Cuentos completos

- -
- 100%
- +
Debo confesar que este asunto me resultó realmente complicado. Por supuesto, ya conocía la historia del estudiante que, para no dormirse sobre el libro, sostenía en su mano una bola de cobre, que al caer en un recipiente del mismo metal ubicado en el suelo causaba un ruido suficiente para despertarlo si caía vencido por el letargo. Pero mi caso era diferente y no me permitía basarme en ningún recurso parecido, no se trataba de mantenerme despierto sino de despertarme en lapsos regulares. Finalmente encontré un medio que, aunque simple, en aquel instante de vital importancia me pareció como la invención del telescopio, la imprenta o la máquina de vapor.
Debo señalar en primer lugar que, a la altura lograda, el globo seguía su ascensión vertical de la forma más serena, y que la cesta lo acompañaba perfectamente estable, tanto que no era posible medir en ella la más ligera oscilación. Este hecho me benefició grandemente para la realización de mi proyecto. El abastecimiento de agua se encontraba almacenado en cuñetes de cinco galones cada uno firmemente atados en el interior de la cesta. Solté uno de ellos y usando dos cuerdas lo amarré de forma paralela y separado a treinta centímetros de distancia a través del borde de mimbre de la cesta, para formar una especie de soporte sobre el que coloqué el cuñete y lo fijé en forma horizontal.
A unos veinte centímetros por debajo de las cuerdas y a un metro del fondo de la cesta, armé otro soporte, pero esta vez de madera fina, disponiendo del único pedazo que tenía a bordo. Justo debajo de uno de los extremos del cuñete, coloqué encima un pequeño recipiente de barro. Luego, hice un agujero en el lado correspondiente del cuñete, al que coloque un tapón cónico de corcho. Probé a apretar y a aflojar el tapón hasta que, después de muchas pruebas, encontré el punto justo para que el agua, goteando por el orificio y cayendo en el recipiente ubicado abajo, lo llenara hasta el borde en sesenta minutos. Esto último fue fácil de calcular, viendo hasta dónde se llenaba en un tiempo dado.
Ya construido esto, lo que queda por señalar es evidente. Puse mi cama en el fondo de la cesta, de tal forma que mi cabeza quedaba situada bajo la boca del recipiente. Al cumplirse la hora por, el cacharro se llenaba completamente, y al comenzar a derramarse lo hacía la boca, colocada levemente más abajo que el borde. Ni mencionar que el agua, al caer desde una altura de un metro, caía sobre mi cara y me despertaba ipso facto del sueño más profundo.
Ya eran las once cuando terminé los preparativos y me acosté de inmediato, totalmente confiado en la eficiencia de mi creación que, por cierto, no falló. Con puntualidad me desperté cada sesenta minutos gracias a mi exacto cronómetro y en cada oportunidad desocupé el recipiente de agua en la boca del cuñete, al tiempo que encendía el condensador. Las interrupciones regulares de sueño me provocaron muchas menos incomodidades de las que había considerado y, al día siguiente, cuando me levanté ya eran las siete de la mañana y a varios grados, sobre la línea del horizonte, asomaba el sol.
3 de abril. El globo ya había alcanzado una gran altitud y la curvatura de la tierra podía verse con absoluta claridad. Debajo de mí, en el mar, había un grupo de pequeñas manchas negras que sin duda serían islas. Arriba, el cielo era color negro azabache y se veían brillar las estrellas, lo cual sucedía desde el primer día de vuelo. Hacia el norte, en la misma línea del horizonte y bastante lejana, observé una línea blanca muy fina e intensamente brillante, y no dudé en sospechar que se trataba del límite austral de los hielos en el mar de los polos. Se despertó mi curiosidad pues creía que avanzaría más hacia el norte y, tal vez, quedaría ubicado exactamente sobre el polo en un momento dado. Deploré que, en este caso, mi gran elevación no me permitiera hacer observaciones minuciosas, pero de todos modos aún podría verificar muchas cosas.
Durante el día no sucedió nada extraordinario. Los equipos continuaban funcionando perfectamente y el globo continuó subiendo sin que se percibiera la más mínima vibración. Hacía mucho frío, lo que me forzó a ponerme un abrigado sobretodo. Me acosté cuando la noche cubrió la tierra, aunque la luz del sol continuó brillando por muchas horas en mi espacio inmediato. Mi reloj de agua se comportó puntualmente y dormí hasta el día siguiente, con las constantes interrupciones ya mencionadas.
