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¡Qué día tan maravilloso! Había aprendido la importancia de la obediencia y el respeto. También había aprendido lo humilde que era mamá. Había reconocido su error y me había pedido perdón. Esa fue una lección que me sería de gran valor durante toda mi vida.
Ya volvía a ser una niña feliz cuando mamá me arropó en la cama esa noche. Pero sus profundos ojos azules, su beso tierno y sus últimas palabras: —Buenas noches, tesoro— hicieron inolvidable aquel día.
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1 OCTURE DE 1936
La fresca brisa de la mañana me ayudó a abrir mis somnolientos ojos. Aunque ya conocía el camino a la escuela, mamá tenía que acompañarme. Al lado de la iglesia estaba el colegio para niñas, un edificio de tres plantas de piedra arenisca rosa. Todas estábamos reunidas frente a los escalones de piedra. En el peldaño más alto de la escalera estaba de pie la maestra y, a su lado, la supervisora con una lista. Muy pocas niñas estrenaban cartera para los libros. Cuando compramos la mía, mamá había dicho que tenía que ser de cuero de buena calidad para que durase los próximos ocho años.
“Las clases serán de 8.00 de la mañana a 12.00 del mediodía y de 14.00 a 16.00 de la tarde”, decía la circular. “La alumna deberá llevar a la espalda una cartera para los libros, una pizarra con un trapo seco atado y una esponja húmeda. El uniforme consistirá en un blusón de manga larga abotonado a la espalda, que cubra el vestido y tenga dos bolsillos con un pañuelo. El blusón se quedará en el colegio durante la semana y se llevará para lavar y planchar el fin de semana.” De entre los dedos mágicos de mi madre surgieron tres blusones: uno rosa, otro azul claro y otro verde claro; mi madre hacía magia con la máquina de coser. Mis blusones tenían grandes costuras para que “crecieran conmigo al menos durante dos años”.
—Simone Arnold. —Era la primera de la lista. Di un paso adelante y examiné a Mademoiselle, comenzando por los botines y el dobladillo de su largo vestido gris. Su estatura era impresionante, era como las fotos de mi abuela paterna que había visto en el álbum familiar. Con el cuello de encaje blanco y el pelo cano recogido en la nuca, su cara me recordaba a la luna llena. A través de sus gafas de montura redonda, sus profundos ojos azules me miraban como los de mamá. Su piel estaba salpicada de verrugas con pelos blancos, como mi tía Eugenie. Era una mujer mayor como mi abuela, pero ¡con la autoridad de papá! Me sentí a gusto, ella era la perfecta combinación de todos mis seres queridos.
Mademoiselle me señaló mi lugar al lado de Frida.
—Este pupitre es bastante nuevo y no tiene manchas de tinta. Siéntate aquí en la segunda fila porque eres de las alumnas más jóvenes.
Desde ese momento supe que le había caído en gracia. El primer día de clase llegó a su fin rápidamente.
Cuatro de mis compañeras de clase vivían en la misma calle que yo: Andrée, Blanche y Madeleine pasada mi casa, y la pequeña Frida un poco más cerca. Frida siempre temblaba como la hoja de un árbol. Siempre sentía la necesidad de protegerla. Su pelo rubio, su tez traslúcida y sus mejillas sonrosadas junto con las ojeras y sus ojos febriles le conferían una apariencia de fragilidad.
—Las niñas que llevan blusones grises o azul oscuro pertenecen a familias pobres —me había explicado mamá. El blusón de Frida era azul, no tenía forma y estaba remendado, y su cartera estaba muy gastada.
Las cinco íbamos juntas a la escuela caminando por nuestra calle de más de un kilómetro de largo, la Rue de la Mer Rouge. Después de una curva, pasábamos por delante de la estación de tren y luego aparecían las viviendas de la fábrica para los trabajadores más pobres, la panadería, la mercería, el ultramarinos y la lechería. Aquí la calle cambiaba de nombre. Se llamaba Zu-Rhein en honor de una familia rica que tenía su casa en un gran parque a la derecha de la calle. Al otro lado del parque había casas muy lujosas con grandes balcones.
—Adolphe, ¿has leído esta circular? —preguntó mamá—. Dice que todos los viernes la clase entera tendrá que ducharse, y no habrá excepciones. Se proporcionará jabón y bañador a todos. Y los niños cuyas familias reciban asistencia social, recibirán un tazón de leche y un panecillo a las 10.00 de la mañana.
