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Mi muñeca necesitaba de mis cuidados. Buscaba una hoja grande que sirviera de sombrilla, y luego yo también me acostaba a la sombra del helecho y disfrutaba de su aroma tan familiar. Permanecía tumbada, escuchando el zumbido de las abejas, contemplando el paso de las nubes y, de vez en cuando, mirando de reojo un saltamontes. Meditaba en las conversaciones de los adultos e intentaba imaginar qué significaban.
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La abuela me había regalado otra estampita con la imagen de un santo para añadir a mi colección. Esto hizo que mi padre adoptase una de sus expresiones más características. Cuando alargaba su cara redonda, alzaba las cejas, torcía la nariz y reducía la boca a un punto, su rostro parecía un signo de interrogación. Mamá ni se puso seria ni sonrió. Se le curvaron hacia abajo las comisuras de la boca y se le hundieron los ojos. Movió ligeramente la mano derecha extendiendo los cinco dedos. Estaba claro que no se sentían muy entusiasmados con mi nueva estampita.

cuela me habían regalado un misal blanco con tapas perladas, mi propio libro de oraciones.
—¡No! —respondí con contundencia.
Aquella imagen había sido bendecida por el sacerdote y me la había regalado la abuela. Yo quería que formase parte del altar de mi habitación.
—La abuela dijo que espanta a los malos espíritus —protesté—. Hasta puso algunas como esta en la entrada del cobertizo.
Papá no insistió. Dejó que mamá tuviese la última palabra, lo que significaba que podría poner la imagen en mi altar privado. Era lo mejor. Desde que mamá había comprado la nueva máquina de coser, utilizaba mi cuarto para la costura. Ella también se beneficiaría de la protección del santo más importante de mi altar.
Sentada en el suelo con mi oso de peluche, me fascinaba ver cómo mamá hacía funcionar con los pies la gran rueda de la máquina de coser. ¡Nadie podía hacerlo más rápido que ella! Me encantaba el sonido de la máquina de coser, oír tararear a mamá y ver cómo el tejido iba transformándose en maravillosas prendas de vestir y en fantásticas camisas que hacían parecer a papá un hombre importante.
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JUNIO DE 1936
Cierto día mamá no tarareaba como de costumbre. Al andar arrastraba los pies y de vez en cuando paraba y escondía la cara entre las manos. Se levantó y miró por la ventana. Cuando le pregunté si estaba enferma, lo negó con la cabeza y salió de la habitación. Fui a sentarme a su lado y mamá me acarició la cabeza.
Papá había salido de casa a la una y media para hacer el turno de tarde. Esperé inútilmente a que mamá se pusiera a jugar conmigo como era habitual. Llegó la hora de ir a dormir. Mamá vino a mi habitación e hizo que me santiguase con el agua bendita. Rezó una oración y me besó mientras me arropaba.
Inmediatamente después, mamá solía cerrar las contraventanas, pero esa noche se sentó en el borde de mi cama. Poco a poco fue oscureciendo. La luz de la luna se reflejaba en su negro pelo ondulado. Su tez blanca como el marfil se volvió aún más blanca. No podía ver sus ojos de color azul intenso, pero podía sentirlos. Lentamente su imagen se desvaneció. Me quedé dormida. Eran las ocho, mi hora de dormir.
La mayoría de las noches me despertaba a las diez y cuarto con el murmullo de las bicicletas de los trabajadores que volvían a casa al terminar el trabajo en la fábrica. Yo oía cómo papá metía la bicicleta en el garaje, cómo crujía la escalera de madera al subir por ella, cómo giraba la llave en la cerradura y abría sigilosamente la puerta. Entonces mi perrita Zita, que dormía cerca del servicio de la entrada, le saltaba al pecho y le seguía hasta la cocina. Allí, papá se quitaba los zapatos, se ponía las zapatillas y colgaba la chaqueta. Llegado a este punto, yo tiraba de la colcha hacia arriba y cerraba los ojos. Y entonces llegaba el maravilloso momento en que papá entraba en mi habitación, se inclinaba sobre mí y mientras sentía su cálida respiración en la cara, depositaba en mi frente un beso tierno y suave como el roce de una mariposa. Podía sentir la amorosa mirada de papá mientras yo fingía dormir y disfrutaba al máximo de este exquisito momento.
