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los rasgos del personaje sufren variaciones importantes: hay Benitos gordos, flacos, cachetones, enjutos, cabezones, jíbaros, narigones y chatos[,] los mexicanos hemos interiorizado al personaje al punto de que siempre lo reconocemos de primera intención y casi siempre lo vemos idéntico. La imagen de Benito Juárez que se ha grabado en la memoria de varias generaciones de mexicanos es la del indio inmutable, el héroe de la Reforma, el salvador de la nación, el estadista de carácter férreo.15
A la luz de consideraciones como ésta, el análisis de las variaciones en la imagen de Juárez es tan importante como la identificación de sus cualidades aparentemente inmutables que, al día de hoy, concibo como resultado de un proceso de articulación de consensos que son, a un tiempo, políticos y estéticos. Las transformaciones que lo largo de todo un siglo sufrió la figura del Benemérito, lejos de restarle vitalidad a la veneración de la que fue objeto inmediatamente después de su muerte, amplificaron su función de legitimación simbólica en contextos por completo ajenos a la lucha reformista y republicana. Frente a la consolidación del culto al héroe, se impone la pregunta sobre las razones de su vigencia a pesar de los sensibles cambios que atravesó la cultura política mexicana durante el siglo XX. La respuesta que este libro ofrece a dicha interrogante involucra la coincidencia de tres ejes: la explicación de la génesis histórica de ese proceso; el análisis de la eficacia (retórica) del héroe como un dispositivo de simbolización de aspiraciones y valores compartidos, y por último las implicaciones políticas y estéticas de las expresiones más significativas de este culto.
Los tres capítulos que integran el presente estudio se corresponden con estos tres ejes de reflexión y constituyen perspectivas distintas pero vinculadas sobre la construcción de la imagen heroica de nuestro personaje entre 1872 y 1976. El primero de ellos es esencialmente histórico e involucra la reconstrucción de la génesis del culto juarista a partir de sus manifestaciones más emblemáticas. Como señalé ya, salvo por el clásico estudio de Weeks, no hay mayores intentos por ofrecer una interpretación de conjunto sobre el problema y, menos aún, una perspectiva de análisis que logre contextualizar las muy distintas expresiones del culto al héroe sin difuminar sus rasgos específicos. Lo que busco, en suma, no es entender el periodo en función del culto al héroe, sino la naturaleza de sus expresiones como componentes de un proceso específico. Esto equivale a otorgarle al mito de Juárez una historicidad propia que, si bien se relaciona con otros fenómenos políticos, sociales o artísticos, merece una periodización acorde con su lógica interna y con sus momentos de transformación. En el capítulo 1, “La imagen del héroe: su trayectoria”, he intentado mostrar la secuencia de estos cambios y también sus cualidades en función de tres etapas relativamente diferenciadas, que se corresponden con tres formas distintas de caracterizar simbólicamente la trascendencia del héroe oaxaqueño. La primera de ellas se inicia en el momento mismo de su muerte. Como han señalado distintos autores, en julio de 1872 surge la necesidad de articular un culto a su memoria que, a lo largo de las siguientes dos décadas, opera casi exclusivamente en torno a los homenajes luctuosos. Es en este contexto donde se crea la imagen del héroe civil e inmaculado cuya presencia parecía añorarse ante la incertidumbre política de aquellos años.
A partir de 1891, el culto funerario, más o menos fragmentario y teñido de una ritualidad esencialmente luctuosa, se transforma de manera considerable. La fecha es emblemática y sobre todo útil para señalar el cambio de rumbo, porque fue en ese año cuando por primera vez el homenaje abandonó su naturaleza funeraria en pos de una genuina celebración: la del natalicio del ex presidente. La primera manifestación emergida en este contexto es la estatua del Juárez sedente de Miguel Noreña. A partir de este momento, el culto al héroe recibe una decidida influencia y también una ordenación más sistemática desde el oficialismo, que fue capaz de aprovecharse de él y promover su transformación en un culto de alcance nacional. A raíz del estallido revolucionario, la trayectoria de la imagen heroica de Juárez se ramifica en caminos distintos, nutriéndose de expresiones ideológicas muy diversas que dieron como resultado una verdadera reconfiguración de sus atributos. Durante el porfiriato se construyó discursivamente la noción de “indio sublime” para caracterizar la imagen del héroe, pero no fue sino hasta bien entrado el siglo XX cuando esa noción adquirió formas de representación claramente definidas. La retórica posrevolucionaria y las nuevas corrientes artísticas mexicanas convirtieron a Benito en un luchador social, símbolo de la raza oprimida o del mestizaje. La consolidación de una cultura de masas, por su parte, incidió notablemente en la transformación de su imagen, que por medio del cine y la televisión adquirió muchas de las cualidades que resultan más habituales en la actualidad.
