Responsabilidad de la persona y sostenibilidad de las organizaciones

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Cada individuo busca la satisfacción de los placeres que cree que van a hacerlo feliz, pero, puesto que esos placeres no son por naturaleza para todas las personas iguales, son objeto de disputa. Algunos individuos llegan a creer que los placeres solo vienen del exterior, son los bienes materiales los que proveen de felicidad, pero, cuando tienen eso que ansían, descubren que no es suficiente, porque, tal como expresa Aristóteles, «la felicidad es una actividad del alma»;25 supone, por tanto, mucho más que lo puramente material. El camino de la felicidad se logra cultivando las virtudes; Aristóteles explica cuáles, a su modo de entender, son las más importantes. Entre las que más se aproximan y aportan al entendimiento del concepto de responsabilidad (aunque Aristóteles no emplea nunca este concepto) encontramos las virtudes éticas.
• Liberalidad: el liberal es alabado por la manera de dar y recibir riquezas; no se trata de la cantidad que se da o recibe, sino del modo de ser del que da o recibe. Llevado a nuestro terreno, vemos aquí el antecedente del análisis de la responsabilidad basada en la elección de los actos oportunos para lograr una finalidad buena en sí misma, y no con el fin de obtener un beneficio mayor, por ejemplo, económico, de poder o de estatus.
• Magnificencia: el término medio entre la ostentación y la mezquindad; se trata de saber gastar (o invertir, en nuestra terminología empresarial) en lo que se debe y cuando es oportuno.
• Magnanimidad: acometer obras dignas de honor y aprecio. Invertir de modo responsable implica saber cómo y dónde hacerlo, de manera que la rentabilidad social sea incluso más alta que la puramente económica.
• Ambición: puede parecer un concepto ambiguo, porque puede ser bien o mal interpretada en relación con la distancia que haya al justo medio entre dos extremos, el que desea en exceso el honor y la gloria (el éxito) y el que no lo desea nada. En nuestros días el concepto de éxito está mediatizado, sobre todo por la posesión de poder y riquezas materiales. Ser prudente en este sentido implica valorar las implicaciones que tiene la gloria así entendida y si con ello puedo beneficiar a alguien más que a mí mismo.
• Mansedumbre: no dejarse arrastrar por las pasiones y por la cólera (encontrar el autocontrol en la acciones que se acometen). La responsabilidad implica consciencia y libertad para elegir qué actos llevar a cabo estimando las consecuencias de estos, lo que es incompatible con el hecho de no poseer autocontrol en todo tipo de situaciones.
• Amabilidad: es importante encontrar el justo medio entre la complacencia —alabar todo para agradar— y la pura oposición sin tener en consideración las molestias que puedan causarse.
• Sinceridad: reconocer lo que se tiene tanto en hechos como en palabras. Ser responsable requiere ser honesto con uno mismo y con los demás; en términos actuales, empatizar para poder llegar a ser asertivo, defender las propias ideas y pensamientos sin intimidar, imponer o manipular a otros.
• Justicia: es injusto el trasgresor de la ley, el que no es equitativo; esta es «la única de las virtudes que parece referirse al bien ajeno, porque afecta a los otros […]. Los hombres buscan, o devolver mal por mal (y, si no pueden, les parece una esclavitud), o bien por bien, y, si no, no hay intercambio, y es el intercambio por lo que se mantienen unidos».26 Es posible considerar esta afirmación una aportación a la comprensión de la conducta humana en general y en particular en relación con la empresa (cada grupo de interés afectado por la actividad empresarial intentará devolver a esta aquello que recibe, un servicio favorable genera gratitud, un servicio desfavorable promueve el descontento y la respuesta ingrata). En palabras de Aristóteles:
Las cosas que son justas no por naturaleza, sino por convenio humano, no son las mismas en todas partes […]. Siendo las acciones justas e injustas, se realiza un acto justo o injusto cuando esas acciones se hacen voluntariamente; pero cuando se hacen involuntariamente no se actúa ni justa ni injustamente excepto por accidente, pues entonces se hace algo que resulta accidentalmente justo o injusto.27
Lo voluntario, para este filósofo griego, es aquello que un individuo realiza estando en su poder hacerlo y sabiendo a quién, con qué y para qué lo hace. Lo que se ignora o no depende de uno, o se hace por la fuerza, o es involuntario.
