- -
- 100%
- +
Un muchacho vestido de falangista se dirige con ella al descansillo. Ahí, la detiene y, entonces sí, otras cuatro o cinco mujeres se paran junto a ella. No ve a Cloti, ni a Ciri, ni a la chica rubita. «Andando». Bajan las escaleras del inmueble, la luz tamizada de las vidrieras modernistas que se asoman, la sensación del lujo, del buen gusto. ¿Puede ser que ese espacio de ausencia, ese espacio que no existe, se esconda allí y que nadie lo vea? Mientras baja piensa en los vecinos, en la gente que vive en esa finca, que escuchan los gritos de dolor, el trasiego de personas. Nunca sabrá que ese piso es enorme y lleno de recovecos con gente encerrada, a la que no ha visto, que en apariencia nunca estuvo allí. Un agujero negro en la realidad.
En la calle se despiden como autómatas. Se tocan y se desean suerte. Ella vive al lado, apenas a unas manzanas. El sol la calienta, la envuelve. Al llegar a la esquina de la calle Caracas, su calle, se mira en el reflejo de un portal y se ve con un aspecto deleznable, de abandono, como si llegara de un hospicio, de una batalla, de una guerra. Y de ahí es de donde llega. Con rapidez sube la calle, pasa por delante del portal de su casa, mira la oscuridad del zaguán y sigue de largo. ¿Será alguno de los vecinos de su escalera quien la ha denunciado? ¿Quién? ¿Alguien que también pretende quedarse con el piso? Junto al portal, la vieja carbonería de su tío está a medio abrir, con el cierre a la mitad. ¿Quién está ahí? Desde la muerte de su tío hace apenas un año, la carbonería está cerrada. No puede evitar agacharse y asomarse por debajo. Siente como un vómito en la garganta cuando ve a varios hombres dentro, hablando entre ellos, uno de ellos un primo suyo lejano, y también el portero de una finca del paseo del Cisne. Se incorpora rápida y sigue hasta Santa Engracia, cruza y se mete como una proscrita en el portal de su prima Angelines. Como una proscrita, porque es una proscrita.
Esta vez no puede perder el tiempo. Mientras sube la escalera empieza a maquinar. Quiere ver a Joaquín, a Mercedes, a Pilar Bueno, a la gente que pueda encontrar y que le digan cómo se están organizando. Se va a asear, sacarse los piojos, y va a ir a buscarlos. A Feli y a Manola, a ver cómo están. A pensar qué van a hacer entre todas. A pensar cómo sobrevivir.
—¿Cómo que te vas? ¿Que te vas adónde? —dice Angelines asustada.
—Me tengo que ir de Madrid. He dado vueltas todo el día buscando gente. Manuel está encerrado en el campo de concentración que han montado en el estadio Metropolitano, Joaquín en la cárcel de Torrijos, a Pilar se la han llevado a la cárcel de Quiñones o a la de Ventas, no lo sé. Pero he visto a otra gente. Tengo que salir, me parece lo más prudente ahora. Antes de que os ponga en un problema a los demás.
—Pero ¿has visto cómo estás? Con la cara señalada y el cuerpo lleno de moratones, Manoli. Así no puedes ir a ninguna parte. Te vas a enfermar. Tienes que recuperarte primero. Además, ¿y adónde vas a ir?
—Esta es la cosa, hay que pensar qué sitio sería el más adecuado, adónde puedo llegar y aparecer sin más. Estoy haciendo acopio de memoria. Mi amiga Fina, ¿te acuerdas?, que iba conmigo a clase, vive en Coruña desde el 36. Sería una posibilidad. O el tío Paco, que debe estar en Santander. Salir hacia algún sitio donde no se me imagine. Pero no puedo estar yendo cada día a presentarme a la comisaría de San Mateo. Todo el mundo me ha dicho que eso es ratonera segura. Además, quien me ha denunciado volverá a denunciarme, los que se quieren quedar con la casa y la carbonería, no sé.
—Lo de la casa y la carbonería son los Espinoza, los del paseo del Cisne. Se están quedando con medio barrio. Para eso su tío es el gobernador. Pero no puedo imaginar quién te ha denunciado, no me lo explico.
—La gente de Almagro eran los del servicio de información de Franco, los del SIPM. Alguien me ha denunciado, y volverá a hacerlo. Y entonces no me llevarán solo a mí, Angelines, caeremos todos. Y eso no puede ser.