Esa noche me desperté de repente con el sentimiento angustioso de que estaba sola. Grité desesperadamente y mamá vino corriendo a mi habitación en camisón, con una redecilla sujetándole su pelo ondulado.
—¿Dónde está papá? ¡No vino a darme un beso!
—Shhhhh, son más de las tres de la mañana. Papá debe de estar durmiendo, ¡como deberías estar haciéndolo tú! —Se sentó a mi lado y me acarició la cabeza empapada en sudor por el miedo.
A la mañana siguiente papá no vino a desayunar, ni siquiera había una taza preparada para él.
—Papá estará fuera durante unos días —dijo mamá intentando reprimir las lágrimas.
¡Papá nos había abandonado! ¡Papá había huido! Eso explica por qué estaba tan callado, triste y tenso últimamente. Recordaba una conversación entre él y mamá.
—Fue un error, no debería haber ocurrido —decía pausadamente a mamá.
—Adolphe no te preocupes, todo el mundo comete errores.
¿Cómo podía mamá acusar a papá de cometer errores? Papá nunca se equivocaba. ¡Claro! ¡Papá tenía que haber huido de ella!
¿Adónde podría haber ido? Tuvo que ser a Krüth, el pueblo que está al final del valle. Era uno de mis lugares preferidos. ¡Ojalá pudiese haber ido con él para huir de mi malvada madre!
En Krüth vivía Paul Arnold, padrastro y tío de papá. Era mi “abuelo-padrino”. Probablemente estaría de pie delante de la pequeña puerta de su casa con su mano derecha apoyada en el marco de la puerta, justo debajo de la cruz y los números labrados en la piedra. Cuando sonreía, le desaparecían los ojos entre las arrugas. Era tan mayor y estaba tan arrugado que parecía una uva pasa. Tenía que enrollar los pantalones varias veces alrededor del cinturón. Me hubiera gustado volver a visitar al abuelo-padrino.
¿Por qué no me habría llevado con él papá?
Fui a sentarme en mi habitación de mal humor. Al cabo de un rato empecé a llorar.
—¡Adolphe, Adolphe, has vuelto a casa! —la voz nerviosa de mamá me despertó. ¿Estaba soñando? Me puse en pie de un salto y corrí directamente a los brazos de mi padre. Mamá regresó inmediatamente a la cocina para prepararle algo caliente de comer.
Papá se puso a explicar lo que había pasado:
—¡Los trabajadores cerraron la fábrica y pararon la maquinaria sin siquiera quitar el tejido de las prensas! Todo el mundo salía corriendo, pero a los que llevaban camisas blancas los hacían volver adentro, a algunos incluso los golpearon. A partir de ese momento nadie pudo salir ni entrar.1
1 Tras la victoria del “Front Populaire” en junio de 1936, hubo huelgas en toda Francia.
—¿Cómo conseguiste salir?
—Ya había decidido dormir entre los tejidos con los ingenieros. Podíamos oír las amenazas y los lemas de los trabajadores. ¡Te puedo asegurar que daban miedo! Entonces recordé que mi equipo de trabajo, los impresores, los encargados de los tintes y los grabadores estarían a las 2.00 en la entrada, así que bajé. Tan pronto como me vieron, abrieron la puerta y gritaron:
—¡Él está de nuestra parte a pesar de su camisa blanca! ¡Dejad que se vaya a casa! —Pero aún así necesité su protección contra los trabajadores que no me conocían.
¿Que mi padre había necesitado protección? ¿Que pasó miedo? ¿Que había dormido en un taller con tinta y no tenía ni una sola mancha en la camisa? ¡Qué extraño!
Papá comía y hablaba al mismo tiempo, usando un vocabulario muy raro. Nunca lo había visto tan nervioso. Se le enrojecía la cara y la voz se le crispaba. Yo temía que le fuese a pasar como a su padre, que murió muy joven a causa de una situación muy tensa.
Continuaba su relato usando palabras muy raras en alemán: proletarios, comunistas, socialismo, consignas, clase dominante.
Pronto me cansé de tanta habla nerviosa. Salí al balcón. La luz de la cocina se reflejaba en las petunias azules y blancas y en los geranios rojos, pero al caer la noche los pájaros y las abejas se habían callado.
—¡Papá, mira! El cielo se ha vestido de largo, de terciopelo y diamantes.
Al fin papá dejó de hablar y salió fuera. Mientras mamá retiraba los platos, me tomó en brazos.
