La cuestión del estado en el pensamiento social crítico latinoamericano

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Es en este punto donde se inserta el neoliberalismo. Debemos, entonces, subrayar la hipótesis que estamos proponiendo: el proceso más profundo que atraviesa toda una época del capitalismo es la internacionalización productiva del capital, y el neoliberalismo ocupa un lugar secundario respecto de aquel. El neoliberalismo fue una estrategia de restauración del poder de clase (Harvey, 2007) y, por lo tanto, una modalidad específica de dominación política. La disciplina monetaria y la apertura comercial transformaron la extensión e intensificación de la competencia en un modo duradero de subordinación política de los trabajadores. Brindó, de este modo, una solución a los problemas que la internacionalización del capital creaba a la dominación política. A través de la coerción de la competencia, el neoliberalismo impuso la aceptación de los límites que la internacionalización del capital pone a la integración política de las demandas populares. Como estrategia de ofensiva contra el trabajo, el neoliberalismo usó la competencia para desorganizar a la clase trabajadora, desmovilizar al movimiento obrero e individualizar los comportamientos sociales. A través de su resultado, la redefinición de la relación entre Estado y acumulación transformó la desmovilización y la individualización en fundamentos estables de un modo de dominación política. Se trató de una solución poshegemónica a la erosión de los fundamentos de la integración política de la clase obrera, es decir, de la construcción de hegemonía. Por ello, la crisis del neoliberalismo, evidenciada en América Latina a comienzos del siglo XXI y en los países centrales con la crisis de 2008, no da lugar a la reconstrucción de modalidades hegemónicas de dominio.
En la medida que la competencia resulta insuficiente, adquieren nuevamente relevancia los mecanismos políticos de subordinación, pero estos solo pueden dar lugar a formas de integración parcial que deben ir acompañadas de la neutralización/exclusión de amplios sectores de la población. Sin embargo, esto significa que los problemas de totalización política de las sociedades se universalizan. Desde mediados de los años setenta, diversos estudios señalaron que la fractura estructural generada por el desarrollo desigual y combinado de la periferia comenzaba a evidenciarse en los países centrales, aunque con particularidades: mercados de trabajo segmentados (Reich et al., 1973); debates en torno al rol y el futuro del trabajo asalariado (Castel, 1997); el impacto de la inmigración en la composición de clase (Moulier-Boutang, 2006); la formulación de la categoría de precariado (Standing, 2013); pero a esta fractura por abajo se agregó una fractura por arriba entre las fracciones internacionalizadas de la burguesía, cuyo espacio de acumulación es cada vez más el espacio mundial, y las fracciones cuya reproducción esté ligada a los espacios nacionales (Hirsch y Wissel, 2011). Sin embargo, la generalización de los fenómenos de combinación no supone igualación de las modalidades de heterogeneidad estructural entre el centro y la periferia latinoamericana. Nuevamente, el caso argentino puede ofrecer algunas pistas sobre dicha especificidad.
Internacionalización de la economía argentina, profundización de la heterogeneidad estructural y cambios en la restricción externa
La internacionalización del capital fue el centro de un conjunto de transformaciones que modificaron sustancialmente el modo de operación de la restricción externa al crecimiento en Argentina desde 1976. La reestructuración del capitalismo argentino a partir de ese momento ha profundizado la heterogeneidad estructural del conjunto de la estructura económica y en particular de la industria. Por lo tanto, el saldo importador neto de la industria siguió siendo la determinación profunda de la tendencia a la crisis externa en el mediano plazo, pero han variado tanto su desarrollo durante las fases expansivas como la dinámica de las fases recesivas.
En primer lugar, la internacionalización del capital abolió las condiciones mundiales de la acumulación que durante la posguerra posibilitaron la autonomía relativa de los espacios nacionales de valor. Ello tuvo dos efectos importantes: se redujeron los márgenes potenciales para la brecha entre productividad promedio de la industria local y productividad promedio de la industria global, y, con ello, las crisis se transformaron en mecanismos de presión objetiva por la reestructuración. Si en el mecanismo de stop and go tradicional bastaba la devaluación y recesión posterior para relanzar la acumulación, desde 1975 la devaluación sin reestructuración tiende a producir procesos de espiralización de devaluación e inflación. Ello explica procesos como los que llevaron a la crisis hiperinflacionaria en 1989 o la larga fase de estancamiento y tendencia a la crisis abierta en 2012. La excepción a la salida de la crisis de 2001 confirma la regla: se explica por la reestructuración capitalista de la primera mitad de los noventa, relativamente reciente en ese momento, y por el relajamiento de la restricción externa debida a la mejora de los términos de intercambio.
