprender a divertirse y a estar solos. No obstante, es importante dedicar tiempo para jugar con ellos, para enseñarles, para dibujar, pintar…; necesitan un adulto que les estimule, que les guíe y que comparta sus juegos. No basta con estar al lado contemplando al niño.
Por causa de las prisas, no se debe caer en la sobreprotección, o en que sea el adulto quien haga las cosas a los niños. Por ejemplo, muchos padres prefieren vestir a los niños para no llegar tarde al colegio, en lugar de esperar pacientemente a que ellos lo hagan solos. Esto es un error, ya que el pequeño tiene que aprender a vestirse, a lavarse, a comer y hacerlo él solo. Es fundamental que aprendan a valerse por sí mismos. En el trabajo diario en el Centro de Psicología, los padres nos trasladan numerosas dudas sobre este tema. No saben identificar cuándo están cayendo en la sobreprotección de sus pequeños, por eso le dedicaremos un capítulo de forma monográfica en el libro[1].
Cuando los padres hacen continuamente las tareas de los niños no están favoreciendo su correcto desarrollo ni su autonomía; por ello, es necesario dedicar tiempo al aprendizaje del niño.
Sabemos que lo importante es la calidad del tiempo que pasamos con los hijos, pero es aconsejable cumplir con una mínima cantidad. Por eso aconsejamos reservar momentos para estar con ellos y darles prioridad absoluta. En este rato reservado para los pequeños no es conveniente estar haciendo otra tarea, como contestar correos, atender llamadas, programar la agenda, realizar labores del hogar...
El mensaje que se debe trasmitir al niño es: «Este es nuestro espacio; para mí en estos momentos no hay nada más importante que estar contigo, que tú me cuentes qué tal estás, qué cosas te han pasado…, solo estoy para ti».
Un buen momento para hablar con ellos, en el que los niños se relajan y pueden compartir sus vivencias, contar las cosas que han hecho durante el día, sus problemas, puede ser justo un poco antes de irse a la cama. Conviene que reservemos diez, quince minutos para charlar con ellos. Lo más importante para hacer felices a nuestros hijos, con el poco tiempo del que se dispone hoy, es que les dediquemos un rato al día, pero siempre mostrándonos cercanos e interesados por sus cosas, guiándoles, aconsejándoles y motivándoles.
Por las tardes los horarios suelen ir muy ajustados: baño, cena, hora de irse a la cama. Una opción que seguro que ayuda es llegar a un acuerdo con los niños que consistirá en que ellos obedecerán a la primera y el tiempo que antes se perdía en insistir y en mandar las cosas varias veces, en conseguir que se ducharan, que cenaran… ahora se utilizará en jugar un rato antes de irse a la cama, o en leer un cuento o en un momento para realizar confidencias.
Es verdad que, en ocasiones, por cuestiones ajenas a la voluntad del adulto, es difícil reducir las obligaciones laborales u otro tipo de compromisos de los padres, pero siempre se pueden hacer cosas para mejorar. Pensemos en qué empleamos el tiempo, tanto los padres como los niños; puede que sea más conveniente ver menos la televisión por la tarde, utilizar menos el ordenador y la tableta, acostarse antes y poder despertar al pequeño con tiempo para que aprenda a adquirir los correctos hábitos de higiene y de autocuidado por las mañanas.
Lo importante es la calidad del tiempo que se pasa con el niño, no la cantidad, pero sí que hay que cumplir una cantidad mínima.
Errores que hay que evitar para conseguirlo:





2. ¿CULPABLE POR NO DEDICARLES MÁS TIEMPO?
Raros son los padres a los que, de vez en cuando, no les asalta el sentimiento de culpa:



Aunque hay muchas diferencias individuales, esto les ocurre en mayor medida a las mujeres, quienes lo expresan mucho más que los hombres y sienten mucho más la presión que les impone la sociedad al considerarlas como las principales educadoras.
Todos sabemos que la maternidad y la paternidad son unas experiencias maravillosas, pero eso no quiere decir que sea fácil vivirlas. Nos preparamos duramente a fin de estar bien capacitados para nuestros trabajos, con años de colegio, instituto, universidad y másteres si es necesario. Pero no dedicamos la misma cantidad de tiempo a formarnos como padres.
Por otra parte, el bebé no trae un libro de instrucciones bajo el brazo. Se trata de una tarea difícil en la que una «personita» completamente indefensa y vulnerable depende absolutamente de sus padres. Y esto es un añadido a las obligaciones que ya se habían adquirido antes del nacimiento del bebé. Por ser padres no podemos desatender los compromisos previos ya establecidos. Todos estos factores pueden hacer que los padres sean más vulnerables, y pueden provocar un sentimiento de culpabilidad por no llegar a todo.
