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—No, claro.
—La pondré aquí al lado de la radio. No queremos esconderla, ¿verdad que no?
—No, así papá también podrá leerla.
Pero no lo hizo.
Las semanas que papá trabajaba de turno de mañana, disfrutaba de la prometida lectura de la Biblia mientras comía mis emparedados de mermelada y mantequilla y bebía chocolate caliente, cuyo olor impregnaba todo el apartamento. A veces, mamá me leía una o dos oraciones un par de veces, y añadía: “Recuerda esto” o “¿Lo has entendido?”, y me volvía leer unas cuantas palabras de la oración anterior. Así me facilitaba el aprendizaje y la repetición de los versículos. Gracias a estas lecturas diarias de la Biblia, tenía algo especial que compartir con mis compañeras de clase.
Yo creía que papá estaba enfermo, que incluso podía padecer una enfermedad contagiosa, porque comenzó a separarse de nosotras e incluso de nuestros vecinos. Estaba muy preocupada por él. Cada día mamá preparaba sus comidas favoritas. No obstante, día tras día, se repetía la misma cantinela. Papá decía con el ceño fruncido y un tono de voz hosco mientras extendía la mano:
—No eches tanto que no tengo hambre.
Me sentía fatal. Papá sobrevivía a base de cigarrillos. Inmediatamente después de cenar, se levantaba de la mesa e iba a fumar un cigarrillo mientras escuchaba las noticias de la noche. Zita lo miraba, esperando que la acariciara. Pero papá no parecía darse cuenta de aquellos ojos implorantes. Sin embargo, tan pronto llegaba la hora de sacar a Zita, papá no nos lo pedía ni a mamá ni a mí. Él mismo se encargaba de sacarla a dar un largo paseo.
Ya no hablábamos como una familia. E incluso cuando yo no estaba, mamá y papá tampoco hablaban. Una y otra vez llegaba a la misma conclusión: Papá tenía que estar enfermo, quizás había contraído algo contagioso. Si salía al balcón, se ocultaba detrás de la persiana para evitar hablar con nuestra curiosa vecina, la señora Huber. Es más, nuestros vecinos debían pensar que todos teníamos algo contagioso, porque ellos también nos evitaban.
En el colegio, mi popularidad había disminuido. Ya no era la líder o la profesora. De algún modo había dejado de ser popular. “No importa”, me repetía a mí misma. Mamá siempre decía:
—Tú no debes ser como todo el mundo, tú debes ser una señorita.
Y durante bastante tiempo, este se convirtió en otro de mis objetivos en la vida. Algún día yo también calzaré zapatos de piel de cocodrilo y llevaré un collar de tres vueltas y guantes.
Mi maravillosa mamá colaboraba para que yo alcanzase mi objetivo de ser una señorita. Cierto día acompañé a mamá a una tienda de telas, pues quería escoger un retal. Yo necesitaba un nuevo abrigo sólo para los domingos. Mientras la dependienta nos mostraba algunos tejidos, decía:
—Este está de moda. Este o aquel lo escoge todo el mundo.
Inclinándose hacia mí, mamá dijo:
—Simone, escoge tú, pero recuerda que tú no debes ser como el resto de la gente. Debes ser tú misma. Solo hay una Simone Arnold. Cada persona tiene su propio gusto y tú debes ser una señorita. Las señoritas no copian, crean. Crean su propio estilo.
El asombro de la anciana dependienta se reflejaba en sus ojos. Simplemente nos miraba boquiabierta. ¡Menos mal que no había moscas volando por allí!
—Eres muy joven para hacer tu propia elección —acertó a decir finalmente.
¿Pero es que no se daba cuenta de que ya no era una niña? ¡Tenía siete años!
—La calidad y el precio son los únicos límites que te pongo —añadió mamá.
—¿Podría mostrarnos este, ese y aquel, por favor? —dije señalando varias telas.
Mamá preguntó el precio y luego dijo:
—Esta es muy cara, Simone. Estoy segura de que no quieres que tu padre tenga que trabajar toda una semana completa para pagar tu abrigo, ¿verdad? —Acto seguido la devolvió a su sitio en la estantería—. Puedes escoger entre estas dos.
¡Era tan emocionante! Yo sería diferente. Lo haría a mi gusto.