Nunca sabrá Manoli quién la denunció, si esa denuncia existió, esa denuncia que no aparece en ningún sitio, que ningún archivo contiene. O era una pieza más de una gran batida. Como de caza.
—Manoli, te va a parecer una locura, pero ¿por qué no te vas a Bilbao? —dice Angelines de repente.
—¿A Bilbao? ¿Y qué voy a hacer yo en Bilbao?
—En Bilbao vive tu madre, tenemos su dirección, podrías quedarte en su casa, vive con su marido y con tu hermana.
—Pero Angelines, no conozco a mi madre, nunca la he visto en mis diecinueve años… Bueno, nunca no, desde los cuatro años. No me acuerdo de ella. Ni ella de mí. Es como que no exista.
—Quizá sea el momento de hacerla revivir. Quizá este sea el momento.
Absorta, pensando en Bilbao, sabiendo que no hay tiempo, pero con un sabor acre en la boca. Su madre, un agujero. Otro más. Una puerta cerrada desde siempre. ¿Hay que abrirla ahora? No le da tiempo ni a avisarla. Presentarse en su casa, a puerta fría. Y descubre asombrada que le falta valor, que prefiere quedarse, que no quiere afrontar esa herida.
—Mejor me quedo antes que ir a Bilbao. No quiero ir a Bilbao.
—Pues me parece que es la mejor opción. Piénsalo mejor, consulta a tu gente, pero si quieres hacerlo rápido… —Angelines la mira, se acerca y la toma de la mano. Luego da la vuelta.
Suena la puerta, los golpes de unos nudillos se agolpan en sus oídos. Se asustan. Pero son golpes suaves, quedos. Cuando se repiten, Angelines va hacia la entrada y pregunta. «¿Quién es?». «Somos Feli y Manola».
Se abrazan otra vez. Cada vez que se abrazan parece un universo que se abre. Feli está tan delgada. Es como la copia de su hermana en puros huesos. Pero toda su boca pinta alegría. Manola besa a Manoli con esos besos sonoros que tanto la reconfortan. La vida de las tres pende de un hilo. Lo saben, pero solo a medias. Estos días de torbellino no dan para mucho meditar, solo para sobrevivir. «Vete a Bilbao, Manoli. Es buena idea, y desde allí lo piensas mejor. Pero puede ser un buen refugio, nadie te va a relacionar con tu madre, al menos de momento». «Pero ¿y llego y me presento sin más, por las buenas, qué tal está usted señora, yo soy su hija, me persiguen, vengo a quedarme? ¿Así, alegremente? Es una locura». «La locura es esto, tienes que salir y no hay ningún sitio ahora en Madrid seguro para ti, ya lo has visto». «Me siento en medio de la niebla, sin saber adónde ir, cómo girar. Un marinero en medio de la niebla, con solo mar alrededor». «No seas tan literata, déjate de monsergas, ni que conocieras el mar. Hay que decidirse, y tirar, tirar, no dejarse engañar, hay que seguir…».
Juan, un camarada también de Chamberí, consigue el billete para esa noche, el tren nocturno que sale de la estación del Norte. En tercera, no tienen para más, pero al menos ha podido conseguirlo a través de un contacto en las taquillas, sin documentación. Y otro contacto en la estación que la auxilie para entrar. Angelines la ayuda a hacer una maletita, lo que queda de su ropa, unos pendientes pequeños de oro, el anillo de la tía Mariana. Están sin una peseta, han confiscado sus cuentas en la Caja de Ahorros. Rebuscando atesoran algunas monedas.
Cuando anochece sale a la calle. Junto a su primo Justi, que lleva la maleta, se dirige al metro de la plaza de Chamberí. En la propia boca se despide de Feli y de Manola. Se abrazan. No saben aún que no volverán a verse en años. No lo saben, pero se abrazan como si lo supieran, como si no fueran conscientes de que apenas tienen diecinueve años. Son ya unas viejas. Cargadas de cenizas.
