Edgar Allan Poe: Novelas Completas (A to Z Classics)

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Dijo esto con un aire de profunda seriedad que me produjo una indecible desazón.
–Ese escarabajo hará mi fortuna—prosiguió él, con una sonrisa triunfal—al reintegrarme mis posesiones familiares. ¿Es de extrañar que yo lo aprecie tanto? Puesto que la Fortuna ha querido concederme esa dádiva, no tengo más que usarla adecuadamente, y llegaré hasta el oro del cual ella es indicio. ¡Júpiter, trae ese escarabajo!
–¡Cómo! ¡El escarabajo, massa! Prefiero no tener jaleos con el escarabajo; ya sabrá cogerlo usted mismo.
En este momento Legrand se levantó con un aire solemne e imponente, y fué a sacar el insecto de un fanal, dentro del cual le había dejado. Era un hermoso escarabajo desconocido en aquel tiempo por los naturalistas, y, por supuesto, de un gran valor desde un punto de vista científico. Ostentaba dos manchas negras en un extremo del dorso, y en el otro, una más alargada. El caparazón era notablemente duro y brillante, con un aspecto de oro bruñido. Tenía un peso notable, y, bien considerada la cosa, no podía yo censurar demasiado a Júpiter por su opinión respecto a él; pero érame imposible comprender que Legrand fuese de igual opinión.
–Le he enviado a buscar—dijo él, en un tono grandilocuente, cuando hube terminado mi examen del insecto—; le he enviado a buscar para pedirle consejo y ayuda en el cumplimiento de los designios del Destino y del escarabajo…
–Mi querido Legrand—interrumpí—, no está usted bien, sin duda, y haría mejor en tomar algunas precauciones. Váyase a la cama, y me quedaré con usted unos días, hasta que se restablezca. Tiene usted fiebre y…
–Tómeme usted el pulso—dijo él.
Se lo tomé, y, a decir verdad, no encontré el menor síntoma de fiebre.
–Pero puede estar enfermo sin tener fiebre. Permítame esta vez tan sólo que actúe de médico con usted. Y después…
–Se equivoca—interrumpió él—; estoy tan bien como puedo esperar estarlo con la excitación que sufro. Si realmente me quiere usted bien, aliviará esta excitación.
–¿Y qué debo hacer para eso?
–Es muy fácil. Júpiter y yo partimos a una expedición por las colinas, en el continente, y necesitamos para ella la ayuda de una persona en quien podamos confiar. Es usted esa persona única. Ya sea un éxito o un fracaso, la excitación que nota usted en mí se apaciguará igualmente con esa expedición.
–Deseo vivamente servirle a usted en lo que sea —repliqué—; pero ¿pretende usted decir que ese insecto infernal tiene alguna relación con su expedición a las colinas?
–La tiene.
–Entonces, Legrand, no puedo tomar parte en tan absurda empresa.
–Lo siento, lo siento mucho, pues tendremos que intentar hacerlo nosotros solos.
–¡Intentarlo ustedes solos! (¡Este hombre está loco, seguramente!) Pero veamos, ¿cuánto tiempo se propone usted estar ausente?
–Probablemente, toda la noche. Vamos a partir en seguida, y en cualquiera de los casos, estaremos de vuelta al salir el sol.
–¿Y me promete por su honor que, cuando ese capricho haya pasado y el asunto del escarabajo (¡Dios mío!) esté arreglado a su satisfacción, volverá usted a casa y seguirá con exactitud mis prescripciones como las de su médico?
–Sí, se lo prometo; y ahora, partamos, pues no tenemos tiempo que perder.