4 de abril. Me levanté de buen ánimo y saludable, y me sorprendió observar el extraño cambio que había sufrido la apariencia del océano. A diferencia del azul profundo que mostraba el día anterior, ahora, era de un blanco grisáceo y con un resplandor insoportable. La curvatura del océano era tan acentuada, que la masa de agua más lejana parecía estar cayendo súbitamente en el abismo del horizonte. Por un instante traté de escuchar si se oían los ecos de aquella fenomenal catarata. Las islas no podían verse y no podría señalar si habían quedado por debajo del horizonte, hacia el sur, o si la progresiva elevación imposibilitaba distinguirlas. No obstante, me inclinaba a creer en esta última teoría. Al norte, el borde de hielo se notaba cada vez con mayor resplandor. Disminuyó el frío considerablemente y no sucedió nada de importancia. Así que me pasé el día leyendo, pues había tomado la previsión de traer algunos libros.
5 de abril. Presencié el fenómeno único de la salida del sol, mientras casi toda la superficie de la tierra seguía envuelta en sombras. Pero más tarde la luz se explayó sobre la superficie y hacia el norte pude distinguir de nuevo la línea del hielo. Se observaba con mucha claridad y su color era mucho más denso que el de las aguas del océano. No podía dudar de que me estaba acercando a gran velocidad. También me pareció reconocer de nuevo una línea de tierra hacia el este y otra al oeste, pero no tenía certeza. El tiempo estaba moderado. Nada relevante ocurrió durante el día. Me acosté temprano.
6 de abril. Sorpresivamente, a una distancia que podría llamar moderada, descubrí el borde de hielo mientras un enorme campo helado se ampliaba hasta el horizonte. Era indudable que si el globo mantenía su actual dirección, no tardaría en ubicarse encima del océano polar ártico, por lo que casi daba por sentado que podría visualizar el polo. Durante el resto del día continué acercándome a la zona del hielo y al oscurecer, los límites de mi horizonte se extendieron repentinamente, lo cual era causado indudablemente, por la forma esferoidal achatada de la tierra y por mi llegada a la parte más aplanada en las cercanías del círculo ártico. Cuando la oscuridad terminó de cubrirme me acosté totalmente ansioso, con miedo de volar sobre aquello que tanto anhelaba observar y que no fuera posible hacerlo.
7 de abril. Me desperté temprano y con gran emoción pude ver finalmente el Polo Norte, pues no podía poner en duda que lo fuera. Se encontraba allí, justamente debajo de mi globo. Pero, ¡rayos!, la altitud alcanzada por este era tan formidable que no podía distinguir nada detalladamente. Considerando la progresión de las cifras que señalaban las distintas altitudes, en los diferentes intervalos desde las 6:00 a.m. del día dos de abril hasta las 8:40 a.m. del mismo día (hora en la que el barómetro alcanzó su límite), podía deducirse que en este instante, a las 4:00 a.m. del día siete de abril, el globo había logrado una altitud no menor a 7.254 millas sobre el nivel del mar. Esta altitud puede parecer inmensa, pero el cálculo sobre el cual la había determinado era seguramente mucho menor a la verdad. Como fuere, en ese preciso momento me era posible observar la totalidad del diámetro mayor de la tierra. El hemisferio norte yacía completamente debajo de mí como un cuadro proyectado ortográficamente y el inmenso círculo ecuatorial formaba el límite de mi horizonte. Sin embargo, excelencias, ustedes pueden imaginar con facilidad que las regiones hasta hoy desconocidas que se prolongan más allá del círculo polar ártico, aunque se encontraban situadas debajo del globo y, por tanto, sin la más mínima deformación, eran relativamente muy pequeñas y se encontraban a una distancia demasiado lejana de mi punto de vista como para que mi observación lograra cierta precisión.
