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Julio César Álvarez
© Julio César Álvarez, 2012
© de esta edición para:
Literaturas Com Libros 2020
Erres Proyectos Digitales, S.L.U.
Avenida de Menéndez Pelayo 85
28007 Madrid
Diseño de la colección: Benjamín Escalonilla
Fotografía de la cubierta © Alvaro Ibañez, 2018
Reproducción bajo licencia Creative Commons
ISBN: 978-84-122514-0-1
Índice
Copyright
Prólogo
Madrugada
A mi abuelo,
que siempre supo ser un niño.
También a ti, Chema,
y a todos los que ya no están.
Somos los niños del mundo subterráneo,
el veneno amargo de los dioses.
WILLIAM S. BURROUGHS
No se muere porque hay que morir;
se muere porque es un hábito
al que se constriñó a la conciencia.
ANTONIN ARTAUD
PRÓLOGO
Que una novela con vocación underground perdure en el tiempo suele generar esperanza. Quizá indica que determinadas historias tocan alguna fibra personal y colectiva. Y en tiempos de hiper-estímulo constante que algo prenda y se salve del olvido es una formidable noticia que no debería pasar inadvertida. Madrugada nació con intenciones muy precisas en un contexto de plena recesión económica y desdibujamiento del futuro. Debo indicar que pertenezco a una generación nacida ya en democracia a la que se nos prometió un cambio sustancial en nuestras vidas que nunca llegó a verse realizado. El año en que se publicaba (2012) forma parte de una de las etapas más duras en términos financieros y sociales de la década. La cifra de desempleo y el posible porvenir parecían echar por tierra cualquier sueño previo. No tenía sentido pues una literatura frívola o demasiado alejada de la realidad. Era el momento de traer de vuelta a los fantasmas y el olvido.
Con prólogo de una de las grandes figuras de la literatura alternativa nacional (Vicente Muñoz Álvarez), el libro estaba destinado a ser un cruce de caminos con aquella otra narrativa de los noventa que perseguía el arte por encima de cualquier rédito. Atravesando con riesgo los márgenes para hallar respuestas que lo convencional nunca podría ofrecer. Era una literatura cruda y fascinada con el peligro. Algo con lo que yo me sentía plenamente identificado. Y uno de los muchos elementos que compartíamos era el mundo lumpen y la droga. Aún tenía muy presente las jeringuillas y los yonquis rondando cualquier pequeño acto cotidiano en mi infancia. La música de los ochenta de fondo y una especie de explosión que benefició a unos pocos y castigó a la mayoría. Sumar todo ello era seguramente el paso natural y una responsabilidad con lo que me precedía. No se puede avanzar con paso firme sin asimilar el sentido último del arte previo.
Evidentemente había un importante problema. No viví en primera persona nada de todo aquello. En cualquier caso me había empapado de páginas y páginas de libros y fanzines. Crecí sintiendo que ese estilo formaba parte de mí. Fue cuando me planteé algo que desafiaba la lógica de la generación anterior y una de sus premisas fundamentales a la hora de escribir. No había otra opción que la autenticidad sin fisura. Una coherencia absoluta en que la escritura resultaba una prolongación de la propia existencia debida en parte a la herencia contracultural norteamericana. No se podía narrar sobre lo que no se conocía directa y personalmente. Era ya un mantra repetido al unísono que me costó relativizar. Y lo hice entendiendo que la novela sobre heroína podía ser un género tan ficcionable como el wéstern. Algo sobre lo que se podía fingir sin poner en duda su más pura esencia. El lado salvaje por fin acabaría siendo un elemento de culto mientras mantenía su particular desafío.
No es extraño entonces que unos meses después de su publicación, coincidiendo en la Sala Sol (Madrid) con un inquieto Alfred Crespo, director de la revista Ruta 66, preguntase por mí específicamente para conocer al autor de Madrugada. Una novela sobre los ochenta de un crío que numéricamente resultaba imposible que hubiera vivido nada de lo que relataba. Su contraportada muy probablemente le atrajo como un fogonazo de luz a un animal salvaje cruzando el asfalto. Dos nombres presidían esa contraportada dando a entender que tenía la aprobación de dos de las mentes fundacionales más brillantes de la conocida como Movida Madrileña, Manolo Campoamor y Fernando Márquez «El Zurdo» (Kaka de Luxe o La Mode respectivamente). Era como si de algún modo hubiera sido bendecido por los auténticos protagonistas de una época que marcó para bien y para mal el futuro de la cultura popular en este país. Con tantísimo beneplácito resultaba imposible que la novela no hiciera reaccionar al lector.
Muy pronto se convirtió en una lectura recomendada. Obtuvo excelentes críticas y causó un cierto revuelo con respecto a su contenido y a ese teórico alejamiento de la autenticidad. Parece que todavía continuaba siendo evaluada en términos de credibilidad cuando se acababa de hacer saltar por los aires esa terminología para el género. Probablemente hoy no ocurriría lo mismo y en parte se deba a aquel afilado argumento. En las entrevistas no paraba de responder que cuando un autor escribía sobre un homicidio no necesitaba haber cometido él mismo un crimen. Supongo que algunos periodistas habían olvidado el increíble poder de la ficción. Sus reacciones mostraban un cambio de paradigma que se estaba produciendo con respecto a la novela. Se añadían nuevas voces y diferentes perspectivas que acabaron por apagarse fugazmente. La inmediatez del momento hizo girar la atención hacia un área diferente ofreciéndole todo el protagonismo. La poesía arrasó con la narrativa. Primero fue una escena atractiva para después dar paso a una tediosa saturación que llega hasta hoy y envilece la más reconocible tentativa humana. Lo que me lleva a pensar que cuando todo está lleno de poesía quizá no esté por ninguna parte.