Acompañé a mi amigo, con el corazón apesadumbrado. A cosa de las cuatro nos pusimos en camino Legrand Júpiter, el perro y yo. Júpiter cogió la guadaña y las azadas. Insistió en cargar con todo ello, más bien, me pareció, por temor a dejar una de aquellas herramientas en manos de su amo que por un exceso de celo o de complacencia. Mostraba un humor de perros, y estas palabras, "condenado escarabajo", fueron las únicas que se escaparon de sus labios durante el viaje. Por mi parte estaba encargado de un par de linternas, mientras Legrand se había contentado con el escarabajo, que llevaba atado al extremo de un trozo de cuerda; lo hacía girar de un lado para otro, con un aire de nigromante, mientras caminaba. Cuando observaba yo aquel último y supremo síntoma del trastorno mental de mi amigo, no podía apenas contener las lágrimas. Pensé, no obstante, que era preferible acceder a su fantasía, al menos por el momento, o hasta que pudiese yo adoptar algunas medidas más enérgicas con una probabilidad de éxito. Entre tanto, intenté, aunque en vano, sondearle respecto al objeto de la expedición. Habiendo conseguido inducirme a que le acompañase, parecía mal dispuesto a entablar conversación sobre un tema de tan poca importancia, y a todas mis preguntas no les concedía otra respuesta que un "Ya veremos".
Atravesamos en una barca la ensenada en la punta de la isla, y trepando por los altos terrenos de la orilla del continente, seguimos la dirección Noroeste, a través de una región sumamente salvaje y desolada, en la que no se veía rastro de un pie humano. Legrand avanzaba con decisión, deteniéndose solamente algunos instantes, aquí y allá, para consultar ciertas señales que debía de haber dejado él mismo en una ocasión anterior.
Caminamos así cerca de dos horas, e iba a ponerse el sol, cuando entramos en una región infinitamente más triste que todo lo que habíamos visto antes. Era una especie de meseta cerca de la cumbre de una colina casi inaccesible, cubierta de espesa arboleda desde la base a la cima, y sembrada de enormes bloques de piedra que parecían esparcidos en mezcolanza sobre el suelo, y muchos de los cuales se hubieran precipitado a los valles inferiores sin la contención de los árboles en que se apoyaban. Profundos barrancos, que se abrían en varias direcciones, daban un aspecto de solemnidad más lúgubre al paisaje.
La plataforma natural sobre la cual habíamos trepado estaba tan repleta de zarzas, que nos dimos cuenta muy pronto de que sin la guadaña nos hubiera sido imposible abrirnos paso. Júpiter, por orden de su amo, se dedicó a despejar el camino hasta el pie de un enorme tulípero que se alzaba, entre ocho o diez robles, sobre la plataforma, y que los sobrepasaba a todos, así como a los árboles que había yo visto hasta entonces, por la belleza de su follaje y forma, por la inmensa expansión de su ramaje y por la majestad general de su aspecto. Cuando hubimos llegado a aquel árbol. Legrand se volvió hacia Júpiter y le preguntó si se creía capaz de trepar por él. El viejo pareció un tanto azarado por la pregunta, y durante unos momentos no respondió. Por último, se acercó al enorme tronco, dio la vuelta a su alrededor y lo examinó con minuciosa atención. Cuando hubo terminado su examen, dijo simplemente:
–Sí, massa: Jup no ha encontrado en su vida árbol al que no pueda trepar.
–Entonces, sube lo más de prisa posible, pues pronto habrá demasiada oscuridad para ver lo que hacemos.
–¿Hasta dónde debo subir, massa?-preguntó Júpiter.
–Sube primero por el tronco, y entonces te diré qué camino debes seguir… ¡Ah, detente ahí! Lleva contigo este escarabajo.
–¡El escarabajo, massa Will, el escarabajo de oro!-gritó el negro, retrocediendo con terror-. ¿Por qué debo llevar ese escarabajo conmigo sobre el árbol? ¡Que me condene si lo hago!
–Si tienes miedo, Jup, tú, un negro grande y fuerte como pareces a tocar un pequeño insecto muerto e inofensivo, puedes llevarle con esta cuerda; pero si no quieres cogerle de ningún modo, me veré en la necesidad de abrirte la cabeza con esta azada.
–¿Qué le pasa ahora massa?-dijo Jup, avergonzado, sin duda, y más complaciente-. Siempre ha de tomarla con su viejo negro. Era sólo una broma y nada más. ¡Tener yo miedo al escarabajo! ¡Pues sí que me preocupa a mí el escarabajo.