En segundo lugar, la reestructuración productiva del agro y de la industria, particularmente durante los noventa, modificó los clivajes de la heterogeneidad estructural, pero su efecto fue tanto la complejización como el agravamiento de las tendencias al desequilibrio, en cinco aspectos: 1) la reestructuración del agro dio lugar a grandes aumentos de los rendimientos del sector, por lo tanto, la producción agrícola ya no supone un límite absoluto al crecimiento; 2) la oposición entre sector industrial, mercado internista, y sector agroexportador dejó su lugar a la división entre un sector exportador de commodities con predominio del gran capital industrial y un sector industrial mayoritariamente orientado al mercado interno; 3) la tendencia al aumento de las cantidades de bienes importados resultó agravada por la industrialización del proceso de producción en el agro; 4) la especialización en la exportación de commodities expuestas a volatilidad de precios y fenómenos de sobreproducción incrementó la fragilidad comercial del proceso de acumulación y volvió más variable el ciclo económico, y 5) el perfil de especialización exportadora profundizó la dependencia tecnológica.
Por último, la integración del mercado financiero local y del mercado financiero mundial, desde la reforma financiera de 1977, y el aumento de los flujos de IED mundial otorgaron un rol cada vez más importante a los flujos internacionales de capital en el ciclo económico. Ello ha tenido como resultado: 1) el aumento de la fuga de capitales (que impacta negativamente en la cuenta capital), del pago de intereses y de la remisión de utilidades al exterior (que impactan negativamente en la cuenta corriente); 2) el ingreso de IED, de flujos de capital especulativo y el recurso al endeudamiento externo, que permiten financiar los desequilibrios durante los períodos expansivos pero agudizan las crisis de balanza de pagos debido a la salida de capitales especulativos, la reducción abrupta de la IED y la interrupción también abrupta del crédito externo, y 3) el sometimiento del ciclo expansivo local a la volatilidad de los mercados financieros internacionales y a los cambios, muchas veces también bruscos, de las decisiones de inversión de empresas cuyas estrategias de acumulación son internacionalizadas. Ello ha tenido el efecto de aumentar la variabilidad de los ciclos.
Estas transformaciones en la dinámica de los ciclos económicos tuvo una consecuencia de enorme importancia para nuestro problema: la “estructura dual” del capitalismo argentino de posguerra tendió a posibilitar mejoras en los niveles de empleo, salario, distribución del ingreso y movilidad social en las fases expansivas, al tiempo que el ciclo stop and go impedía su continuidad más allá de cortos períodos; la “estructura dual” del capitalismo argentino posterior a 1976 pone límites restrictivos a la mejora de esos indicadores (pisos altos de empleo informal, desempleo y pobreza, límites estrechos al aumento del salario real) durante las fases expansivas y tiende a crear fenómenos de empobrecimiento masivo (absoluto y relativo) de obreros y sectores populares durante las fases de crisis.
De la disciplina del mercado a la indisciplina popular
Decíamos antes que entre 1976 y 1989 se desarrolló una larga fase transicional caracterizada por intentos de avanzar en la reestructuración del capital con resultados parciales. Sin embargo, esas dos fechas señalan también la derrota en dos pasos de la clase obrera, que permitió imponer el neoliberalismo en Argentina: el genocidio producido por la dictadura militar y la hiperinflación. Si el primero aniquiló las posiciones ofensivas de la clase obrera, la segunda desorganizó sus posiciones defensivas. Pero aquí nos interesa destacar en qué medida las transformaciones enunciadas en los dos apartados anteriores jugaron un papel determinante en la salida política a la crisis hiperinflacionaria y en los límites a la estabilización política posterior.
