Cuentos completos

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Aparte de los objetos ya enumerados, en secreto trasladé al depósito uno de los aparatos de Grimm, perfeccionados para la condensación del aire atmosférico. Pero descubrí que esta máquina demandaba ciertas transformaciones antes de que funcionara para los propósitos a los que pensaba destinarla. No obstante, con arduo trabajo y una perseverancia inflexible, finalmente, logré terminar todos mis preparativos de buena manera. Muy pronto el globo estuvo concluido. Contendría más de cuarenta mil pies cúbicos de gas y fácilmente se remontaría con todos mis implementos y, si lo manejaba hábilmente, con casi cien kilos de lastre. Le había colocado tres capas de barniz, descubriendo que la batista poseía todas las bondades de la seda, siendo tan resistente y mucho menos cara que esta.
Cuanto todo estuvo listo, hice que mi mujer jurara guardar en secreto todos mis actos desde el día en que asistí por primera vez al puesto de libros. Le prometí regresar tan pronto como las condiciones lo permitieran, le entregué el poco dinero que me restaba y me despedí de ella. Su suerte no me preocupaba, pues ella es lo que la gente considera una mujer fuera de lo común, capaz de enfrentar al mundo sin mi ayuda. Además, creo que siempre me vio como un holgazán o como un simple complemento, capaz —únicamente— de levantar castillos en el aire y que se alegraría al verse libre de mí. Fue una noche oscura cuando me despedí de ella y, llevando conmigo, como aides de camp, a los tres acreedores que tanto me habían lastimado, acarreamos el globo con su cesta y los aparejos, al depósito que ya he mencionado, escogiendo para ello un camino aislado. Hallamos todo dispuesto perfectamente y comencé a trabajar de inmediato.
Era principios de abril. Como ya he mencionado, la noche estaba oscura, no se observaba una sola estrella y a ratos caía una llovizna que nos fastidiaba muchísimo. Pero lo que me inspiraba más inquietud era el globo, el cual, a pesar de su gruesa capa de barniz, comenzaba a pesar mucho a causa de la humedad; también podía ocurrir, igualmente, que la pólvora se estropeara. Animé, pues, a mis tres acreedores para que se afanaran diligentemente, ocupándolos en reunir hielo alrededor del casco central y en agitar el ácido contenido en los otros. No paraban de molestarme con preguntas sobre lo que pensaba hacer con todos aquellos aparatos y se manifestaban intensamente disgustados por el agotador trabajo a que los obligaba. Afirmaban que no lograban darse cuenta de las ventajas que obtendrían de mojarse hasta los huesos solo por tomar parte en aquellos horribles asuntos. Comencé a inquietarme y continúe trabajando con todas mis fuerzas, porque creo realmente que aquellos tontos estaban persuadidos de que yo había hecho un pacto con el diablo y que lo que estaba llevando a cabo no era nada bueno. Por lo que tenía mucho miedo de que me abandonaran. Sin embargo logré convencerlos, prometiéndoles el pago completo, tan rápido como hubiera terminado el plan que tenía entre manos. Naturalmente, descifraron a su modo mis palabras, imaginando, sin duda, que yo terminaría por lograr una inmensa cantidad de dinero en efectivo de cualquier manera, y con tal de que les cancelara lo que les debía, aparte de una pequeña suma adicional por los servicios prestados, estoy convencido de que poco les importaba cuanto sucediera después a mi alma o a mi cuerpo.
Después de cuatro horas y media supuse que el globo estaba adecuadamente inflado. Até entonces la cesta, colocando en ella todos mis instrumentos: un telescopio, un barómetro con significativas modificaciones, un termómetro, un electrómetro, una brújula, un compás, un cronómetro, una campana, una bocina, etc.; así como un globo de cristal, cuidadosamente cerrado y el aparato condensador; un poco de cal viva, una barra de cera para sellos, gran cantidad de agua y suficientes provisiones, como el “pemmican”, que posee considerable valor nutritivo en poco volumen. Del mismo modo, metí en la cesta una pareja de palomas y un gato.