No sobra señalar que la sucesión de estas tres etapas está lejos de interpretarse como un proceso mecánico causal. El desarrollo del fenómeno es complejo precisamente porque los atributos que resultan dominantes en un determinado periodo no por fuerza desaparecen en el siguiente. De igual modo, sostengo que algunas de sus cualidades emblemáticas, especialmente notorias en un contexto determinado, en realidad se construyen a lo largo de varias etapas. Lo que he querido señalar, en todo caso, es la conformación de tres ejes nodales en la representación del héroe: lo civil, lo indígena y lo popular, temáticas diferenciadas gracias al análisis pero vinculadas a lo largo de todo el proceso de construcción del culto. El mito de Juárez apela, en distintos momentos y a partir de diversas estrategias, a alguna de estas conceptualizaciones. En muchos casos, de hecho, observamos concordancia entre la reivindicación de su imagen como símbolo del derecho y la referencia a sus atributos indígenas. La construcción del héroe como baluarte de la libertad, por otro lado, se muestra estrechamente asociada con alusiones relativas a su carácter de luchador social, representante de las clases populares y los sectores marginales.
Las estrategias que hacen posible la consolidación de la imagen de Juárez en cualquiera de estos sentidos deben analizarse en función del proceso gracias al cual emergen o se transforman, pero también a partir de su lógica interna. El problema nodal, no obstante, es encontrar categorías lo suficientemente flexibles para abarcar productos de muy distinta índole en términos formales. Por ello debo reiterar que la utilización del análisis retórico para estudiar el fenómeno constituye el eje vertebrador de toda mi propuesta. En el segundo capítulo de esta obra, “Retóricas sobre el héroe”, el problema se atiende de manera puntual y específica, con el análisis formal de un selecto pero también variado repertorio de manifestaciones visuales y textuales, apelando a los tres modos esenciales del discurso retórico contemplados en la tradición grecolatina: encomiástico, judicial y deliberativo.16 Retomo las categorías clásicas en sus aspectos más generales con el propósito de ampliar sus ámbitos de acción, articulando así un esquema bondadoso por su orden y simplicidad.
Otro argumento a favor de la perspectiva retórica para el análisis de este fenómeno es su presencia en el ámbito cultural mexicano gracias a la literatura, la enseñanza y el discurso político.17 De igual modo, cabe destacar la proliferación de estudios que utilizan la retórica para analizar fenómenos de construcción de significado en contextos muy distintos y a partir de expresiones igualmente diversas.18 De acuerdo con estas propuestas, a las cuales se suma la mía propia, la retórica no se reduce a un artificio discursivo, constituye un fenómeno complejo que, tomado integralmente, involucra la puesta en marcha de estrategias tanto argumentativas como poéticas, articuladas en torno a un mismo objetivo: persuadir o generar adhesión. Así descrito, el ejercicio retórico no se limita a los productos típicamente asociados con el término, como la oratoria política o la propaganda, sino que abarca cualquier forma de representación que genere un vínculo de filiación y, en consecuencia, un puente comunicativo.
