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Andrés Luján era el típico intelectual atractivo demasiado ocupado con sus estudios como para fijarse en las mujeres. Ninguna de las liberales madrileñas de la Europea consiguió sacarle más que unas copas y análisis psicológicos gratis en la cafetería del campus. Eran guapas e inteligentes, pero para él, que no levantaba la cabeza de sus apuntes en la biblioteca ni para leer los mensajes subliminales que le lanzaban los escotes de sus compañeras, eran personas irrelevantes. Solo le interesaba doctorarse. Y lo consiguió. Entonces y solo entonces se interesó por una mujer, una contadora de historias, también leonesa, que trabajaba en la cafetería de la universidad. Había sido toda una coincidencia. Francis Bacon dijo que no hay belleza sin algo extraño en sus proporciones, y eso, además de magia al contarle cuentos sobre la raposa, el lobo, el trasgo y otros personajes de la mitología leonesa, formaba parte del encanto de Camino. Andresín, como solo ella lo llamaba en Madrid, con aquel sufijo tan del norte y que tanto le recordaba a su madre, recuperó todas sus vivencias infantiles cuando probó el sabor de aquella mujer. Por ella regresó a León. Se casaron en la Pulchra Leonina. Desgraciadamente, los niños nunca vinieron. Camino estaba muy enferma. Pero eso lo supe mucho más tarde.
Cuando me acorraló con el encargo de hacer algo creativo, le confesé lo del mensaje en la botella. No sé si me creyó. Se limitó a preguntarme dónde la había tirado y qué esperaba conseguir. No supe responder.
Después de la cena en casa de Elora, he de decir que estaba más animada. Había tenido una especie de recuerdo y me sentía un poco menos sola. Podría decirse que era ligeramente más feliz, excepto porque la primavera estaba empezando a tocarme la moral con sus alardes de alegría y sus estúpidas flores. Había visto por la tele que hay muchos tipos de alergias según las plantas que te afecten, y que por los síntomas que presentes se pueden identificar. Así que me fui derechita al ordenador para buscar cuál era la dichosa verdurita que me ponía los ojos como globos —si es que podían ser más grandes— y así entretenerme con algo. Tenía un mensaje en la bandeja de entrada de mi correo electrónico. El asunto decía: «SOS Recibido». Lo abrí. Solo había escrita una dirección de Facebook: www.facebook.com/painkiller. ¿SOS recibido? ¿Painkiller? De pronto me dio un vuelco el corazón. No podía ser. No, estaba claro que se trataba de un error, no podía referirse a mi mensaje desesperado lanzado al río hacía un par de meses. Decidí cerrarlo y seguir buscando una solución a mi alergia. Era más fácil ignorarlo que enfrentarme al pánico que me daba descubrir quién había respondido.
***
Llegué a la consulta del doctor Luján con los ojos igualmente hinchados, a pesar de mis nuevas adquisiciones antigramíneas. En la sala de espera había una chica que leía Poeta en Nueva York. No respondió a mi saludo. La voz aguda de la secretaria anunció que era mi turno de tumbarme en el diván a soltar estupideces. Ay, «el síndrome universal, la vida te sentó en un diván, contando todo tipo de traumas», como dice Santi Balmes en la canción Me amo que me enseñó Elora… Pero esta vez el quid pro quo no me funcionó. Andresín ya estaba harto de los trucos que utilizaba para desperdiciar la hora diaria de terapia, y no tuve más remedio que empezar a hablar de mí. Acabé contándole lo del correo de Painkiller y mi pavor a que fuera una respuesta a mi llamada de socorro embotellada. Le pareció una noticia estupenda, dijo que era muy bueno para mí, y que mis deberes para el fin de semana eran agregar al misterioso destinatario a mis amistades de Facebook y mantener una charla con él. No solo no aceptó mis reticencias, sino que me exigió nombre, edad y profesión del sujeto para el lunes. ¡Yo no tenía ni cuenta en Facebook! Maravilloso. No pensaba hacerlo. No podía obligarme. ¿En qué iba a beneficiarme perder el tiempo con una persona tan desesperada como para recoger una botella del río y…? Eso dando por supuesto que en realidad hubiera leído el mensaje y que no se tratara de algún tipo de publicidad engañosa, o de alguien dispuesto a pasar un buen rato a costa de una pobre chiflada como yo. Pero Andrés insistió en que debía hacer lo que me decía, creía que sería liberador. Y, francamente, me da a mí que también sentía curiosidad.
