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Llegan a casa y la madre cocina. La hermana pequeña ya ha llegado de la escuela, es una niña de doce años y se parece a Manoli. Es una niña que está asombrada, que de repente tiene a una desconocida a la que su madre también llama hija. Es una niña que mira, que observa, y que también cocina y ordena. Su padre, Maxi, casi cada día regresa borracho, no de caerse, pero subido de tono. Grita, refunfuña, se queja de la vida. Él también ha perdido la guerra, ha estado movilizado en un batallón socialista, ahora dice que no encuentra trabajo, tampoco lo busca. Mira a su nueva hijastra, la mira con desdén, o con deseo, o con admiración, o con extrañeza. Le habla suave mientras grita a su mujer, pero se calla luego. Y se va a la calle, al bar, tras pedir alguna moneda.
—Manoli, ¿es verdad que ibas a estudiar a la universidad? —pregunta su hermana.
—Sí, estaba matriculada, pero empezó la guerra.
—Pero las mujeres no van a la universidad. Me lo ha dicho la amatxu, las mujeres no vamos a la universidad.
—Las mujeres sí vamos a la universidad, lo que pasa es que siempre nos han condenado a cuidar a los hombres, a casarnos, a tener hijos, a estar en la casa y trabajar en las casas, pero las mujeres también podemos estudiar. Tú tienes que poder estudiar también. Es una cuestión de contar con posibilidades. Las mujeres podemos, claro que podemos.
—Manoli, pero en las casas adonde va a trabajar la amatxu tampoco las mujeres ricas van a la universidad.
—Nosotras sí iremos, tú irás, verás. Precisamente porque no somos ricas.
—Yo lo que quiero es casarme bien —dice la niña.
—¿Casarte? ¿Así por las buenas? ¿Sabes qué es casar? Hilar, parir y llorar. Mira la amatxu cómo vive… Tú tienes que formarte.
—Estás loca.
Lo ha escuchado cien veces en las reuniones de Mujeres Antifascistas. Ahora lo ve en su madre. Parir y llorar. Hablando con ella se ha enterado de que parió otros dos niños con Maxi, pero no sobrevivieron. Nunca lo supo, nadie le dijo. Como un folletín trata de entender qué pasó, pero aún no pregunta. No pregunta porque quizá no haya respuesta.
Sin decir nada, ha encontrado al contacto que traía desde Madrid y se ha puesto en relación con la organización comunista. Lo ha hecho muy discretamente, callada, en los descuidos de su madre, de la casa, en el puerto. Pero ahora tiene que ir a Artxanda a ver a un camarada. Subir al monte, y su madre tiene que saberlo.
«Amatxu, ¿cómo se llega a Artxanda?». «Pues andando, es ese monte que está al otro lado de la ría, cruzando por el puente del ayuntamiento hacia arriba. ¿Para qué quieres ir a Artxanda?». «Tengo que encontrar a un amigo allí». Y la niebla vuelve. Alicia deja lo que está haciendo, un remiendo de un pantalón. «Llevas aquí solo tres meses, la cosa sigue fatal, tú lo ves, cada vez más presos, tú lo ves. No quiero que te metas en líos, quiero que mantengas el tipo, que continuemos bien, que no te pase nada, hija. Eres una huida». «No soy una huida. No huyo, estamos a la espera. Amatxu, no tengas miedo. Pero no voy a quedarme aquí viendo cómo los días pasan mientras yo limpio escaleras. Esconderse no es vivir. Hay que seguir, hay que intentar, no desistir». «Ay, hija…».
El miedo es vecino de la culpa. «No te preocupes, madre, nada va a pasar».
Vuelve de Artxanda inquieta. No por seguridad, sino porque ha percibido que el camarada al que ha visto no ha terminado de fiarse de ella. Allí refugiado, en aquel caserío, no ha terminado de darle tareas. Le ha hecho muchas preguntas y la ha dejado ir, encomendándole que regrese la próxima semana. Pero sabe que todo son suspicacias, que él se siente inseguro, que no sabe qué pensar. Él, Realinos, un alto cargo del partido en el País Vasco, quizá el más, pero está ahí oculto en medio del monte, a tres pasos de la ría. No sabe cómo asegurarle que ella es quien dice ser. Por eso, saltándose la seguridad, le ha dicho que no se llama Dolores García, que no se llama Lolitxu. Le ha dicho su nombre real para que él compruebe.