Sale disparada con Justi escaleras abajo, hacia el andén. Va nerviosa, pero menos de lo que imaginaba. Recuerda las instrucciones. No te quedes sentada en el mismo asiento siempre, el tren irá muy lleno en tercera. Muévete, métete en el servicio del tren cuantas veces puedas y quédate allí. No tienes documentación en regla, ese salvoconducto destrúyelo cuando llegues a Bilbao, recuerda bien las direcciones, la de tu madre, la de los contactos del partido en Gallarta y en Bilbao, ve tranquila, observa a tu alrededor lo que pasa, mira los periódicos cada día, pon telegramas en sitios distintos, no des señas ni nada, come bien, busca cómo salir de Bilbao, no vuelvas a Madrid, vuelve cuando puedas…
En la estación hay un control a la puerta de los andenes. Pero tiene el contacto de un mozo de maletas que la espera en el lado derecho del vestíbulo. Se despide con un beso de Justi casi sin tiempo y observa a los mozos buscando alguno que lleve puesto en el brazo un pañuelo negro como si fuera de luto. No lo ve. Se acerca más. No lo ve. Alguien le toca el hombro por detrás y un señor bajito le sonríe, señalándose el trapo de luto. Le devuelve la sonrisa y lo sigue a toda prisa, él entra por una puerta donde se acumulan las sacas de correo, la atraviesan sin decir nada en medio de un montón de carteros, dan vueltas por unos pasillos y salen al andén. «Ese es el nocturno de Bilbao, niña». «Muchas gracias. Muchas gracias, y suerte». «Suerte tú, que la vas a necesitar».
Sube al tren en la sección de tercera. Está lleno, muy lleno, no hay asientos en los bancos de madera. Se coloca en una esquina esperando que el tren salga. Cuando el revisor aparece pidiendo los billetes, se dirige hacia atrás. El vagón comienza a moverse y ella se esconde en el servicio. El revisor aporrea la puerta. «Un momento, ahora salgo». Y deja pasar el tiempo, luego sale y va en sentido contrario. El primer peligro ha pasado. Le queda toda la noche para seguir burlándolo.
Sale y entra de los servicios cuando cree que alguien puede pedirle los papeles. No se da tregua, se mueve en la oscuridad del tren tratando de pasar desapercibida. Primero sonríe a la gente, sin hablar con nadie. Luego, cuando observa sus miradas opacas, sus bocas fruncidas, como cosidas, deja de sonreír. Una sonrisa ahora parece una provocación. Todo parece estar bien, el váter del tren cada vez más sucio, ella allí escondida empujando el tiempo para que pase rápido. Alguien amartilla la puerta, y ella calla. Espera que se aburra y se vaya a otro servicio. Pero esta vez no para, y ella abre y sale, rápida, y tira hacia la derecha. Una mujer la para en el pasillo y dice muy bajito, metiendo la cabeza en su oreja, «no des tantas vueltas, quédate un poco aquí conmigo, estamos a punto de llegar a Miranda de Ebro. Ahora nadie va a pasar, ven, siéntate». No ha pasado tan desapercibida. Duda, pero se sienta a su lado.
Cuando por fin el tren llega a Bilbao es de día. Lentamente entra en la estación. Sale por última vez del servicio y, sin pensarlo, da un salto al andén. La estación parece bombardeada, está a medio desmontar, llena de andamios, todo a medio caerse o a medio construirse. Se queda parada observando si hay control, pero ve cómo la gente salta por las vías y sale sin más a las calles aledañas. Y eso hace, sin mirar mucho, avanza, salta y está en una calle. Mira hacia arriba y lo ve todo gris, gris, gris. Parece que la ciudad esté envuelta en la bruma. Avanza por la calle, eligiendo a quien preguntar por la dirección donde vive su madre. Solo sabe que está cerca, que está en el centro. Una señora mayor que espera en la esquina le parece lo mejor y le pregunta. «Perdone usted, podría indicarme dónde está la calle Colón de Larreátegui».
Camina lentamente siguiendo las indicaciones que le ha dado. Ha regresado a la ciudad donde nació. Un lugar desconocido. Va como flotando, se siente de repente muy cansada. Una sensación de tristeza y de desazón, ese sabor amargo en la boca. No hay marcha atrás. Sí, es verdad, está perdida en la niebla, pero no en medio del mar como pensó, sino en la bruma pesada de esa ciudad oscura.
Vuelve el falangista a darle el rollo envuelto en tela y vuelve ella a colocarlo en el saco de viaje, tratando de nuevo de cerrar muy bien la apertura para que no vuelva a pasar. «Gracias de nuevo, es usted muy amable, siento molestar». «No se preocupe, siempre es agradable ayudar a una señorita como usted».