Al salir vi que la muchacha que leía a Lorca seguía en la sala de espera. Despedirse es más fácil, no se espera una conversación como tras un saludo, solo un «adiós». Así que lo dije. Y ella respondió. A lo mejor no estaba tan mal hacer un esfuerzo y relacionarme un poco.
Llegué a casa estornudando y miré el ordenador con recelo. No recordaba la última vez que había comido, así que hice una expedición al congelador. Rescaté unos guisantes del fondo y los preparé con jamón. No tenía ni idea de por qué sabía hacer ese plato, pero estaba delicioso. Cocí los guisantes, los escurrí y los reservé. En una sartén sofreí un poco de cebolla cortada en juliana, luego añadí el jamón en tacos y, cuando estuvo dorado, incorporé los guisantes y le agregué ajo, pimentón, sal, una guindilla y un chorrito de vino blanco. Finalmente lo coroné todo con un huevo estrellado, bien mezclado con lo demás. Oh la là! ¿Por qué había estado sobreviviendo a base de lasañas congeladas y galletas? ¿Me habría enseñado la abuela a preparar aquella delicia?
El domingo por la noche, como todo mal estudiante, me senté frente a la pantalla dispuesta a hacer la tarea para que el doctor Luján no la tomara conmigo. Me abrí una cuenta de Facebook y, con la esperanza de que no estuviera conectado, agregué al tal Painkiller a mis contactos. No me decepcionó. Encantada de poder decirle al doctor Luján que el personaje misterioso no había dado señales de vida, me tumbé en el sofá a la luz de la teletienda.
Empezaba a quedarme dormida cuando sonó el pop que me indicaba que se había activado un chat de Facebook, y de mala gana y con sueño, me asomé a la pantalla para leer:
Painkiller: ¿Estás ahí?
Las sienes me latían. Eran las tres de la mañana. Finalmente, respondí:
Herzeleid: Sí.
Painkiller: Te estaba esperando…
La taquicardia aumentó. Escudriñé su perfil. No había fotos ni comentarios ni nada.
Herzeleid: ¿Quién eres?
Iba a morirme de expectación. No sabía quién quería que fuera.
Painkiller: Painkiller.
Dios. Había recibido el mensaje. ¡Había recibido el mensaje! Estaba a punto de empezar a hiperventilar, y habría cerrado la página de no haber leído lo siguiente:
Painkiller: ¿Qué te pasa, Corazón dolorido?
Quienquiera que fuera, sabía alemán.
Herzeleid: ¿Sabes alemán?
Painkiller: Solo un poco. Por las letras de Rammstein.
¡Le gustaban los Rammstein!
Herzeleid: ¿Sabes también lo que significa Painkiller?
Painkiller: Es una canción de Judas Priest, ¿no? Imagino que si tú eres el corazón dolorido, yo soy tu tranquilizante.
Herzeleid: Vaya, eres un chico listo.
Painkiller: Lo intento.
Herzeleid: ¿Dónde apareció mi botella?
Painkiller: La encontré en el río.
Herzeleid: Justo donde la dejé, qué coincidencia.
Painkiller: Jeje. A la altura del Puente de Los Leones.
Herzeleid: WOW, sí que viajó.
Painkiller: ¿Sí? ¿Desde dónde la tiraste?
Herzeleid: Eso no importa.
Painkiller: Es cierto. Lo importante es que la encontré.
Herzeleid: ¿Hace mucho?
Painkiller: Hace un par de días. Fue todo un hallazgo.
Herzeleid: Debes de estar tan loco como yo.
Painkiller: Ha servido para encontrarnos. No está mal.
Herzeleid: ¿Y ahora qué?
Painkiller: No lo sé. Esta es solo la primera dosis de Painkiller. Irá haciendo efecto poco a poco.
Herzeleid: Ja, ja.
Painkiller: Supongo que me ayudaría conocer por qué te duele el corazón.
Herzeleid: Es una pregunta difícil de responder. No estoy pasando por un buen momento.
Painkiller: Lamento oír eso.
Herzeleid: Sí, yo también.