“No debes hacerte una imagen tallada; ojos tienen, pero no pueden ver; oídos tienen, pero no pueden oír. Todos los que confían en ellos llegarán a ser como ellos.” Correspondía a la lectura de la Biblia de ese día. Antes de que mamá hubiera terminado de leerla por segunda vez y la taza de chocolate caliente estuviese vacía, yo ya había arrancado las medallas de la Virgen María de la cadena y de la pulsera, las había arrojado al inodoro y había tirado de la cadena. Inmediatamente después, corrí a mi habitación y rompí en pedazos mi altar. Mi madre se quedó muda y paralizada. Cuando regresé para terminar de desayunar, mamá dijo:
—Podríamos haber regalado esas medallas de oro a Angele.
—Mamá, si Dios no quiere imágenes, ¡Angele también estaría pecando por tenerlas!
Era jueves. Yo estaba en casa cuando papá llegó del trabajo. Por alguna razón se dirigió derecho a mi cuarto. Se puso igual de blanco que el día que casi se electrocuta en la cocina de la abuela. Tuve miedo. Sin mediar palabra, se encaminó a la cocina. Mamá estaba preparando la comida en silencio. Decidí mantenerme aparte. La expresión colérica de papá me recordó una tormenta.
—¿Dónde está el altar de Simone? —preguntó ásperamente.
Mamá siguió preparando la comida.
—Lo rompió en pedazos.
—¡Tú le dijiste que lo hiciera!
—No, sólo le leí las normas escritas en la Biblia.
—Me dijiste que no le enseñarías tus nuevas ideas. Me lo prometiste.
—Adolphe, es una Biblia católica y Simone salió corriendo antes de que yo terminara de leer. No puedo entenderte. Nunca te gustó el altar de Simone, ni sus estampitas ni sus velas. ¿Por qué? ¿Por qué te molesta tanto? —Y quitando el plato de delante, añadió—: Te lo calentaré una vez más. Por favor, cómelo, por tu bien.
Papá masculló algo que ninguna de las dos entendió. Parecía que la tormenta se había calmado, pero mi pregunta seguía sin respuesta. ¿Por qué se habría enfadado tanto papá? Había conseguido atemorizarme. Pensé que quizás las estatuas fueran muy caras. ¿Habría pasado papá muchos días trabajando para pagarlas?
♠♠♠
Haber quedado con la tía Valentine fue una novedad reconfortante. Era una nublada tarde de octubre y me alegraba poder escapar de la incómoda situación que reinaba en casa. La tía Valentine nos esperaba en la parada del tranvía. Para abrigarse del frío llevaba alrededor del cuello su piel de zorro con ojos de cristal que miraban fijamente. El olor a bolas de naftalina la rodeaba. Angele no estaba con ella.
Tenía que escoger un regalo de la tía Valentine para mí, mientras mamá compraba uno para Angele. Opté por un juego de costura.
El aroma de las castañas asadas llenaba el aire de la zona comercial de Mulhouse. Al aproximarnos a la estación, pasamos al lado de un hombre con una enorme sartén de hierro sobre el carbón. Mientras las castañas se asaban, él hacía pequeños cucuruchos con papel de periódico. Con el dinero en la mano, la tía Valentine le pidió unas cuantas y me ofreció las castañas recién asadas. ¡Fue una tarde maravillosa! Me olvidé del enfado de papá.
Debido a lo tarde que era, apresuramos el paso. Yo estaba muy contenta con mi regalo. Era el primer regalo que recibía de mi tía ¡y lo pude escoger yo!
—Mamá, papá también estará contento, ¿verdad?
—Seguro, ¿pero no te das cuenta de lo cansado que está? Últimamente no ha jugado mucho contigo. Ni siquiera revisó tus deberes. A lo mejor esta noche tampoco le apetece, así que no insistas. Sería mejor que fueras a tu habitación y conversaras con Claudine.
Los dos tramos de escaleras me parecieron apenas unos escalones. Corrí directa a papá.
—¡Mira lo que tengo papá!
Abrí el paquete para mostrarle mi regalo. Papá se sentó en su butaca sin hacer nada. Era muy extraño. Siempre decía que solo los holgazanes y los muertos no hacían nada. Le enseñé mi regalo.
—Hmm, hmm.
—¿No es precioso, papá?
—Hmm, hmm.
—La tía Valentine me lo compró.
—¿Ah, sí?
—Pero lo escogí yo.
—Ya veo.
Los ojos azules de mamá me decían que dejara descansar a papá.
Fui junto a mi muñeca Claudine y le mostré mi precioso costurero estampado. Dentro tenía carretes de hilo de colores y unas pequeñas tijeras. Al menos a ella le interesaba.