Hay gente que piensa que el sentimiento de culpa es sano porque puede hacernos reaccionar y mejorar en aspectos de nuestra vida o de nosotros mismos. Es cierto que cuando hemos hecho algo mal es muy común que se genere este sentimiento de culpabilidad, que nos puede ayudar a percatarnos de que tenemos que cambiar nuestra conducta. Eso sí, una vez que aparece, parémonos, reflexionemos sobre la situación –«¿Qué ha ocurrido?, ¿por qué he reaccionado de esta manera?, ¿dónde está mi error?»– y elaboremos una estrategia diferente para que la próxima vez no volvamos a equivocarnos.
Y una vez hecho esto, no le dediquemos ni un minuto más a esos pensamientos que sustentan el sentimiento de culpa. Hay que aprender a perdonarse. Un sentimiento de culpa exacerbado genera malestar y quita energías para reaccionar ante las diversas situaciones de nuestra vida. Cada persona vivirá las señales de este sentimiento de forma diferente. No obstante, las más comunes pueden ir desde:


Hay que aprender a perdonarse. Las personas que son capaces de perdonar tanto a los demás como a sí mismas son más felices y son capaces de trasmitir esta enseñanza a sus hijos.
Es importante aprender a manejar la culpa para que nos permita aprender de nuestros errores y perdonarnos. Una vez que hemos reflexionado sobre el error y que hemos elaborado una nueva estrategia de actuación para futuras situaciones, el sentimiento de culpa debe desaparecer, manteniéndolo lo único que conseguiremos será encontrarnos mal, sufrir inútilmente y perder fuerzas y energías para solventar el fallo que cometimos.
Si ya advertimos nuestro error y hemos hecho lo posible por subsanarlo, la culpa solo nos va a generar malestar y es una mala compañera de viaje: «Deja de pensar en el tropezón, y coge fuerzas para levantarte».
Muchos padres llegan tarde de la oficina y no pueden dedicar a sus hijos todo el tiempo que les gustaría; creen que se están perdiendo muchas cosas. Esto les genera un fuerte sentimiento de culpa que conviene trabajar. Es verdad que muchas veces no disponen de todo el tiempo que les gustaría para pasarlo con sus hijos, pero recordemos lo que decíamos en el capítulo anterior: lo que sí dependerá de nosotros es la calidad del tiempo que pasamos con los pequeños. Al llegar a casa, todavía quedan muchas rutinas para realizar con el niño (deberes, baño, cenar, lavarse los dientes, contar un cuento, irse a la cama…).
Siempre es posible enfrentarse a ellas de una forma positiva y sacar lo mejor de uno mismo para ese rato que compartimos. Lo importante es centrarnos en las cosas con las que disfrutamos, impidiendo que «gane» el sentimiento de malestar por lo que nos perdemos. Se puede aprovechar también el fin de semana: con una buena planificación, dispondremos de tiempo para hacer un montón de cosas que disfrutaremos y recordaremos toda la vida.
Céntrate en las cosas que sí que haces con tu hijo y no en las que no puedes hacer.
Otra de las situaciones que más culpa genera en los padres es que, en un momento dado, pierden la paciencia con los niños y les gritan. Luego se sienten mal y se lo reprochan a sí mismos durante cierto tiempo. Los niños pueden llegar a ser muy persistentes y, en ocasiones, un poco cabezotas; por eso, es normal que el adulto pueda llegar a perder la paciencia y gritarles, pero ¿qué conseguimos con ello? Sí, es verdad que el niño termina obedeciendo, pero a costa de que tanto padres como hijos se sientan mal, y con mucho desgaste emocional. De ahí que sea fundamental cambiar la estrategia.




Ya hemos comentado que es muy habitual que los padres generen un sentimiento de culpa porque no pueden estar todo el tiempo que les gustaría con sus hijos. Pero eso no exime de la responsabilidad de su educación. No es justificable decir a todo que sí para que el niño esté contento el poco tiempo que está con su padre o cargarle de juguetes para compensar su falta.
Es importante que, aunque se disponga de poco tiempo, los progenitores pongan normas y límites a los niños y que aprendan a decirles «no».