Cuando el amanecer estaba cerca, consideré que había llegado la hora de partir. Como por casualidad dejé caer un cigarro encendido y aproveché el momento de agacharme para recogerlo y encender en secreto el trozo de mecha que, como ya mencioné, sobresalía muy ligeramente del canto inferior de uno de los cascos menores. Este hecho no fue notado por ninguno de los tres acreedores y entonces, saltando a la cesta, corté la única cuerda que me sujetaba a tierra y tuve el placer de ver como el globo levantaba a vuelo con asombrosa rapidez, llevando sin el menor esfuerzo cien kilos de lastre, así que habría podido llevar mucho más. En el instante de dejar la tierra el barómetro marcaba treinta pulgadas y el termómetro indicaba diecinueve grados centígrados.
Apenas había subido a cincuenta metros de altura cuando, detrás de mí, crujiendo y moviéndose de la forma más horrenda, se levantó un huracán de fuego, maderas encendidas, metal incandescente, escombros y trozos humanos despedazados que me llenó de espanto y me hizo hundirme en el fondo de la cesta, temblando aterrorizado. Reconocí que había exagerado la carga de la mina y que aún me faltaba experimentar las consecuencias más intensas de la explosión. En efecto, en menos de un segundo sentí como toda la sangre del cuerpo se me acumulaba en las sienes, y una conmoción que nunca olvidaré explotó en ese momento de la noche y pareció cortar el firmamento de lado a lado. Después, cuando tuve tiempo para pensarlo no dejé de imputar la fuerza extrema de aquella explosión, en lo que a mí se refiere, a su verdadera razón, es decir, a estar ubicado inmediatamente encima de donde se había causado, en la línea de su máxima fuerza. En aquel momento solo pensaba en salvar mi vida. El globo empezó a descender, luego se dilató rabiosamente y comenzó a girar como un remolino con velocidad vertiginosa, y finalmente, meciéndose y sacudiéndose como un borracho, me arrojó sobre el borde de la cesta y quedé colgando, a una aterradora altura, cabeza abajo y con el rostro mirando hacia afuera, suspendido por una delgada cuerda que colgaba por accidente de un agujero vecino al fondo de la cesta de mimbre, y donde al caer, mi pie izquierdo quedó atrapado de una forma providencial.
Es imposible, absolutamente imposible, tener una idea justa del horror de mi situación. Traté de respirar, resoplando, mientras un temblor similar al de un acceso de fiebre recorría mi cuerpo. Sentí que los ojos se me salían de sus órbitas, me atrapó una espantosa náusea, y terminé perdiendo el sentido completamente.
No sé cuánto tiempo estuve en este estado. No obstante, tuvo que ser mucho, pues cuando recobré parcialmente el conocimiento noté que estaba amaneciendo y que el globo volaba a una extraordinaria altura sobre un océano totalmente desierto, sin la más mínima muestra de tierra en cualquiera de los límites del infinito horizonte. Mas, mis sensaciones al despertar del desmayo no eran tan angustiosas como se puede imaginar. Había mucho de demencia en el sereno examen que me puse a hacer de mi situación. Subí las manos a la altura de mis ojos, preguntándome con sorpresa cuál podía ser la razón de que tuviera tan inflamadas las venas y tan espantosamente negras las uñas. Luego examiné con cuidado mi cabeza, moviéndola varias veces, hasta que me persuadí de que no la tenía del tamaño del globo como había creído por un instante. Después toqué los bolsillos de mis calzones y, cuando noté que me faltaban unas tabletas y el palillero, quise explicarme su desaparición, pero al no lograrlo me sentí extrañamente preocupado. Comencé a notar entonces una seria molestia en mi tobillo izquierdo y una ligera conciencia de mi situación comenzó a aclararse en mi mente. Pero, aunque parezca extraño, no me causó asombro ni horror. Si sentí alguna emoción fue una traviesa complacencia ante la astucia que tenía que desplegar para liberarme de aquella posición en que me encontraba, y en ningún momento dudé de que lo lograría sin problemas.
