Cuentos completos

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Después de todo, no pude esconder a mi propia percepción que, inmediatamente luego de la caída de las gotas color rubí, un veloz cambio —pero a un estado peor— aconteció en la enfermedad de mi esposa, de tal modo, que durante la tercera noche, la destreza de sus sirvientes la preparaban para el sepulcro, y en la cuarta me encontraba yo solo sentado, ante el cuerpo de ella forrado en un sudario, en aquella fabulosa estancia en que la había tomado como mi esposa. Extrañas visiones, creadas por el opio, revoloteaban como sombras ante mí. Veía con ojos inquietos los sarcófagos en las esquinas de la estancia, las figuras cambiantes en los tapices y las iluminaciones serpentinas y policromas del incensario, encima de mi cabeza. Mis ojos sucumbieron entonces, cuando trataba de recordar los incidentes de la noche anterior en aquel lugar, bajo la luminosidad del incensario, donde yo había observado las huellas sutiles de la sombra. Sin embargo, ya no se encontraba allí, y respirando con gran alivio, volví mis ojos a la pálida y rígida forma tendida sobre el lecho. Entonces se abalanzaron sobre mí los mil recuerdos de Ligeia, y luego repercutió hasta mi corazón, con la violenta agitación de un oleaje, todo aquel indescriptible dolor con que la había observado amortajada. La noche iba trascurriendo, y siempre con el pecho atiborrado de amargos pensamientos de ella, de mi solo y único amor, me quedé con los ojos fijos en el cuerpo de Róvena.
Sería la medianoche o quizá más temprano, pues no había tomado en cuenta el tiempo, cuando un sollozo quedo, suave, pero bastante claro, me despertó alarmado, de mi ensueño. Sentí que provenía del lecho de ébano, del lecho de muerte. Escuché con la zozobra de un supersticioso terror, pero no se repitió aquel sonido. Forcé la vista para develar movimiento cualquiera en el cuerpo, pero no se escuchó nada. Con todo, no podía haberme equivocado. Había escuchado el sonido, siquiera suave, y mi alma estaba muy despierta en mí. Mantuve resuelta y empeñadamente concentrada mi atención sobre el cadáver. Trascurrieron varios minutos antes de que acaeciera algún incidente que proyectase una luz sobre aquel enigma. Por último fue evidente que una coloración suave y muy débil, apenas perceptible, teñía de rosa y se propagaba por sus mejillas y por las delicadas venas de sus párpados. Destruido por una especie de terror y de horror inconfesables, para los cuales no tiene el lenguaje humano una expresión lo suficientemente apropiada, sentí que mi corazón se detenía y que mis miembros se volvían rígidos sobre mi asiento. No obstante, el sentimiento del deber me devolvió, por último, el control de mí mismo. No ponía poner en duda ya por más tiempo de que habíamos realizado preparativos fúnebres prematuros, ya que Róvena vivía aun. Era menester realizar desde luego algún intento; pero la torre se encontraba separada por completo del ala de la abadía morada por la servidumbre, no tenía cerca ningún criado al que pudiera acudir ni tenía yo manera de pedir ayuda, sin tener que abandonar la estancia durante varios minutos, a lo cual no podía atreverme. Batallé, pues, solo, esforzándome por reanimar aquel espíritu aun en suspenso. A la postre, en un corto lapso de tiempo, tuvo una recaída evidente; se desvaneció el color de los párpados y de las mejillas, dejando una lividez más que marmórea, los labios se ciñeron con doble fuerza y se encogieron con la expresión lívida de la muerte, una frialdad y una viscosidad asquerosa arroparon en seguida la superficie de su cuerpo, y la acostumbrada rigidez cadavérica sobrevino al punto. Me dejé caer, tembloroso, encima del diván del que había sido arrancado tan súbitamente y me dejé llevar de nuevo, a mis apasionadas visiones de Ligeia.