—Simone, esos diamantes son estrellas. Aunque parecen pequeñas, en realidad son enormes, pero es que están muy lejos —y señalando a un grupo de estrellas sobre nuestras cabezas añadió—: ¿Ves esas cuatro estrellas que forman un cuadrado y las tres que hacen de cola?
—Sí, parecen una cacerola.
—Reciben el nombre de “Osa Mayor”.
—¡No veo ningún oso!
—Porque no podemos ver todas las estrellas que la forman.
—¡Ah!, ya entiendo. ¡La osa está dentro de la cacerola!
Desde ese momento, cada vez que miraba al oscuro cielo aterciopelado buscaba la “gran osa”, pero noche tras noche la cacerola seguía vacía.
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VERANO DE 1936
Durante las vacaciones estivales, mamá y yo nos fuimos a casa de los abuelos. El verano transcurrió plácidamente llevándose consigo los calurosos días de sol. Mamá casi había terminado su labor de costura. El tío Germain estaba feliz con sus camisas nuevas, al igual que el abuelo con sus pantalones de terciopelo, y la abuela estaba encantada con la transformación que le habían hecho al sombrero que llevaba a la iglesia. Lo habían adornado con flores y cintas de color lila. Llamaría la atención cuando fuese a misa.
Por última vez ese año, el abuelo desvió el agua helada de la montaña al abrevadero, para que el sol del mediodía la calentase y mi prima Angele y yo pudiésemos bañarnos. Pero antes teníamos que descansar tumbadas en el sofá entre las imágenes de San José y Santa María. Por las persianas medio cerradas entraba una luz tenue. Justo debajo había una fila de tarros llenos de mermelada que se estaban enfriando. Sus colores, que iban del rojo vino al amarillo brillante, captaban los rayos de luz. Algunos tarros parecían contener oro, y otros, rubíes. Se oía el zumbido de las abejas y las moscas que luchaban insistentemente por entrar por la ventana. ¡Cómo me gustaba aquel sonido! Estaba soñando con los ojos abiertos, me imaginaba a mí misma como una santa en el cielo.
Me alegré cuando mamá dijo:
—Mañana vendrá papá, pero antes irá a misa a Krüth.
Temprano por la mañana el abuelo ya estaba en la fuente lavándose. Sumergió la cabeza y el torso en el agua helada. Luego, miró al cielo y dijo que no bajaría a misa, sino que intentaría reunir a las vacas antes de que las negras nubes que estaban sobre el bosque, entre Oderen y Krüth, alcanzaran la granja en Bergenbach.
—Parece que se avecina una tormenta. Espero que Adolphe consiga llegar antes de que estalle.
Me sentí decepcionada, pues me encantaba ir a misa con el abuelo. La abuela y mamá llegaron de la iglesia: la abuela sujetando su sombrero nuevo a causa del viento y mamá luchando con el vestido. Ambas llegaron sin aliento, al igual que las nerviosas vacas. Todos querían entrar en casa cuanto antes. La tía Valentine, a quien le tocaba cocinar ese día, preparó todas las velas por si se cortaba la electricidad y corrió hacia la huerta para salvar algunas lechugas antes de que la granizada acabara con ellas.
Todavía no había empezado a llover, pero el sonido de los truenos indicaba que la tormenta estaba próxima. La abuela huyó al mejor escondite de la granja llevándose con ella su rosario. Su temor era contagioso. Angele comenzó a llorar; su madre, a temblar. El tío Germain se puso pálido y me mandó para casa, señalando al perro, que ya se había metido en su caseta y escondía la cabeza entre las patas delanteras, al tiempo que nos imploraba con sus negros ojos húmedos. El gallo fue el último en entrar en el gallinero mientras una descarada ráfaga de viento agitaba las plumas de su cola como un abanico.
Una gota grande me cayó sobre la cabeza y otra sobre la nariz, cuando un relámpago iluminó Bergenbach.
—Uno, dos… —se oyó el trueno—. Sólo está a dos kilómetros de aquí —dijo el abuelo—. Me senté en el alféizar que separaba la cocina de la habitación contigua y miré a mamá. Tenía la misma cara ceñuda que le había visto cuando papá estuvo encerrado en la fábrica.
Entonces comenzó el aguacero.