Resulta llamativo que esta reedición aparezca en el año de la epidemia. Parece que Madrugada posee una consistente tendencia a alzarse en los momentos más críticos. Como si fuera claramente una novela del lado oscuro. Inclinada como siempre ha estado hacia los desfavorecidos y los que van perdiendo la vida sin necesidad. A menudo estas páginas se transforman en un ajuste de cuentas mediante un extraño vaivén emocional. Porque la caída al abismo puede resultar dura y fascinante. Especialmente en aquellos que se detienen justo al borde y echan un vistazo hacia abajo. Pero quién ha dicho que fuera fácil. Esta novela lo cambió todo. Ya nunca podré negar que me convirtió de lleno en escritor. Me hizo darme cuenta de que los libros se escriben a través de uno y no cuentan demasiado con lo que llevamos en mente. Sin duda son más sensitivos que razonados y siempre se escriben solos esperando al lector adecuado. Posiblemente alguien como tú. Bienvenido pues a este no-lugar. No olvides regresar.
JULIO CÉSAR ÁLVAREZ
Junio, 2020
MEMORIA
1
TODOS lo hemos visto. Una y mil veces. Cuando el dolor se detiene en alguien, comienza inmediatamente en otro. Nunca ha dejado de ocurrir. No lo hará. Todo nace y muere con cada nueva MADRUGADA.
Tengo una capa de sudor infinita y fría por la piel. Noto un temblor profundo por todo el cuerpo. Va de los dedos de los pies a los párpados tensos y palpitantes. Es la heroína, que está haciendo su trabajo de demolición. Nunca me había sentido así. Es como si algo crujiese dentro y tuviera que abrazarme con fuerza a mí mismo para detenerlo. Como si todo el mecanismo de mi cuerpo se hubiese estropeado para siempre. Intento no pensar en ello pero me resulta imposible. Se oye una melodía fácil de tararear que sale de la ventana de la vecina de al lado y que ahora martillea con fuerza mi cabeza.
Las sábanas están empapadas, un poco sucias y con un olor ácido característico que comienza a resultarme familiar. La persiana está a medio bajar y las ventanas abiertas. Hay un pantalón y dos camisetas blancas un poco gastadas y rotas por las mangas y el cuello. Está todo amontonado en el suelo. Me duelen especialmente las cervicales y la espalda. Intento levantarme. No puedo. Me duele todavía más. Sonrío, aunque no sé muy bien por qué. No se puede estar más jodido. Al lado, en la mesita, tengo un paquete de Fortuna con un par de cigarrillos doblados y húmedos. Me cuesta respirar por una presión aguda en el pecho. Aun estando así, decido encender uno de los cigarrillos. Lo aspiro con un lado de la boca. Me tiemblan las manos. Al poco, la ceniza se me cae sobre el pecho y la miro derretirse por la humedad y el sudor de la piel. Echo un vistazo a mis brazos. Están llenos de picaduras como de insecto en la misma zona. Es 1983. Eso dice el calendario instalado, parece que eternamente, en la pared agrietada y con manchas de pisadas. Parece que el mundo fuera a durar una eternidad. Ahora mismo soy un adicto a la heroína. A veces también a las ampollas de morfina, los tranquilizantes de distinto tipo y varias sustancias más que tomo con facilidad si pasan por delante de mis ojos miopes (a modo de pequeños pedazos de cielo negro).
Tengo veinticuatro años. Estoy con una chica delgada y huesuda que está ingresada en uno de los hospitales psiquiátricos de la ciudad. Cuando voy en taxi a verla, pocas veces ya, suelo ir pensando en canciones de los Rolling Stones, igual que hace tiempo. Lo bueno de los Stones es que resultan una perfecta banda sonora para casi cualquier cosa.
Aunque, a decir verdad, ahora mismo me cuesta pensar en algo que no sea yo mismo, en este inmenso dolor que lo abarca todo y en una parte de mi espíritu nulo. Mucha gente a mi alrededor consume drogas. En algunos lugares por donde me muevo desconfiarían si no tomara nada. Sería un extraño. Estamos nosotros y ellos. Es buena esa diferencia. Ayuda. Está abierta una especie de puerta de par en par. Y yo siempre he querido ver qué hay detrás. Lo que no se puede ver me interesa más. Siempre he sido de ese tipo de personas. Desde niño me ha apasionado lo que está mal. Es más divertido. Pero hoy estoy asustado. No se lo reconocería a nadie. Por primera vez tengo un miedo voraz que lo devora absolutamente todo. Veo con claridad en el lío en el que me he metido. Dentro únicamente siento eso, miedo. Nada más.
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