Así pasó una hora, cuando (¿sería posible?) noté por segunda vez un ruido vago que provenía de la parte del lecho. Percibí, en el colmo del horror, que el ruido que se reprodujo era un suspiro. Dirigiéndome hacia el cadáver, vi —miré con toda claridad— un temblor sobre sus labios. Un minuto después se abrieron, mostrando una brillante fila de dientes blanquecinos. El asombro luchó entonces en mi pecho con el profundo horror que hasta ahora lo había controlado. Sentí cómo mi vista se volvía oscura, que mi razón se perdía, y gracias únicamente a un violento esfuerzo, retomé al fin vigor para cumplir la tarea que el deber volvía a ordenarme. Tenía ahora un color cálido en la frente, sobre las mejillas y sobre la garganta, un calor notable recorría todo el cuerpo e incluso el corazón poseía un suave latido. Mi mujer vivía. Con un ardor reforzado, me dispuse a la tarea de resucitarla. Froté y percutí las sienes y las manos, y empleé todos los procedimientos que me recomendaron la experiencia y cuantiosas lecturas médicas. Pero fue inútil. De repente el color se desvaneció, pararon los latidos, los labios volvieron a retomar la expresión de la muerte, y un instante más tarde, el cuerpo en su totalidad, recobró su frialdad de hielo, aquel tono lívido, su densa rigidez, su contorno hundido, y todas las temibles peculiaridades de lo que ha permanecido por varios días en el sepulcro.
Y me sumergí nuevamente en las visiones de Ligeia, y otra vez (¿cómo sorprenderse de que me conmueva mientras escribo?), otra vez arribó a mis oídos un sollozo asfixiado desde el lecho de ébano. Pero (¿para qué detallar meticulosamente los horrores inexplicables de aquella noche? ¿Para qué ponerme a relatar ahora cómo, una vez tras otra vez, casi hasta que despuntó el alba, el horripilante drama de la resurrección se volvía a repetir? ¿Cómo cada espeluznante recaída se convertía tan solo en una muerte más rígida y más inconcebible, cómo cada zozobra tomaba la forma de una batalla contra un enemigo invisible, y cómo ahora cada batalla era seguida por no sé qué rara alteración en la apariencia del cadáver? Me apresuraré a concluir.
La mayor parte de la espeluznante noche había pasado, y aquella que estaba muerta se movió de nuevo, al presente con más fuerza que nunca, aunque despertándose de una ruptura más horrible y totalmente más irremediable que ninguna. Yo, desde hacía largo rato, había interrumpido la batalla y el movimiento, y me mantenía sentado rígido sobre el diván, presa indefensa de un torbellino de violentos sentimientos, de los cuales el menos escalofriante, quizá el menos aniquilante, constituía un supremo pánico. El cadáver, explico, se movía, y al presente con más energía que antes. Los colores de la vida se esparcían con un inusitado vigor por la cara y se distendían sus miembros, y si no fuera porque los párpados continuaban cerrados fuertemente, y las vendas y los tapices seguían dando a la figura su carácter sepulcral, yo habría soñado que Róvena se liberaba por completo de las fauces de la Muerte. Pero si no había admitido esa idea por completo, ya no pude dudar por más tiempo cuando se levantó del lecho, tambaleándose con débiles pasos de la misma manera que una persona atontada por el sueño. Aquella figura que estaba amortajada anduvo temeraria y palpablemente hasta el centro de la estancia.
No temblé, ni hice movimiento alguno, pues una multitud de fantasías indescriptibles, relacionadas con el aire, la estatura, el comportamiento de la figura, se abalanzaron velozmente en mi cerebro, me inmovilizaron y me petrificaron. No me movía, sino que observaba fijamente esa aparición. Había en mis pensamientos una loca turbación, un tumulto que no era mitigable, ¿podía de verdad ser la Róvena viva quien se encontraba frente a mí? ¿Podía de verdad ser Róvena en absoluto, la de los rubios cabellos y azules ojos, Lady Róvena Trevanion de Tremaine? ¿Por qué, por qué lo ponía yo en duda? El vendaje oprimía bastante la boca, pero ¿entonces podía no ser esa la boca que respira de Lady de Tremaine? Y las mejillas eran sus rosadas mejillas como en el furor de su vida. Sí, aquellas eran de verdad las lindas mejillas de Lady de Tremaine, viva. Y la barbilla, con sus hoyuelos saludables, ¿podían no ser los suyos? Pero ¿había crecido ella desde su padecimiento? ¿Qué indescriptible demencia se adueñó de mí ante esta idea? ¡De un solo brinco estuve a sus pies! Eludiendo mi contacto, zarandeó ella su cabeza, desapretó la tiesa mortaja en la que estaba enrollada, y entonces se derramó por el agitado aire de la estancia una masa enorme de extensos y despeinados cabellos que ¡eran mucho más negros que las alas del cuervo de medianoche! Y entonces, la figura que se elevaba frente a mí, abrió lentamente los ojos.
