Cuentos completos

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De este modo, con la anuencia de vuestras excelencias, después de una cantidad de grandes angustias, peligros jamás imaginados y escapatorias sin igual, llegué finalmente sano y salvo, diecinueve días después de mi partida de Róterdam, a concluir el más extraordinario de los viajes y el más célebre jamás realizado, entendido o imaginado por ningún morador de la tierra. Pero aún están por relatarse mis aventuras. Y bien pueden imaginar vuestras excelencias que, después de una estadía de cinco años en un lugar no solo muy interesante por sus propias características, sino doblemente interesante por su muy cercana conexión en calidad de satélite con el mundo poblado por el hombre, me encuentro en posesión de saberes destinados particularmente al Colegio de Astrónomos del estado, los cuales son más importante que los detalles, aunque sean maravillosos, del viaje tan exitosamente finalizado.
En pocas palabras, he aquí el asunto. Tengo muchas, muchísimas cosas que narraría con el mayor gusto, mucho que señalar sobre el clima del planeta, de sus asombrosas alternancias de frío y calor, de la violenta y feroz luz solar que dura quince días, y de la frialdad más que polar que prevalece los quince días siguientes. Del persistente traspaso de humedad por destilación, parecida a la que se realiza al vacío, desde el lugar ubicado debajo del sol hasta el lugar más alejado del mismo, de un sector variable de agua corriente, de los habitantes en sí, de sus maneras, hábitos y organismos políticos. De su particular apariencia física, de su fealdad, de su ausencia de orejas —apéndices inútiles en una atmósfera modificada a ese extremo—, y por supuesto, de su ignorancia del uso y las propiedades del lenguaje y de los sorprendentes medios de intercomunicación que lo reemplazan. De la extraña conexión entre cada ser de la luna con algún ser de la tierra, conexión similar y sujeta a la de las esferas del planeta y el satélite, y a través de la cual la vida y los destinos de los habitantes del uno están entrelazados con la vida y los destinos de los habitantes del otro, y sobre todo, con permiso de vuestras excelencias, de los oscuros y aterradores misterios que existen en las zonas exteriores de la luna, zonas que debido a la concordancia, casi milagrosa, de la rotación del satélite sobre su eje con su revolución sideral alrededor de la tierra, nunca han sido expuestas al reconocimiento de los telescopios humanos y nunca lo serán si Dios así lo quiere. Todo esto y más, mucho más, me sería placentero narrar. Pero, siendo breve, debo recibir una retribución. Deseo regresar a mi familia y a mi hogar, y como precio de la sabiduría adquirida sobre significativas áreas de la ciencia física y la metafísica que se encuentra en mis manos, me permito solicitar, mediante su distinguida asociación, que me sea perdonado el crimen que cometí al irme de Róterdam, es decir, la muerte de mis acreedores. Este es el motivo de esta carta. Su portador, un morador de la luna a quien he convencido y entrenado para que sea mi mensajero en la tierra, aguardará la decisión que decidan vuestras excelencias, y retornará trayéndome el perdón solicitado, si este es posible.
Tengo el honor de saludar con respeto a vuestras excelencias.
Su humilde servidor,
Hans Pfaall”.
Se dice que al terminar de leer este sorprendente documento, el profesor Rubadub, en el tope de la sorpresa dejó caer su pipa al suelo, mientras Mynheer Superbus Von Underduk, después de quitarse los anteojos, limpiarlos y guardarlos en su bolsillo, olvidó su dignidad al extremo de girar tres veces sobre sus talones en una manifestación de sorpresa y admiración. No quedaba ninguna duda, el perdón sería entregado. Así lo decidió redondamente el profesor Rubadub y así lo pensó finalmente el ilustre Von Underduk, mientras que tomando del brazo a su compañero y sin pronunciar ni una palabra, se lo llevó a su casa para discutir sobre las medidas que sería conveniente tomar. Al llegar a la puerta de la casa del burgomaestre, el profesor señaló que, como el mensajero había estimado prudente esfumarse —seguro que asustado de muerte por el bárbaro aspecto de los burgueses de Róterdam—, el perdón no serviría de nada, ya que solo un selenita osaría intentar un viaje parecido. El burgomaestre estuvo de acuerdo con esta observación y el asunto quedó concluido. Pero no ocurrió igual con los chismes y las sospechas. Ya publicada, la carta dio pie a todo tipo de opiniones y habladurías. Aquellos que se la daban de listos, al afirmar que todo eso era un engaño, quedaron en ridículo. Pero entre las personas así, todo aquello que excede su nivel de su comprensión, siempre es un engaño. Yo no logro imaginarme qué se apoyaban para hacer semejante declaración. Veamos lo qué decían:
Primero: Que algunos bromistas de Róterdam tenían una particular antipatía con ciertos astrónomos y algunos burgomaestres.