Cuando los individuos cometen daños de forma imprevisible o equivocaciones, obran injustamente, pero no por ello son injustos, solo lo serán si han actuado con intención, con maldad. Del mismo modo se puede obrar de manera responsable o irresponsable sin llegar a serlo, pues, como veremos más tarde, no es lo mismo ser responsable que tener responsabilidad sobre algo.
En el examen de las virtudes intelectuales destaca la prudencia, que consiste en deliberar rectamente; su fin es lo que se debe hacer o no, y se diferencia del entendimiento en que este solo es capaz de juzgar: «No es posible ser bueno en sentido estricto sin prudencia, ni prudente sin virtud moral».28 En su análisis sobre el placer, Aristóteles defiende que no se trata de procesos que conducen a algo, sino de actividades y fines en sí mismos que tienen lugar cuando ejercemos una facultad que puede conducir al perfeccionamiento de la naturaleza, y no cuando llegamos a ser algo. Por tanto, los placeres no son buenos o malos:
La vida del hombre bueno no será más agradable si sus actividades no lo son […]. La actividad más preferible para cada hombre será la que está de acuerdo con su propio modo de ser y para el hombre bueno será la actividad de acuerdo con la virtud.29
Este es el camino de la felicidad, que es el mismo fin de la conducta humana. Para encontrar este camino es necesaria la educación y la costumbre, y esto debe transmitirse con base en unas leyes, «porque la mayor parte de los hombres obedecen más a la necesidad que a la razón, y a los castigos más que a la bondad».30
La influencia de Aristóteles es crucial en la historia de la ética, aunque existen otras corrientes que también tienen gran repercusión en la manera de explicar la conducta humana. Así, encontramos a los escépticos, que defienden que el ser humano solo puede guiarse por lo que sus propios sentidos le dejan percibir de la realidad y, por tanto, no pueden garantizar la certeza de nada, pues la percepción sensorial no es del todo fiable; los defensores del hedonismo (escuela cirenaica), que sostienen que la felicidad es igual a la satisfacción de los sentidos y la ausencia de dolor; los epicúreos, que defienden que el bien humano es igual a placer, o los estoicos, más preocupados por la adecuación al orden del mundo y la aceptación, que entienden al ser humano como un ser dotado de razón que está capacitado para elegir su conducta, lo que le libra de sucumbir a sus pasiones e instintos placenteros. Para los estoicos, solo el sabio puede llegar a vivir de acuerdo con las leyes de la naturaleza, es decir, libre; el resto de los humanos son esclavos de falsas ideas y viven solo para el placer.
Después de Aristóteles, la gran revolución llega en el siglo I d. C. con el surgimiento del cristianismo. Basado en la idea de que Dios es el camino que proporciona la verdadera felicidad y en las enseñanzas de Jesús de Nazaret, Occidente encontrará una nueva forma de dar sentido a la persona en el mundo.
