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Así como denominamos hombre libre al que se pertenece a sí mismo y no tiene dueño, en igual forma esta ciencia es la única entre todas las demás que puede llevar el nombre de libre. Solo ella efectivamente depende de sí misma. Y así con razón debe mirarse como cosa sobrehumana la posesión de esta ciencia. Porque la naturaleza del ser humano es esclava en tantos aspectos, que solo Dios, hablando como Simónides, debería disfrutar de este precioso privilegio. Sin embargo, es indigno del ser humano no ir en busca de una ciencia a que puede aspirar. Si los poetas tienen razón diciendo que la divinidad es capaz de envidia, con ocasión de la filosofía podría aparecer principalmente esta envidia, y todos los que se elevan por el pensamiento deberían ser desventurados. Pero no es posible que la divinidad sea envidiosa, y los poetas, como dice el proverbio, mienten en muchas ocasiones.
Finalmente, no hay ciencia más digna de consideración que esta, porque debe estimarse más la más divina, y esta lo es en un doble significado. En efecto, una ciencia que es principalmente patrimonio de Dios, y que trata de las cosas divinas, es divina entre todas las ciencias. Pues bien, solo la filosofía posee este doble carácter. Dios pasa por ser la causa y el principio de todas las cosas, y Dios solo, o principalmente al menos, puede poseer una ciencia semejante. Todas las demás ciencias tienen, es cierto, más relación con nuestras necesidades que la filosofía, pero ninguna la aventaja.
El fin que nos proponemos en nuestra empresa debe ser una admiración contraria, si puedo confesarlo así, a la que provocan las primeras indagaciones en toda ciencia. En efecto, las ciencias, como ya hemos observado, poseen siempre su origen en la admiración o asombro que inspira el estado de las cosas; como, por ejemplo, por lo que hace a las maravillas que de suyo se ofrecen a nuestros ojos, el asombro que inspiran las revoluciones del Sol o lo inconmensurable de la relación del diámetro con la circunferencia a los que no han examinado todavía la causa. Es cosa que deja perplejos a todos que una cantidad no pueda ser medida ni tan solo por una medida pequeñísima. Pues bien, nosotros necesitamos participar de una admiración contraria: lo mejor se encuentra al fin, como dice el proverbio. A este, en los objetos de que se trata, se llega mejor por el conocimiento, porque nada causaría más sorpresa a un geómetra que el ver que la relación del diámetro con la circunferencia se hacía conmensurable.
Ya hemos analizado cuál es la naturaleza de la ciencia que investigamos, el objeto de nuestro estudio y de este tratado.
Parte III
Está claro que es necesario adquirir la ciencia de las causas primeras, puesto que afirmamos que se sabe, cuando creemos que se conoce la causa primera. Se diferencian cuatro causas. La primera es la esencia, la forma propia de cada cosa, porque lo que hace que una cosa sea, está toda entera en la noción de aquello que ella es; la razón de ser primera es, por tanto, una causa y un principio. La segunda es la materia, el sujeto; la tercera el principio del movimiento; la cuarta, que corresponde a la precedente, es la causa final de las otras, el bien, porque el bien es el fin de toda producción.
Estos principios han sido suficientemente expuestos en la Física. Recordemos, sin embargo, aquí las opiniones de aquellos que antes que nosotros se han dedicado al estudio del ser y han filosofado sobre la verdad; y que, por otra parte, han reflexionado también sobre ciertos principios y ciertas causas. Esta revista será un prolegómenos útil a la búsqueda que nos ocupa. En efecto, o descubriremos alguna otra especie de causas, o tendremos mayor confianza en las causas que acabamos de exponer.
La mayoría de los primeros que filosofaron, no tuvieron en cuenta los principios de todas las cosas, sino desde el punto de vista de la materia. Aquello de donde salen todos los seres, de donde se origina todo lo que se produce, y adonde va a parar toda aniquilación, persistiendo la sustancia misma bajo sus diversas modificaciones, he aquí el principio de los seres. Y así creen, que nada nace ni perece con certeza, puesto que esta naturaleza primera permanece siempre; a la manera que no decimos que Sócrates nace realmente, cuando se hace hermoso o músico, ni que perece, cuando pierde estas cualidades, puesto que el sujeto de las modificaciones, Sócrates mismo, persiste en su existencia, sin que podamos servirnos de estas expresiones respecto a ninguno de los demás seres. Porque es necesario que exista una naturaleza primera, sea única, sea múltiple, la cual subsistiendo siempre, origine todas las demás cosas. Respecto al número y al carácter propio de los elementos, estos filósofos no están de acuerdo.