En las condiciones del capitalismo de posguerra, la capacidad de veto de la alianza defensiva daba lugar a crisis caracterizadas por la devaluación, la recesión y un nuevo despegue. Pero en las nuevas condiciones creadas por la internacionalización productiva del capital, el bloqueo de la clase obrera a la reestructuración da lugar a la profundización de la crisis. En 1989 ello significó el fracaso de la estrategia defensiva liderada por el movimiento obrero; el bloqueo a la reestructuración equivalía a la defensa de la separación relativa del espacio nacional de valor respecto de la acción de la ley del valor a escala mundial. En la medida que lo que estaba en juego desde 1975 era la abolición de las condiciones de esa separación, el éxito en el bloqueo solo podía traducirse en un espiral de devaluación e inflación. La hiperinflación, un proceso acelerado de crisis del dinero, significó —en una sociedad cuyas relaciones se establecen por medio del intercambio— la disolución de las relaciones sociales. La contracara del fracaso estratégico y consiguiente desorganización política de la alianza defensiva fue la unidad del conjunto del capital en torno al programa neoliberal que en la misma medida que progresaba el proceso de crisis ganaba potencialidad hegemónica (Piva, 2012b; Bonnet, 2008). La articulación de esa estrategia de redefinición de la relación entre Estado y acumulación corrió por cuenta del peronismo, que encontró, también, de ese modo la salida a su propia crisis. El bloque político peronista, en descomposición desde 1975, se rearticuló como portador de un proyecto neoliberal de Estado; es más, el peronismo se transformó en un aparato de mediación política, cuya reproducción dependía de su vínculo con el Estado, que era capaz de interiorizar el conjunto de las contradicciones sociales y de funcionar como partido del orden. Poseía para ello tres condiciones: la incorporación de los sindicatos en el bloque político, un extendido aparato de control territorial y una vasta base de apoyo social fundada en la adhesión popular a la identidad peronista.
Sin embargo, la confusión entre interés particular del capital e interés general de la sociedad no podía durar demasiado. El núcleo de la estrategia neoliberal era la desorganización y desmovilización obrera como condición de una ofensiva contra los salarios y las condiciones de trabajo. La dominación política neoliberal se articuló, por lo tanto, a través de un consenso negativo, construido en torno al miedo al caos hiperinflacionario y sobre la base de la fragmentación estructural de la clase obrera, producto de la heterogeneización de la industria, y del rápido crecimiento de la informalidad laboral y el desempleo, que debilitaron las capacidades estructurales para la acción colectiva de los trabajadores. La apertura comercial, el tipo de cambio fijo, la desregulación de los mercados y las privatizaciones configuraron un dispositivo de disciplinamiento, vía mercado, que transformaba la presión competitiva sobre el Estado para atraer y fijar capitales en coerción de la competencia sobre personas y empresas.
La crisis de la convertibilidad fue la crisis de ese dispositivo. El proceso de movilización social que se inició entre 1996 y 1997 (irrupción de los cortes de ruta y los movimientos de desocupados, movilización de las clases medias, creciente fractura del movimiento sindical) tendió a la generalización y nacionalización, a diferencia de las resistencias durante el primer gobierno menemista que podían ser aisladas y neutralizadas. Desde fines de 1998, cuando los desequilibrios generados durante la fase expansiva del ciclo se combinaron con el estallido de sucesivas crisis en toda la periferia, se abrió una fase depresiva que se extendería hasta fines de 2002. El eje de la crisis fue la contradicción entre las necesidades de valorización del capital, que empujaban en el marco del dispositivo neoliberal a un ajuste deflacionario, y las necesidades de legitimación, en un contexto de movilización por un conjunto de demandas políticamente improcesables. El problema de fondo, y que eclosionó en la insurrección popular de diciembre de 2001, fue el fracaso tendencial de los mecanismos de desmovilización e individualización vía mercado. Fue nuevamente el peronismo el que pudo articular una estrategia de recomposición del Estado y la acumulación, esta vez como portador de un proyecto de Estado neopopulista.
Pero la reconstitución neopopulista de la dominación política a partir de 2003 puso de manifiesto los límites que enfrentaban los procesos de incorporación política de demandas populares. A poco de andar el gobierno enfrentó las contradicciones entre los límites que imponía el modo de acumulación y la estrategia de reconstrucción del consenso. El primero se basaba en la exportación de commodities industriales y agroindustriales —sometidas a fuertes oscilaciones de precios—, una industria heterogénea y dependiente de las importaciones, con los sectores más dinámicos del capital transnacionalizados tanto en su propiedad como en sus estrategias de acumulación, un comportamiento inversor reticente y, su contracara, la fuga de capitales y la remisión de utilidades al exterior. La estrategia de reconstrucción del consenso se basaba en la satisfacción gradual, selectiva, y en la resignificación de las demandas formuladas en el proceso de movilización de 2001 y 2002. Su núcleo era la integración de sindicatos y movimientos sociales en mecanismos rutinizados de negociación colectiva y su participación en el aparato estatal.