Estuve algunos minutos sumido en profunda meditación. Recuerdo muy bien que apretaba los labios, apoyaba un dedo sobre mi nariz y hacía todos los movimientos propios de los hombres que, instalados en sus sillones, especulan cómodamente sobre asuntos importantes y complicados. Después de haber agrupado adecuadamente mis ideas, actué con gran cuidado y atención para llevar mis manos a la espalda y soltar la gran hebilla de metal del cinturón de mis pantalones. Esta hebilla tenía tres dientes que, por encontrarse llenos de herrumbre, giraban con dificultad sobre su eje. Después de mucho trabajo logré ponerlos en ángulo recto con el plano de la hebilla y observé satisfecho que se mantenían firmes en esa posición. Sosteniendo entre los dientes dicho instrumento, me puse a soltar el nudo de mi corbata. Tuve que descansar varias veces antes de lograrlo, pero finalmente lo conseguí. Entonces até la hebilla a uno de los extremos de la corbata y me amarré el otro extremo en la cintura para mayor seguridad. Luego, con un milagroso despliegue de fuerza muscular me enderecé. En la primera tentativa, logré lanzar la hebilla de forma que cayese en la cesta y, tal como lo había anticipado, se enganchó en el borde circular de la cesta de mimbre.
Ahora, mi cuerpo se encontraba ladeado hacia el lado de la cesta en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, pero no se crea por esto que me encontraba a solo a cuarenta y cinco grados por debajo de la vertical. Muy lejos de ello. Continuaba casi paralelo a la línea del horizonte, pues cambiar de posición había logrado que la cesta a su vez se desplazara hacia afuera, poniéndome en una situación en extremo peligrosa. Se podría tener en cuenta, sin embargo, que si al caer hubiera resultado con la cara mirando hacia el globo y no hacia afuera como estaba, o más bien, si la cuerda de la cual me encontraba suspendido hubiese colgado del borde superior de la cesta y no de un agujero hacia el fondo, en cualquiera de los dos casos hubiese sido imposible hacer lo que acababa de hacer y las manifestaciones que siguen se hubieran perdido para siempre. No me faltaban, pues, razones para sentirme agradecido, aunque verdaderamente, aún me encontraba demasiado confundido para sentir cualquier cosa, y seguí colgado al menos por un cuarto de hora en aquella extraordinaria posición, sin hacer ningún esfuerzo nuevo y en un sereno estado de estúpido disfrute. Pero esto terminó rápidamente y se vio desplazado por el espanto, la ansiedad y la sensación de absoluta soledad y catástrofe. Lo que sucedía era que la sangre agolpada en las venas de mi cabeza y de mi garganta, que hasta ese momento me había hecho delirar, comenzaba a regresar a sus canales naturales, y que esa lucidez que ahora se sumaba a mi reconocimiento del peligro solo servía para bloquear la ecuanimidad y el valor necesarios para afrontarlo. Afortunadamente, tal situación no duró mucho. La fuerza de la desesperación surgió a tiempo para rescatarme y mientras luchaba y gritaba como un desesperado me enderecé agitadamente hasta que con una mano alcancé el tan deseado borde y, aferrándome a él con todas mis fuerzas, logré pasar mi cuerpo por encima y temblando caí en la cesta de cabeza.
Pasó cierto tiempo antes de poder recuperarme lo suficiente para encargarme del manejo del globo. Después de inspeccionarlo delicadamente, con gran alivio encontré que no había sufrido el más mínimo daño. Todos los instrumentos estaban seguros y no se había perdido ni el lastre ni las provisiones. Además, los había sostenido tan bien en sus lugares respectivos, que era casi imposible que se estropearan. Vi mi reloj y noté que eran las seis de la mañana. Ascendía rápidamente y el barómetro señalaba veinte mil pies de altura. Justo debajo de mí, en el océano, se veía un pequeño objeto negro de forma ligeramente alargada, que parecía del tamaño de una pieza de dominó y que se le parecía mucho en cualquier sentido. Dirigí mi telescopio hacia él y no tardé en reconocer con claridad que era un navío de guerra británico de noventa y cuatro cañones que viraba en dirección oeste-sudoeste, oscilando fuertemente. Lejos del barco solo se observaba el mar, el cielo y el sol que acababa de levantarse.