Uno de los mayores exponentes de la tradición cristiana es San Agustín (354-430). Sus aportaciones éticas se basan en la explicación del camino que seguir para lograr la felicidad, objetivo y fin último del ser humano, que no puede alcanzarse en esta vida terrenal, dado el carácter trascendente de la naturaleza humana. La orientación correcta en la conducta debe provenir siempre de la Iglesia, que suple la ausencia de Cristo resucitado. La sociedad es necesaria al individuo, y los valores sociales y políticos son buenos siempre y cuando sean un reflejo de las enseñanzas del cristianismo, pues todo lo creado por Dios es bueno. Defiende la doctrina de la gracia y del pecado original y cree en la predestinación del ser humano, aunque es partidario del libre albedrío. Dios concede al individuo la libertad de decidir cómo actuar, le da la oportunidad de obrar rectamente, aunque conoce su tendencia a no hacerlo. Precisamente porque la persona es libre puede elegir entre el bien y el mal:
Si el defecto que llamamos pecado asaltase, como una fiebre, contra la voluntad de uno, con razón parecería injusta la pena que acompaña al pecador, y recibe el nombre de condenación. Sin embargo, hasta tal punto el pecado es un mal voluntario que de ningún modo sería pecado si no tuviese su principio en la voluntad; esta afirmación goza de tal evidencia que sobre ella están acordes los pocos sabios y los muchos ignorantes que hay en el mundo. Por lo cual, o ha de negarse la existencia del pecado, o confesar que se comete voluntariamente. Y tampoco, si se mira bien, niega la existencia del pecado quien admite su corrección por la penitencia y el perdón que se concede arrepentido, y que la perseverancia en el pecar justamente se condena por la ley de Dios. En fin, si el mal no es obra de la voluntad, absolutamente nadie debe ser reprendido o amonestado, y con la supresión de todo esto recibe un golpe mortal la ley cristiana y toda disciplina religiosa. Luego a la voluntad debe atribuirse la comisión del pecado. Y como no hay duda sobre la existencia del pecado, tampoco la habrá de esto, conviene a saber: que el alma está dotada del libre albedrío de la voluntad.31
Las enseñanzas de Platón y San Agustín, en primera instancia, y, sobre todo, la de Aristóteles marcan profundamente la obra de uno de los pensadores más influyentes de la historia occidental, Santo Tomás de Aquino (1225-1274). Defiende que toda acción tiende a un fin, si bien este fin expresado en la felicidad no puede lograrse si no es de un modo trascendente, es decir, contemplando a Dios, tal como apuntaba San Agustín. Los actos humanos son buenos si respetan el orden natural de las cosas dictado por Dios. La razón humana puede conocer la ley natural como norma de conducta. El primer precepto de esta ley es la conservación de sí, pero el sí mismo que tiene que ser preservado es el alma inmortal. En el alma humana reside la voluntad, el deseo de satisfacer necesidades, de conservar la vida y de orientarse al bien como tal. Todo ello configura el camino hacia la felicidad. Las virtudes son a la vez una expresión de los mandamientos de la ley natural y un medio para obedecerla. La ética está gobernada por la ley eterna, inmutable, que expresa la esencia divina con una perspectiva intelectual. La virtud es un hábito selectivo de la razón que se forma mediante la repetición de actos buenos.
La actividad moral se basa en la deliberación, es decir, en la elección de la conducta adecuada, y esta siempre será aquella que siga el precepto apuntado por Santo Tomás en Summa teológica: «Se ha de hacer el bien y evitar el mal» (Bonum est faciendum et malum vitandum).32
Como San Agustín, Santo Tomás de Aquino defiende que la sociedad es el estado natural de la vida del ser humano. El Estado debe procurar el bien de todos, para lo cual legislará de acuerdo con la ley natural. El individuo debe estar supeditado a lo comunitario, el bien particular al bien común.
Otro gran exponente del medievo, por su clara influencia en nuestro mundo actual, es Guillermo de Ockham (1285-1349); sus aportaciones han dado lugar al movimiento conocido como nominalismo. Afirma que los conceptos son palabras arbitrarias y convencionales que sustituyen a los objetos en la mente y nos permiten conocer la realidad externa aunque no tengan ninguna relación directa con ella. Lo que podemos conocer con claridad son entidades particulares, individuales; Pedro, por ejemplo. Si nos alejamos de este matiz, obtenemos un conocimiento confuso en el que no podemos diferenciar a unos objetos de otros; Pedro es similar a otros seres, como José o Antonio, y a todos ellos los llamamos hombres, término que puede aplicarse a otros objetos parecidos, pero que en todo caso supone un conocimiento confuso. Por tanto, lo que podemos conocer, en realidad, es lo individual y lo concreto.