Tales, fundador de esta filosofía, concibe el agua como primer principio. Por esto llega a formular que la tierra descansa en el agua; y se vio quizá conducido a esta idea, porque observaba que la humedad alimenta todas las cosas, que lo caliente mismo procede de ella, y que todo animal vive de la humedad; y aquello de donde viene todo, es claro, que es el principio de todas las cosas. Otra observación le condujo también a esta idea. Las semillas de todas las cosas son húmedas por naturaleza y el agua es el principio de las cosas húmedas.
Algunos creen que los individuos de los más antiguos tiempos y con ellos los primeros teólogos muy anteriores a nuestra época, se figuraron la naturaleza de la misma manera que Tales. Han presentado como autores del Universo al Océano y a Tetis, y los dioses, según ellos, juran por el agua, por ese agua que los poetas llaman Estigia. Porque lo más seguro que existe es igualmente lo que hay de más sagrado; y lo más sagrado que hay es el juramento. ¿Hay en esta ancestral opinión una explicación de la naturaleza? No es cosa que se vea con claridad. Tal fue, por lo que se menciona, la doctrina de Tales sobre la primera causa.
No es posible situar a Hipón entre los primeros filósofos, a causa de lo difuso de su pensamiento. Anaxímenes y Diógenes dijeron que el aire es anterior al agua, y que es el primer principio de los cuerpos simples. Hipaso de Metaponte y Heráclito de Éfeso tuvieron como primer principio el fuego. Empédocles admite cuatro elementos, añadiendo la tierra a los tres citados. Estos elementos subsisten siempre, y no se hacen o devienen; solo que siendo, ya más, ya menos, se mezclan y se separan, se agregan y se disocian.
Anaxágoras de Clazómenas, mayor que Empédocles, no logró exponer un sistema tan recomendable. Pretende que el número de los principios es infinito. Casi todas las cosas formadas de partes semejantes, no están sujetas, como se ve en el agua y el fuego, a otra producción ni a otra destrucción que la agregación o la separación; en otros términos, no nacen ni perecen, sino que subsisten para siempre y desde siempre.
Por lo que se ha dicho se ve que todos estos filósofos han tomado por punto de partida la materia, teniéndola como causa única.
Una vez en este punto, se vieron precisados a avanzar y a entrar en nuevas indagaciones. Es incontestable que toda destrucción y toda producción proceden de algún principio, ya sea único o múltiple. Pero ¿de dónde proceden estos efectos y cuál es la causa? Porque, ciertamente, el sujeto mismo no puede ser autor de sus propios cambios. Ni la madera ni el bronce, por ejemplo, son la causa que les hace mudar de estado al uno y al otro; no es la madera la que hace la cama, ni el bronce el que hace la estatua. Buscar esta otra cosa es buscar otro principio, el principio del movimiento, como nosotros le mencionamos.
Desde los comienzos, los filósofos partidarios de la unidad de la sustancia, que tocaron esta cuestión, no se tomaron gran trabajo en solucionarla. Sin embargo, algunos de los que admitían la unidad, intentaron hacerlo, pero fueron vencidos, por decirlo así, bajo el peso de esta pesquisa. Opinan que la unidad es inmóvil, y que no solo nada nace ni muere en toda la naturaleza (sentencia antigua y a la que todos se afiliaron), sino también que en la naturaleza es imposible otro cambio. Este último punto es singular de estos filósofos. Ninguno de los que admiten la unidad del todo ha llegado a la concepción de la causa de que hablamos, excepto, quizá, Parménides, ya que no se contenta con la unidad, sino que, independientemente de ella, llega a la conclusión en cierta manera de dos causas.