Justo ahora es el momento de explicarles a vuestras excelencias la razón de mi viaje. Ustedes recordarán que algunas lamentables situaciones en Róterdam, finalmente, me habían hecho considerar la decisión de suicidarme. La vida no me molestaba en sí misma sino motivado a las intolerables angustias resultantes de mi situación. En este estado de ánimo, con deseos de vivir y cansado al mismo tiempo de la vida, el libro comprado en la librería, junto al acertado encuentro con mi primo de Nantes, abrieron una puerta en mi imaginación. Al fin me decidí… Decidí partir, pero seguir viviendo, abandonar este mundo, pero seguir existiendo... En fin, para poner a un lado los misterios: resolví, ocurriera lo que ocurriera, hacer un viaje hasta la luna. Y para que no se piense que estoy más loco de lo que realmente soy, voy a comenzar a explicar lo mejor posible las percepciones que me llevaron a creer que tal propósito, aunque colmado de problemas y peligros, no estaba tan alejado de lo posible para un espíritu atrevido.
La primera situación a considerar era la distancia de la tierra a la luna. El espacio medio entre los centros de los dos astros equivale a 59.9643 veces el radio ecuatorial de nuestra orbe, vale decir unas 237.000 millas. Digo el espacio medio, pero se debe reconocer que como la órbita de la luna está formada por una elipse cuya excentricidad no es menor de 0,05484 del semieje más grande de la elipse, y el centro de la tierra se encuentra situado en su foco, si de alguna forma lograba llegar a la luna en su perigeo, la distancia antes mencionada se vería reducida. Si por el momento dejamos de lado esa posibilidad, de todas formas había que restar el radio de la tierra de las 237.000 millas, es decir, 4.000, y también el de la luna, 1.080, es decir, un total de 5.080, con lo que en circunstancias normales, quedarían por recorrer 231.920 millas.
Me convencí de que esta distancia no era tan inconcebible. Viajando por tierra, a un promedio de setenta millas por hora, la he recorrido varias veces, y cabe tomar en cuenta que se podrían lograr velocidades mayores. Inclusive, de esa forma, no me tomaría más de ciento sesenta y un días llegar a la superficie de la luna. Sin embargo, algunos detalles me llevaban a creer que, probablemente, mi promedio de velocidad superaría con creces las sesenta millas por hora y, como estas conclusiones me estremecieron profundamente, no dejaré de referir sus detalles a continuación.
El próximo punto a tener en cuenta era mucho más relevante. De acuerdo a las indicaciones del barómetro, puede observarse que a una altura de 1.000 pies sobre el nivel del mar nos hallamos sobre una trigésima parte del total de la masa atmosférica, que a los 10.600 pies nos hemos elevado a un tercio de la misma; que a los 18.000 pies, que es muy cercanamente la altura del Cotopaxi, habremos sobrepasado la mitad de la masa material —o, por lo menos, medible— de la atmosfera que pertenece a nuestro globo. Se estima igualmente que a una altitud que no sobrepase la centésima parte del diámetro terrestre —es decir, que no exceda las ochenta millas—, la vida animal no podría resistir el excesivo enrarecimiento del aire y, además, que los instrumentos más sensibles de medición que poseemos para asegurarnos de la existencia de atmósfera serían inservibles a esa altura.
Mas no dejé de observar, no obstante, que esos últimos cálculos están basados completamente en nuestra percepción experimental de las propiedades del aire y de las leyes mecánicas que afectan su dilatación y su compresión —hablando comparativamente— sobre la zona inmediata a la tierra y, que al mismo tiempo se da por sentado, que la vida animal es fundamentalmente incapaz de transformación a cualquier distancia inaccesible desde la superficie. Ahora bien, tomando como referencia tales datos, todas estas consideraciones tienen que ser puramente analógicas. La mayor altura lograda por el hombre fue de 25.000 pies en la cruzada aeronáutica de Guy-Lussac y Biot. Se trata de una altura moderada, inclusive si se la compara con las ochenta millas en cuestión, por lo que no pude dejar de pensar que la situación se prestaba a la duda y a las más diversas conjeturas.