Painkiller: ¿Crees que podría hacer algo para que te sintieras mejor?
Herzeleid: No estoy segura.
Painkiller: Voy a probar.
Herzeleid: ¿Qué? ¿Qué vas a hacer?
Y me envió un enlace de YouTube. Era una canción. A ton étoile, de Yann Tiersen. Mientras la ponía traté de ver de nuevo si tenía fotos en su perfil o alguna cosa que me diera una pista de si lo conocía, pero no. Cuando la canción se estaba terminando, él preguntó:
Painkiller: ¿Te ha gustado?
Herzeleid: Mucho. La música es… envolvente, mágica. Pero no sé francés.
Painkiller: Yo tampoco entiendo mucho, pero dice algo así como: «Bajo la luz abierta y en la sombra en silencio, si estás buscando un refugio inaccesible dicen que no está lejos». Y luego creo que: «Deja que tu estrella brille en el lienzo».
Herzeleid: Un refugio inaccesible, ¿eh?
Painkiller: Sí. Pero tú estás a salvo conmigo.
Herzeleid: Eso que has dicho me recuerda a una película de Ford Coppola.
Painkiller: ¿Drácula?
Entonces sí que me quedé de piedra. No era posible que se supiera mi diálogo favorito de la película.
Herzeleid: Dios… ¿quién demonios eres? ¿Me conoces?
Painkiller: «Y el hada verde que vive en la absenta quiere tu alma… Pero tú estás a salvo conmigo».
Mi corazón volvió a dar una sacudida.
Herzeleid: Acabas de ponerme la carne de gallina.
Painkiller: Me encanta esa parte.
Herzeleid: No puedo creer que esto sea solo una coincidencia.
Painkiller: Yo no creo en las coincidencias.
Herzeleid: No irás a decirme que crees en el destino y todas esas patrañas Disney…
Painkiller: Yo solo creo que ha merecido la pena esperar para encontrarte.
Painkiller: ¿No dices nada?
Painkiller: ¿Hola?
Y entonces apagué el ordenador. No sé por qué. Me entró el pánico.

4. Celada
A la mañana siguiente comprobé las notificaciones de Facebook: Painkiller había llenado el chat de interrogantes sobre mi repentina desaparición. No había sido un sueño, realmente había hablado con él la noche anterior. Y había sido… ¿cómo definirlo? ¿Desconcertante? Sí, esa era la palabra.
Me fui a la consulta del doctor Luján, reconozco que con ánimo. Más que nada porque tenía ganas de ver su cara cuando le contara que había hecho lo que me había encargado: hablar con el chico misterioso. Aunque, desde luego, no había averiguado nada de lo que él me había pedido. No sabía cuál era su nombre ni tampoco a qué se dedicaba. Sin embargo, sabía otras cosas más interesantes y esperaba que con eso fuera suficiente para restregarle mis logros al doctorcillo.
Se mostró realmente entusiasmado, satisfecho como un profesor cuando su mejor alumna borda un examen, aunque yo no fuera ni de lejos ese tipo de aprendiz. Dijo que aquello era realmente bueno para mí, que, abrirme a otra persona, aunque fuera virtual, era un gran paso. Creía que tras aquella extraña amistad cibernética, estaría más preparada para entablar relaciones reales, con personas de verdad, y me animó a seguir hablando con el muchacho. Era el primer progreso que hacíamos desde que había empezado la terapia, hacía un año, y reconozco que yo también me sentí satisfecha. Pero cuando pensaba en de qué me servía relacionarme si el disco duro de mi cabeza estaba dañado, me derrumbaba. ¿Tenía que resignarme a ser una persona nueva? ¿Había llegado el momento de crear nuevos recuerdos? Tenía que probar. ¿Qué podía perder? Iba a instalar un nuevo programa: Painkiller, y para eso debía formatear el PC de mi mente.
Herzeleid: Hola.
Painkiller: ¡Al fin! Empezaba a pensar que ayer te asusté…
Herzeleid: Ja, ja, ja. Bueno. Un poco.
Painkiller: ¿Por qué te doy miedo?
Herzeleid: No sé, es como si me conocieras.
Painkiller: Eso le ocurría a Mina con Drácula.
Herzeleid: Eres increíble. No sabes cómo me gusta esa película.