En cuanto a los que admiten muchos elementos, como lo caliente y lo frío, o el fuego y la tierra, están más cerca de descubrir la causa en cuestión. Porque atribuyen al fuego el poder del movimiento, y al agua, a la tierra y a los otros elementos la propiedad contraria. No siendo suficientes estos principios para producir el Universo, los sucesores de los filósofos que los habían adoptado, oprimidos de nuevo, como hemos dicho, por la verdad misma, apelaron al segundo principio. En efecto, que el orden y la belleza que existen en las cosas o que se producen en ellas, tengan por causa la tierra o cualquier otro elemento de esta clase, no es en modo alguno probable: ni tampoco es creíble que los filósofos antiguos hayan albergado esta opinión. De otro modo, atribuir al azar o a la fortuna estos admirables efectos era muy poco racional. Y así, cuando hubo un hombre que proclamó que en la naturaleza, igual que sucedía con los animales, existía una inteligencia, causa del concierto y del orden universal, pareció que este hombre era el único que estaba en el pleno uso de su razón, como revancha de las divagaciones de sus antecesores.
Sabemos, sin que haya duda, que Anaxágoras se consagró al examen de este punto de vista de la ciencia. Puede afirmarse, sin embargo, que Hermotimo de Clazómenas lo indicó el primero. Estos dos filósofos alcanzaron, pues, la concepción de la Inteligencia, y establecieron que la causa del orden es a un mismo tiempo el principio de los seres y la causa que les imprime el movimiento.
Parte IV
Debería pensarse que Hesíodo entrevió mucho antes algo semejante, y con Hesíodo todos los que han admitido como principio en los seres el Amor o el deseo; por ejemplo, Parménides. Este dice, en su explicación de la formación del Universo: “Él creó el Amor, el más antiguo de todos los dioses”.
Hesíodo, por su parte, se expresa de esta forma: “Mucho antes de todas las cosas existió el Caos, después la Tierra extensa. Y el Amor, que es el más bello de todos los Inmortales”, con lo que parece que admiten que es imprescindible que los seres tengan una causa capaz de imprimir el movimiento y de dar enlace a las cosas. Deberíamos examinar aquí a quién pertenece la prioridad de este descubrimiento, pero rogamos se nos permita decidir esta cuestión más adelante.
Como se comprobó que al lado del bien aparecía lo contrario del bien en la naturaleza; que al lado del orden y de la belleza se encontraban el desorden y la fealdad; que el mal parecía aventajar al bien, y lo feo a lo bello, otro filósofo introdujo la amistad y la discordia como causas opuestas de estos efectos contrarios. Porque si se extraen todas las consecuencias que se derivan de las opiniones de Empédocles, y nos atenemos al fondo de su pensamiento y no a la manera con que él lo balbucea, se verá que hace de la amistad el principio del bien, y de la discordia el principio del mal. De manera, que si se dijese que Empédocles ha proclamado, y proclamado el primero, el bien y el mal como principios, quizá no se incurriría en dislate, puesto que, según su sistema, el bien en sí es la causa de todos los bienes, y el mal la de todos los males.
Hasta aquí, en nuestra opinión, los filósofos han reconocido dos de las causas que hemos fijado en la Física: la materia y la causa del movimiento. Es cierto que lo han hecho de una forma poco clara e indistinta, como se conducen los soldados novatos en un combate. Estos se lanzan sobre el enemigo y descargan muchas veces sendos golpes, pero la ciencia no entra para nada en su conducta. De igual manera estos filósofos no saben ciertamente lo que dicen. Porque no se les ve nunca, o casi nunca, hacer uso de sus principios. Anaxágoras se vale de la inteligencia como de una máquina, para la formación del mundo; y cuando se ve embarazado para explicar por qué causa es necesario esto o aquello, entonces trae a colación la inteligencia en escena; pero en todos los demás casos a otra causa más bien que a la inteligencia es a la que atribuye la producción de los fenómenos. Empédocles se sirve de las causas más que Anaxágoras, es cierto, pero de una forma también insuficiente, y al valerse de ellas no sabe ponerse de acuerdo consigo mismo.