Está confirmado que al ascender a una altitud dada, la cantidad de aire medible —al seguir ascendiendo— no se encuentra en proporción a la altura alcanzada adicionalmente (como se puede deducir con claridad por lo antes dicho), sino en constante proporción decreciente. Pues está claro, que por más altura que alcancemos no podemos, literalmente hablando, superar el límite más allá de donde no hay atmósfera. Mi opinión era que esta sí existía, aunque podía encontrarse en un estado de excesivo enrarecimiento.
Por otro lado, sabía que no faltaban testimonios para demostrar la existencia de un límite real y definido de la atmósfera más allá del cual no hay absolutamente nada de aire. Pero una ocurrencia descuidada por quienes sostienen tal teoría me pareció, si no idónea de impugnarla completamente, digna de ser pensada seriamente al menos. Al cotejar los lapsos entre las continuas llegadas del cometa de Encke a su perihelio, y después de tomar en cuenta, debidamente, todas las alteraciones causadas por la atracción de los planetas, se estima que los períodos se están reduciendo gradualmente. Vale señalar que el eje mayor de la elipse dibujado por el cometa se está reduciendo en un lento pero regular proceso de disminución. Pues bien, esto debería ocurrir así si presumimos que el cometa sufre una resistencia por parte de un medio incorpóreo exageradamente enrarecido que ocupa el área de su órbita, ya que tal medio, al demorar la velocidad del cometa, debe aumentar la fuerza centrípeta amortiguando la centrífuga. Dicho de otra forma, la atracción del sol alcanzaría cada vez más intensidad y el cometa iría acercándose a él con cada revolución. No parece haber otra forma de exponer la variación señalada.
Pero hay más. Puede notarse que el diámetro real de la nebulosidad del cometa se reduce velozmente al acercarse al sol y se expande con igual velocidad al alejarse hacia su afelio. ¿No estaba justificado cuando supuse, con Valz, que esta figurada condensación de volumen es causada por una compresión del mencionado medio etéreo, y que se va haciendo más denso en proporción a su cercanía al sol? El fenómeno que altera la forma lenticular y que se llama luz zodiacal era también un tema que merecía atención. Este esplendor tan notorio en los trópicos, y que no se puede confundir con ningún resplandor meteórico, se ensancha oblicuamente desde el horizonte, alcanzando habitualmente, la dirección del ecuador solar. Me dio la impresión de que era el resultado de una atmósfera enrarecida que se expandía a partir del sol hasta más allá de la órbita de Venus por lo menos, y en mi parecer a una muchísima mayor distancia. Me negaba a creer que este medio ambiente estuviera limitado a la zona de la elipse del cometa o a la cercanía inmediata del sol. Por el contrario, era más sencillo imaginar que abarcaba toda el área de nuestro sistema planetario, condensada en eso que llamamos atmósfera de los planetas, y tal vez modificada en muchos de ellos por motivos simplemente geológicos. O sea, alterada o transformada, o en sus proporciones, o en su naturaleza esencial, por partículas volátiles que emanan de dichos planetas.
Ya aceptado este punto de vista, no dudé más. Dando por hecho que encontraría a mi paso una atmósfera sustancialmente similar a la de la superficie de la tierra, pensé que con auxilio del considerablemente ingenioso aparato de Grimm sería posible condensarla en cantidad suficiente para mis necesidades respiratorias. Esto descartaría el principal impedimento para un viaje a la luna. Yo había gastado mucho dinero y esfuerzo en modificar el instrumento para el fin requerido, y confiaba plenamente en su aplicación si me era posible cumplir el viaje dentro de un lapso de tiempo razonable. Y esto me lleva al tema de la velocidad con el que podría realizarlo.