Un proceso de acumulación capital extensivo permitió la rápida caída del desempleo y fue la base de una política de aumento de los salarios reales, mientras que la mejora de los términos de intercambio permitió sostener superávit de cuenta corriente y superávit fiscal. Pero pronto las presiones inflacionarias señalaron la existencia de un desfase entre Estado y acumulación. Frente a la contradicción entre acumulación y legitimación se desplegó una modalidad neopopulista de desplazamiento del antagonismo capital/trabajo hacia el futuro (inflación) y de desplazamiento espacial hacia formas no clasistas de confrontación social (pueblo - grupos económicos; pueblo - medios de comunicación, etc.). A su vez, la disputa por el excedente, a medida que se reducía el superávit fiscal, llevó a conflictos con fracciones de la clase dominante, mientras la estrategia neopopulista desataba procesos de movilización en la clase media, de cultura política antiperonista.
Más allá de 2007 se ponía de manifiesto el núcleo duro de los resultados de la reestructuración de los años noventa: la reducción del empleo informal y la pobreza se detenían en los niveles promedio de aquella década. Los efectos de un desarrollo capitalista productor de heterogeneidad estructural imponían límites a la continuidad del proceso de incorporación política. Finalmente, entre 2010 y 2011, la propia autonomía ilusorio-objetiva del Estado se ponía en cuestión ante la reemergencia de la restricción externa al crecimiento y el inicio en 2012 de una larga fase de estancamiento económico y presión por la reestructuración. En ese marco, la capacidad de bloqueo del ajuste y la reestructuración de un movimiento obrero y popular fortalecido solo produjo maxidevaluaciones que impulsaron nuevos saltos de los pisos anuales de inflación.
Conclusiones
Iniciamos este trabajo planteando un problema: si —como nos dice Zavaleta— la heterogeneidad de la estructura económica no es una especificidad de América Latina, sino que es el producto normal de la reproducción ampliada del capital, la pregunta debe ser por la homogeneidad. Es decir, la pregunta es ¿cómo explicar las dificultades para la unificación, nacionalización o totalización social de las sociedades latinoamericanas en comparación con los países centrales, al menos hasta los años sesenta y setenta? Pero, lejos de abandonar el vínculo entre especificidad de la cuestión estatal en América Latina y heterogeneidad estructural, formulamos la hipótesis de que la respuesta debía hallarse en la modalidad de heterogeneidad estructural que las afecta.
La expansión del capital en el período de la gran industria, que es también el período de su mundialización, tiende a producir una modalidad particular de heterogeneidad estructural en la periferia capitalista. Por un lado, la competencia mundial obliga a la asimilación de las formas de producción y de las tecnologías más productivas. Por otro lado, la brecha tecnológica, los volúmenes mínimos de capital exigidos por la concentración del capital industrial, y la ausencia de las condiciones sociales, que son supuesto y resultado de esos desarrollos en gran escala, producen una fractura entre “desarrollo” y “atraso” dentro de las formaciones sociales periféricas y entre centro y periferia, que son la causa de desequilibrios específicos de la acumulación. Esta es la base de relaciones de dependencia de difícil reversión. La dependencia tecnológica, el atraso relativo de la mayor parte de la producción y el papel del capital de origen extranjero o transnacional en el desarrollo son reforzados por la especialización en la exportación de productos del trabajo simple, o por la inserción en fases de cadenas globales de valor que exigen trabajo relativamente simple. En particular, la acción de la ley del valor a escala mundial en condiciones de desarrollo desigual y combinado implica una asignación de tiempos de trabajo que tiende a perpetuar esta especialización y la fractura estructural. Por otro lado, si bien la ley del desarrollo desigual y combinado, a diferencia de la teoría de la dependencia, permite explicar pasajes de posiciones periféricas a semiperiféricas o incluso centrales, los vuelve también altamente improbables.
El problema del Estado en América Latina, por lo tanto, no se vincula simplemente a que las estructuras sociales sean heterogéneas, sino a la dinámica específica que origina el desarrollo combinado. La fractura social que instaura determina una dinámica desequilibrada de la reproducción social que le impone restricciones o límites específicos, diferenciables de aquellos originados en la acumulación de capital a lo Marx. Estos límites o restricciones imponen dificultades a la producción de la separación Estado/acumulación. En términos de Zavaleta, la ecuación social resultante de los momentos constitutivos (aquellos momentos de reestructuración del capital y del Estado) se distancia en alto grado del óptimo social.