Cogió con precaución la punta de la cuerda, y, manteniendo al insecto tan lejos de su persona como las circunstancias lo permitían, se dispuso a subir al árbol.
II
En su juventud, el tulípero o Liriodendron Tutipiferum, el más magnífico de los árboles selváticos americanos tiene un tronco liso en particular y se eleva con frecuencia a gran altura, sin producir ramas laterales; pero cuando llega a su madurez, la corteza se vuelve rugosa y desigual, mientras pequeños rudimentos de ramas aparecen en gran número sobre el tronco. Por eso la dificultad de la ascensión, en el caso presente, lo era mucho más en apariencia que en la realidad. Abrazando lo mejor que podía el enorme cilindro con sus brazos y sus rodillas asiendo con las manos algunos brotes y apoyando sus pies descalzos sobre los otros, Júpiter, después de haber estado a punto de caer una o dos veces se izó al final hasta la primera gran bifurcación y pareció entonces considerar el asunto como virtualmente realizado. En efecto, el riesgo de la empresa había ahora desaparecido, aunque el escalador estuviese a unos sesenta o setenta pies de la tierra.
—¿Hacia qué lado debo ir ahora, massa Will?—preguntó él.
–Sigue siempre la rama más ancha, la de ese lado—dijo Legrand.
El negro obedeció con prontitud, y en apariencia, sin la menor inquietud; subió, subió cada vez más alto, hasta que desapareció su figura encogida entre el espeso follaje que la envolvía. Entonces se dejó oír su voz lejana gritando:
–¿Debo subir mucho todavía?
–¿A qué altura estás?—preguntó Legrand.
–Estoy tan alto—replicó el negro—, que puedo ver el cielo a través de la copa del árbol.
–No te preocupes del cielo, pero atiende a lo que te digo. Mira hacia abajo el tronco y cuenta las ramas que hay debajo de ti por ese lado. ¿Cuántas ramas has pasado?
–Una, dos, tres, cuatro, cinco. He pasado cinco ramas por ese lado, massa.
–Entonces sube una rama más.
Al cabo de unos minutos la voz de oyó de nuevo, anunciando que había alcanzado la séptima rama.
–Ahora, Jup—gritó Legrand, con una gran agitación—, quiero que te abras camino sobre esa rama hasta donde puedas. Si ves algo extraño, me lo dices.
Desde aquel momento las pocas dudas que podía haber tenido sobre la demencia de mi pobre amigo se disiparon por completo. No me quedaba otra alternativa que considerarle como atacado de locura, me sentí seriamente preocupado con la manera de hacerle volver a casa. Mientras reflexionaba sobre que sería preferible hacer, volvió a oírse la voz de Júpiter.
–Tengo miedo de avanzar más lejos por esa rama: es una rama muerta en casi toda su extensión.
–¿Dices que es una rama muerta Júpiter?—gritó Legrand con voz trémula.
–Sí, massa, muerta como un clavo de puerta, eso es cosa sabida; no tiene ni pizca de vida.
–¿Qué debo hacer, en nombre del Cielo?.—preguntó Legrand, que parecía sumido en una gran desesperación.
–¿Qué debe hacer?—dije, satisfecho de que aquella oportunidad me permitiese colocar una palabra—; Volver a casa y meterse en la cama. ¡Vámonos ya! Sea usted amable, compañero. Se hace tarde; y además, acuérdese de su promesa.
–¡Júpiter!—gritó él, sin escucharme en absoluto—, ¿me oyes?
–Sí, massa Will, le oigo perfectamente.
—Entonces tantea bien con tu cuchillo, y dime si crees que está muy podrida.
–Podrida, massa, podrida, sin duda—replicó el negro después de unos momentos—; pero no tan podrida como cabría creer. Podría avanzar un poco más, si estuviese yo solo sobre la rama, eso es verdad.
–¡Si estuvieras tú solo! ¿Qué quieres decir?
