Cuentos completos

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—¡Traición! ¡Traición a su Majestad! —vociferó la mujer de la formidable boca mientras cogía por la parte de atrás de sus calzones al desdichado Tarpaulin, que en ese preciso instante se estaba sirviendo licor en un cráneo, y alegremente lo alzaba en el aire y lo sumergía sin mayor ceremonia dentro del gigantesco barril desfondado y repleto de su cerveza favorita. Moviéndose de aquí para allá durante unos instantes, igual que una manzana en un barril de ponche, finalmente se hundió en el torbellino de espuma que sus movimientos habían levantado naturalmente en el líquido que, de por sí, es altamente espumoso.
Pero el gran marinero no vio resignadamente el desacierto de su compañero. Lanzando al rey Peste a través de la trampilla abierta del sótano, el valiente Legs la cerró furiosamente a continuación con un juramento y fue corriendo al centro del salón. Una vez allí, agarró el esqueleto colgado sobre la mesa y lo sujetó con tanta fuerza que logró arrancarlo al tiempo que se apagaban los últimos vestigios de luz, y lo lanzó contra el hombrecillo gotoso partiéndole el cerebro. Y luego, se arrojó con todas sus fuerzas contra la fatal barrica de cerveza del Oktoberfest y de Hugh Tarpaulin, lo volcó en un segundo y lo hizo rodar. De él surgió un río de licor tan rabioso, tan fogoso, tan invasor, que la sala se inundó de pared a pared, mientras la mesa se desmoronaba con todo su contenido, caían los caballetes, el tonel de ponche chocaba contra la chimenea y las damas convulsionaban en terribles ataques de histeria.
Montones de artículos fúnebres se movían de un lado a otro. Los frascos, los cántaros y las gruesas botellas vestidas de junquillo se mezclaban en un enloquecedor revoltillo mientras las garrafas con su faldón de mimbre chocaban desesperadamente contra los toneles reforzados de cuerda. El ser de las angustias quedó ahogado al instante, el caballero paralítico flotaba hacia mar adentro en su ataúd y el triunfante Legs, tomando por el talle a la gorda dama del sudario, se lanzó con ella a la calle, y se encaminó bien derecho en dirección al Free-and-Easy, ciñendo bien el viento y arrastrando al temible Tarpaulin, quien, estornudando tres o cuatro veces, jadeaba y resoplaba detrás de él acompañado de la archiduquesa Ana-Peste.
Sombra
Una parábola
Sí, aunque avanzo por el valle de la Sombra.
Salmo de David, XXIII
Ustedes los que leen aún están entre los vivos, pero yo, quien escribe, hace mucho tiempo habré penetrado en la región de las sombras. De verdad ocurrirán ciertas cosas y se entenderán cosas secretas, y pasarán muchos siglos antes de que otros hombres vean este documento. Y cuando lo hayan visto, existirán quienes no crean en él, y habrá otros que lo pondrán en duda, y unos pocos encontrarán razones para pensar frente a las letras aquí talladas con un carácter de hierro.
El año había sido un año de pavor y de emociones más fuertes que el terror, para las cuales no hay calificativo sobre la tierra. Pues habían sucedido muchos milagros e indicaciones, y muy lejos y en todas partes, en el mar y en la tierra, se abrían las alas negras de la peste. Para todos los versados en la sabiduría estelar, los cielos mostraban una cara siniestra, y para mí, el griego Oinos, entre otros, estaba claro que ya había triunfado la conjunción de aquel año 794, en el cual, a la llegada de Aries, el planeta Júpiter queda en conjunción con el anillo rojo del pavoroso Saturno. Si no me equivoco demasiado, el especial espíritu celeste no solo se manifestaba en el espacio físico de la tierra, sino en las almas, en la fantasía y en las reflexiones de la humanidad.