Se trata de un pensamiento precursor del escepticismo, caracterizado por el intento de destrucción de previas teorías metafísicas que tratan de dar una explicación racional al universo. Contempla las pruebas tomistas de la existencia de Dios como no concluyentes, pues la búsqueda de la causa última de todas las cosas es infinita y nada puede garantizar que pueda llamarse Dios, solo es una posibilidad entre otras muchas. Estas ideas favorecen la libertad en el orden del pensamiento, que ya no ha de depender de ninguna idea sobrenatural.
Los mandamientos divinos son puramente arbitrarios y misteriosos, el hecho de que Dios tenga que ser obedecido culmina en el subjetivismo moral. Los actos que el ser humano realiza no son en sí mismos buenos o malos, sino que se catalogan como tales en virtud de que Dios los ordena o los prohíbe.
Las ideas de Ockham son consideradas por algunos autores como las raíces del derecho subjetivo occidental, en el que el individuo tiene poder de decisión y el Gobierno tan solo una responsabilidad limitada.
Supone, además, el punto de partida en el pensamiento individualista de Thomas Hobbes y John Locke y en la idea de contrato social de Jean Jacques Rousseau y en las corrientes filosófico lingüísticas modernas. Pero, además, nos ayuda a entender algunas posiciones del pensamiento posmoderno actual, caracterizado por ideas empiristas y agnósticas.
El espíritu crítico del nominalismo de Ockham no da respuestas claras a la comprensión de la realidad, ni una explicación convincente al modo en que la conocemos, y mucho menos al sentido de lo que debe ser obrar bien, aspectos que sí eran contemplados en la escolástica cristiana. Se abren así las puertas a una nueva etapa en el pensamiento filosófico: la modernidad.
1.2. ANTECEDENTES ÉTICO ANTROPOLÓGICOS DE LA RESPONSABILIDAD EN LA ÉTICA MODERNA
El periodo histórico conocido como Renacimiento, que transcurre entre los siglos XIV y XVI, va a suponer para la ética un claro cambio de dirección con el surgimiento del humanismo. Tanto la vida cotidiana, influida por las grandes transformaciones culturales, como las ideas acerca de las normas morales que deben prevalecer marcan un antes y un después respecto a la etapa medieval. Por primera vez el ser humano cree en el valor que tiene por sí mismo, considera que puede progresar y perfeccionarse, y ayudar a los demás a hacerlo, tomando como sustento el estudio de los clásicos, la elocuencia y el esfuerzo por integrarse de una manera positiva y activa en la totalidad ordenada y armónica.
El cristianismo de la Edad Moderna se representa en dos posiciones fundamentales. Por un lado, Erasmo de Róterdam (1466/69-1536), que defiende la libre voluntad de la persona que existe, aunque mermada, por el pecado original. Por otro, Martín Lutero (1483-1546), que parte de una posición pesimista en la que caracteriza la razón como parte intrínseca de la perdición humana y al humano como un ser que no está en condiciones para obrar libremente.
Para Lutero, apelar al libre albedrío es un acto de soberbia; el cristiano solo puede hacer uso de su libertad siguiendo la verdad recogida en la Biblia, todo intento de alejarse de ella conduce al error y a la perdición. Inspirador de la Reforma protestante, propone que las únicas reglas morales verdaderas son las que marca Dios; solo la fe en Dios hace justos a los seres humanos. Introduce la importancia de la figura del individuo como tal; cada persona puede establecer una comunicación directa con Dios de acuerdo con una predisposición interna que la orienta a buscar la felicidad y la salvación. En principio, ninguna de las obras del individuo es buena porque responde a los deseos, y estos son corruptos, ya que participan de la propia naturaleza humana. Pero, si la fe y la confianza en Dios es justa y verdadera, las obras del individuo pueden llegar a ser buenas.