–Hablo del escarabajo. Es muy pesado el tal escarabajo. Supongo que, si lo dejase caer, la rama soportaría bien, sin romperse, el peso de un negro.
–¡Maldito bribón!—gritó Legrand, que parecía muy reanimado—. ¿Qué tonterías estas diciendo? Si dejas caer el insecto, te retuerzo el pescuezo. Mira hacia aquí, Júpiter, ¿me oyes?
–Sí, massa; no hay que tratar así a un pobre negro.
–Bueno; escúchame ahora. Si te arriesgas sobre la rama todo lo lejos que puedas hacerlo sin peligro y sin soltar el insecto, te regalare un dólar de plata tan pronto como hayas bajado.
–Ya voy, massa Will, Ya voy allá—replicó el negro con prontitud—. Estoy al final ahora.
–¡Al final! —Chillo Legrand, muy animado—. ¿Quieres decir que estas al final de esa rama?
–Estaré muy pronto al final, massa… ¡Ooooh! ¡Dios mío, misericordia! ¿Que es eso que hay sobre el árbol?
–¡Bien! —Gritó Legrand muy contento—, ¿qué es eso?
–Pues sólo una calavera; alguien dejó su cabeza sobre el árbol, y los cuervos han picoteado toda la carne.
—Una calavera, dices! Muy bien… ¿Cómo está atada a la rama? ¿Qué la sostiene?
–Seguramente, se sostiene bien; pero tendré que ver. ¡Ah! Es una cosa curiosa, palabra… , hay una clavo grueso clavado en esta calavera, que la retiene al árbol.
–Bueno; ahora, Júpiter, haz exactamente lo que voy a decirte. ¿Me oyes?
–Sí, massa.
–Fíjate bien, y luego busca el ojo izquierdo de la calavera.
–¡Hum! ¡Oh, esto sí que es bueno! No tiene ojo izquierdo ni por asomo.
–¡Maldita estupidez la tuya! ¿Sabes distinguir bien tu mano izquierda de tu mano derecha?
–Sí que lo sé, lo sé muy bien; mi mano izquierda es con la que parto la leña.
–¡Seguramente! eres zurdo. Y tu ojo izquierdo está del mismo lado de tu mano izquierda. Ahora supongo que podrás encontrar el ojo izquierdo de la calavera, o el sitio donde estaba ese ojo. ¿Lo has encontrado?
–Hubo una larga pausa. Y finalmente, el negro preguntó:
–¿El ojo izquierdo de la calavera está del mismo lado que la mano izquierda del cráneo también?… Porque la calavera no tiene mano alguna… ¡No importa! Ahora he encontrado el ojo izquierdo, ¡aquí está el ojo izquierdo! ¿Qué debo hacer ahora?
–Deja pasar por él el escarabajo, tan lejos como pueda llegar la cuerda; pero ten cuidado de no soltar la punta de la cuerda.
–Ya está hecho todo, massa Will; era cosa fácil hacer pasar el escarabajo por el agujero… Mírelo cómo baja.
Durante este coloquio, no podía verse ni la menor parte de Júpiter; pero el insecto que él dejaba caer aparecía ahora visible al extremo de la cuerda y brillaba, como una bola de oro bruñido a los últimos rayos del sol poniente, algunos de los cuales iluminaban todavía un poco la eminencia sobre la que estábamos colocados. El escarabajo, al descender, sobresalía visiblemente de las ramas, y si el negro le hubiese soltado, habría caído a nuestros pies. Legrand cogió en seguida la guadaña y despejó un espacio circular, de tres o cuatro yardas de diámetro, justo debajo del insecto. Una vez hecho esto, ordenó a Júpiter que soltase la cuerda y que bajase del árbol.