Con frecuencia en el sistema de este filósofo, la amistad es la que separa, y la discordia la que reúne. En efecto, cuando el todo se divide en sus elementos por la discordia, entonces las partículas del fuego se reúnen en un todo, así como las de cada uno de los otros elementos. Y cuando la amistad lo reduce todo a la unidad, mediante su poder, entonces, por lo contrario, las partículas de cada uno de los elementos se ven obligadas a separarse. Empédocles, según se ve, se distinguió de sus predecesores por la forma de servirse de la causa de que nos ocupamos; fue el primero que la dividió en dos. No hizo un principio único del principio de movimiento, sino dos principios diferentes, y contrarios entre sí. Y después, desde el punto de vista de la materia, es el primero que reconoció cuatro elementos. Sin embargo, no se valió de ellos como si fueran cuatro elementos, sino como si fuesen dos, el fuego de una parte por sí solo, y de otra los tres elementos contrarios: la tierra, el aire y el agua, tenidos como una sola naturaleza. Esta es por lo menos la idea que se puede deducir después de leer su poema. Tales son, a nuestro modo de ver, los caracteres, y tal es el número de los principios de que Empédocles nos ha expresado.
Leucipo y su amigo Demócrito admiten por elementos lo lleno y lo vacío o, utilizando sus mismas palabras, el ser y el no ser. Lo lleno, lo sólido, es el ser; lo vacío y lo raro es el no ser. Por esta causa, según ellos, el no ser existe lo mismo que el ser. En efecto, lo vacío existe lo mismo que el cuerpo; y desde el punto de vista de la materia estas son la razón de los seres. Y así como los que admiten la unidad de la sustancia hacen producir todo lo demás mediante las modificaciones de esta sustancia, dando lo raro y lo denso por origen de estas modificaciones, en igual manera estos dos filósofos quieren que las diferencias son las causas de todas las cosas. Estas diferencias son en su sistema tres: la forma, el orden, la posición. Las diferencias del ser solo se originan, según su lenguaje, de la configuración, de la coordinación, y de la situación. La configuración es la forma, y la coordinación es el orden, y la situación es la posición. Y así “A” difiere de “N” por la forma; “A N” de “N A” por el orden; y “Z” de “N” por la posición. En cuanto al movimiento, al buscar de dónde procede y cómo existe en los seres, han despreciado esta cuestión, y la han silenciado como han hecho los demás filósofos.
Este es, en nuestra opinión, el punto a que parecen haber llegado las pesquisas de nuestros predecesores sobre las dos causas puestas en litigio.
Parte V
En la época de estos filósofos y antes que ellos, los denominados pitagóricos se dedicaron a las matemáticas, e hicieron avanzar esta ciencia. Embebidos en este estudio, creyeron que los principios de las matemáticas eran los principios de todos los seres. Los números son por su naturaleza anteriores a las cosas, y los pitagóricos creían percibir en los números más bien que en el fuego, la tierra y el agua, una multitud de analogías con lo que existe y lo que se origina. Tal combinación de números, por ejemplo, les parecía ser la justicia, tal otra el alma y la inteligencia, tal otra la oportunidad; y así, poco más o menos, se conducían con todo lo demás; por último, veían en los números las combinaciones de la música y sus acordes. Pareciéndoles que estaban constituidas todas las cosas a semejanza de los números, y siendo por otra parte los números anteriores a todas las cosas, creyeron que los elementos de los números eran los elementos de todos los seres, y que el cielo en su conjunto era una armonía y un número. Todas las concordancias que podían descubrir en los números y en la música, junto con los fenómenos del cielo y sus partes y con el orden del Universo, las reunían, y de esta forma constituían un sistema. Y si faltaba algo, se valían de todos los recursos para que aquel presentara un conjunto completo. Así por ejemplo, como la década parece ser un número perfecto, y que abraza todos los números, pretendieron que los cuerpos en movimiento en el cielo son diez en número. Pero no siendo visibles más que nueve, han imaginado un décimo, el Antictón. Todo esto lo hemos explicado más sucintamente en otra obra. Si ahora tocamos ese punto, es para hacer constar, respecto a ellos como a todos los demás, cuáles son los principios cuya existencia afirman, y cómo estos principios entran en las causas que hemos enumerado.