Se sienta y trata de volver sobre el libro. Está tensa, pero no quiere mostrarlo. Lo siente en sus manos y se ve perdida. Quizá él no sospeche nada, pero cuando llegue a Madrid tiene que poder alejarse de él, de la estación, seguir hacia su cita. Recuerda el viaje al revés, metida en el tren nocturno que la llevaba a Bilbao desde Madrid, la guerra recién perdida. Hace ya dos años. Aún sigue huyendo, porque esto es una huida. ¿O no? Quiere huir. ¿Quiere huir? ¿Qué es huir? Absorta mientras mira las páginas de Carroll sin leerlas, piensa en que podría escapar desde San Sebastián hacia Francia, y entonces se metería de bruces en otra guerra, en otro espacio ocupado, en otra andanza. O dejarse diluir en Madrid, quizá pasar desapercibida en la gran ciudad, olvidada de todo y de todos, a lo suyo. O bajarse del tren en la próxima estación, que debe ser Medina del Campo. Sonríe al pensarlo, en Medina, donde está la sede de la Sección Femenina de la Falange. Sonríe porque pensar en todo esto le resulta gratis, sabe que no lo hará. Porque no quiere, porque lo tiene claro, desde la guerra, desde antes, desde que aquel cura le dio una bofetada cuando con catorce años ella le dijo que no podía entretejer en su cabeza la presencia de un ser sobrenatural. Más claro lo supo cuando la golpeaban como a una estera los del SIPM en la comisaría de Almagro, y no entendía nada. Sabe que va a continuar porque le va la vida en ello. No la vida por perder, sino la vida por hacer. Algo que le corre por dentro, pero sobre todo algo que le permite vivir, algo que tiene que ver con la manera de entender el mundo.
Pero se cansa, le cuesta entender qué pasa. La idea de que este régimen no puede durar, que pronto va a acabar, que la guerra mundial la va a perder el fascismo. Aunque los partes de guerra de los aliados no son tan optimistas, los nazis no dejan de avanzar, y los italianos. Pero no lo puede imaginar. No puede imaginar todo reducido a cenizas, después de tantas llamas.
Mira a su alrededor en ese departamento de primera clase. Una mujer de unos treinta años está al frente en el extremo. Con los ojos entornados, ve cómo mueve los labios en silencio mientras maneja en la mano un rosario. Ausente, alejada, acunada por su propia salmodia. A su lado el que parece su marido, un hombretón rotundo, de traje, con chaleco, un maletín entre las piernas, el periódico que le oculta la expresión de fastidio. A su lado otra mujer, mayor, con un velito azul oscuro sobre la cabeza y que lleva dormitando un buen rato apoyando la cabeza en el hombro del que parece ser su hijo, peinado y repeinado, con una insignia del requeté en la solapa y que levantó el brazo arrobado cuando llegaron a Valladolid mirando al falangista.
El falangista. Frente a ella, que mira y no mira. La pistola al cinto. Por sus formas no parece uno de esos matones del régimen. Debería averiguar más de él, es ella la que debe preguntar y saber, eso quizá le dé pistas para salir de este tren ilesa. De ese departamento que explica por qué no puede huir, esa gente bien comida, bien vestida, a resguardo. Tan distinto del vagón de tercera que la trajo a Bilbao.
No puede escabullirse, no puede salir indemne. Vuelve de nuevo la mirada al libro de Alicia, las palabras son a menudo lo único a su disposición para afrontar la realidad, los sobresaltos de cada día. Por eso adora las palabras.
—Ya nos falta menos. Estoy deseando llegar. A ver si en Madrid hace bueno. ¿Va usted por mucho tiempo? —pregunta al falangista.
—Yo viví un tiempo en Madrid, hasta junio del 36. Estudiaba allí, pero justo cuando el alzamiento yo estaba en mi casa, en Pamplona. Afortunadamente. Pero vuelvo de vez en cuando para algunos trámites.
—Ah, entonces usted no es guipuzcoano. Es navarro.
—Sí, navarro, pero ahora vivo en San Sebastián, ya le dije. El deber me ha llamado ahí.
—¿A qué se dedica en San Sebastián?
—Uhmm, a Abastos y a Aduanas. Estoy en la Comisaría Central de Abastos y me ocupo sobre todo de los pasos aduaneros. Para servirla.
—Tendrá usted mucho trabajo, tan cerca como estamos de la frontera.
—Pues sí, y también por los puertos.
—¿Los puertos?