—Cuando éramos jóvenes no teníamos esas ventajas —dijo papá—, pero no me sorprende, Mulhouse es una ciudad socialista.
—Papá, ¿qué es una ciudad socialista?
—Es una ciudad donde los trabajadores se juntan para defender sus derechos y luchar a favor de la justicia y en contra de las injusticias. Es terriblemente injusto que sus salarios sean tan bajos.
—Papá, ¿qué es una injusticia?
Papá señaló un óleo de metro y medio colgado en la pared de nuestro pequeño salón. Representaba a un pastor rezando un ángelus al mediodía. Papá lo había pintado en la escuela de arte con tan solo 15 años.
—Se presentó en una exposición, y obtuve la puntuación más alta, pero cuando se repartieron los premios, me dieron la medalla de plata en vez de la de oro. Así que el abuelo fue a hablar con el supervisor de la escuela para averiguar por qué. —Papá se sentó y me colocó sobre sus rodillas. Su rostro reflejaba amargura.
—Simone, recuerda para el resto de tu vida la respuesta del supervisor de la escuela, no la olvides nunca: “Es impensable que se le dé la medalla de oro a un pequeño y desconocido joven montañés, cuyo nombre no significa nada. La medalla de oro se la daremos al hijo de Fulano de Tal que nos patrocina económicamente y que es conocido en toda la ciudad”. Hizo una larga pausa.
—Incluso, dijo a mi padrastro que si le parecía mal, tampoco tenía que aceptar la medalla de plata. —Abrí el cajón y examiné detenidamente la medalla de plata, mientras papá repetía—: Una injusticia… contra eso luchan los trabajadores. Eso es lo que significa ser socialista.
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Las hojas del árbol de limas del patio del colegio comenzaron a amarillear. El viento las arrancaba y jugaba con ellas un rato, antes de que consiguiésemos atraparlas para jugar nosotras. Sin embargo, Frida nunca las perseguía. Ella se limitaba a vernos jugar mientras se comía el emparedado de mantequilla y mermelada que yo le cambiaba por su panecillo duro. Yo no me sentía a gusto con mi blusón rosa. No quería que me consideraran una “niña rica”.
—Pareces cansada, Frida —le comenté preocupada.
—Es solo que no me gusta el viento —me dijo tosiendo.
—¿Dónde trabaja tu padre?
—En el jardín.
—Y ¿le pagan algo por trabajar en el jardín?
—No, es inválido.
Pensé para mis adentros que tendría que averiguar qué tipo de trabajo era ese. Frida no pudo explicármelo, ¡era tan vergonzosa! El lunes por la mañana faltó a clase. La pequeña casa en la que vivía siempre tenía cerradas las contraventanas de la fachada que daba a la calle. Afortunadamente, Frida vino a clase por la tarde. La había echado muchísimo de menos, incluso había tenido que darle mi emparedado a otra niña. Yo era incapaz de comer pan con mantequilla enfrente de tantas niñas pobres.
El lunes siguiente llovió de nuevo y Frida volvió a faltar a clase. Parece hecha de azúcar, me dije. ¿Por qué tiene tanto miedo a la lluvia? Teníamos los zapatos, las capas y el pelo tan mojados, a pesar de las capuchas, que el aula olía como una cuadra. Había cuatro grandes ventanales, pero no eran de mucha utilidad aquella mañana. Detrás de sus pantallas, las bombillas emitían una luz amarillenta suficiente para llevar a cabo el ritual de pasar lista del lunes por la mañana.
Blanche y Madeleine charlaban animadamente sobre la ambulancia y los coches de bomberos y policía que nos habíamos cruzado camino de clase. ¡Viene Mademoiselle! —advirtió alguien. Inmediatamente nos abrimos paso hasta nuestros pupitres y pusimos las cosas en orden: la pizarra con su reluciente marco de madera blanco, la esponja limpia y el pañuelo bien doblado. Incluso teníamos que colocar adecuadamente los diez dedos sobre el pupitre. Como si se hubiera apagado una radio, el silencio se impuso cuando Mademoiselle entró en el aula. Aún le llevó un rato inspeccionar los zapatos, las faldas e ¡incluso las orejas de toda la clase!