Con gran cuidado clavó mi amigo una estaca en la tierra sobre el lugar preciso donde había caído el insecto, y luego sacó de su bolsillo una cinta para medir. La ató por una punta al sitio del árbol que estaba más próximo a la estaca, la desenrolló hasta ésta y siguió desenrollándola en la dirección señalada por aquellos dos puntos —la estaca y el tronco—hasta una distancia de cincuenta pies; Júpiter limpiaba de zarzas el camino con la guadaña. En el sitio así encontrado clavó una segunda estaca, y, tomándola como centro, describió un tosco círculo de unos cuatro pies de diámetro, aproximadamente. Cogió entonces una de las azadas, dio la otra a Júpiter y la otra a mí, y nos pidió que cavásemos lo más de prisa posible.
A decir verdad, yo no había sentido nunca un especial agrado con semejante diversión, y en aquel momento preciso renunciaría a ella, pues la noche avanzaba, y me sentía muy fatigado con el ejercicio que hube de hacer; pero no veía modo alguno de escapar de aquello, y temía perturbar la ecuanimidad de mi pobre amigo con una negativa. De haber podido contar efectivamente con la ayuda de Júpiter no hubiese yo vacilado en llevar a la fuerza al lunático a su casa; pero conocía demasiado bien el carácter del viejo negro para esperar su ayuda en cualquier circunstancia, y más en el caso de una lucha personal con su amo. No dudaba yo que Legrand estaba contaminado por alguna de las innumerables supersticiones del Sur referentes a los tesoros escondidos, y que aquella fantasía hubiera sido confirmada por el hallazgo del escarabajo, o quizá por la obstinación de Júpiter en sostener que era un "escarabajo de oro de verdad". Una mentalidad predispuesta a la locura podía dejarse arrastrar por tales sugestiones, sobre todo si concordaban con sus ideas favoritas preconcebidas; y entonces recordé el discurso del Pobre muchacho referente al insecto que iba a ser el indicio de su fortuna". Por encima de todo ello me sentía enojado y perplejo; pero al final decidí hacer ley de la necesidad y cavar con buena voluntad para convencer lo antes posible al visionario con una prueba ocular, de la falacia de las opiniones que el mantenía
Encendimos las linternas y nos entregamos a nuestra tarea con un celo digno de una causa más racional; y como la luz caía sobre nuestras personas y herramientas, no pude impedirme pensar en el grupo pintoresco que formábamos, y en que si algún intruso hubiese aparecido, por casualidad, en medio de nosotros, habría creído que realizábamos una labor muy extraña y sospechosa. Cavamos con firmeza durante dos horas. Oíanse pocas palabras, y nuestra molestia principal la causaban los ladridos del perro, que sentía un interés excesivo por nuestros trabajos. A la larga se puso tan alborotado, que temimos diese la alarma a algunos merodeadores de las cercanías, o más bien era el gran temor de Legrand, pues, por mi parte, me habría regocijado cualquier interrupción que me hubiera permitido hacer volver al vagabundo a su casa. Finalmente, fue acallado el alboroto por Júpiter, quien, lanzándose fuera del hoyo con un aire resuelto y furioso embozaló el hocico del animal con uno de sus tirantes y luego volvió a su tarea con una risita ahogada.
Cuando expiró el tiempo mencionado, el hoyo había alcanzado una profundidad de cinco pies. y aun así, no aparecía el menor indicio de tesoro. Hicimos una pausa general, y empecé a tener la esperanza de que la farsa tocaba a su fin. Legrand, sin embargo, aunque a todas luces muy desconcertado, se enjugó la frente con aire pensativo y volvió a empezar. Habíamos cavado el círculo entero de cuatro pies de diámetro, y ahora superamos un poco aquel límite y cavamos dos pies más. No apareció nada. El buscador de oro, por el que sentía yo una sincera compasión, saltó del hoyo al cabo, con la más amarga desilusión grabada en su cara, y se decidió, lenta y pesarosamente, a ponerse la chaqueta, que se había quitado al empezar su labor. En cuanto a mí, me guardé de hacer ninguna observación. Júpiter a una señal de su mano, comenzó a recoger las herramientas. Hecho esto, y una vez quitado el bozal al perro volvimos en un profundo silencio hacia la casa.
