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Después de esto el visitante se sirvió vino y llenó otro vaso para Bon-Bon, lo invitó a disfrutarlo sin escrúpulos y a sentirse divinamente en su casa.
—Un libro muy agudo el suyo, Pierre —prosiguió su Majestad, dándole una palmada de complicidad en la espalda, una vez que nuestro amigo vació su vaso en atención al pedido de su visitante—. Palabra de honor. Es un libro muy astuto. Un libro como los que a mí me gusta leer… Sin embargo, creo que su presentación del argumento podría mejorarse y muchos de sus fundamentos me recuerdan a Aristóteles. Este filósofo fue uno de mis compañeros más íntimos. Lo quería muchísimo por su espantoso malhumor, así como por su extraordinaria facilidad para equivocarse. En todo aquello que escribió solo existe una concreta verdad, y yo se la sugerí de tanto tenerle lástima al notarlo tan absurdo. He de imaginar, Pierre Bon-Bon, que usted sabe muy bien a qué concreta verdad moral me refiero.
—No podría señalar que…
—¿En serio? Está bien, yo fui quien le dijo a Aristóteles que el hombre expulsaba las ideas innecesarias por la nariz al estornudar.
—Lo cual… ¡hic!… es totalmente verdad —dijo el metafísico, mientras se llenaba otro gran vaso de Mousseux y le ofrecía su estuche de rapé al visitante.
—También tuvimos a Platón —continuó su Majestad, declinando recatadamente la invitación a tomar rapé y el cumplido que ello significaba—. Tuvimos a Platón, por quien sentí el afecto que se siente por los amigos durante un tiempo. ¿Conoció usted a Platón, Bon-Bon? ¡Ah, cierto, le pido mil disculpas! Pues bien, un día nos cruzamos en Atenas, en el Partenón. Me comentó que estaba preocupadísimo indagando una idea. Hice que escribiera que ο νους εςτιν αυλος. Me indicó que lo haría y regresó a casa, mientras yo continuaba el viaje hacia las pirámides. Pero me remordía la conciencia por haber revelado una verdad aunque fuera para auxiliar a un amigo, Y volviendo rápidamente a Atenas, alcancé la silla del filósofo justo cuando se disponía a escribir el αυλος.
Le di un sopetón a la “lambda” y la hice ponerse cabeza abajo. Por eso, ahora, la frase dice: ο νους εςτιν αυγος, y compone, como usted bien sabe, la doctrina esencial de su metafísica.
—¿Ha estado usted en Roma? —preguntó el restaurateur al tiempo que finalizaba su segunda botella de Mousseux y sacaba del armario una generosa provisión de Chambertin.
—Una sola vez, Monsieur Bon-Bon, una sola vez. Hubo una época —dijo el demonio como si declamara un pasaje de un libro— en que la anarquía reinó durante un quinquenio durante el cual la república, despojada de todos sus funcionarios, no tuvo otra censura que los magistrados del pueblo y estos no tenían ninguna investidura legal que los habilitara para el desempeño ejecutivo. Solo en ese momento, Monsieur Bon-Bon… solo en ese momento permanecí en Roma… por lo tanto, no poseo relaciones terrenales con su filosofía.
—¿Y usted, qué piensa usted… qué piensa usted… ¡hic!… de Epicuro?
—¿Que qué pienso de quién? —interrogó el diablo atónito—. No querrá encontrar algún error en Epicuro, espero. ¿Que qué pienso de Epicuro? Señor, ¿usted está hablando de mí? ¡Yo soy Epicuro! Soy el mismo filósofo que escribió cada uno de los trescientos manuscritos que tanto elogiaba Diógenes Laercio.
—¡Usted me engaña! —replicó el metafísico, a quien el vino se le había subido algo a la cabeza.
—¡Muy bien! ¡Muy bien, mi señor! ¡Francamente, muy bien! —dijo su Majestad, al parecer intensamente complacido.
—¡Me está engañando! —repitió el restaurateur, dogmático—. ¡Me está… ¡hic!… engañando!
—¡Está bien, si usted lo dice! —exclamó el demonio tranquilamente, y Bon-Bon, después de ganarle a su Majestad en la discusión, pensó que era su deber terminar una segunda botella de Chambertin.
—Como le iba diciendo —siguió el visitante— y como le señalaba hace un instante, en su libro, Monsieur Bon-Bon, hay algunos conceptos demasiado outrées. Por ejemplo, ¿qué intención tiene usted con todo ese alboroto acerca del alma? ¿Podría usted decirme qué es el alma, caballero?