Painkiller: Ya veo. ¿Por qué?
Herzeleid: No lo sé con exactitud… La historia de amor, la humanidad del monstruo… Creo que fue la primera vez que entendí que se podía amar a un ser que por naturaleza es dañino… Mi interés patológico por los monstruos no tiene límites… Además me parece una gran adaptación de la novela de Stoker, aunque, claro está, con matices.
Painkiller: Con cambios argumentales, querrás decir.
Herzeleid: Sí, puede que Coppola no debiera haberla titulado Bram Stoker´s Dracula, pero las adaptaciones son eso, cambios de formato, historias en papel que se convierten en imágenes pasando por el filtro de una serie de mentes…
Painkiller: Eres de las que defiende las adaptaciones, entonces.
Herzeleid: No. Solo defiendo que no se puede hablar de si un libro es o no mejor que una película. Es como decir si es mejor una fotografía de Las Meninas o una escultura. Puede que representen la misma escena, pero en formatos diferentes, por tanto no comparables.
Painkiller: Vaya… así que eres lista.
Herzeleid: Ja, ja. ¿Lista?
Painkiller: Eso me gusta.
Herzeleid: Ja, ja, ja. No creo que lo sea.
Painkiller: Pues yo creo que sí. Lo que pasa es que estás sola, y por eso nadie puede decírtelo.
Herzeleid: ¿Por qué iba a estar sola?
Painkiller: ¿Por qué si no ibas a tener dolor de corazón y a tirar botellas con mensajes de socorro al río?
Herzeleid: Para deducir eso no hace falta ser muy listo. Ja.
Painkiller: Lo sé. Pero tengo razón.
Herzeleid: ¿Así te sientes tú?
Painkiller: ¿Solo?
Herzeleid: Solo.
Painkiller: Ahora ya no.
Herzeleid: ☺
Painkiller: Ja, ja. Son malos tiempos para los soñadores.
Herzeleid: ¿Tú crees?
Painkiller: Por supuesto. El mundo de hoy es un lugar en el que no está permitido soñar, los que sueñan son considerados estúpidos, diferentes, raros…
Herzeleid: ¿Eso te pasa?
Painkiller: ¿?
Herzeleid: Dices que mi problema es que estoy sola, intento adivinar cuál puede ser el tuyo. Y no me preguntes por qué supongo que tú también tienes un problema, porque recogiste una botella del río y contestaste al mensaje que había dentro…
Painkiller: Ya. Ese es precisamente el problema: que yo no creo que lo sea. Soy un soñador, toda mi vida he sido un marginado por no adaptarme al sistema y permitir que triture mis sueños, como hacen todos los demás. Me da igual si la gente considera que recoger una botella y leer su mensaje es una estupidez y que lo que hay que hacer es salir y beberse las botellas y pisotear hasta a tu propia madre para tener más éxito o más dinero. Yo no soy así.
Herzeleid: Vaya, lo siento si te he ofendido.
Painkiller: No lo has hecho. No te preocupes.
Herzeleid: ¿Puedo preguntarte a qué te dedicas?
Painkiller: Estoy haciendo una tesis.
Herzeleid: Qué curioso. ¿Sobre qué?
Painkiller: Bueno, es complicado…
Herzeleid: Vale, lo capto, no me lo cuentes.
Painkiller: No, no, sí que quiero contártelo, lo que pasa es que es un tema difícil de explicar.
Herzeleid: Prueba. Igual te entiendo y todo.
Painkiller: Es que es una tesis muy personal, la estoy haciendo por mi cuenta, sin apoyo de la universidad.
Herzeleid: Eso es muy raro.
Painkiller: Lo sé. Ya te he dicho que soy un soñador.
Herzeleid: Vale, pero de algo tratará. ¿Sobre los soñadores?
Painkiller: Sí, en parte.
Herzeleid: Ajá. ¿Es un estudio antropológico o sociológico? No vas a contarme más, ¿no?
Painkiller: No. De momento no.
Herzeleid: Esto no me gusta nada. ¿Es que soy parte de tu investigación?
Painkiller: Quizá. Ya veremos. Primero quiero hacer un experimento.
Herzeleid: Joder, me estás dando miedo.
Painkiller: No tienes por qué tenerlo, en serio.