En una oscura ciudad de nombre Ptolemáis, en un ilustre palacio, una noche nos encontrábamos siete de nosotros frente a los vasos del vino rojo de Chíos. Y no existía otra entrada a nuestra habitación que una gran puerta de bronce, y dicha puerta había sido elaborada por el artesano Corinnos y, por ser de raro valor, se cerraba desde adentro. En el sombrío edificio, negras cortinas aislaban la luna, las brillantes estrellas y las solitarias calles de nuestra visión, y el augurio y la memoria del mal no podían ser obviados. Estábamos cercados por cosas que no puedo explicar de otra manera, eran cosas materiales y espirituales, lo pesado de la atmósfera, el sentimiento de ahogo, de angustia y por encima de todo, ese espantoso estado de la existencia que alcanzan los seres sensibles cuando sus sentidos están afinadamente vivos y despiertos, mientras las facultades permanecen adormecidas. Un peso muerto nos abrumaba. Descendía sobre los cuerpos, los muebles, los vasos en que bebíamos, todo aquello que estaba a nuestro alrededor cedía ante la depresión y se aplastaba, todo, menos el fuego de las siete lámparas de hierro que alumbraban nuestro desenfreno. Se alzaban en altas y finas líneas de luz, seguían ardiendo, leves y serenas y en el espejo que producía su resplandor en la redonda mesa de ébano en la cual nos sentábamos, cada uno observaba la lividez de su propio rostro y el nervioso brillo en las derrotadas miradas de sus compañeros. No obstante, nos reíamos y nos entusiasmábamos a nuestra manera —llena de histeria—, y entonábamos las canciones de Anacreonte —llenas de demencia—, y bebíamos cuantiosamente, aunque el rojo vino nos recordara la sangre. Porque en aquella habitación estaba otro de nosotros en el ser del joven Zoilo. Yacía muerto y amortajado, tumbado cuan largo era, genio y demonio del drama. ¡Él no formaba parte de nuestro júbilo! pero su aspecto alterado por la plaga, y sus ojos, donde la muerte solo había sosegado a medias el ardor de la pestilencia, parecían atender nuestra alegría, como, a lo mejor, los muertos se interesan por la alegría de aquellos que van a morir. Pero aunque yo, Oinos, podía sentir que los ojos del muerto se fijaban en mí, me exigía a no apreciar la amargura de su expresión. Y mientras observaba fijamente las depresiones en el espejo de ébano, cantaba en voz alta y armoniosa las canciones del hijo de Teos.
Sin embargo, mis canciones se fueron silenciando poco a poco y sus ecos, hundiéndose entre las sombrías cortinas de la habitación, se debilitaron hasta tornarse inaudibles y se apagaron del todo. Y entonces, de aquellas tétricas cortinas, donde se hundían los sonidos de la canción, se desprendió una oscura e indeterminada sombra, una sombra como aquella que la luna podría sacar del cuerpo de un hombre cuando está baja, pero esta no era la sombra de un hombre o de un dios, tampoco de ninguna cosa conocida. Y, después de vibrar un instante entre las cortinas de la habitación, quedó finalmente, a plena vista sobre la superficie de la puerta de bronce. Pero la sombra era vaga y amorfa, sin definición, y repito, no era la sombra de un hombre o de un dios, ni un dios de Grecia, ni un dios de Caldea, ni un dios egipcio. Y la sombra se inmovilizó en la entrada de bronce, bajo el arco de la puerta, y sin moverse y sin decir nada, permaneció quieta. Y la puerta donde estaba aquella sombra, si recuerdo bien, se levantaba frente a los pies del amortajado joven Zoilo. Pero nosotros, los siete allí reunidos, al ver cómo la sombra surgía desde las cortinas, no osamos contemplarla de lleno, sino que bajamos nuestros ojos y vimos fijamente las profundidades del espejo de la mesa de ébano. Y finalmente, yo, Oinos, susurrando en voz muy queda, le pregunté a la sombra cuál era su morada y cuál era su nombre. Y ella contestó: “Yo soy SOMBRA, y mi morada está al lado de las cavernas de Ptolemáis, y cerca de las tenebrosas planicies de Clíseo, que rodean el infecto canal de Caronte”.
Y entonces los siete nos alzamos aterrorizados y nos quedamos temblando de pie, agitados y demacrados, porque el timbre de voz de la sombra no era el timbre de un solo ser, sino el de un conjunto de seres que modificando sus cadencias de una sílaba a otra, penetraban tenebrosamente en nuestros oídos con los timbres familiares y muy recordados de miles y miles de amigos muertos.
Cuatro bestias en una
El hombre camaleopardo
Chacun a ses vertus.
Crebillon, Jerjes
Generalmente, Antíoco Epífanes es considerado igual que Gog, el del profeta Ezequiel. Mas este honor se le puede otorgar con mayor propiedad a Cambises, hijo de Ciro. De igual manera, no es necesario ningún embellecimiento suplementario para el carácter del soberano sirio. Su llegada al trono, o mejor dicho, su despojo de la soberanía en el año ciento setenta y uno antes de Cristo, así como su intento de saquear el templo de Diana en Éfeso, su despiadado antagonismo hacia los judíos, su violación del santo de los santos y, después de un sedicioso reinado durante once años, su miserable muerte en Taba, son hechos definitivamente relevantes y mucho más considerados por los historiadores de su época que las impías, pusilánimes, crueles, idiotas y ridículas acciones que constituyen la totalidad de su vida privada y su notoriedad.
Imagine usted, simpático lector, que nos encontramos en el año tres mil ochocientos treinta del mundo, e imaginemos por un instante que estamos en la importante ciudad de Antioquía en la más horrenda de las moradas humanas. Por cierto, en Siria y en otros países había dieciséis ciudades en total con este nombre, aparte de aquella a la que estoy aludiendo. La nuestra es la que llevaba el nombre de Antioquía Epidafne motivado a su cercanía con el pueblo de Dafne, donde se encontraba un templo en honor a dicha divinidad. Aunque el tema es muy discutido, la ciudad fue construida en recuerdo de su padre Antíoco por Seleuco Nicanor, primer rey del país después de Alejandro Magno, y esta no tardó en transformarse en la capital de los monarcas sirios. En los prósperos tiempos del imperio romano, Antioquía era el lugar de residencia habitual del prefecto de las provincias orientales e infinidad de emperadores de la ciudad reina —entre quienes cabe recordar, especialmente, a Veras y a Valente— transitaron aquí la mayor parte de su tiempo. Sin embargo, debo advertir que ya estamos en la ciudad. Escalemos esa muralla, a fin de observar Antioquía y los territorios que la rodean.
—¿Qué río tan amplio y veloz es ese que se abre camino entre incontables saltos y en medio de una revuelta multitud de montañas y una, no menos confusa, multitud de edificios?
—Es el Orontes. Sus aguas son las únicas que pueden observarse, aparte de las del Mediterráneo, y que se extienden como un gran espejo a unas doce millas al sur. Todo el mundo ha observado el mar Mediterráneo, pero déjeme decirle que muy pocos han podido alcanzar un indicio de Antioquía. Cuando digo que son pocos, me refiero a personas como usted y como yo, que tenemos las ventajas de una educación moderna al mismo tiempo. Así que deje de observar el mar y preste toda su atención al conjunto de edificios que se despliega debajo de nosotros. No olvide que estamos en el año tres mil ochocientos treinta del mundo. Si fuera más adelante —por ejemplo, si estuviéramos en el año mil ochocientos cuarenta y cinco de Nuestro Señor—, no podríamos observar tan magnífico espectáculo. Antioquia, en el siglo diecinueve es —o mejor dicho, será— un terrible montón de escombros. Para ese momento quedará destruida, en tres momentos diferentes, por tres terremotos sucesivos, y se debe señalar que lo poco que subsista de ella quedará en un estado tan arruinado y empobrecido que el patriarca trasladará su morada hacia Damasco. ¡Perfecto! Ya veo que usted aprovecha mi recomendación y se dedica a examinar los lugares,
satisfaciendo sus ojos
con las memorias y los famosos monumentos
que le dan tanto renombre a esta ciudad.
¡Oh, discúlpeme! me olvide de que Shakespeare no surgirá hasta dentro de mil setecientos cincuenta años. Pero veamos: ¿no justifica usted que la apariencia de Epidafne la considere como grotesca?
—Es una ciudad muy bien fortificada, y este aspecto es debido tanto a la naturaleza como al arte.
—Es verdad.
—Posee una maravillosa cantidad de esplendorosos palacios.
—Así es.
—Y sus abundantes templos, tan ostentosos como magníficos, pueden compararse con aquellos más exaltados en la antigüedad.
—Tiene razón. Pero también existen innumerables cabañas de barro y aborrecibles barracas. No podemos dejar de observar la cantidad de suciedades lanzadas en las calles y en el arroyo, y si no fuera por las permanentes humaredas de incienso de los idólatras no cabe duda de que la fetidez sería insoportable. ¿Alguna vez vio usted callejuelas tan ahogadamente angostas o edificios tan asombrosamente altos? ¡Qué tipo de penumbra lanzan sus sombras sobre la tierra! Afortunadamente, las temblorosas lámparas de aquellas columnas se mantienen prendidas durante el día, porque de otro modo, presenciaríamos las tinieblas de Egipto en la época de su desolación.
—¡Sí, es en efecto un insólito lugar! ¿Qué significado posee aquel particular edificio? ¡Véalo! Se levanta sobre todos los otros y se encuentra al este de lo que supongo es el palacio real.
—Ese es el nuevo templo del Sol, a quien se rinde culto bajo el nombre de Elah Gabalah, en Siria. Luego, un emperador romano muy notorio establecerá su culto en Roma y tomará de él su propio nombre: Heliogábalo. Creo que a usted le agradaría dar un vistazo al dios del templo. No es necesario mirar hacia el cielo: el Sol no está allí, digamos el Sol que adoran los sirios. El dios reposa dentro de aquel edificio. Se lo adora bajo la forma de una gran columna de piedra finalizada en un cono o pirámide que representa el Fuego.
—¡Oiga! ¡Observe! ¿Quiénes pueden ser esos grotescos seres semidesnudos, con el rostro embadurnado, que vociferan y gesticulan dirigiéndose al populacho?
—Algunos pocos son saltimbanquis y otros son de la clase de los filósofos. Pero la gran mayoría —justo esos que están golpeando a la multitud— son los mayores cortesanos del palacio, que están llevando a cabo, como es su obligación, alguna despreciable extravagancia establecida por el rey.
—Pero, ¿qué es eso? ¡Rayos, la ciudad está inundada de bestias salvajes! ¡Qué espantoso pasatiempo … qué arriesgada particularidad!
—Si usted quiere, sí, parece terrible, pero no es para nada peligrosa. Si observa con atención, notará que cada uno de esos animales sigue dócilmente a su amo. Algunos van con una soga al cuello, pero son aquellas especies más menudas o tímidas. El león, el tigre y el leopardo se mueven con total libertad. Han sido entrenados para sus actuales labores y sirven a sus respectivos amos como valets de chambre. Claro, a veces la naturaleza reclama sus quebrantadas leyes, pero, que un guerrero sea engullido, o que un toro sagrado sea encontrado muerto, son cosas demasiado banales para generar sensación en Epidafne.
—¿Y qué es ese sorprendente tumulto que se escucha? ¡Un aterrador ruido, incluso para Antioquía! Debe estar ocurriendo algo fuera de lo común.
—Así es. El rey ha preparado un nuevo espectáculo: una muestra de gladiadores en el hipódromo, tal vez una matanza de prisioneros escitas, la quema de su propio palacio, el derribo de algún hermoso templo… o tal vez una hoguera nutrida por algunos judíos. El rumor está aumentando. Los gritos y las risotadas están llegando a los cielos. El aire vibra con la estridencia de los instrumentos de viento y el espantoso ruego de un millón de gargantas. ¡Bajemos, en honor a la diversión y veamos qué pasa! ¡Cuidado… por allí…! Ahora nos encontramos en la calle principal, llamada calle de Timarco. Un tumulto de personas se acerca y nos será difícil ir contra la corriente. La muchedumbre se dispersa por la calle de Heráclides, que comienza exactamente en el palacio… Por lo que hemos de suponer que el rey está entre los alborotadores. ¡Así es, ya escucho los gritos de los mensajeros, anunciando su llegada con la ostentosa palabrería del Oriente! Podremos dar un vistazo a su persona cuando transite frente al templo de Ashimah. Vamos a protegernos en la entrada del santuario que no demorará en llegar. Mientras, miremos esta imagen. ¡Oh, el dios Ashimah en persona! Usted puede ver que no es ni un cordero, ni un chivo, ni un sátiro, tampoco se parece al dios Pan de los árcades. No obstante, todas estas imágenes han sido asignadas… ¡oh, disculpe usted: serán asignadas al Ashimah de los sirios por los sabios del futuro próximo. Póngase los lentes y dígame qué ve. ¿Qué es?
—¡Dios me salve! ¡Un mono!
—Exacto, un mandril. Pero por eso no deja de ser un dios. Su nombre deriva del griego Simia… ¡Ahhh, los arqueólogos son unos grandes tontos! ¡Pero… mire! ¡Ese pequeño nómada que corre allí! ¿Dónde se dirige? ¿Qué grita? ¿Qué dice? ¡Oh! Está diciendo que el rey viene triunfante, vestido con su traje de ceremonia y que acaba de matar con su propia mano a mil presos israelitas encadenados. ¡Y el imbécil lo glorifica hasta el cielo por esa acción! ¡Cuidado! ¡Viene otra turba igualmente andrajosa! Han compuesto en latín un himno sobre el valor del rey y mientras desfilan lo van cantando.
Mille, mille, mille,
Mille, mille, mille,
Decollavimus, unus homo!
Mille, mille, mille, mille, decollavimus!
Mille, mille, mille,
Vivat qui mille mille occidit!
Tantum vini habet nemo
Quantum sanguinis effudit!
Lo cual podría traducirse así:
¡Mil, mil, mil,
Mil, mil, mil,
Con un solo guerrero degollamos a mil!
¡Mil, mil, mil, mil! ¡Cantemos otra vez mil!
¡Ea!, cantemos:
Larga vida a nuestro rey,
¡Que bellamente mató a mil!
¡Ea! ¡Proclamemos
Que él nos ha dado
Más galones de sangre
Que toda la Siria vino!
—¿Escucha ahora ese sonar de las trompetas?
—Sí, el rey se acerca. ¡Observe, la muchedumbre está fascinada de admiración y levanta sus ojos al cielo en señal de veneración! ¡Ya viene… ya viene… ya está aquí!
—¿Quién? ¿Dónde está? ¿El rey? Yo no lo veo… no logro verlo en ningún lado.
—¿Qué? ¡Se ha quedado ciego!
—Tal vez. Lo único que logro ver es una turbulenta multitud de locos e imbéciles que se postran ante un formidable Camaleopardo, tratando de besar sus pezuñas. ¡Mire, el animal acaba de dar una patada a uno de esa gentuza… a otro… y a otro! ¡Oh, no logro dejar de embelesarme con el magnífico uso que esa bestia hace de sus patas!
—¿La gentuza? ¡Pero, si son los nobles y libres habitantes de Epidafne! ¿Dijo usted bestia? Tenga cuidado de no ser escuchado. ¿Es que acaso no observó usted que ese animal tiene rostro humano? ¡Mi estimado caballero, ese Camaleopardo es nada menos que Antíoco Epífanes, Antíoco el Ilustre, Rey de Siria, el más poderoso de los autócratas de Oriente! Cierto que con frecuencia suelen llamarlo Antíoco Epimanes… Antíoco el Loco… pero eso es porque la gente no tiene la capacidad de apreciar sus méritos. Lo más seguro es que en este instante se encuentre escondido dentro de la piel de un animal, haciendo cualquier cosa para representar a un Camaleopardo, pero su propósito es elevar aún más su dignidad de rey. Así mismo, el monarca es de tremenda estatura y el traje no le resulta inadecuado ni exageradamente grande. Por lo que podemos imaginar, que no se lo hubiera puesto si no se tratara de una oportunidad particularmente solemne. ¡Y usted no puede negar que la matanza de un millar de judíos no es algo solemne! ¡Con qué ilustre sobriedad se pasea el rey a cuatro patas! Fíjese que sus dos concubinas principales, Elliné y Argelais, le aguantan la cola. Todo su aspecto sería incomparablemente atractivo de no ser por la protuberancia de los ojos, los cuales acabarán saltándole de las órbitas tarde o temprano, y el muy raro color de su rostro, que se ha vuelto algo imposible de describir a causa de la cantidad de vino que ha ingerido. Vamos a seguirlo al hipódromo donde se dirige ahora, y oigamos su canto de triunfo que él mismo canta en primer lugar:
¿Quién es rey, sino Epífanes?
¡Decidlo! ¿Lo sabéis?
¿Quién es rey, sino Epífanes?
¡Bravo! ¡Bravo!
¡No hay nadie fuera de Epífanes,
No, no hay nadie!
¡Derribad entonces los templos
Y apagad el sol!
—¡Bravo, vistosamente entonado! La muchedumbre lo está saludando como el “Príncipe de los poetas”, “Gloria del oriente”, “Delicia del universo” y “El más extraordinario de los Camaleopardos”. Le han pedido un bis…¿escucha usted? ¡Lo está entonando de nuevo! Cuando llegue al hipódromo le colocarán la corona de la poesía, como preámbulo de su triunfo en las próximas olimpíadas.
—¡Pero, por Júpiter! ¿Qué está sucediendo entre la multitud que viene detrás de nosotros?