—Si Adolphe estuviese en el bosque en estos momentos, podría correr peligro. —La tía Valentine prosiguió en un tono más dramático—: Si estuviese fuera del bosque, no debería buscar refugio debajo de un árbol. —Y volviéndose hacia nosotras dijo—: Recordad niñas, nunca os refugiéis bajo un árbol cuando haya relámpagos. —Apartó la sopa de carne del fuego para evitar que hirviese y le dijo a su enmudecida hermana—: Y si corre para escapar, el rayo puede caerle encima. —Luego añadió, alimentando el fuego con un leño húmedo—: Nunca corráis, ni utilicéis un paraguas.
Mamá se movía de un lado a otro, al igual que el comedero del perro en el patio.
Una figura pasó furtivamente bajo la parra hasta llegar a la puerta. De pie, calado hasta los huesos, papá parecía haber encogido la mitad de su tamaño. Pero, ¡qué alivio cuando entró en casa!
Cayó un rayo y no tuvimos tiempo a contar.
—Ese —dijo el abuelo— cayó sobre la roca que está detrás de la casa.
Papá se estiró cuando entró en la cocina. Lo hizo con cuidado debido al plato de porcelana que colgaba del techo y que hacía de pantalla de la bombilla. Mi madre le quitó la chaqueta empapada y fue a buscar otras prendas viejas secas, mientras la tía Valentine le servía un plato de sopa caliente.
Papá empezó a comer. Le pidió al tío Germain un cigarrillo a pesar de que, al igual que los demás, criticaba severamente al joven abad que fumaba en secreto. Teníamos un mechero eléctrico colgado de la pared y en el mismísimo momento en que papá se acercó a él para encender el cigarrillo, un rayo sacudió el manzano que estaba enfrente de casa, justo al lado del cable eléctrico. Papá salió despedido hacia el techo y cayó de espaldas al suelo. Todos gritamos:
—¡Adolphe, Adolphe!
A la luz temblorosa de las velas que la tía Valentine había encendido, pudimos ver a papá tendido en el suelo más blanco que la cal.
—Respira —dijo la tía Valentine a mamá, que acababa de llegar con ropa seca—. Ambas hermanas exhalaron un “gracias a Dios”. Poco a poco papá abrió los ojos.
—¿Puedes mover las piernas?
Lo intentó y lo consiguió. Yo no, estaba paralizada.
—Estoy bien, solo un poco mareado —dijo—. Y para demostrarlo se levantó, colgó la ropa mojada y se tomó la famosa sopa de carne de los domingos.
Otro relámpago nos estremeció; el siguiente cayó al otro lado del valle. La lluvia remitió poco a poco. Pero a causa del aguacero que había caído, las plantas descansaban agotadas sobre el suelo. La abuela salió de su escondite, fue hacia la pila de agua bendita y se santiguó.
—¡Menos mal que no se produjo un incendio con toda esa paja almacenada ahí arriba! —dijo.
Una vez pasada la tormenta, la comida sabía mejor. La abuela dibujó con el cuchillo una cruz sobre el pan antes de cortarlo en rebanadas. En el exterior, los árboles comenzaron a aparecer entre la niebla como fantasmas.
—Niñas, si queréis ir a jugar, podéis ir al desván —dijo la abuela—. Era una idea fantástica, allí podríamos librarnos de la aburrida conversación sobre la huelga.
—Antes quiero otro trozo de pastel —exigió Angele—. ¡Y se lo dieron! ¡Si yo lo hubiera pedido de esa forma, mi madre no me hubiera hecho caso!
—Las señoritas nunca dicen “quiero”, sino “me gustaría” o “¿podría…?” — solía decir mamá.
Las escaleras que subían al desván estaban en una esquina de la casa. En la parte derecha del desván se almacenaba la paja. En la parte izquierda, justo encima del comedor, estaban las cajas llenas de maravillosos objetos con los que podíamos jugar. A través del suelo subían las voces, el humo de los cigarrillos y el aroma del café. Vaciamos parte del baúl que contenía vestidos viejos; y jugamos con las tazas y los platos del siglo XIX.

—¡Si fuéramos alemanes, no tendríamos huelgas! ¡Al otro lado del río Rhin nadie hace huelga!
—Recuerda —le respondió el abuelo a su esposa— que nosotros éramos alemanes cuando el sacerdote reprendió y abofeteó durante la confesión a la madre de Adolphe por liderar la primera huelga socialista. E incluso llegó a amenazarla con perder el puesto de trabajo si no abandonaba su postura socialista.