Pero está incómoda. Entra en casa, saluda a su hermana y a su padrastro y pregunta por su madre. «Ha ido a la ría, a rebuscar…». Baja de nuevo la escalera y va a su encuentro. Camina por las calles hasta la ría, la busca y no la ve. Observa a su alrededor y por primera vez se siente insegura. Se sienta en un poyete frente al cauce, mira los humos que salen por un lado, los humos de la Babcock Wilcox, las aguas rojas, anaranjadas, el color oscuro del cielo, un cielo sin nubes, azul cobalto. Un cielo casi negro. Alguien la toca en el hombro y se asusta. Su madre, que le sonríe desde detrás.
Han pasado horas frente a la ría. Su madre hablaba y ella escuchaba en silencio. Tragaba, sin digerir. Parecía una película soviética, de las que ha visto en guerra en la Gran Vía, una película sobre una mujer pobre, la madre de Gorki, pero sin épica. Una película que es su historia. La deglute sin orden para poder ordenarla luego. Se da cuenta de que es una historia como tantas, que es la historia de una pobre mujer vasca, de una campesina de Carranza, una historia corriente. Solo que es su madre la que habla. Habla para que ella escuche.
Alicia no había cumplido diecinueve años cuando parió a Manoli. El joven con el que había pecado no debía ser mucho mayor. El padre de su madre, su abuelo, Manuel, la echó apenas se dio cuenta de que estaba embarazada: «Vete de aquí con tu bastardo». Y ella se fue. En realidad ya se había ido, había emigrado a Bilbao a los trece años para colocarse en una casa sirviendo. Aprendió a cocinar, aprendió a escribir su nombre en un papel, a ahorrar dinero, a mandarlo a su casa e ir una vez cada seis meses al caserío. Como sus hermanas, muchas hermanas en el caserío y pocos hermanos. Conoció a ese chico ferroviario, ese chico de la margen izquierda, que la llevó a un mitin de Facundo Perezagua. Le gustaron las palabras de ese hombre, que eran como las de ese chico: tenemos derecho a una vida mejor, los ricos nos quitan los derechos. Cuando se dio cuenta de que estaba embarazada se le vino el mundo encima. No sabía qué hacer. Regresó a Carranza buscando amparo de su padre, o de sus hermanas, o de sus tías.
Cada vez más gorda, la echaron de la casa en la que servía. Y se puso a asistir de casa en casa, a limpiar suelos, a limpiar escaleras, a cocinar en tabernas del puerto. Dice que el novio se había ido, ese ferroviario, que no había pensado casarse. Se había ido, la había dejado. Pariría sola. No era la primera, ni la última. Le dijeron que fuera a la parroquia de San Francisco, que allí la aconsejarían. La llamaron pecadora, pero eso ya lo sabía. Que iba a ser una desgraciada, y su hijo también. Que lo dejara en el hospicio, que lo dejara en la casa cuna de Santander, que allí nadie la conocía. Que se fuera a Santander, que pariera allí, que fuera a la inclusa.
Se dispuso a hacerlo. Dice que, poco antes de irse, el novio regresó y le dijo que quería apoyarla. Manoli procesa el dato: el padre vuelve, ese padre desaparecido vuelve para atenderla. Eso dice su madre. Eso dice. El parto llegó antes. La madre parió a su hija en el hospital de Bilbao, un martes de abril, y llovía. El jueves cogió a su niña y se fue a la estación. Tomó el tren con su hija en brazos, la amamantó para que no llorara y fue viendo pasar las estaciones. En Santander le fue fácil buscar la casa cuna. No sabe lo que firmó, no lo sabe porque no lee, pero le dijeron que la niña estaría bien, que la darían en adopción, que se la veía sana. Dejó el dinero que había ahorrado durante meses de miserias a la monja de la inclusa y tomó el camino de vuelta. De nuevo el tren, pero esta vez se bajó en Carranza.
En el caserío, nadie preguntó nada. Nadie habló. Bajó a la cuadra, ordeñó a las vacas y se ordeñó a sí misma, el pecho hirviente de la leche que su hija no tomaría. Con su primo Félix regresó a Bilbao. Él no indagaba, ella no decía. Cuando llegaron a la habitación que ella tenía alquilada en Zabala, la patrona le dijo que su novio andaba buscándola cada día. Esa noche llegó, esa noche ella lo miró y le dijo que sí, que había parido, pero que el niño murió al nacer. Eso le ha dicho su madre a Manoli. Que su padre fue borrado con esa mentira. ¿Por qué? ¿Qué dijo él, se dio la vuelta y se fue? ¿Así acabó todo, con un hijo muerto? Así acabó, eso dice ella. Eso dice. Dice que se llamaba Ángel. Que era un buen mozo, que ella tiene sus ojos. Y su nariz de vasca. Que aún lo sueña.