Habríamos dado acaso una docena de pasos, cuando, con un tremendo juramento, Legrand se arrojó sobre Júpiter y le agarró del cuello. El negro, atónito abrió los ojos y la boca en todo su tamaño, soltó las azadas y cayó de rodillas.
–¡Maldito tunante!-dijo Legrand, haciendo silbar las sílabas entre sus labios apretados-, ¡un malvado negro! ¡Habla, te digo! ¡Contéstame al instante y sin mentir! ¿Cuál es… , cuál es tu ojo izquierdo?
–¡Oh, misericordia, massa Will! ¿No es, seguramente, éste mi ojo izquierdo?-rugió, aterrorizado, Júpiter, poniendo su mano sobre el órgano derecho de su visión, y manteniéndola allí con la tenacidad de la desesperación, como si temiese que su amo fuese a arrancárselo.
–¡Lo sospechaba! ¡Lo sabía! ¡Hurra!-vociferó Legrand, soltando al negro y dando una serie de corvetas y cabriolas, ante el gran asombro de su criado, quien, alzándose sobre sus rodillas, miraba en silencio a su amo y a mí, a mí y a su amo.
–¡Vamos! Debemos volver-dijo éste- No está aún perdida la partida-y se encaminó de nuevo hacia el tulípero.
–Júpiter-dijo, cuando llegamos al píe del árbol-, ¡ven aquí! ¿Estaba la calavera clavada a la rama con la cara vuelta hacia fuera, o hacia la rama?
–La cara estaba vuelta hacia afuera, massa, así es que los cuervos han podido comerse muy bien los ojos, sin la menor dificultad.
–Bueno, entonces, ¿has dejado caer el insecto por este ojo o por este otro?-y Legrand tocaba alternativamente los ojos de Júpiter.
–Por este ojo, massa, por el ojo izquierdo, exactamente como usted me dijo.
Y el negro volvió a señalar su ojo derecho.
Entonces mi amigo, en cuya locura veía yo, o me imaginaba ver, ciertos indicios de método, trasladó la estaca que marcaba el sitio donde había caído el insecto, unas tres pulgadas hacia el oeste de su primera posición. Colocando ahora la cinta de medir desde el punto más cercano del tronco hasta la estaca, como antes hiciera, y extendiéndola en línea recta a una distancia de cincuenta pies, donde señalaba la estaca, la alejó varias yardas del sitio donde habíamos estado cavando.
Alrededor del nuevo punto trazó ahora un círculo, un poco más ancho que el primero, y volvimos a manejar la azada. Estaba yo atrozmente cansado; pero, sin darme cuenta de lo que había ocasionado aquel cambio en mi pensamiento, no sentía ya gran aversión por aquel trabajo impuesto. Me interesaba de un modo inexplicable; más aún, me excitaba. Tal vez había en todo el extravagante comportamiento de Legrand cierto aire de presciencia, de deliberación, que me impresionaba. Cavaba con ardor, y de cuando en cuando me sorprendía buscando, por decirlo así, con los ojos movidos de un sentimiento que se parecía mucho a la espera, aquel tesoro imaginario, cuya visión había trastornado a mi infortunado compañero. En uno de esos momentos en que tales fantasías mentales se habían apoderado más a fondo de mí, y cuando llevábamos trabajando quizá una hora y media, fuimos de nuevo interrumpidos por los violentos ladridos del perro. Su inquietud, en el primer caso, era, sin duda, el resultado de un retozo o de un capricho; pero ahora asumía un tono más áspero y más serio. Cuando Júpiter se esforzaba por volver a ponerle un bozal, ofreció el animal una furiosa resistencia, y, saltando dentro del hoyo, se puso a cavar, frenético, con sus uñas. En unos segundos había dejado al descubierto una masa de osamentas humanas, formando dos esqueletos íntegros, mezclados con varios botones de metal y con algo que nos pareció ser lana podrida y polvorienta. Uno o dos azadonazos hicieron saltar la hoja de un ancho cuchillo español, y al cavar más surgieron a la luz tres o cuatro monedas de oro y de plata.