La adopción de este criterio de análisis ha sido fundamental para valorar las implicaciones ideológicas de numerosos productos que por lo regular no se vinculan con las formas retóricas, como la plástica del retrato, la imagen fotográfica, la monumentaria o el cine. Una tesis importante de este trabajo es que semejantes expresiones sí desempeñan un papel crucial en la conformación de ciertos idearios políticos, pues condicionan nuestra percepción sobre ellos y también el significado que les atribuimos. Las manifestaciones artísticas han acompañado el culto a la figura de Juárez desde sus inicios, hicieron tangibles algunas de sus nociones más complejas y desarrollaron un repertorio de símbolos y expresiones metafóricas incluso más persuasivas que las de los discursos oficiales. Pese a ello, este libro no pretende reivindicar el efectismo o la evocación poética por encima del argumento, sino encontrar la relación entre los dos grandes polos que utiliza la retórica, entendida en sentido amplio, para generar significados que inciden en el comportamiento social o pretenden hacerlo. En las formas retóricas, la necesidad de argumentar también implica agradar: “motivada por su propósito principal de influir en el criterio del auditorio, no se limita a aplicar la lógica de lo probable a una teoría de la argumentación. Su segundo polo ha sido la teoría de las figuras, de los giros, de los tropos.”19 Interpretar el culto a Juárez mediante el estudio de sus implicaciones retóricas evidencia hasta qué punto la conformación de ideologías políticas que se defienden, critican o someten a debate conforme a ciertos argumentos gana profundidad y efectividad con la emotividad o la expresividad propias del lenguaje figurado. Como he venido reiterando, no se trata de disociar estos dos recursos, sino más bien de identificar la concurrencia de ambos en la construcción del mito juarista.
Finalmente, el capítulo 3, “Juárez sublimado”, explora una consecuencia no del todo habitual en la conformación del discurso retórico que es consustancial a su naturaleza tropológico-argumentativa. Me refiero a las expresiones del culto al héroe que provocan un conflicto entre argumentación y figura, con la balanza inclinada hacia el segundo polo. El Mausoleo de San Fernando y la Cabeza de Juárez son dos obras monumentales sin duda tributarias de la retórica juarista. Pese a ello, son mucho menos permeables al análisis bajo esa categoría. El problema surge a raíz del efecto de sublimación, de enaltecimiento exaltado de la imagen del héroe. Se trata, en suma, de expresiones muy francas de un fenómeno que distintos autores han descrito como “sacralización de la política”.20 Si bien no son los únicos ejemplos de enaltecimiento y fervor patriótico, sí constituyen dos casos en que los idearios políticos se hacen más permeables a la experiencia de emociones radicales, al grado de que lo político se subordina a la expresión sublimada. El término sacralización es pertinente en este contexto porque alude a ciertas formas de experiencia que usualmente asociamos con los fenómenos religiosos pero que son suscitadas, en este caso, a partir de valores laicos y en el contexto de sociedades secularizadas.
En ese tercer capítulo ofrezco, en conclusión, una propuesta de lectura de ambos monumentos de acuerdo con la categoría estética de “lo sublime”, en gran medida fundamentada en la caracterización que hacen Immanuel Kant y Edmund Burke del objeto y la experiencia sublimes.21 Decidí, como en el caso de la retórica clásica, involucrar estas dos propuestas en sus aspectos más generales porque no pretendo justificar el valor de estas obras en función de una determinada filosofía del arte, sino utilizar como referentes básicos algunas categorías que nos ayudan a visibilizar la naturaleza estético-sublime de dos expresiones hasta cierto punto atípicas del héroe, en el contexto de la retórica juarista. El interés del Mausoleo y la Cabeza de Juárez estriba en la articulación de mecanismos de construcción de significado altamente simbólicos y en gran medida problemáticos.22 Se trata, en términos generales, de manifestaciones que no facilitan el puente comunicativo entre el discurso y el auditorio, sino que lo violentan. En esa medida, rompen el compromiso argumentativo que, en mayor o menor medida, involucra cualquier forma retórica. Por sus características formales, ni el Mausoleo ni la Cabeza de Juárez plantean un objeto claro de veneración, como sí lo hacen todas las otras expresiones del culto al héroe, y por lo mismo no parecen plantear un significado aprehensible. A partir de distintas estrategias, la figura del héroe en ambas representaciones se diluye o se trasciende, pierde identidad y por momentos también sentido. Frente a ello, el espectador está obligado a preguntarse qué es exactamente lo que ambas obras celebran o, mejor dicho, aquello que sacralizan. El capítulo “Juárez sublimado” responde a dicho cuestionamiento a partir de dos hipótesis de lectura cuyo objetivo es abrir el debate, vigente y necesario, en torno a las implicaciones más problemáticas de nuestra relación con las figuras heroicas.