—El alma… ¡hic!… —respondió el metafísico, aludiendo a su manuscrito— es indudablemente…
—¡No, señor!
—Indudablemente…
—¡No, señor!
—Indudablemente…
—¡No, señor!
—Indiscutiblemente…
—¡No, señor!
—Incontrovertiblemente…
—¡No, señor!
—¡Hic!
—¡No, señor!
—Y más allá de toda duda, el alma…
—¡No, señor, el alma no es nada de eso! (Aquí el filósofo, con aire molesto, aprovechó la situación para darle un fin inmediato a la tercera botella de Chambertin.)
—Entonces… ¡hic!… Pues, diga usted, señor, ¿qué es?
—No es ni esto ni es aquello, Monsieur Bon-Bon —contestó reflexivo su Majestad—. He probado… es decir, he conocido ciertas almas muy malas y otras que han sido excelentes. Dicho esto se relamió, pero, distraídamente, dejó caer la mano sobre el libro que llevaba en el bolsillo y se vio atacado por un implacable ataque de estornudos.
—Estaba el alma de Cratino —continuó—, era pasable… La de Aristófanes, chispeante. ¿Platón? Exquisito… No el Platón que usted conoce, sino el poeta cómico; su Platón hubiera causado vómitos a Cerbero… ¡Asco! Veamos… estaba Nevio, Terencio, Plauto y Andrónico. Luego Catulo, Nasón, Lucilio y Quinto Flaco… ¡Querido Quinti! Así le decía yo mientras cantaba un seculare para alegrarme y yo lo freía colgado de un tridente… ¡tan entretenido! Pero a los romanos les falta sabor. Un griego regordete equivale a una docena de ellos, aparte de que se conserva, cosa que no aplica para un romano. Probemos su Sauternes.
Bon-Bon, a estas alturas, había resuelto mantenerse fiel al nil admirari y se apresuró a bajar la botella señalada. Sin embargo, sentía un sonido extraño, como si alguien estuviera meneando la cola. El filósofo decidió no darse por enterado de tan impúdico comportamiento de su Majestad y se limitó a darle una patada al perro y ordenarle que permaneciera quieto. El visitante continuó:
—Encontré que Horacio tenía un sabor muy similar al de Aristóteles… y usted ya sabe que la variedad me encanta. Era improbable diferenciar a Terencio de Menandro. Para mi fascinación, Nasón era Nicandro disfrazado y Virgilio tenía un detalle nasal como el de Teócrito. Marcial recordó a Arquíloco, y, sin duda alguna, Tito Livio era Polibio.
—¡Hic! —replicó Bon-Bon, mientras su Majestad continuaba.
—Sin embargo, si tengo algún penchant, Monsieur Bon-Bon… si tengo algún penchant, es un filosofo. Pero, permítame señalarle, que no cualquier demon… que no cualquier persona sabe cómo escoger a un filósofo. Los que tienen elevada estatura no son buenos, y los buenos, si no se los descascara con cuidado, pueden ser un muy amargos a causa de la hiel.
—¡Si no se los descascara…!
—Quiero decir, si no se los retira del cuerpo.
—¿Y usted, qué pensaría de un… ¡hic!… médico?
—¡Por favor, ni los nombre! ¡Asco, asco! —y su Majestad vomitó violentamente—. Únicamente probé uno… aquel miserable de Hipócrates… ¡Hedía a asafétida!… ¡Que asco! Pesqué un resfriado espantoso, lavándolo en el Estigia… y después de todo me infectó de cólera morbo.
—¡Qué… hic… qué desgraciado! —exclamó Bon-Bon—. ¡Qué aborto… hic… de una caja de pastillas! Y el filósofo soltó una lágrima.
—Después de todo —continuó nuestro visitante—, si un demon… si un caballero quiere vivir, necesita desarrollar bastante destreza. Entre nosotros, un rostro regordete muestra diplomacia.
—¿Puede explicarlo?
—Pues bien, a veces nos vemos muy restringidos en materia de abastecimiento. Usted puede imaginar que en un clima tan sofocante como el nuestro, es imposible mantener con vida a un espíritu durante más de dos o tres horas y, después de muerto, a menos que procedamos a encurtirlo de inmediato (y un espíritu encurtido no es tan sabroso), empieza a… a oler, ¿usted entiende…? La putrefacción es un asunto de temer cuando nos envían las almas de la manera tradicional.