Herzeleid: Así que soy tu conejillo de Indias, estupendo. Eso explica por qué coges botellas y contestas a sus mensajes.
Painkiller: No, eso no es así. Tengo suficientes sujetos de estudio, tú eres otra cosa. Quiero ayudarte. Necesito ayudarte.
Herzeleid: Dirás lo que quieras, pero yo me siento manipulada y triste ahora mismo. Por un momento había pensado que ibas a salvarme, ja, ja, ja. Qué estúpida.
Painkiller: Y lo haré, si me dejas. ¿Cómo puedo demostrarte que no soy un capullo?
Herzeleid: No quiero que me demuestres nada. Ya no. Es mejor que dejemos de hablar.
Painkiller: ¡NOOOOOO! Espera, esperaaaaaaaaaaaa.
Y apagué el ordenador. Me sentía herida y despechada, no sabía exactamente por qué, pues aquella extraña relación cibernética era solo eso, cibernética. Quiero decir que para mí no significaba nada más que charla. ¿O sí? Llevábamos hablando muy poco tiempo y apenas nos conocíamos. Pero vale, lo admito, estúpidamente había confiado en que aquel tipo iba a ayudarme de algún modo. No sé cómo. Había creído que nos parecíamos. Y resulta que lo único que quería de mí era añadirme a una lista de resultados, despojándome otra vez de mi identidad, que era lo que yo más anhelaba reafirmar.
Los días que siguieron a aquella especie de riña de ciberenamorados, fueron un tanto largos y tristes. Elora estaba muy ocupada corrigiendo exámenes, mi hermana no cogía el móvil, y la casa se me caía encima. Cada vez que hacía la cama caía en la cuenta de que había pasado un día más haciendo exactamente lo mismo. No podía estar más tiempo así, sin hacer nada. Necesitaba ocuparme en algo o me iba a volver más loca de lo que ya estaba. Ya había escuchado todos los discos que había en casa al menos dos veces, y otro tanto con los libros… Así que me eché a la calle, liberándome de mi clausura, buscando cualquier sitio en el que necesitaran a alguien para trabajar, arrastrando conmigo al Conejo Blanco. El aire entró a través de los agujeritos de mi jersey de punto, desapolillándome el espíritu un poco e insuflándome ánimo para arrastrar mis botas de adolescente tardía por las aceras. Vivía muy cerca del centro, con lo que en muy pocos minutos estaba recorriendo las calles empedradas del casco antiguo. Pasé junto a un garito llamado Bardaya, detrás de la catedral, y tuve una extraña sensación de familiaridad. No sé por qué, decidí entrar. Dentro no encontré explicación a que me sonara, y eso me causó pesadumbre. Me quedé ahí, de pie junto a la barra, como una idiota.
—¿Qué te pongo? —preguntó la camarera.
—Eh… nada, nada, ya me iba.
—¿Mimi? —volvió a interrogar.
—¿Perdón?
—¡Ostras, Mimi! ¿Cómo estás? ¡Madre mía, cuantísimo tiempo! —se entusiasmó.
—Creo que me confundes con otra persona…
—Joder, tía, ¿no te acuerdas de mí? ¡Lala! Laura Lanza. Con la de años que tocamos juntas…
—Igual me confundes con mi hermana, yo es que no…
—Ah, es verdad, que tenías una gemela.
—Pero ella no se llama Mimi, y yo tampoco, así que… —le expliqué.
—Vaya, pues entonces no eres quien creía, lo siento, debes de ser la otra. Es que sois como dos gotas de agua, yo habría jurado que eras Mimi. La llamábamos así en la universidad, por el mi de Micaela y el mi de Miñambres, je, je, je, Mimi. Y yo Lala, ja, ja, ja, chorradas de crías…
—¿Micaela has dicho? —me sorprendí.
—Sí, creo. Igual me traiciona la memoria, como siempre la llamaba Mimi igual me confundo con su verdadero nombre… —se explicó, extrañada.
—No, no, está bien. Es que… nunca me habló de ti, je, je, je —mentí—. ¿Y tocabais en un grupo?
—Sí, dimos conciertos por toda la ciudad, me parece muy raro que no te lo contara. Juraría que fuiste a alguno… Pasamos por varias agrupaciones, hasta que Mimi se hizo con el micro y formamos nuestra propia banda, Sódica, ¿no te suena?