—Eso fue antes de la Gran Guerra, pero ahora bajo el liderazgo de Hitler, los alemanes tienen trabajo y un buen sueldo. Disfrutan de prosperidad.
Volvimos a oír la lluvia sobre el tejado. En el piso de abajo bebían más café y algo de alcohol: vino dulce casero las mujeres y algo más fuerte los hombres.
La abuela comenzó a quejarse otra vez.
—Adolphe, los responsables de que el dinero alemán pierda su valor son los franceses. Ellos son los vagos y no los alemanes —afirmaba rotundamente—. Son lentos, desorganizados… —la abuela no dejaba de hablar, no había discusión porque nadie podía intervenir.
—Mamá, serías más justa si leyeras más periódicos, no sólo los que están a favor de los alemanes —dijo alguien.2
2 Tras la I Guerra Mundial, el 75% de la población de Alsacia y Lorena hablaba alemán. De modo que el intento del gobierno francés de suprimir la prensa alemana se encontró con mucha oposición
—¡Simone! ¡Angele! Bajad del desván. Ya no llueve.
Alguien sugirió que aprovechando el buen tiempo, saliésemos todos a pasear. Pero tan pronto como llegamos a un cruce de caminos, el abuelo, mirando a la cima de la montaña, dijo:
—Será mejor que no nos alejemos mucho de casa.
Seguimos paseando hasta el final del prado, donde el tío Germain había plantado tres pinos junto a un banco de madera al borde del acantilado.
Estaba muy mojado para que alguien se sentara, pero desde aquel lugar podíamos ver todo el valle: Krüth, donde había nacido papá; Oderen, nuestro pueblo, y Fellering, con sus dos iglesias, la católica en el medio del pueblo y la protestante a las afueras.
Una vez pregunté a la abuela qué diferencia había entre las dos iglesias.
—Los protestantes son enemigos de los católicos —me respondió.
—Chicas, será mejor que salgáis de camino cuanto antes. —El abuelo señaló las nubes de color violeta.
—Sí, y ¿veis esa niebla? —añadió la abuela—. Está subiendo, eso significa que bajará de nuevo en forma de lluvia. Si os dais prisa, podréis coger el primer tren y evitar calaros hasta los huesos.
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Nada más llegar a casa, lo primero que hizo mamá fue cortar unas flores de nuestro jardín y “dar un poco de vida a la casa”. Las dalias rojas y amarillas en el florero de barro alsaciano de color gris y azul alegraron nuestra vida en la ciudad y le devolvieron el toque familiar.
—Simone, ¿por qué no podamos las petunias del balcón?
—¡Mira, mamá! ¡Mi azúcar ha desaparecido! —Yo había dejado un azucarillo en el balcón antes de irnos a casa de la abuela.
Mamá sonrió:
—Lo cogería la cigüeña.
—Así es —la respuesta vino desde otro balcón. La voz pertenecía a una de nuestras vecinas, la señora Huber, quien añadió:
—Ya se han ido. Tendrás que esperar por tu hermanito o hermanita. La cigüeña volverá en primavera y puede que te traiga un bebé.
Aquí en Mulhouse, las cigüeñas traen a los niños, pero en Wesserling, son los niños los que escogen a sus mamás escondidos en una gran col. Sin embargo, en Mulhouse las coles nunca tienen niños, ¡sólo gusanos! Pero yo sabía que iba a venir un bebé, estaba segura, porque yo había escogido a la mejor mamá del mundo. Deseaba tanto un hermanito o una hermanita…
De vez en cuando venían de visita otros niños, como las dos nietas de uno de los vecinos, el señor Eguemann.
—Baja el perro a pasear y juega con ellas —decía mamá—. Puedes jugar a que son tus hermanas pequeñas.
Pero yo no me encontraba cómoda con ellas. Su abuelo me miraba con ojos maliciosos cada vez que me veía desde que lo había pillado robando. Fue un día por la mañana temprano. Mamá me había encargado que le subiese el pan y la leche. Todas las familias colgaban una cesta y un bote con el dinero para el lechero y el panadero a la entrada del edificio: ocho cestas para todo el edificio de apartamentos. Cuando todos estaban durmiendo, el lechero pasaba con su carro tirado por dos perros, y el panadero, con su perro enjaezado, y llenaban cada cesta de acuerdo con la cantidad de dinero que allí había. Esa mañana pillé al señor Eguemann con la mano dentro de la cesta de otro vecino.