Lutero considera que cada individuo debe actuar de manera responsable en función de su oficio y cargo específico; no existen normas generales establecidas marcadas por las personas, sino que cada una tiene que responder según el caso y situación, siguiendo únicamente las reglas que Dios establece. Este concepto supone una base para el concepto que nos ocupa, la responsabilidad debe partir del ser individual, cada persona ha de ser responsable de sus actos de acuerdo con las circunstancias que vive en cada momento.
En el contrapunto de la concepción panteísta de la realidad, según la cual Dios es la única realidad de la que todo emana, encontramos las aportaciones de Maquiavelo (1469-1527). En El príncipe (1513), defiende que no hay ningún valor o norma que marque un sentido determinado en la vida del ser humano; las acciones deben juzgarse solo por sus consecuencias, y no por la acción en sí misma.
El ser humano ansía el poder, la gloria y la reputación, y para lograr esas metas se pregunta cómo puede influir en los demás; lo importante es el objetivo, y no el que las acciones estén más o menos ajustadas a la moral.
Con este autor surge el concepto de conducta moral enfocada al éxito, a la eficacia en el logro de los fines y, sobre todo, a la conservación del poder. El fin justifica los medios; las normas y las leyes son necesarias para dirigir a los súbditos por el camino que se considera adecuado por aquellos que ejercen el poder en el Estado.
La sociedad no es una creación natural, sino humana, es el resultado de la actividad de la persona, se construye gracias a las acciones de los más fuertes y astutos de la sociedad, que son capaces de alcanzar y mantener el poder a cualquier precio.
En la actualidad, vivimos bajo la influencia de estos parámetros; los hombres intentan lograr el triunfo personal y profesional, entendido siempre desde una posición de fuerza, de estatus social, de poder y de influencia sobre otros que en algún sentido —material, moral, social— ocupan un lugar inferior. El éxito va ligado a posiciones altas en estructuras empresariales e institucionales, desde las que puede manejarse a los otros. Los modelos sociales ocupan posiciones de poder, sobre todo material y económico, y así, puesto que es más importante socialmente el que más tiene, es necesario caminar en esta dirección. La clave del éxito es tener; no es tan importante preocuparse por el ser.
En 1651, Thomas Hobbes escribe el Leviatán para dar cuenta de la naturaleza humana y la organización social. Apela a la conservación del ser humano como lo primordial en su existencia. Las reglas que obligan a la persona son tanto sociales como naturales, el individuo obedece al soberano por las posibles sanciones que se pueden derivar de no hacerlo y porque considera que es la única manera de lograr sus propósitos, obtener la dominación y evitar la muerte.
Según Hobbes, la felicidad humana consiste en un continuo progreso del deseo de un objeto a otro. Los hombres son impulsados por un continuo deseo de poder que cesa solo con la muerte. Hobbes es considerado como uno de los padres del individualismo, movimiento que defiende que la sociedad es un conjunto de sujetos, con sus propias metas, proyectos y fines específicamente individuales.
Los valores, los principios éticos y los criterios de evaluación moral parten del individuo, que es quien tiene autonomía y dignidad. La labor de la sociedad es ayudar al individuo a proteger ciertos derechos.
El individualismo será una de las corrientes teóricas más influyentes en la filosofía moderna y contemporánea y en la fundamentación de la concepción liberal y empirista de la responsabilidad social corporativa. Sus más destacados representantes son: John Locke, David Hume, Adam Smith, Stuart Mill, Von Hayek o Rawls.
Por primera vez en la historia, Immanuel Kant (1724-1804) sitúa la moral en el ámbito del deber. Para este autor, si debo es porque puedo; el concepto de deber entraña la noción de buena voluntad, pero también respeto a la ley.