Uno de los problemas más habituales que observamos en la práctica diaria como psicólogos infantiles es la falta de normas y de límites que hay en muchos hogares, lo que en absoluto beneficia a los niños, dado que no les ayuda a situarse. Los niños necesitan unas normas y unos límites que favorezcan su correcto desarrollo emocional. Los problemas relacionados con la conducta ocupan casi el 40 % de los casos que se observan en la clínica infanto-juvenil, y el 49,8 % de entre los menores de doce años[2].
En muchas ocasiones nos encontramos con niños que se han convertido en unos expertos manipuladores. En estos casos un error muy típico es ceder para evitar males mayores pensando que esto pasará con el tiempo, porque así lo único que conseguimos es que el niño cada vez tenga menos autocontrol. Hay que decir que no y cuando hagan algo prohibido deben saber que habrá consecuencias. Para ello es clave que los padres asuman la importancia de los límites y de las normas en los hijos, que sepan que son necesarios y que precisamente por ello tienen que saber decir «no» y, sobre todo, desterrar el miedo a que les dejen de querer. En muchas ocasiones los niños están probando, quieren saber hasta dónde pueden llegar y es entonces cuando los padres deben conocer como cortarles a tiempo.
Los adultos se tienen que mostrar firmes pero cariñosos, atentos y cercanos. El niño tiene que sentir que puede contar con su padre o su madre cuando los necesita, pero eso no implica que cedamos a sus caprichos o antojos. Se pueden negociar las normas que hay que seguir, pero nunca se debe dejar que sean ellos los que marquen los límites. Los padres deben mantenerse firmes y seguros respecto a las normas fijadas; de nada sirve desesperarse y trasmitir inseguridad.
Otro de los problemas con que nos encontramos con mucha asiduidad en la práctica diaria es la sobreprotección. Muchos padres sobreprotegen a sus hijos, tratándoles como si fueran más pequeños y con eso no están favoreciendo su correcto desarrollo emocional ni su autonomía. Los chicos pueden sentir miedo por tenerlo todo demasiado fácil.
Los adultos deben permitirles que desarrollen sus propias estrategias, que resuelvan sus problemas y conflictos. Pero, a su vez, han de estar siempre presentes, en un segundo plano, para evaluar su forma de relacionarse con el mundo y encauzarles en todo momento para que sean tolerantes y respetuosos, para que sepan escuchar, compartir, aprender, observar y desarrollar el sentido común. Dada la importancia de este tema, también le hemos dedicado un capítulo completo[3].
El sentimiento de culpabilidad no ayuda en absoluto, nos quita fuerzas y energías para afrontar el día a día y nos hace cometer más errores, como no poder límites a los niños, no decirles que no cuando es necesario o caer en la sobreprotección.
3. EDUCAR EN EQUIPO Y EN LA MISMA LÍNEA
Cuando surge una situación en la que un progenitor da por hecho que resolver un problema o hacer algo determinado con el hijo es responsabilidad del otro y él o ella no ha asumido su parte, hay que efectuar un análisis para saber qué ha conducido a esa interpretación. Hay que pararse a observar qué es lo que hace cada uno de los adultos implicados.
Según nuestra experiencia, en la mayoría de los casos lo que se ha producido es un problema de comunicación. En las parejas se instaura una especie de norma que se basa en que «como siempre lo ha hecho él o ella» queda establecida como una especie de «ley universal», por la cual esa tarea en concreto la tiene que seguir haciendo el mismo progenitor durante el resto de su vida. Esto ocurre incluso con mayor frecuencia cuando las situaciones están relacionadas con los roles de la pareja; por ejemplo, la madre es la que elige y prepara la comida; es ella la que compra la ropa y decide qué se pondrán los hijos en cada una de las ocasiones; es la que lava y plancha la ropa…
Por ello, en pareja, y más aún cuando hay niños, es crucial cuidar la comunicación, buscar momentos para hablar, conversar… partir de la premisa de que no se debe dar nada por supuesto, y tener muy claro que la educación no se delega, que ambos progenitores son igual de responsables y que, por tanto, se trata de un trabajo en equipo, en el que el objetivo se establece en común.
La educación no se delega y ambos padres son responsables de la educación del niño. No se aceptarán excusas tales como «eso te tocaba a ti».
Poli bueno-poli malo:
Una de las reglas de oro de la educación es que los padres intentarán seguir la misma línea y no mostrarán conductas y actitudes contradictorias, especialmente delante de los niños. En educación, el escenario de «poli bueno-poli malo» no funciona; los niños necesitan que ambos adultos vayan al unísono marcando las reglas y los límites y que los hijos les vean seguros, que sepan que no pueden manipular a los padres diciendo que «papá me deja o mamá me lo daría». En tal situación, cuando no se muestra ni firmeza ni confianza, que es lo que los niños necesitan, estos enseguida aprenden qué cosas deben pedir a su madre y cuales a su padre, porque así tienen más probabilidades de conseguir su capricho.