Un pesado silencio envolvió a nuestra familia. Mamá no intentaba conversar con papá, que ya nunca hablaba. La enfermedad de papá debía de estar empeorando. Incluso mi habitación parecía extraña, estaba vacía. Lo único que quedó sobre la estantería después de mi ataque de devoción destructiva fue la inocente muñeca. Siempre se había cruzado en mi camino, y ahora me molestaba todavía más. Representaba mi conciencia y me recordaba continuamente que debía tenerla en cuenta. Mamá había insistido en que permaneciera allí sentada. Los días tristones parecían no tener fin.
De nuevo en el colegio, Mademoiselle aceptaba con indiferencia mis dalias y las ponía en una fea maceta sobre el alféizar de la ventana. Será que ya no le gustan las dalias, pensé. Las flores que solía regalarle las ponía en un bonito jarrón, mientras me sonreía y me daba las gracias. Pero ahora ni las flores la hacían sonreír. También estaría enferma.
Después de tantos días grises, el sol salió tímidamente. Un débil rayo de sol caía sobre un paquete situado encima de la mesa del salón. Mamá me quitó la cartera y me señaló el paquete envuelto:
—Papá encargó un libro a la Asociación de los Estudiantes de la Biblia de Estrasburgo.4 Es una sorpresa, así que no diremos una palabra. Quizás quiera leerlo en secreto. —Se llevó el dedo a la boca indicando silencio sobre el asunto y adoptando un aire de complicidad, añadió—: ¡Shhh!
4 Los Estudiantes Internacionales de la Biblia se dieron a conocer como testigos de Jehová a partir de 1931.
Cuando papá regresó a casa del turno de mañana, entró en el salón, cogió el libro y lo dejó caer ruidosamente sobre la mesa.
—¡Pues sí que tienen prisa! Les escribí apenas hace unos días.
Durante algún tiempo, el paquete se quedó esperando a que lo abrieran y los ojos de mamá me decían que callara y esperara.
♠♠♠
Tenía prohibido abrir la puerta cuando llamaban. Mamá me había dicho:
—Tú eres una niña bien educada y sólo debes abrir cuando yo te lo pida.
Así que tenía que meterme en una de las habitaciones porque “es de muy mala educación ser curiosa y salir al pasillo a ver quién ha llegado”. ¡Pero lo que mi madre no sabía es que yo iba a un lugar desde el que podía ver quién llamaba a la puerta gracias al reflejo del espejo!
El tío Germain había venido por última vez antes de que la nieve los aislara en Bergenbach durante todo el invierno. Salí corriendo de la habitación. La mirada de mamá fue suficiente para que me volviera atrás, pero eso no hizo más que incrementar mis sospechas y mi curiosidad: me olía a complot. El tío Germain llegaba cargado. Mamá le hizo pasar rápidamente por la cocina hasta el balcón, donde almacenaba la comida hasta que empezaba a helar. Cuando terminaron de colocarlo todo, mamá me advirtió:
—¡No vayas al balcón! ¡Son órdenes de papá!
Papá pone muchas restricciones, pensé para mí. A veces podía ir al balcón, otras veces no. ¡Qué variables pueden ser los adultos!
El tío Germain había traído unas fantásticas manzanas rojas y nueces, que llenaron el piso con el aroma de Bergenbach. Le hice cosquillas y se echó a reír sorprendido. A través de la ventana de la cocina vi ¡un árbol de Navidad!
—¿Qué hace ahí fuera?
Me respondí a mí misma. El niño Jesús tendría mucho trabajo, así que mis padres traían el árbol por él. A fin de cuentas, ¿no se había olvidado el año pasado de traerme algo y me lo llevó a casa de los Koch porque sabía que yo había sido invitada? Sin embargo, ¿por qué lo habrían traído tanto tiempo antes de Navidad?
♠♠♠
Había decidido quedarme en casa con mamá y no ir a la iglesia. Mamá me miró con sorpresa, mientras papá me preguntaba con voz severa:
—Y ¿por qué?
—¡Porque yo no soy católica!
Papá contestó con aspereza:
—¡Mientras yo mande en esta casa, seré yo el que decida de qué religión eres! ¡Aquí el que manda soy yo!
Mamá me dio instrucciones rápidamente:
—¡Simone, apresúrate a vestirte para ir a la iglesia con papá!