En resumen, a lo largo de cada uno de los tres capítulos de esta obra se realiza un ejercicio distinto de interpretación destinado a explicar la importancia de Juárez en nuestra cultura política y visual, a la luz de las estrategias concretas de configuración de su imagen idealizada. La mirada de conjunto, sin embargo, revela una misma intención. La idea que anima toda esta investigación es el vínculo, teórico en principio, entre estética y política. Más allá de la obvia relación entre expresiones artísticas y políticas públicas, manifiesta en el desarrollo de casi cualquier ritual cívico, considero que ambas esferas constituyen lenguajes de evidente resonancia social. En este sentido, la obra de arte puede juzgarse en función de sus implicaciones ideológicas y, en la misma medida, las ideas políticas pueden evaluarse a partir de sus presuposiciones estéticas. Desde esta óptica, tanto el arte como la política se conciben como formas de persuasión, lenguajes que, mediante estrategias a veces compartidas, exigen la interpretación de una audiencia determinada.
El análisis del arte y la política como formas persuasivas, como expresiones retóricas, permite evaluar no sólo la relación que existe entre ellas, sino también su capacidad para ser asimiladas en el contexto social. Esto supone, empero, la necesidad de superar una visión restrictiva de la retórica, concebida en muchos casos como mera estrategia de manipulación. Si bien es cierto que una gran cantidad de expresiones retóricas implican miradas parciales, distorsionadas o incluso deliberadamente engañosas, esto no quiere decir que el acto de persuasión se agote en la intención de manipular. En relación con el tema que me ocupa, la reivindicación de la retórica como un complejo dispositivo discursivo ha sido esencial no sólo como herramienta metodológica, sino también como un principio que articula el sentido de toda mi propuesta. El estudio de los distintos materiales que conforman el culto a Juárez gana en profundidad cuando se incorporan los lineamientos del análisis retórico, que permite integrar un repertorio muy diverso de manifestaciones a la luz de criterios formales de representación y argumentación. Cuando entendemos la estrategia retórica como un acto siempre determinado social e históricamente, se destaca su función como estrategia comunicativa, más allá de su configuración como artificio discursivo o poético-figurativo.
La separación tajante entre los dos aspectos del discurso retórico aquí enunciados (argumentación y tropología) ha tenido como consecuencia la identificación de la retórica más como un arte del engaño que como un arte de la persuasión. No obstante, es cierto que el análisis y el cultivo parcial del aspecto tropológico o figurativo del lenguaje retórico nos ha conducido a ampliar su ámbito de acción a espacios que van más allá de la política pública, revelando su penetrante capacidad estética. Evaluar el discurso retórico como una suma de figuras y argumentos destinada a dirimir cuestiones relativas al bien común es precisamente el ámbito específico de su acción y de su articulación como lenguaje. Las cuestiones políticas son asuntos vinculados con la realidad vital, presente, pero su interés radica particularmente en la transformación o la defensa que pueda hacerse de un determinado orden de cosas. En este sentido, el pensamiento, el discurso y la acción políticos involucran un profundo conocimiento de lo actual, estrechamente relacionado con sus posibilidades de ser y con la configuración de un futuro común. La retórica, en cuanto argumento de lo posible, es un requerimiento esencial del discurso político, si es que éste tiene por objeto la persuasión. Y me atrevo a decir que no veo ningún caso en que pueda ser de otro modo.
En virtud de lo dicho hasta ahora, considero que las formas de representación —ya sean plásticas, literarias o historiográficas— que contribuyen a construir el culto a los héroes pertenecen al ámbito de la retórica, considerada de forma integral. Más aún, la política, entendida como la “actividad de quienes rigen o aspiran a regir los asuntos públicos”,23 adquiere bases sociales y culturales cuando es capaz de superar su ámbito específico, cuando se deja influir por el arte y por el imaginario popular en una compleja relación, muchas veces tirante e inestable, entre la manipulación y la entrega. ¿A quiénes manipula el político cuando los íconos que ofrece encuentran escasa o nula recepción en el público?, ¿qué tanto debe modificar sus estrategias discursivas en pos de una mayor base de legitimación?, ¿qué lo orilla, en ocasiones, a aprovecharse de figuras, moralmente aceptadas y reconocidas, como emblema de sus propios proyectos?
El texto que el lector tiene en sus manos no pretende dar una respuesta definitiva a estos interrogantes, pero sí busca ofrecer una interpretación amplia y significativa del culto a Juárez que posibilite la articulación de estas y otras preguntas similares.
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