—¡Por fin puedo mirarlos! —grité en voz alta—. ¿Cómo podía yo estar equivocado? ¡Estos son los grandes, los negros, los fervorosos ojos de mi infortunado amor, de Lady, de Lady Ligeia!
Cómo escribir un artículo
al estilo del Blackwood
En nombre del Profeta..., ¡higos!
Pregón de los vendedores turcos de higos
Estoy asumiendo que todo el mundo ha oído hablar de mí. Soy la Señora Psyche Zenobia. Que no quede la menor duda. Los únicos capaces de llamarme Suky Snobbs son mis enemigos. He escuchado decir que Suky es una vulgar reducción de Psyche, palabra proveniente del más exquisito griego, que significa “el alma”, y yo, yo soy toda alma, y a veces “mariposa” también, porque esta última alude sin dudas a mi figura cuando luzco mi vestido nuevo de seda escarlata, con mantelet azul celeste, guarnición de agraffas color verde y los siete volantes de aurículas color naranja. En cuanto a Snobbs, cualquier persona que pose sus ojos en mí se dará cuenta de inmediato, de que no puedo llamarme Snobbs. La señorita Tabitha Nabo difundió esa información por pura envidia. ¡Nadie menos que Tabitha Nabo! ¡La vil intrigante! ¿Pero qué podría esperarse de un nabo? Me pregunto si escuchó alguna vez ese viejo proverbio acerca de “la sangre que sale de un nabo…”, etc. (Memorándum: Recordárselo en la primera oportunidad.) (Otro memorándum: Jalarle la nariz.) ¿Dónde quedé? ¡Sí, claro! Me han asegurado que Snobbs es una deformación de Zenobia y que Zenobia era una reina. Como yo, pues. (El Dr. Moneypenny siempre me llama la reina de corazones). También me han jurado, que tanto Zenobia como Psyche proceden del mejor griego, y que tengo derecho a usar el patronímico porque mi padre era “un griego”, o sea, Zenobia y no Snobbs. Nadie que no sea Tabitha Nabo me dice Suky Snobbs. Yo soy la Señora Psyche Zenobia.
Como ya he mencionado, todo el mundo ha escuchado hablar de mí. Soy la misma Señora Psyche Zenobia, tan merecidamente alabada como secretaria perteneciente a la “Philadelphia, Regular, Exchange, Tea, Total, Young, Belles, Lettres, Universal, Experimental, Bibliographical, Association, To, Civilize, Humanity”. El doctor Moneypenny es el creador de este apelativo, y dice que lo escogió porque le sonaba a algo grande como una barrica vacía de ron. (Este hombre es vulgar en ocasiones, pero es siempre profundo.) Aparte, todos nosotros sumamos las iniciales de la sociedad a nuestros nombres, del mismo modo que lo hacen los miembros de la R. S. A., Royal Society of Arts, o la S. D. U. K., Society for the Diffusion of Useful Knowledge, etc. El doctor Moneypenny señala de esta última que la S. significa “soso”, y que D. U. K. se pronuncia como duck, pato —lo cual no es verdad—, por lo que, S. D. U. K. quiere decir “el pato soso” y no la verdadera sociedad creada por Lord Brougham. Pero el doctor Moneypenny es un personaje tan insólito que nunca sé si está hablando en serio. De todas formas, nosotros invariablemente le agregamos a nuestros nombres las iniciales P. R. E. T. T. Y. B. L. U. E. B. A. T. C. H., es decir: “Philadelphia, Regular, Exchange, Tea, Total, Young, Belles, Lettres, Universal, Experimental, Bibliographical, Association, To, Civilize, Humanity” como puede notarse, usamos una letra para cada palabra, lo cual simboliza un paso adelante sobre la sociedad de Lord Brougham. El doctor Moneypenny sostiene que esta abreviación revela nuestro verdadero carácter, pero la verdad no comprendo que quiere dar a entender.