—Ojalá…
—¿Qué?
—No, nada, que no, que no me suena.
—Oye, ¿y cómo está ella? Oí que tuvo un accidente de coche terrible y nunca pude confirmarlo ni localizarla… ¿Es verdad?
—Emm… bien, bien. Recuperada y eso —respondí.
—¿De verdad? ¡Cuánto me alegro! Pues me encantaría verla, que después de aquello le perdí la pista completamente. Dile que venga a verme, o te doy mi número y se lo pasas. No sigue en León, ¿verdad? ¿Estás bien, tía? —se preocupó—. Tienes una cara… ¿Te pongo una cerveza o algo?
—Sí, por favor.
—¿Heineken, Mahou, San Miguel…?
—No sé. Pon lo que quieras.
—Uy, chica, qué mal te veo. También tenemos de importación…
Debió de verme tan descolocada que se sentó junto a mí, al otro lado de la barra.
—Mira, si quieres te pongo lo que solía beber tu hermana, así te animas —me dijo poniéndome la mano sobre el hombro.
—Vale. ¿Qué tomaba?
—Rubia. De trigo. Hoeggarden o Franziskaner. Pero era una gourmet de las birras artesanas, y para las grandes celebraciones, pedía Celada. Ya no la fabrican en tu pueblo, pero yo aún tengo dos cajas.
—¿Cómo?
—Celada, como la virgen de Trueca. Tienes que haberla tomado alguna vez…
Como yo no decía nada, volvió a la barra y me la sirvió.
—Invita la casa.
A mí me daba igual la maldita Celada. No sabía cómo tenía que sentirme. ¿Le decía la verdad? ¿Le decía que yo era la tal Mimi pero que no lo recordaba? Eso era un poco raro. Al menos me había sonado el nombre del bar…
—¿Y cómo dices que conociste a mi hermana? —pregunté antes de darle un sorbo a mi cerveza.
—Pues en la universidad. No estudiábamos lo mismo, pero frecuentábamos los mismos bares y nos enamoraba el rock, así que nos hicimos amigas, sobre todo a raíz del grupo.
Aquella cerveza estaba realmente buena. Sabía a… memoria. Tuve un flash de mí misma en aquel bar decorado como si fuera una vieja mina, con sus traviesas de madera sujetando la galería, sus candiles y sus vagones. Estaba cantando Show must go on, de Queen, delante de un montón de gente apiñada en el reducido espacio, y pedía que alguien me trajera una cerveza. Una mano generosa me alargaba una Celada. Era un chico a quien conocía muy bien. Mi novio, estoy segura. La impresión hizo que el recuerdo se resquebrajara como un cristal, y antes de que me diera cuenta se había hecho añicos a mis pies. Dios. Mi adolescencia en un trago. Brindé a la salud de Proust y su magdalena.
—Oye, ¿estás bien?, esto… ¿cómo dices que te llamas? —preguntó una preocupadísima Lala.
—¿Y ese chico con el que salía? Mi hermana, quiero decir —desoí su pregunta.
—Te refieres a Adán, ¿no? La verdad es que no he vuelto a verlo. Creía que seguían juntos y todo…
—¿Ah, sí?
—No te hablas con tu hermana, ¿verdad?
—No… —volví a mentir, aunque más o menos era cierto.
—Vaya, tía, lo siento. Es una pena, porque es una chavala increíble. Tenéis las dos los mismos ojazos gigantes. Me alegro de que ya no esté con ese idiota de Adán.
—Si quisiera encontrarlo… Al idiota, digo. ¿Sabrías dónde tengo que buscar? —la interrogué.
—Uf, pues es que no sé… Ya sabes que era un hijo de papá con mucha pasta. Vivía en Trueca hasta que empezó Ingeniería de Minas, pero creo que luego estuvo estudiando fuera... Si no hubieran cerrado las minas, te diría que buscaras a su padre, don Remigio Del Val, en la Hullera Vasco-Leonesa, pero ya ves que quebró, maldito gobierno. Aunque si dices que hace tiempo que no lo ves, quién sabe dónde estará. Hace años que no lo veo por el bar, y eso que antes él y tu hermana lo frecuentaban mucho. Ese estará fuera de España, que es donde están los que tienen la suerte de podérselo permitir.