La bondad de una acción no debe juzgarse por la acción misma ni por sus consecuencias, sino por la actitud de la voluntad. Todos nuestros talentos están mediatizados por la voluntad; utilizarlos con una finalidad loable o no solo depende de lo que cada uno pretenda en un momento dado:
No es posible pensar nada dentro del mundo, ni después de todo tampoco fuera del mismo, que pueda ser tenido por bueno sin restricción alguna, salvo una buena voluntad […]. La buena voluntad no es tal por lo que produzca o logre, ni por su idoneidad para conseguir un fin propuesto, siendo su querer lo único que la hace buena de suyo […]. El auténtico destino de la razón tiene que consistir en generar una voluntad buena en sí misma y no como medio con respecto a uno u otro propósito.33
Kant defiende la razón como una capacidad práctica que influye en la generación de una voluntad buena en sí misma, y no como un medio para alcanzar otros propósitos:
Una acción por deber tiene su valor moral, no en el propósito que debe ser alcanzado gracias a ella, sino en la máxima que decidió tal acción; por lo tanto, no depende de la realidad del objeto de la acción, sino simplemente del principio del querer según el cual ha sucedido tal acción.34
Es necesario entonces que el ser humano respete una ley cuya representación en sí misma sea el motivo de la voluntad que anima a la persona a actuar de acuerdo con el bien moral. La voluntad es la misma razón práctica que el individuo requiere para actuar de acuerdo con las leyes: «Cada cosa de la naturaleza opera con arreglo a leyes. Solo un ser racional posee la capacidad de obrar según la representación de las leyes o con arreglo a principios del obrar, estos es, posee una voluntad».35
El ser humano debe proceder siguiendo una ley que pueda querer que se convierta en ley universal, válida para todos los hombres. La dificultad estriba entonces en establecer esa ley, pues la persona tiende a atribuirse motivos nobles, pero encubiertos tiene otros móviles: «Cuando se trata del valor moral no importan las acciones que uno ve, sino aquellos principios íntimos de las mismas que no se ven».36
De esta manera, Kant diferencia claramente entre aquellos actos que se llevan a cabo por el deber que entraña una ley en sí misma para la persona y aquellos que responden a la preocupación por las consecuencias perjudiciales que puedan acarrear. Tomamos este punto para poner luz en el sentido que ha de tener el concepto de responsabilidad al que pretendemos acercarnos. ¿Hemos de ser responsables porque eso es lo que le dicta la razón a la voluntad o hemos de serlo por las posibles consecuencias que puede tener el no responder así ante la sociedad? ¿Actuamos de manera responsable cuando dejamos de contaminar el medioambiente por miedo a una multa o más claramente lo somos si actuamos consecuentemente con el propio deber del ser humano? La buena voluntad no consiste en hacer lo que se debe, sino en querer hacer lo que se debe. La intención es el elemento esencial de la moralidad; se puede actuar conforme al deber sin actuar por deber:
La voluntad es pensada como una capacidad para que uno se autodetermine a obrar conforme a la representación de ciertas leyes. Y una facultad así solo puede encontrarse entre los seres racionales. Ahora bien, fin es lo que le sirve a la voluntad como fundamento objetivo de su autodeterminación y, cuando dicho fin es dado por la mera razón, ha de valer igualmente para todo ser racional. En cambio, lo que entraña simplemente el fundamento de la posibilidad de la acción cuyo efecto es el fin, se denomina medio. El fundamento subjetivo del deseo es el móvil, mientras que el motivo es el fundamento objetivo del querer; de ahí la diferencia entre los fines subjetivos que descansan sobre móviles y los fines objetivos que dependen de motivos válidos para todo ser racional […]. El hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no simplemente como un medio para ser utilizado discrecionalmente por esta o aquella voluntad.37
Querer y desear implican aspectos muy diferentes. El deber tiene que servir para todo ser racional, mientras que lo que se deduce de los sentimientos y los intereses puede ser particular de cada individuo, y por tanto puede convertirse en una máxima, pero no en una ley universal; puede ser un principio subjetivo según el cual tenemos una inclinación a actuar de un modo determinado, pero no puede ser nunca un principio objetivo conforme al cual quedemos obligados a obrar.