—¡Hic! ¡Gran Dios! ¡Hic! ¿Pero cómo se las arreglan?
En este instante la lámpara de hierro comenzó a balancearse con duplicada violencia y el demonio medio saltó de su asiento, pero luego, con un suspiro contenido, recuperó la compostura, y se limitó a decirle en voz muy baja a nuestro héroe:
—Le ruego algo, Pierre Bon-Bon, que no exprese juramentos.
El filósofo engulló otro vaso, a fin de mostrar su total comprensión y aceptación. Así, el visitante continuó:
—Bueno, nos arreglamos de diversas formas. Una gran parte de nosotros se muere de hambre, algunos ceden ante el encurtido. Por mi parte, adquiero mis espíritus vivient corpore, pues me he dado cuenta de que así se mantienen muy bien.
—¿Pero el cuerpo …hic …y el cuerpo?
—¡El cuerpo, el cuerpo! ¿Y qué, con el cuerpo? ¡Oh, ah, ya, ya! Pues bien, mi estimado, la transacción no afecta al cuerpo para nada. He realizado incontables adquisiciones de este género en mis tiempos y los implicados nunca sufrieron el menor inconveniente. Sirvan como ejemplo Nerón, Calígula, Caín y Nemrod, Dionisio y Pisístrato… además de otros mil que nunca sospecharon lo que era tener un alma en los últimos momentos de sus vidas. Sin embargo, señor mío, esos hombres eran el ornamento de la sociedad. ¿Y también está A… a quien usted conoce tan bien como yo? ¿No se encuentra él en posesión de todas sus facultades mentales y físicas? ¿Quién puede escribir un epigrama más agudo que él? ¿Quién razonaría con más ingenio? ¿Quién…? ¡Pero, basta ya! Tengo este contrato en mi bolsillo.
Diciendo esto, sacó una cartera de cuero rojo y extrajo de ella gran cantidad de papeles. Bon-Bon llegó a ver parte de algunos nombres en varios documentos: Maquiav… Robesp… Maza… y las palabras Calígula, George, Elizabeth. Su Majestad seleccionó una delgada tira de pergamino y procedió a leer el siguiente párrafo:
“A cambio de algunos dones intelectuales que no es necesario especificar y a cambio, además, de mil luises de oro, yo, de un año y un mes de edad, por medio de la presente cedo al portador de este contrato todos mis derechos, títulos y pertenencias de esa sombra llamada “alma”. (Firmado) A…”.
(Entonces, su Majestad leyó un nombre que no me creo autorizado a revelar de una forma más inequívoca.)
—Él era un personaje muy sagaz —resumió—, pero, igual que usted, Monsieur Bon-Bon, estaba equivocado acerca del alma. ¡El alma… una sombra! ¡Ja, ja, ja! ¡Je, je je! ¡Ji, ji, ji! ¡Imagínese una sombra fricassée!
—¡Imagínese… hic… una sombra fricassée! —duplicó nuestro héroe, cuyas dotes se estaban iluminando considerablemente ante la seriedad del discurso de su Majestad.
—¡Imagínese… hic… una sombra fricassée! —repitió—. ¡Que me ahorquen… hic… hic…! ¡Y si yo hubiera sido tan… hic… tan necio! ¡Mi alma señor… hic!
—¿Su alma, Monsieur Bon-Bon?
—¡Sí, señor! ¡Hic! Mi alma es…
—¿Dígame, señor mío?
—¡No es ninguna sombra, que me ahorquen!
—¿Usted quiere usted decir que…?
—Sí, señor. Mi alma es… hic… ¡sí, señor!
—¿Usted no querrá asegurar que…?
—Mi alma est… hic… sustancialmente calificada para… hic… para un…
—¿Un qué, señor mío?
—Un asado.
—¡Ah!
—Un souflée.
—¡Eh!
—Un fricassée.
—¿De verdad?
—Ragout y fricandeau… ¡Vamos a ver, mi buen amigo! ¡Se la dejaré a usted… hic… haremos un trato! —y el filósofo palmeó a su Majestad en la espalda.
—Tal cosa no es posible —dijo este último sosegadamente, mientras se levantaba de su asiento.
El metafísico se quedó mirándolo.
—Tengo suficiente provisión por el momento —señalo su Majestad.