Lo que logré observar, no obstante, fue tan particular como emocionante. Al norte del colosal borde de hielo que ya he referido y que podría calificarse, de manera general, como el término de los descubrimientos humanos en esas zonas, sigue ampliándose una capa de hielo ininterrumpida, o muy poco. La superficie es muy plana en un primer tramo hasta finalizar en una llanura total y continúa en una concavidad que alcanza hasta el mismo polo, estableciendo un centro circular definido rotundamente y cuyo aparente diámetro dibujaba con relación al globo un ángulo de unos sesenta y cinco grados, y cuya coloración oscura, de intensidad variable, era más sombría que cualquier otro paraje del hemisferio visible, llegando a la negrura más absoluta en algunas partes. Lejos de esto, era muy poco lo que lograba ver. Hacia el mediodía, el círculo central había reducido su circunferencia, y a las 7:00 p.m. lo perdí de vista, pues el globo cruzó la línea occidental del hielo y avanzó velozmente en dirección del ecuador.
8 de abril. Percibí una notable disminución del aparente diámetro de la tierra, además de un cambio en su color y en su aspecto general. Toda la superficie visible se mostraba en diferentes grados de color amarillo pálido, que en ciertas zonas llegaba a tener un resplandor que lastimaba la vista. Mi radio visual, además, estaba ampliamente entorpecido, pues la densa atmósfera adyacente a la tierra se encontraba cargada de nubes, entre las cuales solo lograba divisar aquí y allá pequeños jirones del planeta. Estos problemas para la observación directa los había venido enfrentando, más o menos, durante las últimas cuarenta y ocho horas, pero mi grandiosa altura hacía que las masas de nubes se unieran, por así decirlo, y el impedimento se hacía más y más evidente en proporción a mi ascenso. Mas pude observar fácilmente, que el globo sobrevolaba los grandes lagos norteamericanos, que dirigía su curso hacia el sur y que pronto me acercaría a los trópicos. Este hecho me llenó de satisfacción y lo recibí como un presagio favorable de mi éxito final. Cabe decir, que la dirección seguida hasta ahora me había preocupado mucho, pues era indudable que si continuaba por más tiempo no tendría posibilidad alguna de llegar a la luna, cuya órbita se encuentra ladeada con relación a la eclíptica en un ángulo de tan solo 5° 8’ 48”. Por extraño que parezca, fue en los últimos días que comencé a reconocer el inmenso error que había cometido al no considerar como punto de partida —desde la tierra— un lugar existente en el plano de la elipse lunar.
9 de abril. El diámetro del planeta se mostró hoy inmensamente reducido y el color de la superficie terrestre tomaba de hora en hora un tono más amarillento. El globo mantuvo su dirección al sur y llegó a las 9:00 p.m. al límite norte del golfo de México.
10 de abril. Cerca de las 5:00 a.m. me despertó repentinamente un estruendo parecido a un espantoso crujido que no logré explicarme. Fue muy breve, pero me bastó escucharlo para reconocer que no era similar a nada que hubiera oído con anterioridad en la tierra. Para qué decir que me asusté muchísimo y que atribuí aquel sonido a una rotura del globo. Revisé cuidadosamente todos los instrumentos sin encontrar nada anormal. Luego pasé gran parte del día pensando sobre ese hecho tan inusual, pero no logré encontrar ninguna explicación. Me acosté contrariado, en un estado de gran nerviosismo y preocupación.
11 de abril. Descubrí una extraordinaria reducción en el aparente diámetro de la tierra y un formidable aumento en el de la luna, visible por primera vez, y que descubriría en su totalidad pocos días después. A esta altitud se hacía necesario un largo y agotador trabajo para condensar en la cámara suficiente aire respirable.
12 de abril. Se produjo una particular modificación en el rumbo del globo y aunque lo había previsto en todo detalle, me produjo la más inmensa de las alegrías. Habiendo llegado, en su dirección previa, al paralelo veinte de latitud sur, el globo modificó inesperadamente su dirección, girando en ángulo agudo hacia el este y continuó así durante todo el día, permaneciendo muy cerca del plano preciso de la elipse de la luna. Es de hacer notar que a consecuencia de este cambio de dirección, se produjo un notable bamboleo de la cesta, el cual se mantuvo durante mucho tiempo con mayor o menor fuerza.
13 de abril. De nuevo me preocupé seriamente, ya que volvió a repetirse el violento crujido que tanto me atemorizó el día 10. Pensé muchísimo en ello, y tampoco esta vez logré una conclusión satisfactoria. El diámetro aparente de la tierra se redujo mucho más y desde el globo subtendía un ángulo de casi de veinticinco grados. No lograba ver la luna por encontrarse casi en mi cenit. Continué en el plano de la elipse, pero moviéndome muy poco hacia el este.
14 de abril. Veloz reducción del diámetro de la tierra. Hoy me sentí altamente sorprendido ante la idea de que el globo transitaría la línea de los ápsides hacia el punto del perigeo, en otras palabras, que seguiría un trayecto directo que lo llevaría de inmediato a la luna en el sector de su órbita más vecino a la tierra. La luna misma se encontraba exactamente sobre mí y por ello, escondida ante mis ojos. Para condensar la atmósfera tuve que trabajar ardua y seguidamente.
15 de abril. Ya no podían definirse con claridad ni siquiera los perfiles de los continentes y los mares en la superficie terrestre. Cerca de las doce escuché por tercera vez el espantoso sonido que tanto me había atemorizado. Pero ahora persistía con mayor intensidad cada vez. Finalmente, mientras esperaba aterrorizado, y casi paralizado, no sé qué espantosa agonía, la cesta se sacudió violentamente y una masa formidable y encendida, de un material que no pude reconocer, pasó con el estruendo de cien mil truenos a muy corta separación del globo.
Cuando mi miedo y mi sorpresa disminuyeron un poco, no me fue difícil imaginar que podía ser algún fragmento volcánico gigantesco lanzado desde aquel satélite al cual me avecinaba rápidamente. Era muy probable que fuera una de esas inusuales rocas que suelen hallarse en la tierra y que por carecer de una mejor definición se llaman meteoritos.
16 de abril. Observando lo mejor posible hacia arriba, es decir, de manera alternativa por cada una de las ventanillas, divisé con inmensa alegría una pequeña fracción del disco de la luna que sobresalía por todos lados fuera de la gran circunferencia del globo. Una intensa emoción se apoderó de mí, pues tenía muy pocas dudas de que pronto llegaría al final de mi aventurado viaje. El trabajo que generaba el condensador había llegado a un punto máximo y casi no tenía ni un instante de descanso. A esta altura ya no podía pensar en dormir. Me sentía realmente enfermo y todo mi cuerpo tiritaba motivado al agotamiento. No era posible que un ser humano pudiese resistir un sufrimiento tan profundo por mucho más tiempo. Durante el muy corto periodo de oscuridad, otro meteorito pasó de nuevo muy cerca del globo y la repetición del fenómeno me generó bastante preocupación.
17 de abril. Esa mañana marcó un hito en mi viaje. Recuérdese que el día 13 la tierra subtendía un ángulo de veinticinco grados. El día 14, el ángulo se redujo mucho, el 15, se notó una reducción aún más considerable y al acostarme la noche del 16, comprobé que el ángulo no superaba los siete grados y quince minutos. ¡Como sería mi asombro, entonces, al despertar de un corto y accidentado sueño esa mañana y darme cuenta que la superficie por debajo de mí había crecido violenta y extraordinariamente de volumen, al extremo de que su diámetro aparente subtendía un ángulo no menor de treinta y nueve grados! Me quedé paralizado. Ninguna palabra puede reflejar el infinito y absoluto terror y sorpresa que se apoderaron de mí y me agobiaron. Mis rodillas temblaban, me castañeteaban los dientes, mientras el cabello se me erizaba. ¡Entonces... había reventado el globo! Ese fue el primer pensamiento que vino a mi mente. ¡El globo había explotado y estábamos cayendo… cayendo, con la velocidad más incontrolable e inmensurable! ¡Calculando la enorme distancia recorrida tan velozmente, no tardaría más de diez minutos en llegar a la superficie del planeta y perderme en la destrucción!
Pero, en un momento, la reflexión llegó en mi auxilio. Me tranquilicé, pensé y comencé a dudar. Era imposible. De ninguna forma podía haber descendido a tal velocidad. Por otro lado, si bien me estaba aproximando a la superficie ubicada por debajo, no había duda de que la velocidad del descenso era incomparablemente menor a la que yo había imaginado.
Esta reflexión sirvió para calmar la excitación de mis facultades y finalmente pude enfrentar el hecho desde un punto de vista racional. Me di cuenta de que la sorpresa me había privado de mi sensatez en gran medida, ya que no había sido capaz de reconocer la gran diferencia entre aquella superficie situada debajo de mí y la superficie de la madre tierra. Esta última ahora se encontraba sobre mi cabeza, totalmente cubierta por el globo, mientras que la luna —la luna en todo su esplendor— se extendía debajo de mí y a mis pies.
El desconcierto y la confusión que me había causado aquel sorprendente cambio de situaciones fueron tal vez lo menos explicable de mi aventura, pues la alteración sufrida no solo era tan natural como inevitable, sino que ya lo había advertido mucho antes al saber que tenía que ocurrir, cuando llegara al punto exacto del trayecto donde la atracción del planeta fuera menor que la atracción del satélite —o más precisamente, cuando la fuerza de gravitación del globo hacia la tierra fuese menos fuerte que su fuerza de gravitación hacia la luna—. Sin duda, sucedió que desperté de un profundo sueño con todos los sentidos adormecidos y me encontré frente a un fenómeno que, aunque previsto, no lo estaba en ese preciso instante. En relación al cambio de posición, esta debió ocurrir de manera tan gradual como serena, de haber sido consciente en el momento en que sucedió, dudo que me hubiera dado cuenta por algún indicio interno, es decir, por alguna alteración o trastorno de mi cuerpo o de mis instrumentos.
Es inútil señalar que, apenas comprendí lo sucedido y superado el pánico que había absorbido todas las capacidades de mi espíritu, enfoqué mi atención por completo en el aspecto físico de la luna. Se ampliaba debajo de mí como un mapa y aunque reconocí que se hallaba todavía a cierta distancia, los detalles de su superficie se mostraban con una nitidez tan sorprendente como misteriosa. La total ausencia de océanos o mares e inclusive de lagos y de ríos me impresionó como el rasgo más asombroso de sus características geológicas a primera vista. No obstante, por extraño que parezca, observé vastas regiones llanas de carácter resueltamente aluvial, si bien la mayor parte del hemisferio se encontraba cubierto de infinitas montañas volcánicas de forma cónica que daban la sensación de protuberancias artificiales más que naturales. La más alta no era mayor a las tres millas y tres cuartos, pero un mapa de los sectores volcánicos de los Campos Flégreos les daría a vuestras excelencias una imagen más clara de aquella superficie general que cualquier descripción insuficiente que yo intente darles. La mayoría de aquellos volcanes estaban en erupción y me mostraron su terrible furia y su fuerza con los múltiples truenos de los mal llamados meteoritos que subían en línea directa hasta el globo con una frecuencia cada vez más aterradora.
18 de abril. Hoy verifiqué un gigantesco aumento de la masa lunar y la velocidad realmente acelerada de mi descenso empezó a alarmarme. Recuérdese que en las primeras fases de mis especulaciones sobre la posibilidad de viajar a la luna, había considerado en mis cálculos la existencia de una atmósfera alrededor del satélite, cuya densidad era proporcional al volumen del planeta, eso a pesar de las abundantes teorías contrarias, y valga señalar, de la incredulidad general acerca de la existencia de una atmósfera lunar. Pero aparte de lo que ya he señalado con relación al cometa de Encke y a la luz zodiacal, mi opinión se había visto confirmada por algunas observaciones de Mr. Schroeter, de Lilienthal. Este estudioso analizó la luna de dos días y medio, a los breves instantes de ponerse el sol, justo antes de que la parte oscura se hiciera visible, y así continuó estudiándola hasta que fue perceptible. Los dos cuernos daban la impresión de afilarse en un leve alargamiento y mostraban su extremo suavemente iluminado por los rayos del sol antes de que fuera visible cualquier parte del hemisferio a oscuras. Poco después, todo el borde sombrío se iluminó. Este alargamiento de los cuernos más allá del semicírculo debía ser causado por la refracción de los rayos solares en la atmósfera lunar, pensé. También calculé que la altura de la atmósfera, capaz de refractar en el hemisferio en sombras suficiente luz para generar un crepúsculo más brillante que la luz reflejada por la tierra cuando la luna se encuentra a unos 32° de su conjunción, era de 1.356 pies. De acuerdo con esto, imaginé que la altura máxima apta para refractar los rayos del sol debía ser de 5.376 pies.
Mis pensamientos sobre este tema se habían visto reafirmados igualmente por un párrafo del volumen ochenta y dos de las Actas filosóficas, donde se señala que durante una ocultación de los satélites de Júpiter por la luna, el tercero se esfumó después de haber sido imperceptible durante uno o dos segundos, y que el cuarto dejó de ser visible próximo al limbo, o lo que es igual, cerca del contorno aparente del astro.
De más está señalar que creía plenamente en la resistencia o, mejor dicho, en el soporte de una atmósfera cuya densidad había sospechado con la intención de llegar sano y salvo a la luna. Si después de todo me había equivocado, no podía esperar nada más que finalizar mi aventura destrozándome en mil pedazos al chocar contra la áspera superficie del satélite. Me sobraban razones para estar aterrorizado. La distancia que me separaba de la luna era relativamente insignificante, el trabajo que me daba el condensador no había disminuido ni un ápice y no existía la menor señal de que el enrarecimiento del aire fuera a disminuir.
19 de abril. Esta mañana, para mi gran regocijo, cuando la superficie de la luna se encontraba aterradoramente cerca y mi miedo llegaba a su extremo percibí, a las nueve, que la bomba del condensador daba muestras evidentes de cierto cambio en la atmósfera. A las diez, ya tenía motivos para creer que la densidad había aumentado ampliamente. A las once, ya no era necesario tanto trabajo con el aparato, y a las doce, después de dudar un rato, me atreví a liberar el torniquete y, al darme cuenta de que no sucedía nada desagradable, finalmente abrí la cámara de goma y la enrollé a los lados de la cesta.
Por supuesto que la consecuencia inmediata de tan apresurado y aventurado acto fue un violento dolor de cabeza acompañado de convulsiones. Pero esos trastornos y la dificultad respiratoria no eran tan graves como para poner mi vida en peligro, así que decidí tolerarlos lo mejor posible, con la seguridad de que estos se detendrían apenas alcanzara capas inferiores más densas. Aunque mi acercamiento a la luna continuaba a una gran velocidad, y pronto me di cuenta, muy alarmado, de que por una parte no me había equivocado al suponer una atmósfera de densidad correspondiente a la masa del satélite, pero si me había equivocado al creer que tal densidad, incluso la más cercana a la superficie, sería capaz de sostener el gran peso de la cesta del aeróstato. Debería haber sido de esa manera y en el mismo grado que en la superficie terrestre, calculando el peso de los cuerpos en razón de la condensación atmosférica en cada planeta. Pero no fue así, como bien podía verse por mi acelerado descenso y la razón de ello solo puede estar relacionada con las posibles perturbaciones geológicas a las que me he referido anteriormente.
Sea como fuere, estaba muy cerca del satélite, bajando a una espantosa velocidad. No perdí ni un segundo, pues, en lanzar el lastre por la borda, después los cuñetes de agua, el aparato condensador y la cámara de caucho, y finalmente todo lo que contenía en la cesta, pero no me sirvió de nada. Seguía cayendo a una velocidad aterradora y me encontraba apenas a media milla del suelo. Después de lanzar mi chaqueta, mi sombrero y mis botas, como último recurso, terminé cortando la barquilla misma, la cual era sumamente pesada, y de esa forma, colgado con las dos manos de la red tuve apenas tiempo de ver que toda la región hasta donde alcanzaban mis ojos estaba cuantiosamente poblada de pequeñas construcciones, antes de caer de cabeza en el centro de una fantástica ciudad, en medio de una inmensa multitud de pequeños y feísimos seres que, en vez de tratar en lo más mínimo de ayudarme, se quedaron como un montón de idiotas, sonriendo de la forma más tonta y mirando de lado al globo y a mí mismo. Despectivamente me alejé de ellos, levanté mis ojos al cielo para observar la tierra que tan poco antes había dejado tal vez para siempre y la vi como un grande y oscuro escudo de bronce, de dos grados de diámetro, inerte en el cielo y dotada en uno de sus bordes con una medialuna del oro más resplandeciente. Imposible encontrar la más ligera señal de continentes o mares, el globo lucía lleno de manchas variables, y se reconocían las zonas tropicales y ecuatoriales como si fuesen fajas.