Aquel día no podía dejar de pensar en el río que fluía detrás de nuestra casa y que desaparecía bajo tierra. Había visto algo de color azul claro que flotaba río abajo y a dos hombres con unos ganchos intentando acercarlo a la orilla.
—Simone, rápido, métete en casa —ordenó mamá.
Más tarde, oí a los vecinos hablar acerca de unos gemelos de tres años de edad. Se había hallado el cuerpo de uno de ellos, el otro había sido engullido por los remolinos.
—Mamá, ¿dónde están los gemelos ahora?
—En el cielo, ahora son angelitos.
Mientras caminaba de arriba abajo entre las filas, Mademoiselle nos explicó lo peligroso que era el río.
—La orilla puede ser muy falsa. Puede hundirse nada más pisarla.
Era obvio que aquel día no iba a hablar de santos, ni de sus vidas o sacrificios. En esta ocasión el tema era el peligro de ahogarse y la muerte, ni religión ni santos. Eché de menos la clase de religión.
Al volver a casa por la tarde, siempre lamentaba tener que despedirme de Frida. Ella no tenía una madre que la esperase con música suave y un té caliente o un refresco. Ni siquiera tenía una perrita como mi Zita dispuesta a darme la bienvenida saltándome encima. Si llovía, mamá siempre me tenía preparada una tina de agua caliente para los pies y una deliciosa rebanada de pan con mermelada lista para comer. Me encantaban nuestras conversaciones íntimas. Podía hablar con mi madre y abrirle mi corazón por completo, o casi. Lo único que no le confesaba era la persona a la que más admiraba. No se lo iba a decir a mamá, ¡no fuera a tener celos!
Una mujer joven y bien vestida se había mudado a nuestra calle. Yo sentía auténtica admiración por esa mujer tan hermosa y distinguida, incluso se había convertido en un modelo para mí. Ella pasaba siempre a una hora determinada en la que yo corría hacia la ventana con el corazón acelerado. Anhelaba estar cerca de ella.
Papá se tomaba muy en serio mis tareas escolares. Nunca permitía que hiciese garabatos o que dejara a un lado los deberes por muy testaruda que me pusiese. Le gustaba decir:
—Sé que lo puedes hacer mejor, además llevas mi apellido.
Ejercía su autoridad de forma calmada y bondadosa, por lo que siempre me arrepentía después de haberle contrariado. Me preguntaba a mí misma:
—¿Por qué me rebelo contra mi querido papá?
« Ils sont au ciel. Ce sont de petits anges à présent. »
En arpentant les rangs, Mademoiselle a attiré notre attention sur les dangers de la rivière : « Le bord peut être traître. Il peut s’effondrer sous vos pieds. » Nous avons vite compris qu’elle n’allait pas traiter de la vie ou des sacrifices des saints. Les sujets d’aujourd’hui étaient la noyade et la mort. J’ai beaucoup regretté que l’heure habituelle de religion ne puisse avoir lieu.
J’étais toujours triste de laisser Frida devant chez elle en fin d’après-midi quand on rentrait de l’école. Elle n’avait pas de maman qui l’attendait ni de musique agréable pour l’accueillir dans sa maison, pas de thé pour se réchauffer ni de boisson fraîche pour se désaltérer. Elle n’avait même pas de petit chien pour lui faire fête. Tandis que moi, quand il pleuvait, je trouvais au retour, préparés par Maman, un bain de pieds bien chaud et une délicieuse tartine de confiture.
J’aimais aussi les conversations que nous avions, Maman et moi. Je pouvais lui ouvrir mon cœur et tout lui confier – enfin presque. J’avais un petit secret : j’éprouvais une admiration éperdue pour une autre qu’elle. Je ne voulais pas lui en parler pour ne pas la rendre jalouse. Une jolie jeune femme avait emménagé dans le voisinage. J’aimais sa beauté et son élégance. Je l’avais prise pour modèle. Elle passait tous les jours à la même heure devant chez nous et je me précipitais à la fenêtre, le cœur battant, pour l’apercevoir. J’attendais impatiemment le jour où je pourrais la voir de plus près.