Protegidos bajo los paraguas del viento y la helada lluvia de noviembre que venían de frente, papá me preguntó:
—¿Mamá te dijo que no eras católica?
—Oh, no, ¡fueron mis compañeros de clase!
—¿Acaso hablas de religión con ellos?
—Sí, claro.
—Porque mamá te enseña.
—Sí, todos los días me lee una parte del libro del cura, la Biblia.
—¿Eso es todo lo que hace? —preguntó con voz dubitativa.
—Bueno, a veces me lee las mismas palabras dos o tres veces para que pueda aprenderlas y repetirlas exactamente tal y como están escritas en la Biblia católica. —Papá se quedó callado—. Papá, dicen que no soy católica. ¿Lo soy o no?
—Tú eres católica y ¡ya me encargaré yo de que así siga siendo!
Durante la misa no podía estarme quieta, estaba muy nerviosa. Dondequiera que miraba veía ojos que no podían ver y oídos que no podían oír. Todos aquellos santos y ángeles de la casa de Dios me obsesionaban. Por un lado, la Palabra de Dios decía que las imágenes estaban prohibidas, pero por otro, su casa estaba llena de ellas. Al final llegué a la conclusión de que Dios era como mis padres: te dicen que no toques el fuego, pero ellos lo tocan; que no subas por la escalera, pero ellos suben.
A pesar del frío que hacía, papá decidió tomar otra ruta de vuelta a casa. Dijo que nadie nos molestaría.
—¿Cómo llegaron tus compañeros de clase a esa conclusión? ¿Qué pasó?
—Fue porque me negué a recitar una poesía con mi muñeca.
—¿Cómo? —la voz de papá se puso tensa.
—Con la ayuda de mi muñeca tenía que recitar unos versos en clase. Mademoiselle me pidió que recitase el tercer verso. Era una oración matutina de la muñeca, así que me negué.
Los ojos de papá se oscurecieron y con las cejas formó el conocido signo de interrogación.
—¿Mamá te dijo que te negases?
—No, ella nunca oyó el poema.
—Y ¿entonces?
—¡No podía hacerlo!
—¿Por qué no? —Se paró en seco y me miró.
—Porque Claudine no tiene un corazón con el que orar a Dios, y no está bien jugar con una oración. Claudine no ora. Tiene oídos, pero no puede oír; tiene piernas, pero no puede caminar… sólo es una muñeca. ¡Y las muñecas no oran, papá!
Por el momento, aquel receloso interrogatorio había concluido.
Nada más llegar a casa, nos recibió el maravilloso aroma de los platos que mamá cocinaba los domingos. Había preparado una de sus comidas favoritas: chucrut de Bergenbach y un sabroso pastel de Linzer de postre. Pero papá todavía no se había recuperado de su enfermedad, apenas comió. Se levantó de la mesa y se fue al salón a fumar y a tomar el café. Zita no se tumbó a sus pies porque papá estaba inquieto. Tan pronto como mamá se sentó a su lado, explotó y comenzó a acusarla con violencia:
—¡Estás adoctrinando a Simone a mis espaldas!
Decidí acudir en rescate de mi madre. ¡Aquella terquedad de mi padre hizo que llegase a odiarlo!
—¡No volveré a jugar contigo nunca más! ¡No crees lo que te digo! —grité. Y con una patada en el suelo para dar más fuerza a mis palabras, añadí—: ¡Y no volveré a ir a la iglesia! ¡No soy católica!
Papá se levantó, alto y rígido como una estatua.
Lentamente levantó su brazo y señaló mi habitación. Con fuerza dijo:
—¡Tú, escandalosa niña, vete a tu habitación hasta que se te pase ese espíritu rebelde! ¡No quiero volver a verte en lo que queda de día!
Me alejé a punto de añadir algo.
—¡Y no digas una sola palabra más, si no quieres recibir una buena tunda!
No se movió de donde estaba hasta que entré corriendo en mi habitación. Estaba enfadadísima. Me senté en la alfombra, me apoyé en la cama y comencé a llorar, más por frustración que por el castigo que había recibido.
Mis padres se pusieron a discutir acaloradamente. Hablaban rápido, demasiado para mí. Las únicas palabras que oía era cuando papá se acercaba a mi puerta. De vez en cuando, también me llegaba a través de la puerta alguna palabra de mamá.
—¡Adolphe, me sorprende que puedas llegar a ser tan irrazonable! ¿Por qué no lees la Biblia católica? ¡Compruébalo por ti mismo!