Pero su primo Félix la escucha. «¿Estás loca, has dejado a la niña en la inclusa de Santander? Pero si tú estás sana, llévala a Carranza». «Mi padre no quiere, me ha echado de casa, no me quiere allí, sin niña o con niña». Félix tenía dinero ahorrado para emigrar a México. Su madre le dice a Manoli que entre los dos lo pensaron. Eso dice. Decidió irse a México con él, en el barco que él había reservado, en tres semanas. Entonces hizo lo que tenía que hacer. Tomó el tren de vuelta a Santander, regresó a la inclusa y habló con la monja. Quiero a mi niña, me la llevo de vuelta. Eso no se puede hacer. Quiero llevarme a mi hija. Traigo dinero. Y se llevó a su hija de vuelta. Tomó el tren en Santander, con Manoli en un hatillo. Y se la llevó a Gallarta. Eso le cuenta su madre a Manoli.
En Gallarta negocia con un ama de cría. ¿Cómo se llamaba? No me acuerdo. Allí la deja, le da un dinero y le promete que le mandará más cada dos meses. Le enseña ahora una foto. Su primo y ella en el puerto a punto de coger el barco, ella con grandes sayas negras, como una campesina sin edad. Una joven de diecinueve años que se va a Veracruz. Parece una anciana. De luto. Iba de luto, eso le cuenta su madre frente a la ría.
No duró en Veracruz. Se regresó, con lo poco ahorrado. Manoli tiene el recuerdo del recuerdo. Su primer recuerdo, su madre que llega, el ama que se lo dice. Recuerda. Dice que recuerda. La niña se va a Carranza, la madre sigue en Bilbao sirviendo, ahorrando para mandar dinero, cocinando.
La tía Mariana, otra sirvienta, una sirvienta con suerte, llega a Carranza. Desde Madrid. Y se lleva a la niña con ella. Pone una única condición: esta niña me la llevo, pero no volverá a cruzarse con su madre. Es mi condición. Eso dice su madre, por eso nunca supo, nunca habló, nunca estuvo. Era su condición. Manoli lo recuerda, es su vida, es Madrid. ¿La salvó su tía? ¿Y ahora quién me salva, quién nos salva?
Eso dice su madre, que la salvó. A su madre no la salvó casarse con Maxi, un nuevo peso, tres nuevos partos, dos hijos muertos, una niña a la que criar, un alcohólico en casa. Una hija ausente, una señorita lejana en Madrid. ¿La salvó? ¿A quién salvó?
Está digiriendo. Está digiriendo al padre ausente. Ese hombre que siempre la ha acompañado, ese hombre sin apellido. Está rumiando, porque rumiar es más que digerir. Ha escuchado, ha tragado y ahora lo escupe sola, en la oscuridad de su cama. Se acuerda otra vez de ese hombre al que no conocerá y que llevaba a su madre a ver al comunista Facundo Perezagua. Que decía que los pobres tienen que pelear, que la vida está para vivirla feliz y sin miserias. Eso dice su madre.
¿Quién las salva a ambas? Rumia como las vacas, pensando en que no hay salvación. Porque no se puede construir la identidad desde el olvido.
El tren va entrando en la estación del Norte. Observa por la ventanilla y ve la estación tomada, un montón de policías de uniforme en el andén. ¿Qué pasa?
—Un control especial —dice el falangista frente a ella—. Algo malo que viaja en este tren. Habrá que tener paciencia.
—¿Un control especial?
—Sí, no se preocupe. Es lento, pero no pasa nada. Mirarán los equipajes y ya está, esté tranquila. Es por el bien de todos, los sediciosos no descansan.
Y ahora, ¿quién me salvará? ¿Cómo me salvaré? Ahora, ¿hay escapatoria?
El falangista se levanta y se estira la camisa, la acaricia como supremo bien, coloca la cartuchera y se observa embelesado sus zapatos negros, brillantes. Manoli permanece sentada, con la cabeza como una marmita, esperando que todos salgan del departamento para tratar de esconderse en el servicio del vagón y salir más tarde, aunque imagina que lo registrarán todo. También podría tratar de saltar hacia la vía por el otro lado. Pero no, qué locura. Entonces lo piensa: tiene que deshacerse del saco de viaje, esconderlo en cualquier sitio, y salir solo con su bolso, confiando en que su documentación amañada no levante sospechas. Sí, es lo mejor. Dejará el saco de cuero en el retrete y saldrá sola. Pero para eso tiene que esperar.