—Sí, me ocupo de las entradas y salidas de los puertos, sobre todo de Pasajes, y también de Bilbao.
Manoli se estremece.
—¿De Bilbao también? Pero está lejos…
—Sí, pero tengo que ir una vez a la semana, a Bilbao llegan grandes mercantes de América, y ahora con la guerra europea tenemos que estar muy vigilantes.
—¿Por qué?
—Porque puede haber mercancías de contrabando, o para actividades sediciosas, y tenemos que estar muy alerta.
—¿Actividades sediciosas?
—El enemigo no descansa, el enemigo nos odia porque hemos sido los primeros defensores de la civilización cristiana, de la nuestra. Ahora afortunadamente nos siguen nuestros amigos en Europa y vamos a ganar en todas partes, pero no podemos bajar la guardia, hay que estar muy atentos. Hay muchos marinos extranjeros de ideas liberales, o masones, o aun peor, y nuestra labor es saber qué ocurre en las aduanas».
A medida que hablaba, el falangista ha subido el tono, ha afinado alto y su voz suave se ha vuelto enfática, como en un púlpito, buscando la atención de todo el departamento. Y lo ha conseguido, hasta la joven del rosario se ha vuelto hacia él. Erguido hacia delante, mientras la sigue mirando intensamente, se sabe observado por todos. Sonríe, y se lleva la mano a la cartuchera en el lado derecho de su cinto, y luego al bordado de la camisa, al yugo y las flechas.
Satisfecho, baja de nuevo el tono, dirigiéndose solo a ella en tono suave:
—Pero no me he presentado. Soy Javier Salazar. Encantado, señorita…
—El gusto es mío. Yo soy Dolores García.
Cuando pronuncia el nombre y recuerda su cédula falsa en el bolso, se siente sin embargo segura. Es un parapeto. Es la impostura que la hace libre. Vuelve de nuevo la mirada al libro, y fija su atención en la ilustración de Alicia con el gato. ¿Podrías decirme, por favor, qué camino he de tomar para salir de aquí? Depende mucho del punto adonde quieras ir —contestó el Gato—. Me da casi igual dónde —dijo Alicia—. Entonces no importa qué camino sigas, dijo el Gato.
Alicia, Alicia. Se llama como su madre. Ve la cara de su madre mientras mira la ilustración, el camino que la llevó hasta ella. Que la salvó. ¿Qué milagro nos salvará esta vez? ¿Quién me va a salvar? Y recuerda su llegada, su primer encuentro con la madre desconocida.
Su primer encuentro con la madre. El edificio de la calle Colón de Larreátegui. Una buena casa de Bilbao. Sube las escaleras hasta el cuarto, el último piso. Unas escaleras arregladas, ostentosas, hasta el tramo final, el tramo de los sirvientes. Allí son oscuras, con olor a humedad, le mantienen los ojos entornados y las manos alerta. Cuando llega frente a la puerta, en el descansillo, se para, deja la pequeña maleta en el suelo y mira. Se mira. Se mira y se pregunta. Qué hace aquí, frente a esa puerta. Está huyendo. No está huyendo, está escondiéndose. No se está escondiendo, está buscando. Está apaciguándose. Esto durará poco, no es más que un mal sueño, un sueño tenso pero breve. La vida regresará. Entonces golpea la madera con los nudillos.
La puerta se abre. Aparece una cara de ojos grandes y rasgos suaves. Una mujer mayor, ajada más que mayor. Con el pelo oscuro corto peinado hacia atrás. Sin expresión. Esta mujer no debe ser su madre, nada de ella le resulta familiar. La mujer pregunta qué quiere y ella duda al contestar. Al fin dice: «Buenos días. Perdone que la moleste. Estoy buscando a Alicia del Arco». «Buenos días. Pues con ella habla…». «Vengo de Madrid». «Ah, pase usted, me traerá alguna noticia de mi familia y de mi hija. Pase, pase, vamos hacia la cocina, estoy cocinando».
La cocina es pequeña, muy pequeña, y huele a repollo, a verdura, a carbón. Parada a un lado, mira el fogón y mira a la mujer. ¿Cómo empezar? Mira sus pies y mira los pies de esa señora, observa sus botines negros con algo de tacón y las zapatillas oscuras de ella, bajas, ajadas. Observa el tamaño, le parecen unos pies pequeños; ella siempre ha tenido los pies grandes, buscar zapatos no le ha sido fácil. Pero es que ella es más alta.