Lleno de rencor, e incluso desprecio, respondió:
—¡Eres una sabelotodo! ¡Claro, desde que lees la Biblia te crees más lista!
Yo ardía de rabia en mi habitación. ¡Nunca había oído semejante vocabulario!
Mamá dijo:
—Déjame hacerte una pregunta: ¿Por qué no enseñan los sacerdotes lo que dice la Biblia?
Esa pregunta me hizo levantar de un salto.
—Los sacerdotes la han estudiado durante años. Son los guardianes de la tradición. Esas enseñanzas les pertenecen a ellos. ¿Quién te crees que eres? Tú dejaste la escuela a los doce años.
¡Cómo la humillaba papá! Había cambiado tanto. ¡Y yo sin poder salir de mi habitación y decirle algo!
Por fin mamá se levantó para defenderse. Sus palabras sonaron fuertes y con resolución, como si un martillo golpeara la casa:
—Adolphe, sé leer francés y alemán. Y cuando en la Biblia se leen las palabras de Jesús: “No llamen a nadie sobre la tierra padre” o “Mi padre en el cielo es mayor que yo” o “Ustedes son mis amigos si siguen mis palabras”, dime, ¿qué hay que explicar? ¿Necesitas a alguien para que te ayude a entenderlas?
¡Muy bien mamá, le tienes acorralado! En la habitación la vitoreé en silencio.
—¡Fíjate! Cuando Jesús dice “en tus manos encomiendo mi espíritu”, ¿se está hablando a sí mismo? ¿Y dónde está la tercera persona de la famosa Trinidad?
—¡Déjame de textos bíblicos!
¡Cómo puede hablar papá tan mal de la Biblia católica! Papá se marchó de casa furioso con Zita pisándole los talones. Mamá me trajo un trozo de pastel y una taza de té.
—¿Qué estabas haciendo?
—Nada —murmuré.
—No te preocupes, continuaré leyéndote la Biblia. Pero tú tienes que obedecer a papá. Compara lo que nosotras leemos juntas y lo que dice el sacerdote. Escucha las dos cosas y escoge.
Salió de la habitación y, tras decirme que jugara con Claudine, regresó al salón.
Yo estaba increíblemente triste. No quería obedecer a papá, pero eso era lo que mamá me había mandado. ¡Qué situación más frustrante!
Más tarde, cuando papá regresó a casa, seguía enfadado. Con un tono que rayaba en el desprecio murmuró:
—Investigaré ese libro de los Estudiantes de la Biblia, esos de Jehová —y riendo, añadió—: Seguro que ese libro Creación de los testigos de Jehová dice un montón de tonterías.
¿Has oído a papá, Claudine? Por fin, va a abrir ese libro que recibió por correo. Papá sabe mucho de astronomía porque estudia los libros. A veces, antes de que enfermara, me subía a su regazo y me enseñaba fotos. Claudine ¿sabías que Saturno tiene un anillo a su alrededor? Yo te enseñaré.
A veces, a mitad de la noche, tenía que ir al baño. Papá seguía leyendo y fumando. A la mañana siguiente, papá continuaba leyendo y tosiendo. Todas las mañanas tenía la misma tos horrible. Quizás también tuviera manchas en los pulmones. Sin duda estaba enfermo: se había vuelto pálido y arisco, a veces, incluso mezquino. Procuraba pasar a su lado sin ser vista.
♠♠♠
En la escuela, el sacerdote hablaba mucho de la natividad, el día que Dios bajó a la Tierra y escogió el pueblo judío de Belén. Sin embargo, no había sitio para él, ni para María y José. Así que toda la familia tuvo que ir a un establo, y una vaca y un burro dieron calor a Jesús con su aliento.
—Recordad —dijo el cura—, los judíos mataron a Jesús, que encarnaba a Dios, y pidieron que su sangre se volviese sobre ellos y sus hijos. Por eso los judíos están condenados por toda la eternidad.
En casa, el olor de las galletas de anís había sustituido al de los muebles encerados. Mamá estaba muy ocupada terminando de cocinar los diferentes bizcochos y galletas tradicionales. Estaban repartidos encima de un mantel blanco sobre la mesa del comedor. Las fiestas de fin de año estaban próximas. Serían unas fantásticas Navidades. Desde que papá había leído el libro Creación, se había recuperado y ya volvía a disfrutar de la comida y los juegos.