Impaciente, mira a sus compañeros de viaje, que van saliendo mientras se despiden. El falangista la mira, ella sonríe y decide levantarse para despedirse de él, tratando de que salga ya.
—Encantada de conocerle. Que tenga una buena estancia en Madrid.
—Igualmente para usted, que todo le vaya bien —y sonríe amigablemente.
—Eso espero, claro que sí.
Segundos, apenas segundos se enmarañan en el tiempo. Él con su maletín en la mano la mira y no sale. Ella parada frente a él, sin hacer nada. Una imagen helada. Manoli se vuelve hacia su equipaje y levanta las manos para tomarlo. Él espera. ¿Qué espera? ¿En realidad él siempre ha estado acechando, es este su minuto final?
«Pero yo la ayudo a bajarlo, no se apure, espere». «Muchas gracias, no se preocupe». «No faltaba más, ya está. Sí es verdad que pesa lo suyo. ¿Ha venido alguien a buscarla?». «No, nadie, me iré en un taxi». «¿Usted sola…?».
Sola sí, vete ya para poder salir. Sola, sola.
—No se preocupe entonces, yo la acompaño hasta el taxi. Mire, coja usted mi maletín que yo llevo su saco de viaje.
—No, no, por favor… Déjelo.
—No se hable más. No hay problema. Yo también voy a un taxi. Vamos, vamos.
Lo sigue por el pasillo del vagón como abierta en canal. Con su bolso y el maletín de él en la mano. Un buen maletín, que casi no pesa. Se estira la falda mientras camina, como si la tela pudiera protegerla. No puede pensar mientras lo sigue hasta la puerta del vagón, y desciende tras él, que le sonríe desde el andén mientras le tiende una mano. «Gracias de nuevo». «Vamos, pasamos el control y la acompaño al taxi».
Avanzan mientras ella trata de hacerse cargo de los efectivos allí dispuestos. No puede contarlos, le parecen cientos, miles de policías, solo ve policías alrededor, y muchachos vestidos de militares hasta que llegan al embudo del control. Un hombre mayor de civil se dirige al falangista con un gesto de su cabeza. «Buenas tardes, ¿qué pasa, inspector? ¿Sirviendo a la patria a estas horas?». «Ya ve». «¿Algo especial?». «Pues parece que llega una mujer con algún paquete de propaganda desde el norte». «¿Y saben quién es?». «Parece que tenemos una descripción aproximada. El comisario está en el control, ya le dirá».
La cola se ha ido estrechando y ya están a pocos pasos del control. A un paso. Nada que pensar, nada que hacer. Busca palabras en su cabeza que la ayuden, porque las palabras pueden saber de nosotros más de lo que nosotros sabemos de ellas. Palabras que la expliquen mientras observa a los tres policías que abordan uno a uno a cada pasajero, su documentación, el equipaje abierto en la mesita allí dispuesta, el cacheo en algún caso. Sin discreción, al contrario, ostentando ese poder. El mundo en sus manos. Busca palabras mientras sonríe, o cree que sonríe al falangista colocado a su lado, que es apenas un poco más alto que ella, que es más alta que la mayoría de las personas de la cola. Se estira pensando que desde arriba lo ve todo mejor, mientras sigue buscando palabras. Como Alicia en el libro, mojada y desconcertada rodeada de miniaturas. Como su madre Alicia, absuelta de sí misma.
Ya llegan. Se piensa enrojecida, se imagina con la expresión de la cara que delata, con el gesto que anticipa la peor suerte. Se siente en el fin. Sin palabras. Mantener la dignidad: pero la dignidad es un sentimiento frágil e inseguro, necesita señales y garantías, y no las tiene ¿Quién la salvará ahora, quién? ¿Y cómo? ¿O no hay salvación?
MADRID, 2019
Mantengo el teléfono frente a mí sin decidirme. Observo la pantalla iluminada. Una boca dentada. Una cueva. Un túnel. Por fin poso el dedo en cada número. Espero la respuesta. La voz se abre ante mí. Sostengo mi historia. Entre el balbuceo y la convicción. Apunto la cita, esta misma tarde.