—¡Hic! ¿Cómo?
—Y, a la vez, no tengo fondos disponibles.
—¿Qué?
—Además, no es correcto de mi parte que…
—¡Caballero!
—…que me aproveche…
—¡Hic!
—…de su afligida y poco elegante situación en este momento.
Y con estas palabras, el visitante hizo un saludo y se retiró —sin que se pueda señalar de qué manera exactamente—. Pero en un bien calculado esfuerzo por lanzar una botella al “villano” se rompió la delgada cadena que colgaba del techo y el metafísico quedó tendido por el golpe de la lámpara al caer.
Manuscrito hallado en una botella
Qui n’a plus qu’un moment à vivre
N’a plus rien à dissimuler2.
Quinault-Atys
Acerca de mi país y mi familia tengo poco que explicar. Un trato injusto y el paso de los años me han alejado de uno y enemistado con la otra. Mi patrimonio me permitió recibir una educación poco común y una inclinación contemplativa permitió que convirtiera en metódicos los conocimientos rápidamente adquiridos en tempranos estudios. Pero por sobre todas las cosas me proporcionaba gran placer el estudio de los moralistas alemanes; no por una desatinada admiración a su elocuente locura, sino por la facilidad con que mis rígidos hábitos mentales me permitían detectar sus falsedades. Frecuentemente se me ha reprochado la aridez de mi talento; la falta de imaginación se me ha imputado como un crimen; y el escepticismo de mis opiniones me ha hecho notorio en todo instante. La verdad, temo que una fuerte inclinación por la filosofía física haya teñido mi mente con un error muy común en esta época: hablo de la costumbre de relatar sucesos, aun los menos adecuados de dicha referencia, a los principios de esa disciplina. En definitiva, no creo que haya nadie menos propenso que yo a alejarse de los severos límites de la verdad, dejándose llevar por el ignes fatui3 de la superstición. Me ha parecido conveniente sentar esta premisa, para que la increíble historia que debo narrar no sea considerada la fiebre de una imaginación desbocada, sino la experiencia auténtica de una mente para quien los ensueños de la fantasía han sido letra muerta y nula.
Tras muchos años de viajar por el extranjero, en el año 18... me embarqué en el puerto de Batavia, en la rica y populosa isla de Java, en un crucero por el archipiélago de las islas Sonda. Iba en calidad de pasajero, únicamente inducido por una especie de nerviosa desazón que me fustigaba como un espíritu demoníaco.
Nuestro majestuoso navío, de unas cuatrocientas toneladas, había sido fletado en Bombay en madera de teca de Malabar con remaches de cobre. Transportaba una carga de algodón en rama y aceite, de las islas Laquedivas. También llevábamos a bordo fibra de corteza de coco, azúcar moreno de las Islas Orientales, manteca clarificada de leche de búfalo, granos de cacao y algunos cajones de opio. La carga había sido mal estibada y el barco casi se hundía.
Levamos anclas apenas impulsados por una tenue brisa, y a lo largo de muchos días permanecimos cerca de la costa oriental de Java, sin otro percance que quebrara la monotonía de nuestro curso que el ocasional encuentro con los pequeños barquitos de dos mástiles del archipiélago al que habíamos puesto rumbo.
Una tarde, apoyado sobre el pasamanos de la borda de popa, vi hacia el noroeste una nube muy extraña y aislada. Era singular, no solo por su color, sino por ser la primera que avistábamos desde nuestra marcha de Batavia. La observé con detenimiento hasta el ocaso, cuando de pronto se extendió hacia este y oeste, ciñendo el horizonte con una angosta franja de vapor y adquiriendo la forma de una larga línea de playa. Pronto atrajo mi atención la coloración de un tono rojo oscuro de la luna, y la singular apariencia del mar. Este sufría una rápida transformación y el agua parecía más transparente que habitualmente. A pesar de que alcanzaba a distinguir claramente el fondo, al echar la sonda comprobé que el barco navegaba a quince brazas de profundidad. Entonces el aire se tornó intolerablemente asfixiante y cargado de exhalaciones en espiral, parecidas a las que surgen del hierro al rojo. A medida que fue cayendo la noche, desapareció todo vestigio de brisa y resultaba imposible concebir una calma mayor. Sobre la toldilla ardía la llama de una vela sin el más imperceptible movimiento, y un largo cabello, sostenido entre dos dedos, colgaba sin que se advirtiera la menor vibración. Sin embargo, el capitán manifestó que no percibía ninguna advertencia de peligro, pero como navegábamos a la deriva en dirección a la costa, ordenó arriar las velas y echar el ancla. No colocó vigías y la tripulación, compuesta mayoritariamente por malayos, se tendió por propia voluntad sobre cubierta. Yo bajé... sobrecogido por una mala premonición. En verdad, todas las señales me advertían la inminencia de un simún4. Expuse mis temores al capitán, pero él no prestó atención a mis palabras y se alejó sin dignarse a contestarme. Sin embargo, mi zozobra me impedía dormir y alrededor de medianoche subí a cubierta. Al apoyar el pie sobre el último peldaño de la escalera de cámara me llenó de espanto un ruido fuerte e intenso, parecido al producido por el giro veloz de la rueda de un molino, y antes de que pudiera averiguar su significado, percibí una vibración en el centro del barco. Momentos después se desplomó sobre nosotros un furioso mar de espuma que, pasando por encima del puente, barrió la cubierta de proa a popa.