Es cierto que los globos, en la primera etapa de su ascenso, se remontan con una velocidad parcialmente moderada. No obstante, la potencia de tal elevación depende por completo del peso superior del aire atmosférico en contraste con el peso del gas del globo. Cuando el aeróstato alcanza mayor altura y, por lo tanto, alcanza capas atmosféricas cuya densidad se reduce rápidamente, no luce posible ni razonable que la velocidad original comience a acelerarse. Pero por otro lado, tampoco tenía noticias de que en algún ascenso conocido se hubiese registrado una baja de la velocidad absoluta del ascenso, aunque esa tendría que haber sido la situación, aunque solo fuera por el escape del gas en globos de construcción imperfecta o aislados con una escueta capa de barniz. Creí pues, que las consecuencias de ese posible escape de gas debían ser suficientes para contrarrestar el efecto de la aceleración alcanzada por la mayor distancia del globo hasta el centro de gravedad. Supuse que si encontraba en mi camino el medio ambiente que había imaginado y, si este era en esencia lo que llamamos aire atmosférico, no habría mayor diferencia en la fuerza de ascenso a causa de su extremado enrarecimiento, ya que el gas de mi globo no solo estaría sometido al mismo enrarecimiento —con cuyo objeto le permitiría escapar en cantidad suficiente para evitar una explosión—, sino que continuaría siendo específicamente más liviano que cualquier mezcla de nitrógeno y oxígeno. Existía, entonces, una posibilidad bastante grande de que en ningún momento de mi ascenso lograra llegar a un punto donde —los pesos unidos de mi gigantesco globo, el gas sorprendentemente ligero que lo llenaba, la cesta y su contenido— alcanzaran a igualar el peso de la masa atmosférica desplazada por el aeróstato y, fácilmente, se entenderá que solo una situación contraria hubiera podido frenar mi ascenso. Aunque aún en este caso era posible disminuir casi trescientas libras de peso arrojando el lastre y otros elementos. Mientras, la fuerza de la gravedad continuaría disminuyendo seguidamente en proporción al cuadrado de las distancias, y con una velocidad pasmosamente acelerada, llegaría finalmente, a esas distantes regiones donde la fuerza de atracción de la tierra sería menor que la de la luna.
Existía otro aprieto que me causaba cierta inquietud. Se ha notado que en los vuelos en globo a alturas considerables, aparte del problema respiratorio, ocurren fenómenos muy penosos en todo nuestro organismo, acompañados con frecuencia de sangrado nasal y otras manifestaciones alarmantes que se van agravando a medida que aumenta la altura. Este aspecto no dejaba de causarme preocupación. ¿No sucedería que tales síntomas continuaran aumentando hasta causar la muerte? Pero logré concluir que no. La causa debía buscarse en la disminución gradual de la presión atmosférica habitual sobre la superficie del cuerpo y la consiguiente dilatación de los vasos sanguíneos superficiales. No se trataba de un desorden radical de todo el organismo como en el caso de la dificultad respiratoria, donde la densidad atmosférica es químicamente escasa para la adecuada renovación de la sangre en los ventrículos del corazón. Si solo faltaba esta renovación de la sangre, no había ninguna razón para que no pudiera mantenerse la existencia hasta en el vacío, ya que la expansión y la compresión del diafragma, conocidas normalmente como respiración, son actos totalmente musculares y causa de la respiración, no un efecto de ella. En pocas palabras, deduje que del mismo modo como el organismo podría acostumbrarse a la falta de presión atmosférica, igualmente irían disminuyendo las consecuencias dolorosas. Y tenía confianza en la inclemente resistencia de mi cuerpo para soportarlas mientras persistieran.
De este modo, les he mencionado muchas de las consideraciones, aunque no todas, que me llevaron a programar un viaje a la luna. Ahora, si complace a sus excelencias, voy a relatarles los resultados de un proyecto cuya concepción luce tan audaz, y que en cualquier caso no tiene equivalente en la historia de la humanidad.
Una vez alcanzada la altitud ya mencionada —es decir, tres millas y tres cuartos— lancé desde la cesta cierta cantidad de plumas y observé que seguía ascendiendo con suficiente velocidad por lo que no era necesario descartar ningún lastre. Esto me alegró, pues deseaba conservar conmigo todo el peso posible, ya que no tenía ninguna certeza sobre la fuerza de atracción o la densidad atmosférica de nuestro satélite. Hasta ese instante no tenía molestias físicas, respiraba con total libertad y no sentía dolor de cabeza. El gato dormía tranquilamente sobre el abrigo que me había quitado y observé que las palomas tenían un aire despreocupado. Estas últimas, atadas por una pata para evitar que escaparan, se ocupaban activamente de recoger algunos granos de arroz que les había lanzado en el fondo de la cesta.