Llego media hora antes de la hora fijada. Paseo alrededor del edificio. Le doy vuelta. Apoyo mi mirada en el blanco de su fachada. Blanco crudo, cuidado, dando volumen a sus adornos y sus formas redondeadas. A los miradores. La cerrajería negra. La puerta de hierro abierta de par en par como entrada de carruajes. Un edificio noble de una calle noble. El mejor sitio para una empresa de prestigio.
Llegan los agentes inmobiliarios. Un joven delgado, con un traje barato comprado en una gran superficie. Un traje que le está grande. Unos zapatos de punta negra gastados. Un portafolio de plástico azul en la mano. Una mujer algo más mayor, con ropa anodina y tacones altos. Maquillada apresuradamente, con desgana. La prisa que da levantarse rápido y poner su casa en marcha en las afueras. Luego llegar al centro de Madrid y trabajar en una inmobiliaria. Lacónico, me presento. Les acompaño por el portal inmenso tratando de acumular cada detalle. Como si cada detalle tuviera voz. Veo el mural informativo. Todos son empresas, ya nadie vive aquí. ¿Desde cuándo? Me conducen hasta el ascensor. Les sugiero subir las escaleras andando. Asciendo paso a paso, mirando el mármol del suelo y el pasamanos. Sosteniendo una conversación insustancial, hasta llegar al segundo. La puerta de madera de doble hoja bajo un arco redondo. La llave da vueltas y vueltas. El espacio se abre. Penetro tras ellos y me quedo parado. Rígido. De repente, dejo de distinguir lo que me explican. Sus voces se convierten en una música de fondo. Una música macabra.
El vestíbulo es inmenso. Paredes blancas. Impolutas. Suelos de madera recién barnizados. Luego se abren pasillos y estancias. Muchas habitaciones, salones. Ventanas a la calle principal. También al otro lado del edificio, a la calle Monte Esquinza. Recorro las piezas en estado de trance. Arropado por las voces que no me dicen nada. Cada cuarto blanco, con ventanas a las calles. Los pasillos entrecruzados. La antigua zona de servicio. Los baños que fueron celdas de tortura. El agujero del agua. Agujero. Agua. El salón del fondo se asoma al patio interior. Un gran patio. Pido abrir la ventana. Se abre y miro hacia fuera. El patio cubierto, una pérgola en buen estado. Regreso a un tiempo que no existe, a julio de 1939. Presencio cómo el doctor González Recatero, aquel joven amigo de mi padre, les dice con desprecio a sus carceleros: «No vais a seguir jugando conmigo». Y se tira en un gesto lento por la ventana de ese patio que yo ahora contemplo. Aplasta su cuerpo. Rompe el techo de aquella pérgola. Muere. Manda su ser hasta la nada. ¿Quién lo salva? Él se salva.
Cierran la ventana. Cuando saco el móvil para hacer fotos me dicen que no. Fotos no. Que su inmobiliaria me enviará. Vuelvo a internarme por cada estancia, seguido constantemente por ellos. Van conmigo. No me acompañan, me hostigan. Saco un metro y un cuaderno de mi bolso. Con amabilidad les comento que quiero medir. Apuntar algunas cosas. Entienden. Se quedan en uno de los salones centrales. Yo me aventuro solo por el piso.
Busco en mi móvil el anuncio. Calle Almagro, 36. Edificio exclusivo de oficinas en zona noble. Oficina muy luminosa. Superficie recién acondicionada. Ascensores. Conserje. Agua caliente. Aseos. Vistas privilegiadas. Luz natural. Techos altos. Calefacción. Aire acondicionado frío/calor. Transporte público. Estación de metro. Parada de autobús.
Mastico cada palabra y observo alrededor en la encrucijada de un pasillo blanco. Veo al menos dos habitaciones abiertas a mi mirada. Un baño de azulejos blancos y suelos en damero blanco y negro. Todo bien conservado. Reformado. Lo viejo parece nuevo.
Veo los cuerpos. Cuerpos. Cuerpos. Veo los cuerpos amontonados en los tres salones y en el vestíbulo. Las habitaciones como calabozos. Las otras estancias como salas de interrogatorio. Veo las cadenas que cuelgan de los radiadores de hierro con las que sujetan a la gente. Los cubos dispuestos junto a los váteres. Alicates. Navajas. Martillos. Hay muchos hombres. Algunas mujeres. Jóvenes. Viejos. Más jóvenes. En un espacio enmudecido por el blanco. El blanco como enemigo. Veo el gesto de los cuerpos de las mujeres, que desfallecen en el espacio constreñido. Las rodillas dobladas, incapaces de sostenerse en pie. Veo el espacio inmenso. Mi mirada se concentra en el dolor de los personajes ausentes. Y el dolor se hace rojo. Estridente.