El caso argentino es especialmente relevante por su excepcionalidad respecto de la mayoría de los países latinoamericanos. En especial, se aleja de la tendencia a equiparar heterogeneidad estructural o desarrollo combinado a la coexistencia de formas de explotación diversas (modos de producción en los términos de esos autores). La formación social argentina se ha caracterizado por el predominio de formas de explotación capitalistas desde épocas tempranas. Sin embargo, muestra todos los rasgos del desarrollo deformado y las crisis de dominación recurrentes.
Hemos mostrado cómo desde 1955 la heterogeneidad estructural de la formación social argentina ha variado, y se han transformado con ello las dinámicas específicas de la acumulación: stop and go vs. go and crash, en términos de Schvarzer y Tavosnanska (2008). Dichas variaciones se explican por las distintas fases y formas de la internacionalización del capital y de la propia economía local. Y determinan, a su vez, límites específicos a la constitución de una dominación estable. Entre 1955 y 1975, la dinámica de stop and go imponía límites estrechos a la continuidad temporal de los procesos de movilidad social ascendente y mejoras del salario real y el empleo durante las fases expansivas. Esos límites implicaron la imposibilidad hegemónica de los proyectos de Estado en disputa, sobre el trasfondo de la integración de la clase obrera como problema político esencial. Desde 1989, en el contexto de una etapa del capitalismo que erosionó las condiciones para la integración de la clase obrera, el problema se desplazó hacia la construcción de soluciones poshegemónicas al desafío obrero. Este trastocamiento total del problema de la dominación se desarrolló en el marco de una dinámica que le puso límites restrictivos a la mejora de los indicadores sociales durante las fases expansivas (pisos altos de empleo informal, desempleo y pobreza, límites estrechos al aumento del salario real) y que tiende a crear fenómenos de empobrecimiento masivo (absoluto y relativo) de obreros y sectores populares durante las fases de crisis.
A modo de hipótesis se puede plantear que debajo de esas transformaciones se constatan invariantes que dan claves para dar cuenta del fenómeno que pretendemos explicar: 1) el desarrollo desigual y combinado produce dinámicas específicas, aislables como un tipo particular, que imponen límites a la producción de relaciones de correspondencia entre Estado y acumulación; 2) la fractura social que el desarrollo combinado instituye es el espacio de una lucha; y 3) los resultados de esa lucha son derivas históricas y contingentes que explican la imposibilidad de hablar de un tipo de Estado latinoamericano.
Esa es la tensión que atraviesa el planteamiento de Zavaleta. Todo su aparato conceptual conduce al rechazo de una generalización de la relación Estado/sociedad en América Latina; la diversidad de los momentos constitutivos de los Estados latinoamericanos lo impide y el breve repaso que realiza en El Estado en América Latina muestra una gran variedad. A pesar de ello, predominan en la región los fracasos recurrentes en la articulación de un bloque histórico. La asincronía y la no correspondencia entre Estado y sociedad son el denominador común espacial y temporal.
Esto nos debe impulsar a la realización de comparaciones que nos muestren cuánto hay de general y cuánto hay de específico en el caso argentino.
Por último, el análisis de la especificidad de lo estatal en América Latina termina por revelar dimensiones universales del Estado capitalista. Producto de la expansión global del capital, lo estatal en Latinoamérica no es una singularidad marginal, sino un desarrollo ulterior que manifiesta propiedades nuevas. La cuestión de las modalidades de heterogeneidad y su relación con las formas de Estado debe integrarse como un problema a indagar para la teoría marxista del Estado. En realidad, ya Poulantzas (1986a, 2005) y posteriormente Jessop (2019) prestaron atención a este problema al destacar la fragmentación espacio-temporal que tiende a producir el desarrollo capitalista y cómo incide en la función estatal de factor de cohesión. Sin embargo, ha sido un tema marginal en las indagaciones de los países centrales. La actual fase de la internacionalización, además, ha vuelto crecientemente heterogéneas las sociedades centrales en un modo que recuerda a nuestras sociedades abigarradas y, al mismo tiempo, es muy diferente. No es extraño que desde la periferia puedan señalarse estas cosas; Lenin, Trotsky e incluso Gramsci pensaron el mundo desde la periferia.
Referencias bibliográficas
Allinson, J. y Anievas, A. (2009). The Uses and Misuses of Uneven and Combined Development: An Anatomy of a Concept. Cambridge Review of International Affairs, vol. 22, núm. 1, pp. 47-67.