La furiosa violencia de la ráfaga fue, en gran medida, la salvación del barco. Aunque totalmente cubierto por el agua, como sus mástiles habían volado por la borda, después de un minuto se enderezó pesadamente, salió a la superficie, y tras vacilar algunos instantes bajo la presión de la tempestad, se enderezó por fin.
Me sería imposible explicar qué milagro me salvó de la destrucción. Aturdido por el choque del agua, al volver en mí me encontré emparedado entre el mástil de popa y el timón. Me puse de pie con gran dificultad y, al mirar, mareado, a mi alrededor, mi primera impresión fue que navegábamos entre arrecifes, tan tremendo e inimaginable era el remolino de olas enormes y llenas de espuma en que estábamos inmersos. Instantes después percibí la voz de un anciano sueco que había embarcado poco antes de que el barco se hiciera a la mar. Lo llamé con todas mis fuerzas y al rato se me acercó vacilante. No tardamos en descubrir que éramos los únicos sobrevivientes. Con excepción de nosotros, las olas acababan de barrer todo lo que se hallaba en cubierta; el capitán y los oficiales debían haber muerto mientras dormían, porque los camarotes estaban totalmente anegados. Sin ayuda era poco lo que podíamos hacer por la seguridad del barco y nos paralizó la convicción de que no tardaríamos en irnos a pique. Por cierto que el primer embate del huracán destrozó el cable del ancla, porque de no ser así nos habríamos hundido al momento. Navegábamos a una velocidad extraordinaria, y las olas rompían sobre nosotros. El maderamen de popa estaba hecho trizas y todo el barco había sufrido gravísimos daños; pero comprobamos con alegría que las bombas no estaban atascadas y que el lastre no parecía haberse descentrado. La primera ráfaga había amainado, y la violencia del viento ya no entrañaba gran peligro; pero la posibilidad de que cesara por completo nos llenaba de espanto, convencidos de que, en medio del oleaje siguiente, sin duda, sería nuestro fin. Pero no parecía probable que el justificado temor se convirtiera en una pronta realidad. Durante cinco días y noches completos —en los cuales nuestro único alimento consistió en una pequeña cantidad de melaza que con esfuerzo conseguimos procurarnos en el castillo de proa— el armazón del barco avanzó a una velocidad inaudita, impulsada por sucesivas ráfagas que, sin igualar la violencia del primitivo simún, eran más espantosas que cualquier otra tempestad vivida por mí en el pasado. Con pequeñas variantes, durante los primeros cuatro días nuestro curso fue sudeste, y debimos haber costeado Nueva Holanda. Al quinto día el frío era tremendo, pese a que el viento había girado un punto hacia el norte. El sol nacía con una enfermiza coloración amarillenta y subía unos pocos grados sobre el horizonte, sin irradiar una decidida luminosidad. No había nubes en el horizonte, y sin embargo el viento arreciaba y soplaba con furia despareja e irregular. Alrededor de mediodía —poco más o menos, porque solo podíamos adivinar la hora— volvió a llamarnos la atención la apariencia del sol. No irradiaba lo que con propiedad podríamos llamar luz, sino un resplandor opaco y funesto, sin reflejos, como si todos sus rayos estuvieran polarizados. Justo antes de hundirse en el mar turgente su fuego central se apagó de modo sorpresivo, como por arte de un poder inexplicable. Quedó reducido a un aro plateado y pálido que se sumergía de prisa en el mar infinito.