Para facilitar que ambos padres sigan la pauta educativa, lo mejor es que las normas y los límites sean muy claros y estén establecidos de antemano para que, así, ambos progenitores mantengan idéntica línea y no tiendan a contradecirse.
Otra pauta que ayuda es que cuando el padre o la madre inicia la «negociación» con el niño, sea este quien la acabe. De esa forma no habrá contradicción posible y, ante todo, hay que utilizar el sentido común, que en educación es fundamental aunque muchas veces sea el sentido más olvidado.
Seis consejos para repartir «con cabeza» las parcelas correspondientes a la educación de los hijos, complementándose y actuando a la vez como un equipo:
1. Lo primero que es necesario tener en cuenta es la idea de equipo –«Somos un equipo»–, y eso implica trabajar en equipo; es decir, aunque las tareas estén repartidas, eso no significa que siempre las tenga que hacer la misma persona.
2. La flexibilidad será fundamental para que el equipo funcione. Se trata de conseguir entre los dos el objetivo marcado, no tanto de ver quién lo ha hecho (de apuntarse un tanto individual). Por eso, si en una determinada situación uno de los dos no puede hacerse cargo de la tarea o está en peores condiciones para ello, el otro puede realizarla sin que suponga una pelea ni lo anote como un favor personal hacia su pareja.
3. Asignemos las tareas en función de los horarios. Por ejemplo, si el padre o la madre llega a casa del trabajo a las 20:30 h, lo más razonable será que el que esté en casa sea el que vaya bañando a los niños.
4. Las tareas también se pueden repartir en función de los gustos. No obstante, todo esto será negociable y es importante dejar establecido que en cualquier momento se pueden reasignar y volver a repartir.
5. No olvidemos que una parte fundamental será trabajar la autonomía del niño, por lo que hay que ir asignándole progresivamente una mayor responsabilidad en el seno del hogar. Por ejemplo, llevar el pañal a la basura cuando son pequeños; meter la ropa sucia en la lavadora o en el cesto según vayan creciendo; ayudar a poner la mesa, etc.
6. Los adultos no deben asumir las responsabilidades que les corresponden a los niños, como es el caso de los deberes. Una cosa es que los padres les ayuden y otra muy diferente es que se hagan los responsables de ellos.
4. OJO CON EL LENGUAJE CON EL QUE NOS DIRIGIMOS A LOS NIÑOS
Aunque todos sabemos que las palabras dañinas tienen un efecto negativo en los niños, y más si vienen pronunciadas por parte de sus padres, que son sus adultos de referencia y su principal fuente de seguridad, en algunas ocasiones se nos olvida y decimos a los niños cosas de las que luego nos arrepentimos. Los padres tienen que procurar aportar a sus hijos la mayor seguridad y autonomía posible, y con frases negativas se consigue justo todo lo contrario.



Hay que tener en cuenta que en ocasiones los niños se pueden poner muy pesados y agotar la paciencia de los padres, que pierden los nervios y les dicen cosas de las que luego se arrepienten. Esta es una de las razones por las que será más efectivo utilizar el lenguaje no verbal. En estos casos, intentar razonar con los niños no funciona; por mucho que intentemos hacerles reflexionar no lo conseguiremos. Por eso, ser muy contundentes con el gesto y con la mirada va a ser mucho más efectivo que entrar en la provocación del niño, los adultos pueden terminar diciendo cosas de las que luego seguro que se van a arrepentir, mientras que con una mirada reprobatoria a tiempo el niño entenderá perfectamente qué es lo que no tiene que hacer.
Utiliza el lenguaje no verbal. Una mirada a tiempo puede evitar muchos gritos.
Los estudios realizados por el investigador Albert Mehrabian[4] sobre la trasmisión de emociones concluyen que a la hora de trasmitir emociones, el lenguaje verbal (las palabras), solo influye un 7 %, mientras que el lenguaje corporal lo hace un 55 %, y el paraverbal, (el tono de voz, las pausas…), un 38 %.
Si el niño está manifestando una clara llamada de atención, con amenazas por parte del adulto no se consigue nada y, además, se está reforzando su conducta. El niño percibe que con esa actitud obtiene la atención del adulto, que es lo que iba buscando. En estos casos, lo mejor es utilizar la extinción.