Segundo: Que un enano de profesión malabarista y con una rara apariencia, a quien le faltaban las orejas ya que se le habían cortado como castigo por algún delito, había desaparecido de su casa en la cercana ciudad de Brujas.
Tercero: Que los periódicos que recubrían por completo el pequeño globo eran periódicos holandeses, así que no podían proceder de la luna. Eran papeles sucios, terriblemente sucios y Gluck, el impresor, hubiera jurado sobre una Biblia que habían sido impresos en Róterdam.
Cuarto: Que el muy miserable borracho de Hans Pfaall y los tres perezosos que él denomina sus acreedores, habían sido vistos en persona no hacía más de dos o tres días en una bar de los alrededores, al regresar de un viaje de ultramar con los bolsillos llenos de dinero.
Finalmente: Que había un sentir general, o que debería haberlo, según el cual el Colegio de Astrónomos de la ciudad de Róterdam, del mismo modo que los demás colegios similares del mundo, no era ni mejor, ni más grande, ni más sabio de lo que hubiera debido ser —y eso para no señalar a los colegios y a los astrónomos en general.
NOTA. Siendo estrictos, existe muy poco parecido entre la tontería que antecede y la muy famosa Historia de la Luna, de Mr. Locke, pero como ambas consisten en artificios (aunque una lo es en broma y la otra lo es en serio), y ambos se refieren a la luna (tratando de parecer loables al usar detalles científicos), el autor de Hans Pfaall considera conveniente señalar en su defensa, que su jeu d’esprit fue publicado en el Southern Literary Messenger tres semanas antes que el de Mr. Locke en el New York Sun. Suponiendo una similitud que tal vez no existe, ciertos periódicos de Nueva York compararon Hans Pfaall con la Historia de la Luna, con el fin de verificar si el autor de un texto también había escrito el otro.
Ya que la Historia de la Luna engañó a muchísimas más personas de las que realmente lo reconocerían, puede ser entretenido señalar cómo nadie debió caer en el engaño, indicando los detalles del relato que hubieran sido suficientes para determinar su auténtico carácter. Por más exquisita que haya sido la imaginación desplegada en esta inteligente ficción, careció de la fuerza que le hubiera dado el fijarse escrupulosamente en hechos y temas análogos. Que los lectores se hayan dejado engañar, aunque solo fuera por breves instantes, solo demuestra la ignorancia absoluta que hay alrededor de los temas astronómicos.
Si redondeamos, la distancia de la tierra a la luna es de 240.000 millas. Para estar seguros de cuánto puede un telescopio acercar en apariencia el satélite o cualquier otro objeto, basta dividir la distancia por su poder magnificador o, para ser más precisos, la capacidad de las lentes de penetrar en el espacio. Mr. Locke piensa que el poder de sus lentes es de 42.000x. Si dividimos las 240.000 millas de distancia a la luna entre esta cifra, resultarán cinco millas y cinco séptimos de distancia aparente. Pero sería imposible observar a ningún animal a esta distancia y mucho menos los detalles precisos narrados en el relato. Mr. Locke afirma que Sir John Herschel logró ver flores, como la Papaver rhoeas, etc., y también distinguir el color y la forma de los ojos de los pajarillos. No obstante, él mismo hace notar, con anterioridad, que el telescopio no permitirá observar objetos cuyo diámetro fuera inferior a dieciocho pulgadas. Pero esto sobrepasa, incluso, la capacidad del supuesto lente. Dicho sea de paso, es de hacer notar que el portentoso telescopio había sido fabricado en la cristalería de los señores Hartley y Grant, en Dumbarton, y que dicho negocio había cerrado sus puertas unos cuantos años previos a la publicación de la broma.