Esperamos en vano la llegada del sexto día —ese día que para mí no ha llegado y que para el sueco no llegó nunca. A partir de aquel instante quedamos sumidos en una profunda oscuridad, a tal punto que no hubiéramos podido ver un objeto a veinte pasos del barco. La noche eterna continuó envolviéndonos, ni siquiera atenuada por la fosforescencia brillante del mar a la que nos habíamos acostumbrado en los trópicos. También descubrimos que, aunque la tempestad continuaba rugiendo con interminable violencia, ya no conservaba su apariencia habitual de olas ni de espuma con las que antes nos envolvía. A nuestro alrededor todo era horror, profunda oscuridad y un negro y sofocante desierto de ébano. Un terror supersticioso fue creciendo en el espíritu del viejo sueco, y mi propia alma estaba envuelta en una silenciosa perplejidad. Abandonamos todo intento de cuidar del barco, por considerarlo inútil, y nos aseguramos lo mejor posible a la base del palo de mesana, clavando con amargura la mirada en el océano inmenso. No habría forma de calcular el tiempo ni de adivinar nuestra posición. Sin embargo teníamos plena conciencia de haber avanzado más hacia el sur que cualquier otro navegante anterior y nos asombró no encontrar los cotidianos obstáculos de hielo. Mientras tanto, cada instante amenazaba con ser el último de nuestras vidas... olas enormes, como montañas se precipitaban para arrastrarnos. El oleaje sobrepasaba todo lo que yo hubiera imaginado, y fue un milagro que no zozobráramos a las primeras de cambio. Mi acompañante hablaba de la liviandad de nuestro cargamento y me recordaba las excelentes cualidades de nuestro barco; pero yo no podía menos que sentir la absoluta inutilidad de la esperanza misma, y me preparaba con tristeza para una muerte que, en mi opinión, nada podía retardar ya más de una hora, porque con cada nudo que el barco avanzaba el mar negro y tenebroso tomaba mayor violencia. Durante segundos jadeábamos para respirar, elevados a una altura superior a la del albatros... y otras veces nos mareaba la velocidad de nuestro descenso a un infierno acuoso donde el aire se estancaba y ningún sonido turbaba el sopor del “kraken”5.
Nos hallábamos en lo más profundo de uno de esos abismos, cuando un repentino grito de mi compañero resonó espantosamente en la noche. “¡Mire, mire!” exclamó, chillando junto a mi oído, “¡Dios Todopoderoso! ¡Mire! ¡Mire!”. Mientras hablaba descubrí el resplandor de una luz mortecina y rojiza que recorría los costados del inmenso abismo en que nos hallábamos, arrojando cierto brillo sobre nuestra cubierta. Al levantar la mirada, contemplé un espectáculo que me paralizó la sangre. A una altura impresionante, directamente encima de nosotros y al borde mismo del precipicio líquido, flotaba un gigantesco navío, de quizás cuatro mil toneladas. Pese a estar en la cresta de una ola que lo sobrepasaba más de cien veces en altura, su tamaño excedía el de cualquier barco de línea o de la compañía de Islas Orientales. Su grandioso casco era de un negro intenso y sucio y no lo adornaban los acostumbrados mascarones de los navíos. Una sola hilera de cañones de bronce asomaba por las portañolas abiertas, y sus relucientes superficies reflejaban las luces de innumerables linternas de combate que se balanceaban de un lado al otro en las jarcias. Pero lo que más estupor y perplejidad nos provocó fue que en medio de ese mar sobrenatural y de ese huracán ingobernable, navegara con todas las velas desplegadas. Al verlo por primera vez solo descubrimos su proa y poco a poco fue alzándose sobre el sombrío y horrible torbellino. Durante un instante de intenso terror se detuvo sobre el vertiginoso pináculo, como si contemplara su propia majestuosidad, después se estremeció, vaciló y... se precipitó sobre nosotros.
En ese momento no sé qué repentino dominio de mí mismo surgió de mi espíritu. A los tropezones, retrocedí todo lo que pude hacia popa y allí esperé sin temor la catástrofe. Nuestro propio barco había abandonado por fin la lucha y se hundía de proa en el mar. Así pues, recibió el choque de la masa descendente en la parte ya sumergida de su estructura y el resultado inusitada fue que me vi lanzado con violencia irresistible contra los obenques del barco fantasma.