A pesar de las acertadas tentativas del doctor y de los agotadores esfuerzos de la asociación para lograr cierto renombre, los resultados fueron mínimos hasta el día en que yo formé parte de ella. A decir verdad, los socios se satisfacían con discusiones plagadas de arrogancia. Los temas que se leían los sábados por la tarde se caracterizaban por sus payasadas y no por su seriedad. No eran más que deliciosa verborrea. No se investigaban ni las causas iniciales, ni los principios de base. No se investigaba nada de nada. No se ponía nada de atención al punto más relevante: “la conveniencia de las cosas”. Para resumir, no se escribía tan hermosamente como escribo yo. Todo era pobre, muy pobre. Nada de profundidad, nada de cultura, nada de metafísica..., nada de aquello que los instruidos llaman espiritualidad y que los iletrados prefieren agraviar con el nombre de “jerga”. Cuando me incorporé a la sociedad hice todo lo posible por implementar en ella un mejor estilo de razonamiento y redacción, y todos saben muy bien hasta donde pude llegar. En la actualidad, producimos en el P. R. E. T. T. Y. B. L. U. E. B. A. T. C. H. artículos tan atractivos como los que podrían encontrarse en el Blackwood. Y hablo del Blackwood, porque me han afirmado que, precisamente, en las páginas de este acreditado magazine deben buscarse los más calificados ensayos acerca de cualquier tema. En todo sentido, lo hemos tomado como ejemplo y como es natural ya estamos logrando una veloz popularidad. Después de todo, cuando se ha aprendido la forma de hacerlo, no es tan complejo escribir un artículo que tenga la verdadera estampa de los ensayos publicados en el Blackwood. Debe entenderse que no estoy hablando de los artículos políticos. Todo el mundo sabe cómo deben escribirse desde que nos lo explicó el Dr. Moneypenny: el señor Blackwood posee unas tijeras de sastre y tres aprendices que esperan sus órdenes. Uno de ellos le entrega el Times, otro el Examiner, y el tercero el Nuevo compendio de insultos en slang. El señor B. se restringe a recortar de uno y otro y a mezclar. Todo eso se realiza en un instante, y no hay más que Examiner, insultos en slang y Times, o, Times, insultos en slang y Examiner, o también, Times, Examiner e insultos en slang.
Pero la mayor cualidad de su revista está en sus variados artículos, y los mejores de ellos son lo que el Dr. Moneypenny denomina las bizarreries (vaya a saberse qué quiere decir eso), pero son lo que todo el mundo considera artículos profundos. Hace cierto tiempo que he aprendido a valorar esta clase de redacciones, aunque fue en mi última visita a Mr. Blackwood, en calidad de representante de la asociación, que llegué a entender con claridad el método que debe seguirse para escribirlas. Se trata de un método muy simple, aunque no tanto como el de los textos políticos. Cuando llegué frente a Mr. Blackwood, manifestando los deseos de la sociedad, me recibió muy atentamente, me llevó a su oficina y comenzó a explicarme con toda precisión el procedimiento señalado.
—Mi estimadísima señora —dijo, claramente deslumbrado por mi majestuosa apariencia, pues estaba usando el vestido de seda escarlata, con agraffas color verde y aurículas color naranja—, mi estimada señora, tenga el placer de sentarse. La situación es la siguiente: en primer lugar, un escritor de intensidades debe poseer una tinta muy negra y una gran pluma de mango bien chato. Por otra parte, Miss Psyche Zenobia... ¡preste atención! —agregó después de una pausa, articulando con gran energía y ceremonia—, ¡preste mucha atención a lo que voy a indicarle! ¡Dicha pluma... nunca... nunca debe ser afilada! Mi señora, allí es donde se encuentra el secreto… el alma de la intensidad. Asumo la responsabilidad de confirmar que un escritor jamás ha escrito un buen artículo con una buena pluma, por más grandioso que fuera su genio. Usted debe dar por sentado que cuando un documento es legible nunca valdrá la pena leerlo. Ese es el principio mentor de nuestra fe, y si usted no lo acepta de inmediato, nuestra charla habrá terminado.