En la página 13, de la edición de folletín, y haciendo mención a un “fleco velludo” sobre los ojos de una especie de bisonte, el autor señala: “La mente sagaz del Dr. Herschel reconoció inmediatamente que se trataba de una forma apropiada para proteger los ojos del animal contra las fuertes variaciones de luces y sombras que afectan regularmente a todos los habitantes de este hemisferio de la luna”. Este comentario no puede preciarse como muy “agudo”. Los habitantes de esta cara de la luna no experimentan la oscuridad, por lo que tampoco sufren las “variaciones” mencionadas. Cuando no hay sol, disfrutan de una luz originaria de la tierra y que equivale a la de trece lunas llenas.
La topografía de la que se habla en el relato, si bien se dice que coincide con la Carta Lunar de Blunt, es completamente diferente a esta y a las otras cartas restantes, inclusive se contradice ordinariamente a veces. La rosa de los vientos también se muestra en enmarañada confusión, pues el autor parece desconocer que en un mapa lunar dicha rosa no coincide con los cuadrantes terrestres, es decir, que el este se encuentra a la izquierda, etc.
Tal vez, burlados por nombres tan imprecisos como Mare Nubium, Mare Tranquillitatis, Mare Foecunditatis, etc., dados por los astrónomos a las zonas en sombra de la luna, Mr. Locke comenzó a detallar océanos y grandes masas de agua en el satélite, siendo que si hay un elemento en el que coinciden todos los astrónomos, es que en la luna no hay la menor presencia de agua. Al estudiar el límite entre la luz y la sombra en la luna creciente, allí donde alguna de esas zonas en sombra se cruza, la línea divisoria se ve quebrada e irregular, situación que no ocurriría si en dichas zonas hubiera agua.
La representación de las alas del hombre-murciélago, en la página 21, es una copia exacta de la que dio Peter Wilkins sobre las alas de sus isleños voladores. Este simple detalle debía ser suficiente para incitar la sospecha.
En la página 23 leemos “¡Qué portentosa influencia debe haber desplegado nuestro globo, trece veces más grande, sobre la luna cuando era una semilla en el regazo del tiempo, el sujeto pasivo de la correspondencia química!” Esto es hermoso, pero cabe indicar que un astrónomo nunca hubiera manifestado tal observación, y menos a una publicación científica, ya que la tierra no es trece, sino cuarenta y nueve veces mayor que la luna. Una réplica parecida puede hacerse en las últimas páginas, donde, como una introducción a ciertas revelaciones sobre Saturno, el reportero procede a dar información acerca del mencionado planeta como si fuera un colegial al ¡Edinburgh Journal of Science!
Además, hay un detalle que debió dar pistas de que se trataba de una ficción. Imaginemos la posibilidad de observar animales en la superficie de la luna, ¿qué cosa llamaría primero la atención de un observador terrestre? ¿Su forma, su tamaño y demás peculiaridades, o su particular posición! Debían lucir como si caminaran con las patas para arriba y la cabeza hacia abajo, como las moscas en el techo. El auténtico observador hubiese lanzado una exclamación de sorpresa instantánea (por más prevenido que se hallara por sus conocimientos previos) ante lo particular de tal posición, mientras que el falso observador ni siquiera menciona el detalle, sino que dice haber visto todo el cuerpo de dichos animales cuando solo puede demostrar que le era posible observar el diámetro de sus cabezas.
Para finalizar, también se hace notar que el tamaño y, particularmente, las capacidades de los hombres-murciélagos, por ejemplo, su capacidad de volar en una atmósfera tan enrarecida, si es que hay atmósfera en la luna, así como las demás las fantasías relativas a la vida animal y vegetal. Estas generalmente difieren de todas las exposiciones parecidas sobre tales temas y en estos casos la comparación suele llevar a demostraciones concluyentes. No sería necesario agregar que todas las sugerencias atribuidas a Brewster y a Herschel al comenzar el relato, acerca de “una transfusión de luz artificial a través del objeto focal de la visión”, etc., etc., corresponden a ese tipo de literatura florida que encaja perfectamente bajo la denominación de galimatías.