Papa prenait mes devoirs très au sérieux. Il n’acceptait pas que je gribouille et il m’obligeait à recommencer même si je me mettais à bouder. Il me répétait souvent : « Je sais que tu es capable de faire beaucoup mieux que cela. Et n’oublie pas que tu portes mon nom ! » Il exerçait son autorité de façon paisible et douce. J’étais toute honteuse quand il m’arrivait de me rebeller contre lui et je me disais alors : « Mais pourquoi est-ce que j’ai encore tenu tête à un si gentil papa ? »
CAPÍTULO 2
Miedo al infierno y a la muerte
Los días se hacían más cortos. La niebla se arrastraba por los campos y las dalias empezaban a inclinar la cabeza. Los más pequeños corríamos tras las hojas que caían y recogíamos castañas. Los niños las arrojaban contra nosotras y teníamos que escondernos. ¡Qué mal me caían los niños!
La gente acudía a los cementerios con los coches llenos de crisantemos blancos y rosas. Era la víspera de Todos los Santos, y la gente solía visitar las tumbas de sus seres queridos. Tendríamos otra reunión familiar. Incluso la tía Eugenie vendría desde muy lejos.
Los vecinos volverían a confundirla con mi madre. Era gracioso, porque aunque ambas tenían el mismo pelo negro, la tez de mi tía era como su collar de ámbar y sus ojos parecían cerezas negras. Sin embargo, su personalidad alegre hacía que ella y mamá pareciesen hermanas gemelas, que era tal y como se sentían ellas. Para mí, tía Eugenie era como una segunda madre.
La abuela y yo fuimos al cementerio de Oderen para limpiar las tumbas. La tía Eugenie llevó una inmensa maceta de crisantemos a la tumba de su marido y, una vez allí, comenzó a llorar y a rezar.
—Abuela, ¿por qué está llorando la tía?
—Tu tío murió no hace mucho, y llevaban solo tres años casados.
—¿Se ahogó en el río?
—No, murió de tuberculosis.
—Mamá me contó que la muerte es la puerta de entrada al cielo. —Cuando era más pequeña había entrado por error en la habitación del padre de mi abuela. Estaba tumbado con los ojos cerrados y parecía como si estuviese rezando, rodeado de coronas de flores artificiales. Cuatro grandes velas proporcionaban una luz suave, y el olor a incienso llenaba la habitación. Me dijeron que iba camino del cielo. Pero ahora, enfrente de su tumba, me sentía confusa.
—Abuela ¿la tumba es la entrada al cielo?
—También puede ser la entrada al infierno.
—Yo he visto salir del sótano de la fábrica donde trabaja papá el humo del fuego del infierno. Siempre que lo veo doy un gran rodeo.
La abuela sonrió, me cogió las manos y comenzamos a rezar una oración, a la que se nos unió la tía Eugenie.
—¿Por qué rezamos? ¿Acaso pueden oírnos los muertos?
—Por supuesto. Y si no están en el purgatorio pueden ayudarnos.
—Purga… ¿qué?
—El purgatorio es un lugar donde, mediante el fuego, se nos purifica de nuestros pecados o de las cosas malas que hayamos hecho. Solo los santos van al cielo directamente.
—¿Quién enciende el fuego?
—Lucifer, el orgulloso arcángel que fue arrojado del cielo y se convirtió en el guardián del infierno y su fuego y del purgatorio.
—Vámonos, abuela, estoy tiritando de frío.
En Alsacia al cementerio lo llamábamos el “patio de la iglesia”. Cuando nos marchamos, las tumbas quedaron a la sombra de la iglesia, adornadas con muchas macetas de flores. Todas aquellas personas debían de haber sido santas.
Cuando regresamos a casa de mi abuela, mi prima Angele aún no había llegado.
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La familia por fin terminó los preparativos para la víspera del día de Todos los Santos. El tío Germain trasladó la mesa y las sillas a otra habitación. El abuelo trajo varios leños grandes para el fuego. Mi madre y la tía Valentine prepararon las castañas para asar, mientras la abuela encendía una vela grande al lado del crucifijo que se había colocado entre las dos ventanas. Todos nos arrodillamos excepto Angele, para quien todo lo relacionado con la religión carecía de interés. Se dijo el nombre de alguien que había muerto.
—Recemos un rosario por su alma.