—Vengo de Madrid.
—Sí, ya me dijo. ¿Cómo están las cosas por allí? ¿Viene usted de parte de mi familia? ¿De la tía Anselma, de Ángeles? Nadie me ha avisado. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Yo… Sí, todos están bien. Todos le mandan saludos. La situación ahora es difícil allí, se podrá usted imaginar. La guerra… la guerra se ha acabado y…
—Pero ¿están bien? ¿Usted los ha visto?
—Le traigo una nota de Angelines, espere que la busque…
—Léamela usted, yo apenas sé hacer mi nombre, nunca aprendí. ¿Y usted cómo se llama?
—Yo… Yo, yo me llamo… —se detiene pensando que parece una mala escena de novelita, de las que le gustaban a su tío, una escena tonta, y no sabe seguir.
—¿Sí…? —dice Alicia vuelta hacia ella.
—Bueno, es que yo soy su hija Manolita. Soy yo su hija.
¿Había esperado la voz de la sangre? ¿Se imaginaba una escena llena de emoción y de lágrimas? ¿Creía que iba a reconocer sus ojos en los ojos de la desconocida, sus manos en sus manos, que se derrumbarían diecinueve años de ausencia simplemente al mirarse? ¿Que desaparecerían los miedos, las culpas, los reproches, las dudas?
Mientras toman ese líquido negro hecho de posos de café se observan, apenas se hablan, se sonríen, se callan y miran hacia el suelo. «No sé si me he explicado bien. En realidad no tengo ninguna nota de Angelines, no podía correr el riesgo de que me cogieran con una nota. No querría molestarla, ni a su familia, pero tenía que salir de Madrid, salir rápido para evitar que fueran a detenerme. Están metiendo presa a la gente, a toda mi gente. Algunos han desparecido, ya sabe que están dando el paseo a muchos. Y pensamos que podría estar aquí unos días, como le he dicho, hasta encontrar una mejor ruta. Yo creo, nosotros creemos que esto no puede durar mucho, la guerra en Europa está a punto de empezar, este régimen no puede durar, yo creo que será cuestión de semanas, o de meses, pero pronto pasará. Pero yo no quiero molestarla, ya sé que usted vive con su marido y con mi hermana, solo serían unos días. No quiero causar problemas, no podré decir quién soy. Siento que esté todo siendo así. Siento todo esto…».
No hay gestos, ni siquiera una mano que avance sobre la suya en la mesa. Un silencio denso, como si la niebla que percibe en todas partes desde que tomó el tren de Madrid se hubiera también metido en esa casa pequeña, en esa cocina, entre ellas dos. Una bruma que le impide ver. Habla mirándose las manos, con la voz queda, asustada de que la puerta se abra de pronto y penetre algún desconocido. El silencio abruma. «Puede que la policía me busque, la gente del SIPM me metió en una checa, en una comisaría, me tuvieron allí, y bueno, no fueron unos buenos días. Allí cumplí diecinueve años, ahora…». La madre la mira por primera vez, con ojos muy brillantes, como si fueran a explotarle en la cara, la mira y se lleva las manos a la boca y al pelo. «El 20 de abril es tu cumpleaños, ya lo sé, acaba de pasar. Ningún año lo he olvidado, yo lo sé bien, yo lo sé. No me mires así. No me hables de usted. Aquí puedes quedarte todo el tiempo que quieras, esta es tu casa, esta es tu casa, tu casa es donde yo esté. Nos arreglaremos. Yo trabajo asistiendo, por casas, y también cocinando. Nos arreglaremos. No me mires así, todo irá bien, no tienes que preocuparte. Soy tu madre, tú eres mi hija».
Soy tu madre, tú eres mi hija.
Cada día madre e hija van a trabajar asistiendo. Alicia limpia en casas, cocina, atraviesa el barrio de Abando de un domicilio a otro y luego baja hasta la ría y compra comida para ellos, compra los posos de café de algunos bares, compra y llega y cocina, y acompaña a su hija que también va a limpiar. Para no tener problemas, Manoli limpia escaleras, barre, friega, le da brillo a los pasamanos de madera, deja los cristales lustrosos, escaleras de mármol, escaleras de baldosas, escaleras de madera. Sube y baja y luego también va al puerto con su madre. Allí la madre ve que la hija se separa y habla con algunos hombres, vuelve hacia ella y no dice nada.