Para el descubrimiento óptico entre las estrellas hay un límite verdadero y muy claro, un límite que se percibe solo con mencionarlo. Si todo lo necesario fuera la fundición de grandes lentes, la inventiva humana podría proporcionar todo lo que se le solicitara y tendríamos lentes de cualquier tamaño. Pero lamentablemente, a medida que los lentes aumentan de tamaño, y por consiguiente, de fuerza de penetración, la luz del objeto contemplado disminuye por la difusión de sus rayos. Y en contra de este problema el ingenio humano no ha logrado inventar solución alguna, pues un objeto es contemplado gracias a la luz que de él surge, sea directa o reflejada. De este modo, la única luz “artificial” que podría ser útil a Mr. Locke sería aquella que se proyectara, no sobre el “objeto focal de la visión”, sino sobre el objeto mismo, en este caso, sobre la luna. Fácilmente se ha determinado que cuando la luz que procede de una estrella, se difunde hasta ser tan débil como la luz natural que procede de la totalidad de las estrellas en una noche clara y sin luna, en ese caso la estrella se hace invisible para todo fin práctico.
El telescopio del conde de Rosse, construido en Inglaterra hace poco tiempo, posee un speculum cuya superficie reflejante es de 4.071 pulgadas cuadradas, mientras que el telescopio de Herschel solo tenía uno de 1.811. El tubo metálico del telescopio Ross mide seis pies de diámetro, tiene un espesor de cinco pulgadas y media en los bordes y de cinco en el centro. Alcanza las tres toneladas de peso y su largo focal es de 50 pies.
Hace poco leí un pequeño libro diferente y muy curioso, cuyo título es: L’Homme dans la lune, ou le Voyage chimerique fait au Monde de la Lune, nouvellement découvert par Dominique Gonzales, Advanturier Espagnol, autrement dit le Courier Volant. Mis en notre langue par J. B. D. A. Paris, chez François Piot, pres la Fontaine de Saint Benoist. Et chez J. Goignart, au premier pilier de la grand salle du Palais, proche les Consultations, MDCXLVII 6. 176 páginas.
El autor señala que tradujo el texto inglés de un tal Mr. D’Avisson o ¿Davidson?, aunque en sus afirmaciones existe la más grande ambigüedad: “J’en ai eu —menciona— l’original de monsieur D’Avisson, medecin des mieux versez qui soient aujourd’hui dans la conoissance des Belles Lettres, et surtout de la Philosophie Naturelle. Je lui ai cette obligation entre les autres, de m’avoir non seulement mis en main ce Livre en anglois, mais encore le Manuscrit du Sieur Thomas D’Anan, gentilhomme Eccosois, recommandable pour sa vertu sur la version duquel j’advoue que j’ay tiré le plan de la mienne7”.
Después de algunas insignificantes aventuras que ocupan las primeras treinta páginas, a la manera de Gil Blas, el autor narra que durante un viaje por mar se encontraba enfermo y la tripulación lo abandonó, acompañado por su doméstico negro, en la isla de Santa Helena. Los dos se separan y habitan lo más alejados posible el uno del otro con la finalidad de aumentar la posibilidad de encontrar alimentos. Esto los lleva a amaestrar pájaros para usarlos como palomas mensajeras. Poco a poco les enseñan a cargar pequeños paquetes, cuyo peso van aumentando en forma gradual. Finalmente, se les ocurre unir las fuerzas de un gran número de pájaros, con la intención de que transporten por el aire al autor. Para ello fabrican una máquina de la cual se otorga una minuciosa descripción, acompañada con un aguafuerte. En este último se ve al señor González, con gola rizada y una gran peluca, sentado sobre una barra muy parecida a un palo de escoba, que es arrastrado por una infinidad de cisnes silvestres o gansos atados a la máquina por la cola.
El acontecimiento más importante de la narración del autor obedece a un hecho que el lector desconocerá hasta alcanzar el final del libro. Los tan conocidos gansos no eran naturales de Santa Helena, sino de la luna. Desde tiempos antiguos, tenían la costumbre de emigrar cada año hacia alguna zona de la tierra y como es natural, regresaban meses más tarde a su hogar. En una oportunidad en que el autor necesitó sus servicios para un viaje corto, se vio elevado sorpresivamente por los aires y llegó al satélite en muy corto tiempo.