Aquellas oraciones sonaban como un murmullo de quejas. El susurro del viento a través de la chimenea y el crepitar del fuego hacían que todo pareciera más melancólico. Me dediqué a observar las caras de cada uno de los allí presentes.
Mirando a hurtadillas vi que el tío Alfred tenía los ojos abiertos.
—Tío, ¿por qué no rezas como es debido?
—No me habrías visto si tú lo estuvieras haciendo bien —respondió rápidamente el tío Alfred.
Pero yo podía hacer las dos cosas al mismo tiempo: rezar y mirar a hurtadillas. La luz de la llama de la solitaria vela bailaba en el techo. ¿Sería el fuego del infierno? ¿O el del purgatorio? En el exterior, la pálida luna aparecía y desaparecía entre las nubes dejando por el camino extrañas y espeluznantes sombras. ¿Serían fantasmas? Un sentimiento de incomodidad se apoderó de mí. Las oraciones parecían no tener fin. Me dolían las rodillas. Se consumió el último leño que quedaba en la chimenea. Las castañas dejaron de estallar. En la habitación cada vez se veía menos. La vela, al igual que yo, empezó a temblar. Una larga columna de humo negro en movimiento dibujaba todo tipo de figuras. La vela estaba consumiéndose y los últimos parpadeos de la llama iluminaban el cuadro de María. Allí estaba, enmarcado con tanto esmero. Tenía en sus brazos al Niño Jesús, con una esfera en sus manos. El pecho de María estaba abierto y se veía su corazón sangrando. Cuanto más miraba el corazón, más parecía estremecerse y sangrar. Finalmente desapareció entre las sombras.
Alguien se levantó y encendió la luz. El tío Germain puso la mesa y las sillas en su sitio. Se trajeron tazones de leche, mientras mi madre y la tía Valentine pelaban las castañas asadas, que no me supieron a nada.
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DICIEMBRE DE 1936
Mientras yo estaba subida a una silla, mi madre, arrodillada, me ponía alfileres en las costuras del vaporoso tul blanco de mi disfraz de ángel con alas a la espalda. Yo ensayaba una y otra vez mi papel. Mademoiselle había pedido a mis padres si podía ingresar en un grupo de jóvenes católicas llamado las “Alondras”. El párroco me escogió para representar al arcángel Gabriel en la obra de teatro de Navidad. Poco a poco me metí tanto en la obra que las pesadillas de la víspera del día de Todos los Santos sobre el infierno se desvanecieron. De nuevo me sentía alegre.
La noche del 24 de diciembre, cuando venía el Niño Jesús, apenas pude dormir de los nervios. Me había propuesto permanecer despierta. A media noche, mi madre me sacó de la cama. Una luz suave provenía del comedor. Mamá me atusó el pelo, me puso la bata y dijo:
—Ya vino el Niño Jesús, veamos qué te trajo.
¡Casi no podía creerlo! En la esquina de la habitación había aparecido un pequeño abeto cubierto de resplandecientes guirnaldas y adornado con pequeñas velas encendidas que se reflejaban en las bolas de cristal. En la base del árbol, bajo las ramas, había naranjas y nueces. Cuando me aproximé, encontré un carrito de bebé y una preciosa muñeca.
—¡Mamá! ¡Papá! ¡Mirad! ¡El Niño Jesús sabía exactamente lo que quería!
Cuando nuestra curiosa vecina me había preguntado con anterioridad qué le iba a encargar al Niño Jesús, mamá había acertado al contestarle:
—¡Un regalo no se puede encargar, y el Niño Jesús sabe perfectamente lo que Simone quiere y merece!
La muñeca estaba sentada con los brazos abiertos llamando a su mamá. Y el Niño Jesús sabía cuánto deseaba una hija. Cogí mi muñeca e inmediatamente le puse de nombre Claudine.
Al día siguiente era la representación de Navidad. El telón cayó tras el primer acto. Más que los aplausos del auditorio, fue la enhorabuena del profesor lo que me dio la confianza que necesitaba para el largo acto que todavía restaba. ¡Cuántas veces había soñado que me quedaba con la boca abierta y sin voz en el escenario!
Durante la pausa, la tía Eugenie vino a buscarme.
—Deja tus alas aquí y ven conmigo. Tenemos tiempo de sobra.
La tía Eugenie trabajaba como institutriz para la familia Koch.
—Los Koch quieren conocerte. Están con tus padres esperándote en uno de los palcos.