He aquí en lo que al parecer se basa su doctrina: El número es el principio de los seres bajo el punto de vista de la materia, así como es la causa de sus cambios y de sus estados diversos; los elementos del número son el par y el impar; el impar es finito, el par es infinito; la unidad participa a la vez de estos dos elementos, porque a la vez es par e impar; el número proviene de la unidad, y finalmente, el cielo en su conjunto se compone, como ya hemos dicho, de números. Otros pitagóricos admiten diez principios, que sitúan de dos en dos, en el orden siguiente:
Finito e infinito.
Par e impar.
Unidad y pluralidad.
Derecha e izquierda.
Macho y hembra.
Reposo y movimiento.
Rectilíneo y curvo.
Luz y tinieblas.
Bien y mal.
Cuadrado y cuadrilátero irregular.
La doctrina de Alcmeón de Crotona, parece acercarse mucho a estas ideas, sea que las haya tomado de los pitagóricos, sea que estos las hayan recibido de Alcmeón, porque florecía cuando era anciano Pitágoras, y su doctrina se asemeja a la que acabamos de exponer. Dice, en efecto, que la mayor parte de las cosas de este mundo son dobles, señalando para ellos, los contrarios entre las cosas. Pero no fija, como los pitagóricos, estas diversas oposiciones. Toma las primeras que se presentan, por ejemplo, lo blanco y lo negro, lo dulce y lo amargo, el bien y el mal, lo grande y lo pequeño, y sobre todo lo demás se explica de una manera asimismo indeterminada, mientras que los pitagóricos han definido el número y la naturaleza de las oposiciones.
Así pues, de estos dos sistemas puede inferirse que los contrarios son los principios de las cosas, y además, que uno de ellos nos da a conocer el número de estos principios y su naturaleza. Pero cómo estos principios pueden resumirse en las causas primeras es lo que no han articulado con claridad estos filósofos. Sin embargo, parece que consideran los elementos desde el punto de vista de la materia, porque, según ellos, estos elementos se hallan en todas las cosas y constituyen y componen todo el Universo.
Lo que hemos dicho es suficiente para dar una idea de las opiniones de los que, entre los antiguos, han admitido la pluralidad en los elementos de la naturaleza. Otros han considerado el todo como un ser único, pero se diferencian entre sí, ya por el mérito de la exposición, ya por la forma como han concebido la realidad. Con relación a la revista que estamos pasando a las causas, no tenemos la obligación de ocuparnos de ellos. En efecto, no hacen como algunos filósofos, que al establecer la existencia de una sustancia única, sacan sin embargo todas las cosas del seno de la unidad, considerada como materia; su doctrina está muy alejada. Estos físicos añaden el movimiento para producir el Universo, mientras que aquellos creen que el Universo es inmóvil. He aquí todo lo que se encuentra en estos filósofos referente al objeto de nuestra búsqueda:
La unidad de Parménides parece tratarse de la unidad racional, la de Meliso, por lo contrario, la unidad material, y por esta causa el primero representa la unidad como finita, y el segundo como infinita. Jenófanes, creador de estas doctrinas (porque según se dice, Parménides fue su discípulo), no aclaró nada, ni al parecer dio explicaciones sobre la naturaleza de ninguna de estas dos unidades; únicamente al dirigir sus miradas sobre el conjunto del firmamento, ha dicho que la unidad es Dios. Repito que, en el examen que nos ocupa, debemos, como ya hemos hecho mención, prescindir de estos filósofos, por lo menos de los dos últimos, Jenófanes y Meliso, cuyas concepciones son ciertamente bastante burdas. Con respecto a Parménides, parece que se expresa con un conocimiento más profundo de las cosas. Persuadido de que fuera del ser, el no ser es nada, admite que el ser es necesariamente uno, y que no hay ninguna otra cosa más que el ser; cuestión que hemos analizado con detención en la Física. Pero precisado a explicar las apariencias, a admitir la pluralidad que nos suministra los sentidos, al mismo tiempo que la unidad concebida por la razón, sienta, además del principio de la unidad, otras dos causas, otros dos principios, lo caliente y lo frío, que son el fuego y la tierra. De estos dos principios, atribuye el uno, lo caliente, al ser, y el otro, lo frío, al no ser.
He aquí los resultados de lo que hemos expuesto, y lo que se puede deducir de los sistemas de los primeros filósofos con relación a los principios. Los más antiguos admiten un principio corporal, porque el agua y el fuego y las cosas análogas son cuerpos; en los unos, este principio corporal es único, y en los otros es múltiple; pero unos y otros lo tienen presente desde el punto de vista de la materia. Algunos, además de esta causa, admiten también la que produce el movimiento, causa única para los unos, doble para los otros. Sin embargo, hasta que apareció la escuela Itálica, los filósofos han expuesto muy poco sobre estos principios. Todo lo que puede decirse de ellos, como ya hemos señalado, es que se sirven de dos causas, y que una de estas, la del movimiento, se tiene como única por los unos, como doble por los otros.
Los pitagóricos, en verdad, se han referido también a dos principios. Pero han añadido lo que sigue, que exclusivamente es suyo. El finito, el infinito y la unidad, no son, según ellos, naturalezas aparte, como lo son el fuego o la tierra o cualquier otro elemento análogo, sino que el infinito en sí y la unidad en sí son la sustancia misma de las cosas, a las que se atribuye la unidad y la infinitud; y por consiguiente, el número es la sustancia de todas las cosas. De esta forma, se han explicado sobre las causas de que nos ocupamos. También comenzaron a ocuparse de la forma propia de las cosas y a definirla; pero en este punto su doctrina es harto imperfecta. Definían superficialmente; y el primer objeto a que convenía la definición ofrecida, le consideraban como la esencia de la cosa definida, como si, por ejemplo, se creyese que lo doble y el número dos son una misma cosa, porque lo doble se encuentra en efecto en el número dos. Y en verdad, dos y lo doble, no son la misma cosa en su esencia; porque entonces un ser único sería muchos seres, y esta es la consecuencia del sistema pitagórico.
Estas son las ideas que pueden formarse de las doctrinas de los filósofos más antiguos y de sus sucesores.
Parte VI
A estas diferentes filosofías siguió la de Platón de acuerdo la mayor parte de las veces con las doctrinas pitagóricas, pero que tiene también sus ideas propias, en las que se separa de la escuela Itálica. Platón, desde su juventud, se había familiarizado con Cratilo, su primer maestro, y como consecuencia de esta relación era partidario de la opinión de Heráclito, según él todos los objetos sensibles están en un flujo o cambio perpetuo, y no hay ciencia posible de estos objetos.
Años después conservó esta misma opinión. Por otra parte, discípulo de Sócrates, cuyos trabajos no abarcaron ciertamente más que la moral y de ningún modo el conjunto de la naturaleza, pero que al tratar de la moral, se propuso lo general como objeto de sus pesquisas, siendo el primero que tuvo la idea de ofrecer definiciones, Platón, heredero de su doctrina, habituado a la investigación de lo general, creyó que sus definiciones debían recaer sobre otros seres que los seres sensibles, porque ¿cómo dar una definición común de los objetos sensibles que cambian sin cesar? Estos seres los llamó ideas, añadiendo que los objetos sensibles se hallan fuera de las ideas, y reciben de ellas su nombre, porque en virtud de su participación en las ideas, todos los objetos de un mismo género reciben el mismo nombre que las ideas. El único cambio que introdujo en la ciencia fue la palabra, participación. Los pitagóricos dicen, en efecto, que los seres existen a imitación de los números; Platón que existen por participación en ellos. La diferencia es únicamente de nombre. En cuanto a buscar en qué consiste esta participación o esta imitación de las ideas, es algo de lo que no se ocuparon ni Platón ni los pitagóricos. Además, entre los objetos sensibles y las ideas, Platón admite seres intermedios, los seres matemáticos, distintos de los objetos sensibles, en cuanto son eternos e inmóviles, y distintos de las ideas, en cuanto son muchos de ellos semejantes, mientras que cada idea es la única de su especie.