Veo y escucho. Las voces se me hacen insoportables. Las voces que son quejidos. Que son clamores. Que son gritos. También susurros. Las palabras que salen de los cuerpos. Que imaginan, que inventan, que tiemblan. Las voces altas de los torturadores. Llamando. Gruñendo. Insistiendo. El tableteo de una máquina de escribir. Las voces apagadas de los torturados. Casi inaudibles.
También huelo. El sudor huele. La sangre huele. La mierda huele. Huele. El blanco de cloro que está por encima no esconde el hedor que impregna cada estancia. Deambulo, buscando olores. Vago por el pasillo. Los sonidos se me vuelven insoportables. Veo las caras, las miradas. Veo los cuerpos.
Luego los sonidos callan de repente. Se asustan, huyen. Silencio. Rumio el silencio. Es el mismo silencio. El silencio de mi madre al hablar de este lugar. Al callar. El silencio de todos esos lugares. No-lugares. No-expresión. No-ruido. No-luz. Me desplazo a otros espacios iguales, llenos de sombras de cuerpos. Estoy en la antigua ESMA, en Buenos Aires, silencio. En Mauthausen, en sus celdas, silencio. En Tuol Sleng, en la calle 113 de Phnom Penh, silencio. El mismo silencio se apodera de todos. Cuerpos en silencio.
Los agentes de la inmobiliaria me devuelven a la realidad. «¿Alguna duda, quiere saber algo más? ¿Qué le parece este piso, se adapta a sus condiciones?». «No lo sé, quizá se nos queda pequeño». «¿Pequeño…? Son mil metros cuadrados». Contesto firme. «Como le dije, represento a un importante estudio de arquitectura francés que quiere instalarse ahora en Madrid y quizá necesitemos un espacio más diáfano. ¿Este piso se puede reformar?». «No, es un edificio protegido». «Ya supongo». «¿Siempre ha sido así, está como el original?». «Creemos que sí, esta es una finca histórica, un sitio de prestigio, un privilegio tener aquí una oficina, un local con reputación…». «¿Ustedes saben quién estaba antes aquí?». «No, pero siempre ha sido un lugar distinguido. Excepcional. Por eso no se puede tocar».
No se puede tocar. No se puede enmendar. Un lugar poblado de sombras. Lleno de fluidos. Lleno de miasmas. Lleno de cuerpos. Estoy por explicarles a los agentes qué lugar es este. Pero me contengo.
¿Quién nos salva? Cuerpos anónimos que gritan y que sobreviven, que resisten. Cuerpos enfebrecidos que se amontonan. Se tocan. Se miran. Se consuelan. Almagro, 36, segunda planta. El Servicio de Información de la Policía Militar (SIPM) franquista abrió ese espacio cuando entró en Madrid, nada más llegar. Un centro de tortura. El 1 de abril de 1939 ya estaba abierto. Se cerró en agosto. Cinco meses. Mi madre cumplió en este sitio diecinueve años, en abril. Diecinueve años.
Salgo de nuevo a la calle tratando de recuperar el aire. Delante de la fachada, tres acacias despojadas como fantasmas. Sin hojas, amenazantes. ¿Estarían entonces, cuando llegaron los apresados por docenas, verdes porque era primavera? ¿Miraron sus ramas desde las ventanas después de los interrogatorios? ¿Se veía la luz azul de la ciudad desde el suelo donde se amontonaban?
Silencio. El silencio me aturde. Saco el móvil y los cascos. Me los pongo. Ligeti. Réquiem. Ligeti que estuvo en Auschwitz. La polifonía negra del réquiem me envuelve. Voces corales de fantasmas. Busco en internet. Almagro, 36, noble edificio construido en 1902 por el marqués de Aldama. Viviendas de carácter distinguido en una vía de prestigio de la ciudad, «la más lujosa casa de Madrid».
La segunda brigada del SIPM ocupó la primera y la segunda planta tras la guerra. La segunda devino en un depurado centro de tortura. Cuando se fueron, ahí quedó la Sección Femenina de la Falange. Ahora compañías de prestigio habitan los mismos espacios. Como El Laboratorio, que ocupó este piso. Se disolvió luego, involucrada en una trama de empresas dedicadas a falsear facturas para el Partido Popular de Madrid en 2007. La realidad como una farsa.