Aun así, las nietas del señor Eguemann, Zita y yo conseguíamos pasarlo bien. Un día estaba tan entretenida jugando que no oí a mi madre llamarme para cenar. Al día siguiente pasó lo mismo.
—Escúchame bien, —me advirtió mamá—. He tenido que llamarte de nuevo tres veces. ¿Qué crees que dirá la gente? “La niña de la señora Arnold es desobediente y la señora Arnold no es capaz de hacer que la obedezca.” —Con ojos amenazadores y serios añadió—: Si esto vuelve a ocurrir mañana, me temo que tendré que hacer contigo lo mismo que con la vaca Brumel. —Después de un largo silencio dijo—: ¡Ay de ti si tengo que llamarte por tercera vez!
Yo estaba abatida y cabizbaja. ¿De verdad que me trataría como a la vaca Brumel? Mamá nunca me había zurrado antes, ni papá. Pero mamá podía hacerlo, y si lo decía, lo haría.
Si de algo estaba segura es de que mamá cumpliría lo que había dicho y de que la obediencia era muy importante ahora que era una niña mayor. ¡Ya tenía seis años! Así que cuando me llamara para ir a cenar, tenía que estar preparada.
Al día siguiente cuando mamá me llamó, me apresuré a recoger mis juguetes. Estaban esparcidos por todo el jardín. Oí que me llamaba por segunda vez. Me dirigía a casa cuando una de las niñas pequeñas se me cruzó corriendo y nos caímos. Su codo sangraba y ambas rompimos a llorar. Entonces oí que mamá me llamaba por tercera vez. Dejé a la niña y corrí escaleras arriba presa del miedo. La puerta estaba abierta y pude ver la pala de ping-pong sobre mi cama. Me puse blanca. Antes de que me pudiera dar cuenta de lo que pasaba, mamá me cogió por el jersey y me llevó hasta mi habitación, me puso sobre la cama, me bajó las braguitas y sin mediar palabra me dio con la pala sin titubear. Cuando se marchaba me dijo:
—Cuando acabes de llorar, puedes venir y comerte la sopa. Si tardas mucho se te enfriará.

Seguí llorando y sollozando boca abajo. Lo que más me dolía era la vergüenza de ver mis nalgas desnudas y el dolor que sentía porque mamá no sabía que yo iba a obedecerla.
Oí sonar el timbre de la puerta. Era el señor Eguemann. Quería que me castigasen delante de él por haber empujado a su nieta. Estaba aterrorizada. Mamá respondió con voz firme:
—¡Señor Eguemann, de castigar me encargo yo, no usted!
—¡Será mejor que su hija no vuelva a jugar con mis nietas nunca más! —amenazó.
Mamá comprendió entonces lo que había pasado y porqué no había respondido a su llamada para ir a cenar. Se dirigió silenciosamente a mi habitación, me dio la vuelta suavemente y se sentó a mi lado.
—He cometido un error y lo siento enormemente. Me siento muy mal por ello. ¿Podrás perdonarme? —¿Mamá me estaba pidiendo perdón? Eso hizo que dejara de llorar en el acto—. Anda, ven a comerte la sopa, te la calentaré. —Aunque todavía me ardían las nalgas, me sentía mucho mejor. Y al estar papá trabajando, tenía a mamá a mi entera disposición.
Normalmente, después de cenar mamá pasaba algún tiempo conmigo. Ella me dejaba ir a la pequeña habitación que mis padres orgullosamente llamaban el “salón”. Sólo había espacio para el sofá verde, la butaca y una mesa con forma de media luna pegada a la pared. La gran pantalla de la lámpara que mamá había confeccionado en seda naranja daba una luz cálida similar a la de una puesta de sol. Se había eliminado la puerta para poner en la esquina izquierda una estufa. Junto a ella había una estantería con un globo terráqueo y una radio. En el vestíbulo, el espejo colgado sobre una pequeña mesa reflejaba el ramo de dalias, la ventana del balcón y la pantalla de la lámpara. Nuestro pequeño y acogedor salón parecía el doble de grande. Zita solía tumbarse donde mi padre ponía los pies mientras leía o cuando, con la ayuda del globo, “iba de viaje”.