—¿Detrás, dice usted? ¡Ah, sí… ya veo! Querido amigo, usted habló a tiempo. ¡Debemos protegernos lo antes posible en algún lugar seguro! ¡Allí, en ese arco del acueducto! Le diré de inmediato la razón de la conmoción. Ha sucedido aquello que yo estaba presagiando. El particular aspecto del Camaleopardo con cabeza humana parece haber incomodado el sentido del decoro que, generalmente, tienen los animales feroces que han sido domesticados en esta ciudad. Como resultado se ha originado un motín. Y como suele ocurrir en tales ocasiones, ninguna fuerza humana será capaz de dominar a la multitud. Muchos sirios ya han sido devorados, pero el mandato general de estos patriotas de cuatro patas parece ser la de devorar al Camaleopardo. Motivo por el cual el “Príncipe de los poetas” huye en estos momentos sobre sus dos piernas para salvar su vida. Los cortesanos lo han abandonado en la encrucijada y sus concubinas han seguido tan maravilloso ejemplo. ¡Oh! ¡Delicia del universo, en qué enredo te has metido! ¡Gloria del oriente, corres peligro de masticación! No, no mires tu cola con tanta tristeza, tendrás que arrastrarla por el fango, no tienes otra salida. No mires hacia atrás para ver tu inevitable humillación. Ten fuerza, mueve rápidamente tus piernas y corre hacia el hipódromo. ¡No olvides que eres Antíoco Epífanes, Antíoco el Ilustre, “Príncipe de los poetas”, “Gloria del oriente”, “Delicia del universo” y “El más asombroso de los Camaleopardos”! ¡Señor, qué desplazamiento eres capaz de mostrar! ¡Qué rapidez para proteger tus piernas! ¡Corre, príncipe! ¡Bravo, Epífanes! ¡Muy bien, Camaleopardo! ¡Glorioso Antíoco! ¡Cómo corre… cómo salta… cómo vuela! ¡Está llegando al hipódromo igual que una flecha recién disparada por una catapulta! ¡Salta… grita… llegóooo! Estupendo, porque si demorabas un segundo más en cruzar las puertas del anfiteatro, ¡oh “Gloria del oriente”!, no hubiera quedado un solo cachorro de oso en Epidafne sin saborear un trozo de tu carne. ¡Vamos, salgamos de aquí! ¡Nuestros delicados oídos no serán capaces de tolerar el aullido que va a alzarse para alabar la escapatoria del rey! ¡Oiga usted… ya comenzaron! ¡Toda la ciudad está revuelta!
—¡No hay duda de que esta es la ciudad más poblada de Oriente! ¡Qué cantidad de personas! ¡Qué mezcla de clases y de edades! ¡Qué diversidad de sectas y naciones! ¡Qué infinidad de trajes! ¡Qué Babel de lenguas! ¡Qué rugidos de fieras! ¡Qué repicar de instrumentos! ¡Qué equipo de filósofos!
—¡Vamos, salgamos de este lugar!
—¡Espere! Veo un gran barullo en el hipódromo. ¿Por favor, podría decirme qué está ocurriendo?
—¿Eso? ¡Ohhh, eso no es nada! Los nobles y libres habitantes de Epidafne, después de declararse satisfechos de la fe, coraje, sabiduría y deidad de su rey y, habiendo sido testigos presenciales de la sobrenatural velocidad de hace un instante, suponen que es su deber colocar sobre su frente, además de la corona poética, la diadema de la victoria en la carrera pedestre, diadema que sin duda ganará en las próximas olimpíadas y que, claro está, le concederán por adelantado.
Mistificación
¡Diablos! Si estos son tus “pasos” y tus “montantes”,
no quiero saber nada de ellos.
Ned Knowles
El barón Ritzner Von Jung era miembro de una notable familia húngara cuyos integrantes, al menos hasta donde se ha podido verificar a través de viejos e irrefutables documentos, se habían destacado por esa clase de grotesquerie de la imaginación, de la que uno de sus descendientes, Tieck, ha constituido un fiel ejemplo, aunque no el más vívido. Mi relación con Ritzner se inició en el fastuoso castillo de los Jung, lugar al que me llevó una serie de inusuales acontecimientos, que no quiero promocionar, en los meses de verano del año 18... Fue en ese lugar donde me gané su aprecio y donde, con un cierto grado de dificultad, logré una comprensión parcial sobre la estructura de su mente. Posteriormente, ese conocimiento se hizo más agudo, a medida que progresaba la amistad que le dio inicio. Y cuando volvimos a encontramos en G...n después de tres años sin vernos, yo, ya sabía todo lo necesario acerca de la personalidad del barón Ritzner Von Jung.