Al ver aquello, Júpiter no pudo apenas contener su alegría; pero la cara de su amo expresó una extraordinaria desilusión. Nos rogó, con todo, que continuásemos nuestros esfuerzos, y apenas había dicho aquellas palabras, tropecé y caí hacia adelante, al engancharse la punta de mi bota en una ancha argolla de hierro que yacía medio enterrada en la tierra blanda.
Nos pusimos a trabajar ahora con gran diligencia, y nunca he pasado diez minutos de más intensa excitación. Durante este intervalo desenterramos por completo un cofre oblongo de madera que, por su perfecta conservación y asombrosa dureza, había sido sometida a algún procedimiento de mineralización, acaso por obra del bicloruro de mercurio. Dicho cofre tenía tres pies y medio de largo, tres de ancho y dos y medio de profundidad. Estaba asegurado con firmeza por unos flejes de hierro forjado, remachados, y que formaban alrededor de una especie de enrejado. De cada lado del cofre, cerca de la tapa había tres argollas de hierro-seis en total-, por medio de las cuales, seis personas podían asirla Nuestros esfuerzos unidos sólo consiguieron moverlo ligeramente de su lecho. Vimos en seguida la imposibilidad de transportar un peso tan grande. Por fortuna, la tapa estaba sólo asegurada con dos tornillos movibles. Los sacamos, trémulos y palpitantes de ansiedad. En un instante, un tesoro de incalculable valor apareció refulgente ante nosotros. Los rayos de las linternas caían en el hoyo, haciendo brotar de un montón confuso de oro y de joyas destellos y brillos que cegaban del todo nuestros ojos.
No intentaré describir los sentimientos con que contemplaba aquello. El asombro, naturalmente, predominaba sobre los demás. Legrand parecía exhausto por la excitación, y no profirió más que algunas palabras. En cuanto a Júpiter, su rostro durante unos minutos adquirió la máxima palidez que puede tomar la cara de un negro en tales circunstancias. Parecía estupefacto, fulminado. Pronto cayó de rodillas en el hoyo, y hundiendo sus brazos hasta el codo en el oro, los dejó allí, como si gozase del placer de un baño. A las postre exclamó con un hondo suspiro, como en un monólogo:
–¡Y todo esto viene del escarabajo de oro! ¡Del pobre escarabajito, al que yo insultaba y calumniaba! ¿No te avergüenzas de ti mismo, negro? ¡Anda, contéstame!
Fué menester, por último, que despertase a ambos, al amo y al criado, ante la conveniencia de transportar el tesoro. Se hacía tarde y teníamos que desplegar cierta actividad, si queríamos que todo estuviese en seguridad antes del amanecer. No sabíamos qué determinación tomar, y perdimos mucho tiempo en deliberaciones de lo trastornadas que teníamos nuestras ideas. Por último, aligeramos de peso al cofre quitando las dos terceras partes de su contenido, y pudimos, en fin, no sin dificultad. sacarlo del hoyo. Los objetos que habíamos extraído fueron depositados entre las zarzas, bajo la custodia del perro, al que Júpiter ordenó que no se moviera de su puesto bajo ningún pretexto, y que no abriera la boca hasta nuestro regreso. Entonces nos pusimos presurosamente en camino con el cofre; llegamos sin accidente a la cabaña, aunque después de tremendas penalidades y a la una de la madrugada. Rendidos como estábamos, no hubiese habido naturaleza humana capaz de reanudar la tarea acto seguido. Permanecimos descansando hasta las dos; luego cenamos, y en seguida partimos hacia las colinas, provistos de tres grandes sacos que, por una suerte feliz, habíamos encontrado antes. Llegamos al filo de las cuatro a la fosa, nos repartimos el botín, con la mayor igualdad posible y dejando el hoyo sin tapar, volvimos hacia la cabaña, en la que depositamos por segunda vez nuestra carga de oro, a tiempo que los primeros débiles rayos del alba aparecían por encima de las copas de los árboles hacia el Este.