Cuando está allí, el autor descubre, entre otras cosas, que los selenitas son muy felices, que no tienen leyes, que mueren sin sufrir, que miden entre cinco y diez metros de alto, que viven hasta cinco mil años, que poseen un emperador de nombre Irdonozur, y que pueden saltar hasta 25 metros de alto y que, por estar libres de la influencia de la gravedad, pueden volar con ayuda de ciertos abanicos.
No puedo dejar de dar un ejemplo de la filosofía general del volumen:
“Debo decir —expone el señor González— cómo era el sitio donde me encontraba. Las nubes se hallaban bajo mis pies o, si lo prefieren, se extendían entre mi ser y la tierra. Con relación a las estrellas, como allí no existe la noche, siempre tenían el mismo aspecto, no eran brillantes como siempre, sino pálidas y muy similares a la luna por las mañanas. Solo se observaban unas pocas, aunque —hasta donde pude evaluar— eran diez veces más grandes de lo que lucen desde la tierra. La luna, a la cual le restaban dos días para entrar en su fase llena, era de un sorprendente tamaño.
Tampoco puedo dejar de mencionar que las estrellas solo aparecían del lado del globo con cara a la luna y que, mientras más cerca estaban, eran más grandes. Así mismo, debo informar que, aunque hiciera bueno o mal tiempo, siempre me encontré precisamente entre la tierra y la luna. Dos razones me persuadían de eso: primero, mis aves volaban siempre en línea recta, y segundo, cada vez que se paraban a descansar, éramos atraídos imperceptiblemente junto al globo terrestre. Así que yo reconozco la opinión de Copérnico, quien señala que la tierra nunca deja de girar del este al oeste y no sobre los polos del Equinoccio conocidos comúnmente como los polos del mundo, sino que gira sobre los del Zodíaco, cosa de la cual hablaré con más detalle cuando logre refrescar mi memoria con la astrología que estudié durante mi juventud en Salamanca y la cual he olvidado desde entonces”.
Este libro no deja de alcanzar cierta atención, a pesar de sus errores señalados en itálicas, ya que brinda un inocente ejemplo de las nociones astronómicas más corrientes en su tiempo. Una de ellas exponía que el “poder de gravitación” solo se ampliaba muy poco sobre la superficie del planeta y por eso vemos a nuestro viajero “arrastrado imperceptiblemente junto al globo terrestre”, etc.
Han existido otros “viajes a la luna”, pero no hay otro con más virtudes que el que acabo de mencionar. El de Bergerac es absolutamente majadero. En el tercer volumen de la American Quarterly Review puede leerse una crítica muy detallada de cierta “expedición” de este tipo, crítica en la que es muy difícil reconocer si el autor revela la estupidez del libro o su propia e ilógica ignorancia de la astronomía. Yo olvidé el título de la obra, pero la forma de hacer el viaje es de una concepción aún más atroz que los gansos de nuestro amigo el señor González.
Al excavar la tierra, un aventurero descubrió cierto metal que es fuertemente atraído por la luna, de inmediato fabricó una caja de dicho metal que, una vez libre de sus ataduras en la tierra, lo eleva por los aires y lo traslada directamente hasta el satélite. El Vuelo de Thomas O’Rourke es un jeu d’esprit para nada despreciable, y ha sido traducido al alemán. Thomas, el héroe, en la vida real era el guardián de juego de un par irlandés cuyas extravagancias dieron origen al cuento mencionado. El “vuelo” se realiza en el lomo de un águila, desde Hungry Hill, una montaña altísima en los límites de Bantry Bay.
En estas múltiples publicaciones el fin siempre es la sátira, pues el asunto consiste en describir las costumbres lunares y compararlas con las nuestras. En ninguna de ellas se hace el mínimo esfuerzo para que resulte posible el viaje. En cada caso, los autores se muestran totalmente ignorantes del tema astronómico. En Hans Pfaall, la originalidad de la narración consiste en tratar de darle cierta credibilidad —hasta donde la variable naturaleza del tema lo permite— a través de la aplicación de ciertas teorías científicas a un viaje verdadero entre la tierra y la luna.
El hombre en la luna, o el viaje quimérico hecho al mundo de la luna, recién descubierto por Domingo González, aventurero español, también llamado el Mensajero volador. Traducido en nuestro idioma por J.B.D.S. París, en François Piot, cerca de la fuente de San Benoist, y en J. Goignart, en la primera columna de la gran sala del palacio cerca de las consultas. MDCXLVII.
"Yo tenía el original de Monsieur D'Avisson, médico de los mejores, muy versado en el actual conocimiento de las Bellas letras y especialmente de la Filosofía natural. Tengo esta obligación sobre los otros, no solo por haber puesto en mis manos este libro en inglés, sino también, el manuscrito del señor Thomas D'Anan, un caballero escocés, muy recomendable por la calidad de su versión, de la cual admito que “han dibujado el plan de la mina”.
El Rey Peste
Los dioses soportan y les permiten a los reyes
las cosas que aborrecen en los caminos sin vergüenzas.
Ferrex y Parrex, Buckhurst
Una noche cualquiera del mes de octubre, cerca de la medianoche y bajo el reino caballeresco de Eduardo III, dos marineros que pertenecían a la tripulación del Free-and-Easy, fragata de comercio que hacía su ruta entre l’Ecluse (Bélgica) y el Támesis, y que casualmente estaba anclado en este río, estaban sorprendidos de hallarse sentados en el salón de una taberna de la parroquia de San Andrés, en Londres, taberna cuyo estandarte mostraba el nombre del “Alegre lobo de mar”.
El salón, aunque estaba mal construido, con el techo bajo, oscurecido por el humo y, además, parecido a todos los tugurios de aquella época, era no obstante, en opinión de los extravagantes grupos de beodos desperdigados aquí y allá, lo bastante apropiado para la labor al cual estaba destinado. De todos aquellos grupos, creo que nuestros dos marineros constituían el más interesante e inclusive el más trascendente. Quien parecía ser el de mayor edad, y al que su compañero llamaba con el particular nombre de Legs, era también, y marcadamente, el más alto de los dos. Fácilmente podía medir dos metros de alto y la reiterada inclinación de sus hombros parecía el resultado forzado de una estatura tan alta. Su exceso de altura era compensado, no obstante, por ciertas carencias en otros aspectos. Era sobradamente flaco y hubiera podido, tal como señalaban sus compañeros, sustituir la driza de la cabeza del mástil cuando estaba borracho y el botalón del foque cuando estaba sobrio.
Pero está claro que estas bromas y otras similares nunca produjeron efecto alguno sobre los rígidos músculos del lobo de mar. Con sus marcados pómulos, su gran nariz de halcón, el huidizo mentón, su deprimida mandíbula inferior y sus protuberantes y grandes ojos, la expresión de su semblante, aunque matizada de una cierta obstinada indiferencia hacia todas las cosas, no era menos solemne y seria, y estaba muy alejada de toda imitación y cualquier descripción.
Por otro lado, el marinero más joven en toda su apariencia era extranjero y todo lo contrario de su compañero. Un par de piernas torcidas y gordas sostenían su figura pesada y achaparrada, y sus brazos especialmente cortos y gruesos finalizaban en unos puños poco comunes, y colgaban y se balanceaban a sus lados como las aletas de una tortuga de mar. Sus ojos pequeños, de un color indefinido, brillaban, muy hundidos, en su rostro. La nariz estaba clavada en la masa de carne que cercaba su cara redonda, llena y enrojecida, y su grueso labio superior se apoyaba cómodamente sobre el inferior que era más grueso, con ínfulas de satisfacción personal la cual se veía aumentada por el hábito que tenía el dueño de esos labios de ir lamiéndoselos de tanto en tanto. Era evidente que observaba a su compañero de a bordo con un sentimiento mitad de admiración, mitad de burla y, en ocasiones cuando lo contemplaba a la cara, tenía el semblante del sol enrojecido, visto antes de ocultarse en la cima de los peñascos de Ben-Nevis.