Se detuvo, pero como, evidentemente, yo no quería que nuestra conversación llegara a su término, me declaré de acuerdo con algo ciertamente indudable y de cuya certeza no había tenido jamás la más mínima duda. Se mostró complacido y siguió con sus instrucciones.
—Puede resultar aborrecible, Miss Psyche Zenobia, que la dirija a un ensayo o a una serie de ellos para que los use como modelos, no obstante, quisiera llamar su atención sobre algunos en especial. Vamos a ver. Un ejemplo es “El muerto vivo”, que es definitivamente extraordinario: una reseña de las impresiones de un señor que fue enterrado antes de emanar su último aliento. Allí posee usted un artículo lleno de sabor, horror, sentimiento, metafísica y sabiduría. Usted podría jurar que el escritor nació, creció y que fue educado en un ataúd. Luego, tenemos las “Confesiones de un consumidor de opio”. ¡Precioso, bellísimo! Una extraordinaria imaginación, una profunda filosofía, agudos análisis, muchísimo ardor y furia, y todo eso bien condimentado de elementos incoherentes. Le puedo asegurar que su publicación fue un auténtico manjar, que resbaló delicadamente por la garganta de los lectores. Todos decían que su autor era Coleridge, pero no era cierto. Lo escribió “Junípero”, mi mandril preferido con la ayuda de un gran vaso de ginebra holandesa con agua, “caliente y sin azúcar” (esto me hubiese sido imposible de creer si no me lo asegura el mismo Mr. Blackwood). Adicionalmente, tenemos “El experimentador involuntario”, relativo a un señor que quedó atrapado en un horno de pan, de donde salió sano y salvo, aunque tostado. Del mismo modo tenemos “El diario de un médico”, cuyo éxito radica en su lenguaje altisonante y el empleo de un griego mediocre, cosas que juntas apasionan al público. Por otro lado, estimadísima Miss Zenobia, recordemos “El hombre en la campana”, un texto que no puedo dejar de recomendarle afectuosamente. Se trata de un caballero que se queda dormido debajo de una campana y se despierta justo cuando esta comienza a tocar para difuntos. Los tañidos lo enloquecen a tal punto que extrayendo papel y lápiz, nos entrega un diario de sus sensaciones. Después de todo, estas sensaciones son lo que cuenta. Si en algún momento le sucede a usted ahogarse o ser ahorcada, no olvide escribir un relato de sus sensaciones. Podrá ganar diez guineas por página. Miss Zenobia, si usted desea escribir con carácter ponga toda su atención en las sensaciones.
—Claro que lo haré, Mr. Blackwood —contesté.
—¡Excelente! Ya veo que es usted una discípula como las que me gustan. Pero ahora debo informarle los detalles necesarios para elaborar lo que podríamos llamar un legítimo artículo al estilo del Blackwood, es decir, algo extraordinario. Y no le resultará extraño si le menciono que este tipo de escrito es el que me parece el mejor para cualquier finalidad.
El primer paso radica en meterse en un lío como nunca antes se haya visto algo semejante. Por ejemplo, el horno era un tema excelente. Pero si usted no posee ni horno ni campana a la mano, y si le es complicado caerse de un globo, ser devorada por un terremoto o quedar atascada dentro de una chimenea, tendrá que alegrarse con la estricta imaginación de similares adversidades. De igual manera, yo preferiría que los acontecimientos confirmaran su relato. No hay nada que ayude tanto a la fantasía como la noción empírica del tema que se trata. Como usted bien sabe, “la verdad es más extraña que la ficción”, aparte de que es lo que necesitamos.
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