La luz era tan tenue que apenas podía ver el palco. Era diminuto. Tenía un extraño olor a humedad y butacas de terciopelo rojo. El señor Koch se levantó y, con una inclinación, me extendió su mano derecha.
—Me siento honrado de conocer a una pequeña señorita tan agradable y capaz —dijo. Me cogió la mano y me la besó con delicadeza.
No sabía cómo reaccionar. Afortunadamente, la señora Koch intervino:
—¡Y qué bien vestida va!
—Sí, ¡mi mamá me hizo este vestido! —Me encantaba mi vestido de terciopelo negro con una guirnalda de pequeñas rosas alrededor de la chaqueta, y quería que todo el mundo lo supiera.
De repente, la puerta del palco se abrió. Henriette, una pobre niña retrasada mental, estaba de pie a la entrada con una cesta colgando del cuello. Temblaba de arriba abajo. Con ojos implorantes puso la cesta ante las narices de alguien.
—Compren un número, por favor, por favor. Seguro que toca.
Todos los que estaban en el palco le compraron uno, tras lo cual salió corriendo. Fue al siguiente palco donde estaba un hombre solo que, sacudiendo la mano y la cabeza, dio a entender que no quería nada. Henriette se ruborizó y huyó. ¡Pobrecilla! ¡Qué horror! Sentí tanta pena por ella… Mi madre decepcionada clavó sus ojos en aquel hombre. Seguí la mirada de mamá y reconocí a nuestro párroco.
El timbre sonó para avisar que iba a comenzar el siguiente acto. Tenía que marcharme. Las luces se apagaban lentamente. Me crucé con Henriette que bajaba del vestíbulo. El párroco la había llamado para que volviese al palco.
La obra fue un éxito. El telón cayó tras el último acto, pero casi inmediatamente se levantó otra vez. Volvimos a subir al escenario y algunos de nosotros tuvimos que dar un paso adelante. Los aplausos hicieron que se me llenasen los ojos de lágrimas. El teatro de la ciudad estaba lleno y todo el mundo aplaudía. Quería salir corriendo, pero parecía que tenía los pies clavados al suelo. El telón de terciopelo rojo volvió a caer. Todos bajamos del escenario, pero alguien tuvo que llevarme de la mano. Estaba agotada y solo deseaba irme a la cama y meterme entre las sábanas.

Mamá vino a buscarme detrás del escenario, me besó y me cogió en brazos. Noté su cuerpo rígido y tenso. Algo tuvo que haberle molestado. Indignada, se dirigió al director del teatro y le dijo:
—Simone no volverá a actuar, la voy a sacar inmediatamente del grupo de niñas de las Alondras. ¡No he criado a la niña para que luego se abuse de ella!
—¿Qué quiere decir? —preguntó el director sorprendido.
—¡Debería haber visto lo que pasó en el palco de al lado! —(Años después me enteré de que el párroco había abusado de Henriette.)
Cuando nos íbamos, mamá me dijo:
—Mira, tu hija Claudine te está esperando en casa y ella te necesita. Eso es mejor que las Alondras. —Estaba muy cansada y mamá lo notaba. ¡Qué maravillosa era mamá!
—¡Sí, es verdad! Tengo que cuidar a Claudine. Pobrecilla, ¡está sola en casa!
Claudine, al igual que Zita, estaba sentada a mi lado mientras yo aprendía a hacer calceta. Al mirar por la ventana, vi como la nieve se mezclaba con la lluvia.
La lluvia había estropeado el precioso manto de nieve blanca y suave. Camino de casa de la tía Eugenie tuvimos que andar sobre la nieve derretida y se nos enfriaron los pies. La jefa de mi tía, la señora Koch, le había pedido que me invitase a la cena de Nochebuena, que ellos celebraban unos días después del 24 de diciembre.
Durante el camino mamá me había dado toda una lista de normas de educación que ya conocía y que repetía vez tras vez. Sé educada. No montes un pie encima del otro cuando estés de pie. No toques los muebles. No te sirvas tú misma. No mastiques con la boca abierta. No entres en una habitación en la que no has sido invitada. No apoyes la cabeza sobre el codo en la mesa. No juegues con el pelo. No balancees las piernas cuando estés sentada. ¡No, no, no…!