Mamá me llamó para ir a comer al comedor. Había puesto el árbol de Navidad en la esquina próxima a la alacena de madera tallada. Traía entre sus manos una caja enorme.
—Ven a ayudarme —dijo.
Dejó la caja sobre el sofá y levantó la tapa. Había guardado todas las bolas de cristal de colores del año anterior.
—Las has guardado... ¡así el Niño Jesús no tendrá que traer más!
—Simone, siempre hemos celebrado la Navidad, pero el Niño Jesús no existe. Los franceses lo llaman Papá Noel, pero cada país tiene su propio cuento de hadas. Mira cómo se hace. Nunca se ponen dos bolas del mismo color juntas, y los candelabros los pondremos aquí.
Era divertido, y olía como en el bosque de la abuela. Un tímido rayo de sol se reflejó en el cristal e hizo que el “cabello de ángel” brillara.
—El sacerdote nos contó que el día del nacimiento de Jesús es Navidad. Por eso se monta un pesebre en la iglesia cerca del altar y ponen encima un bebé tumbado rodeado de muchos animales.
—El 25 de diciembre no es la fecha del nacimiento de Jesús. Y además, Jesús ya no es un bebé. Él también creció como tú. Luego murió, pero fue resucitado y ¡ahora es Rey en el cielo!
—Mamá, Zita quiere una galleta. ¿Puedo dársela?
—Solo una.
Casi habíamos terminado de decorar el árbol cuando comprendí lo que mamá me acababa de explicar.
—Pero, si no es el día que nació Jesús, ¿por qué ponemos el árbol? ¿Cuándo nació Jesús?
—Jesús nació en otoño, no en invierno.
—¿Y para qué sirve el árbol?
—No tiene nada que ver con Jesús, su uso se remonta a antiguas tradiciones paganas.
—¿Y entonces por qué lo hacemos?
—No quería desilusionarte.
Yo tenía un ángel de oro de cristal en la mano dispuesta a colocarlo en la punta más alta del árbol.
—Mamá, ¿Dios aprueba un árbol pagano?
—Me imagino que no.
Dejé caer el adorno de cristal, tiré todos los demás al suelo y comencé a hacerlos pedazos con los pies. Me temblaba todo el cuerpo.
En silencio, mamá barrió los fragmentos de cristal y llevó de vuelta el abeto al balcón.
Esa noche, bajo las sábanas, el corazón me latía con desilusión e ira. Los adultos nunca decían la verdad. La cigüeña y el bebé, el cuento del Niño Jesús, el árbol que no tiene que ver con Jesús sino con una costumbre pagana... ¡y dicen que sólo es un bonito cuento como los de los hermanos Grimm! Hacen de la religión un cuento. Mi enfado cada vez aumentaba más.
Mamá se disculpaba:
—Sí, es cierto, te engañábamos. La gente que no estudia la Biblia no piensa que esté mal celebrar una fiesta pagana, y muchos ignoran que el origen de la celebración de las Navidades se remonta a una fiesta romana de culto al Sol. Tú has escogido la mejor opción, actúa siempre de acuerdo con tu conciencia. Juntos trataremos de desterrar todos los cuentos y todas las mentiras de nuestra adoración.
Esto me apaciguó un poco, pero algo en mi corazón se quebró. Mis padres me habían estado mintiendo durante siete años ¡y el sacerdote todavía lo seguía haciendo! A partir de ese día, me volví más desconfiada al darme cuenta de que los mayores me podían mentir, engañar y confundir.
Era imposible llegar a Bergenbach, estaba aislado por la nieve. Esperaríamos a la primavera. Papá jugaba conmigo y con Zita. Lanzaba bolas de nieve al aire y Zita las perseguía. Al terminar estas maravillosas vacaciones, papá me dijo:
—Mañana, mamá irá contigo al colegio. Tus compañeros tienen razón. Ni tú ni nosotros somos ya católicos. Tu madre ha encontrado la verdad: la Biblia es la verdad y nos apegaremos a ella tanto como sea posible.
♠♠♠
La música, las risas y los juegos habían regresado a nuestro hogar. Papá era feliz de nuevo y me mimaba siempre que podía, volvió a ser tan jovial como siempre. Al volver a pintar y a tocar el violín nos indicó hasta qué punto se había curado. Incluso había dejado de fumar. Debido a que dejé unos cigarrillos de chocolate en su cajetilla de tabaco para gastarle una broma, papá le había dicho a mamá: