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—Siempre critiqué a los sacerdotes que fumaban, así que yo también tengo que dejarlo. Además, ¡Simone necesita un padre que se apegue a lo que dice!
Papá nunca volvió a fumar y la horrorosa tos que tenía todas las mañanas le desapareció.
Con mucho entusiasmo, papá trajo el nuevo tejido estampado de algodón para mi habitación que me había prometido hacía tiempo y que había olvidado durante meses. Mamá tarareaba alegremente al ritmo de la máquina mientras me cosía las cortinas y la colcha de la cama. Nuestro joven vecino de abajo, Jean, empapelaría enseguida mi habitación mientras nosotros estuviéramos en Bergenbach. Después de darme una serie de lecciones sobre colores fríos y cálidos, papá me dejó escoger el color de mi habitación. No escogí el azul porque no quería congelarme en mi cuarto.
En la escuela ya nadie quería oír mis citas de la Biblia, y la manera de reaccionar de la profesora era una muestra de cómo nos veía la gente. Ya no era su favorita. Siempre que podía, Mademoiselle me pasaba por alto y raras veces me daba la oportunidad de responder a las preguntas en clase. Sin embargo, la atmósfera apacible y feliz que reinaba en casa compensaba la frialdad de la clase. Me di cuenta de que esto ya había ocurrido en el pasado. La profesora hablaba a menudo de los primeros cristianos en la época de los romanos. Siempre que los niños habíamos hecho un buen trabajo, nos contaba la historia de Fabiola, Nadine, Ben Hur y del famoso libro “Quo Vadis”.
Entre las obras de la colección de arte de papá que teníamos en casa, había una reproducción de un cuadro italiano que representaba a los primeros cristianos en la arena romana dispuestos a ser devorados por los leones o a morir quemados antes que renunciar a sus creencias. Desde el primer año que fui al colegio, quise ser como ellos. Pero había algo que no podía entender: ¿Por qué nadie quería saber más de la Biblia? La situación todavía empeoró más. Tan pronto como mis padres me sacaron de clase de catecismo, mis condiscípulas empezaron a odiarme. Las mismas niñas a los que yo les había dado pan, galletas y chocolate, ahora estaban en mi contra. Me preguntaba por qué lo hacían. ¿Qué había cambiado?
Cuando el sacerdote impartía clase de catecismo, yo asistía a unas clases de educación cívica especiales que el director de la escuela me daba. Un día después de clase de catecismo, las niñas me esperaron fuera formando un semicírculo. Bloquearon las dos escaleras de piedra. Estaba atrapada. Nada más verme, corearon al unísono:
—¡Pagana, pagana, eres una pagana!
—¡Ya no vas a la iglesia! —gritó una.
—¡No asistes a clase de catecismo! —chilló otra.
—¡Te has convertido en una comunista! —exclamó otra más.
De pie sola en lo alto de las escaleras grité:
—¡Yo soy cristiana!
Esto las enloqueció.
—¡Entonces dinos por qué no asistes a clase de catecismo!
Yo había leído en la Biblia que Dios no vive en casas hechas por hombres, así que señalé a la iglesia y dije:
—Dios no puede estar en su interior porque está llena de imágenes que tienen ojos pero no pueden ver y oídos pero no pueden oír, y Dios nos prohíbe tener esas imágenes en el segundo mandamiento y...
Paré un instante y todas las niñas se callaron cuando de repente oímos a alguien que aplaudía. Al otro lado de la calle, en una costosa mansión, una elegante mujer llamó la atención de las niñas.
—Dejadla marchar. ¿No veis que tiene la cara de un demonio recién salido del infierno? ¡Escapaos, es peligrosa!
Una de las niñas salió corriendo inmediatamente muerta de miedo y gritando:
—¡Corred! ¡Corred!
Pronto la siguieron el resto, incluso Blanche, Madeleine y Andrée. Me quedé sola. Me di la vuelta y vi a Mademoiselle de pie en el vestíbulo rígida, fría y callada.
Cuando llegué a la esquina de la calle, me estaba esperando otro pequeño grupo de niños. Algunos comenzaron a saltar hacia mí, daban vueltas a mi alrededor como las abejas alrededor de un dulce y me llamaban “sucia judía, sucia judía”.
¿Por qué me llamaban judía? ¿Y por qué sucia? ¡Yo no era ninguna de las dos cosas! La gente que pasaba espantó a los niños.
La lectura de la Biblia de mamá era de uno de los Evangelios y trataba acerca de la persecución, el odio y los insultos. Me sentía segura de mis creencias basadas en la Biblia. No obstante, quería saber por qué me llamaban sucia judía. Nuestro carnicero era judío y era muy limpio. A mamá le gustaba porque era honrado y amable. Aquella acusación me hacía sentir fatal pero no entendía por qué.
Sentada en el regazo de papá, mientras escuchaba a mi madre leerme la Biblia, comprendí el significado de esa expresión. Un día sentados a la mesa mis padres me explicaron:
—A medida que aprendas un poco más de historia, descubrirás que algunos que se llamaban cristianos no permitían que los judíos trabajasen como artesanos o en empleos parecidos. Los aislaban en barrios especiales del resto de los habitantes de una ciudad y los acusaban de haber matado a Dios.
—Ya lo sabía. El sacerdote nos lo había dicho.
—Pero Dios nunca vino a la Tierra para que los hombres lo mataran. ¿Cómo podrían matar al Todopoderoso, a la Fuente de la Vida? Dios no aprueba la persecución de los judíos porque Él nunca castiga con el mal a nadie. Además, Dios no hace distinciones entre razas, colores, ricos o pobres, porque Jehová no es injusto. Él es amor. Aquellos que no siguen sus enseñanzas están bajo el poder del mal y pueden hacer y decir cosas malas pensando que están bien.
Poco a poco, los niños se cansaron de perseguirme por la calle. Les había dicho que Jesús, el Hijo de Dios, era judío y que ser llamado judío era una afirmación muy honrosa. Yo estaba muy orgullosa de ello. Todos los apóstoles y escritores de la Biblia habían sido judíos y yo quería ser como ellos.
♠♠♠
PRIMAVERA DE 1938
La primavera había llenado de flores los campos igual que los lunares azules, rosas y amarillos de mi nuevo papel pintado. Mamá y yo fuimos a Bergenbach mientras Jean empapelaba mi habitación. Papá iría los fines de semana. Cuando llegó el tío Alfred, estalló otra batalla dialéctica sobre ideologías francesas y alemanas, y se estropeó la comida familiar del mediodía.
Por la tarde, se encendió otra discusión, en esta ocasión de carácter religioso. Los hombres habían salido a dar un paseo, mientras las mujeres se quedaron hablando. Me costó bastante comprender lo que estaba pasando.
¿De qué estaba hablando la abuela? Entonces la tía Valentine dijo:
—La Biblia es un libro protestante.
Mamá le mostró en las primeras páginas de la Biblia la firma del cardenal católico. La tía Valentine le respondió:
—¡Cualquiera puede firmar lo que sea!
La tía Eugenie añadió:
—¡Los católicos tenemos los Evangelios y no la Biblia!
Mamá quiso enseñarles que los Evangelios estaban incluidos en la Biblia, pero ninguna quería verlo.
—¡Aparta ese libro protestante de delante de mí!
—Pero, ¡si la Iglesia lo aprueba!
Sentí que tenía que intervenir.
—¡Abuela, el sacerdote tiene la misma Biblia!
—Él tiene el derecho de tener y leer todo lo que quiera. —Mirándonos continuó—: Eres mi hija y ¡será mejor que sigas siendo católica si quieres mantener una buena relación familiar!
Los hombres habían regresado y seguían hablando de esa misteriosa palabra Lebensraum5 que había provocado la batalla dialéctica del mediodía. Al oír papá por casualidad que las mujeres estaban peleándose por cuestiones de religión dijo:
5Lebensraum (literalmente, espacio vital) era el eslogan del expansionismo nazi que inició la conquista de otros países, principalmente hacia el este.
—Mejor tomo el próximo tren y regreso a casa. No me gusta este espíritu inquisitorial.
Y nos dejó en medio de aquel “nido de avispas”, tal y como llamaba a cualquier discusión. Mamá y yo nos quedamos unos cuantos días más.
Como cada año, la abuela quería un lechón e intercambiar algunos huevos para introducir “sangre” nueva entre los animales de la granja.
Subimos hasta la cima de la montaña. El sol brillaba. Como diría la abuela, mordía y, también según la abuela, aquellas nubes presagiaban un cambio de tiempo. Después de una caminata de dos horas, llegamos a un pequeño y tranquilo valle en el que sólo se veían un par de granjas grandes. Al final del valle había una montaña escarpada llamada Felleringenkopf, como el pueblo, nuestro lugar predilecto para buscar moras. ¡Qué alivio llegar finalmente al lugar llamado Langenbach!
Durante el camino la abuela no dejaba de decirme:
—Trae a tu madre de regreso a la Iglesia, sino el mal vendrá sobre toda la familia.
—Pero la Biblia no es un libro malo.
—El Diablo quiere que te separes de la Iglesia ¡para apoderarse de tu alma! Te mandará directa al infierno.
—No hay infierno. Y yo no tengo un alma aparte, soy un alma.
—Eso es lo que hace el Diablo. Consigue que no tengas miedo al infierno y te lleva directamente allí.
Me contó algunas historias de miedo acerca de la manera encantadora en que puede presentarse el Diablo y de cómo actúa como cebo.
A la prima de la abuela le alegró recibir noticias del otro lado del valle. Intercambiaron dinero y huevos, y fuimos a buscar un lechón. Aquellos encantadores cerditos rosa corrían por los alrededores. Perseguimos a uno muy escurridizo, le atamos las patas a pesar de los gruñidos de protesta y lo metimos en un saco que llevaba sobre los hombros la abuela. Su prima señaló una pequeña nube y nos aconsejó:
—Será mejor que os vayáis ya.
La pequeña nube situada encima de la montaña aumentaba de tamaño rápidamente. Para cuando alcanzamos la cima, estábamos sudando. El ritmo de la abuela era tan rápido que me costaba mantenerme a su paso. Nada más llegar a Thalhorn, el promontorio desde el cual se veían los dos valles, un viento gélido nos golpeó. La abuela dijo:
—¡Corramos si no queremos pillar una pulmonía!
Una enorme nube oscura venía derecha hacia nosotras. Enseguida cubrió todo el valle y comenzó a granizar. No teníamos dónde guarecernos en aquella ladera estéril de la montaña, así que no nos quedó otro remedio que seguir. El pobre cerdo comenzó a quejarse al golpearle el granizo, sumando sus chillidos al aullido del viento. No podíamos distinguir el camino, pero teníamos que continuar adelante. Al principio no lloraba, al fin y al cabo yo era un chico, ¿no?, pero tenía frío y estaba empapada. Mi vestido de lana tejido a mano estaba roto y lleno de agujeros. Estaba cansada y sin aliento, casi incapaz de aguantar la tormenta, y ahora nos pillaba aquella nube oscura que cubría la ladera. Las lágrimas no tardaron mucho en humedecerme los ojos. Mi abuela me dijo que me cogiese de su mandil, porque ella necesitaba las dos manos para agarrar al cerdo que se revolvía en el saco que llevaba colgado al cuello.
Cuando bajamos la montaña, salimos de la nube y pudimos vislumbrar Bergenbach. El humo se deslizaba por el tejado de la casa como una enorme serpiente.
—¡Lo conseguimos! Gracias a Dios.
Sin embargo, sabía que la abuela pensaba que era un castigo divino. Todo lo que aconteciese procedía de Él, en especial las tormentas. Todavía teníamos que caminar un rato por aquella zona inundada.
—Mira, el camino va por aquí.
Nos habíamos desviado un poco del sendero. Caminábamos con muchas dificultades al pisar la hierba inundada. Cada vez que apoyábamos el pie sobre una roca lisa, el agua se escurría ruidosamente de los calados zapatos. Por fin conseguimos llegar a casa.
—Mi querida niña, el vestido está hecho un colador.
La ropa interior calentada en la estufa nos estaba esperando. Un baño de pies caliente me hizo circular la sangre y comencé a relatar nuestra aventura con nerviosismo y orgullo. La abuela me miraba. Pude percibir en sus ojos lo decepcionada que estaba. No se esperaba un relato tan entusiasta. Se mantuvo callada mientras intentaba revivir al pobre cerdito muerto de frío.
♠♠♠
Me puse nerviosa al percibir el olor a pintura fresca. Corrí lo más rápido que pude escaleras arriba para ver lo que Jean había hecho. Estaba muy orgulloso de que le hubieran dado su primera oportunidad de trabajar como profesional. Incluso pintó de verde claro mi armario. Papá había cambiado de sitio mi cama y había empapelado las paredes con un estampado a juego con la colcha de la cama. Y encima había colgado un cuadro de los Siete Enanitos que Jean había pintado. ¡Estaba contentísima! ¡Tenía una habitación tan linda… que iba a dejar la puerta abierta para que todo el que entrara en el piso pudiera verla!
Mamá me dio un consejo práctico.
—Esta es tu habitación. Manténla ordenada y haz la cama, pues tal y como la dejes por la mañana, así la encontrarás cuando regreses al mediodía. Si quieres tener buena reputación, ya sabes lo que tienes que hacer.
Mamá y papá le regalaron a Jean una Biblia. Papá nos contó que a Jean le había hecho mucha ilusión pero que su madre se enfadó y le armó un escándalo. Lo trató como si fuera un niño.
—A lo mejor como es viuda, quiere mantener su autoridad —nos explicó papá.
Como era habitual, papá bajó temprano por la mañana a buscar la leche y el pan que estaba en la cesta cerca de la puerta del sótano. Cuando regresó, estaba blanco como la cal. Apenas podía respirar, así que se sentó con la frente cubierta de gotas de sudor. Papá nos contó que estaba bajando cuando de repente se abrió la puerta y enfrente de él, de pie con un hacha levantada sobre la cabeza, estaba el señor Eguemann.
—Salí corriendo calle abajo derramando un poco de la leche de la botella. Él corría detrás de mí gritando: ¡Traidor, debes morir! Dejó de perseguirme sólo cuando vio que alguien se acercaba. Emma —continuó—, a partir de ahora tendrás que comprar la leche y el pan en la tienda. Siento las molestias, pero con un alcohólico así tenemos que ser cuidadosos y listos. Pediré que me cambien el turno para no coincidir con él solo camino del trabajo. No vale la pena arriesgarse.
¡Increíble! ¡Un buen católico como el señor Eguemann intentó matar a mi padre! El corazón empezó a latirme más fuerte de la rabia. Mamá me leía palabras de Jesús para tranquilizarme: “Serán objeto de odio de todas las naciones”. Luego me refirió lo que el apóstol Pablo había dicho: “No devuelvan mal por mal a nadie”. Papá sería más cuidadoso cuando saliese de casa, y nosotras también. Dejamos de hablar con los Eguemann para evitar cualquier tipo de reacción violenta. A Zita la sacábamos con discreción, a ser posible, durante el día y enfrente de casa para que la gente que pasaba nos sirviera de protección. Nunca le había perdonado que exigiera que me castigaran en su presencia, pero ahora ¡lo odiaba!
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El último día de clase del segundo año era un lluvioso y caluroso día de verano. Después de la recomendación habitual de “comprar un libro de texto y una libreta para las vacaciones y repasar una lección y el catecismo todos los días”, llegó el momento de despedir a Mademoiselle, que se jubilaba. Cada niña se acercó a su mesa y ella les dedicaba unas preciosas palabras a todas, ¡o a casi todas! En otoño nos daría clase una nueva profesora. ¡Qué alivio me supuso!
Las zanjas de la calle se desbordaban. Como llevaba botas de goma, fui directa a pisar los charcos. Mientras mamá no me viera, yo quería ser una chica salvaje, libre para hacer cosas por mí misma. Con alegría me puse a salpicar a todo el que pasaba por la acera para celebrar que comenzaban las vacaciones. Pero al doblar la esquina ¡me convertía en una niña educada! Sin embargo, mi ropa interior me delató. ¡Estaba empapada de barro y agua!
Las vacaciones que empezaban supusieron un cambio en nuestro horario habitual. Mis padres por fin habían podido ponerse en contacto con los Bibelforscher (los testigos de Jehová) y asistían a sus reuniones. Un pequeño grupo de familias que les gustaba estudiar la Biblia se reunía en el salón del ayuntamiento. Allí se enteraron de que una enfermera jubilada llamada Laure impartía una clase especial para niños. Alrededor de ocho niños asistían a esas clases los domingos por la mañana, y se contestaban preguntas de un libro titulado El Arpa de Dios. Conseguí que me dejaran ir. Me dieron una Biblia con las tapas negras y los bordes rojos. Aquel fue mi mejor regalo, ¡cuánto lo aprecié! Era mi Biblia. ¡Qué diferente era de las clases de catecismo! Por fin podía hacer con libertad cualquier pregunta y se me enseñaba a buscar la respuesta en mi Biblia. Para mí aquella hora pasaba muy rápido, para otros, muy lenta. Incluso algunos se quejaban si Laure se pasaba de tiempo.
La tía Eugenie se molestó cuando oyó hablar de aquella escuela. Fijó una cita con su cuñado y el señor Koch. El señor Koch era un hombre culto que sería capaz de devolver a mi padre a sus orígenes, a la Iglesia Católica Romana. No obstante, sus esfuerzos fueron en vano.
—Adolphe es una pobre víctima tuya, Emma —dijo la tía agitando el dedo delante de la cara de mamá. Y con tono de reprimenda continuó—: El señor Koch me dijo que “el señor Arnold ha cedido porque su mujer lleva los pantalones en casa y él prefiere mantener la paz”.
¿Cómo podía decir eso? ¿Por qué los mayores emitían juicios sin conocer los hechos? Mi padre no era débil. Él fue quien me quitó de las clases de catecismo. Él dejó de fumar en un día. Él nos llevó a las reuniones. Él comenzó a hacer una oración antes de todas las comidas. Él fue el que me animó a asistir a las clases para niños y a que saliera con mamá a visitar a la gente. Pero mi tía actuaba como su madre: no quería escuchar. Y siguió acusándola:
—Es una pena que arrastres a Simone de casa en casa como un mendigo.
—Pero tía Eugenie, a mí me gusta —protesté. Seguía sin querer escuchar. Sus ojos se empequeñecieron.
—¡Tú también estás envenenada por el fanatismo de tu madre!
Aprendí una nueva palabra: fanatismo. Sin embargo, nada más averiguar lo que significaba, llegué a la conclusión de que ¡era más aplicable a mi tía y a mi abuela que a mi madre!
A menudo acompañaba a mamá cuando visitaba a los vecinos. Escuchar con atención los comentarios de la gente me ayudaba a aclarar preguntas que yo misma me hacía. Algunos tenían ideas extrañas como aquel pastor que quería defender la Trinidad e intentaba demostrar la igualdad de poder, posición y eternidad de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo:
—Tome tres huevos y haga una tortilla. Siguen siendo tres huevos.
Igual de confusa me resultaba la idea de que el alma sería juzgada inmediatamente después de morir, mientras que el cuerpo tendría que esperar a ser juzgado al fin del mundo.
—Cuando una persona peca, ¿qué parte comete el pecado: la mente o el cuerpo? ¿Puede el cuerpo pecar por sí mismo?
Las conversaciones que iniciábamos en las casas de las personas las continuaba con mi madre en casa alrededor de la mesa.
También quería ir sola a varias granjas a presentar el folleto titulado Cura para todas las naciones. Hablaba acerca de la maravillosa perspectiva de que bajo el gobierno de Cristo la Tierra se convertirá en un paraíso, donde no habrá ni muerte ni dolor. Yo tenía un vivo interés en compartir este pacífico mensaje bíblico con los granjeros. Fueron muy amables conmigo y aceptaron encantados los folletos. Aproximadamente una hora más tarde, cuando volví al pueblo, los folletos salieron volando de una de las casas. El granjero gritaba:
—¡Malditos Bibelforscher! ¡Es una vergüenza que exploten a los niños!
¿No se daba cuenta de que yo no era una niña? ¡Tenía ocho años! ¡Yo misma había decidido visitar a aquella gente!
Recogí todos los folletos, levanté la cabeza y seguí caminando repitiéndome lentamente: “El esclavo no es mayor que su amo”. Me sentí orgullosa cuando me reuní con el grupo que había visitado las otras granjas.
¿Por qué los católicos decían que la Biblia era un libro protestante y lo miraban como algo maldito? Ese mismo día más tarde, papá cogió un libro de historia, se sentó conmigo y me ayudó a encontrar la verdadera respuesta.
—La Biblia solía estar escrita en latín. Algunos sacerdotes católicos la tradujeron en contra de la voluntad de las autoridades eclesiásticas romanas, que querían mantenerla en latín. Sin embargo, el amor que sentían por el contenido de la Biblia era mayor que cualquier prohibición. Fíjate en esta imagen: representa la noche de Bartolomé, cuando los protestantes fueron asesinados por orden del gobierno católico (24 y 25 de agosto de 1572, noche en la que los nobles católicos y otros ciudadanos de París masacraron a los hugonotes franceses). Durante la Inquisición, la Iglesia trató de asesinar a todos los que se le oponían. A menudo se les quemaba vivos, como al reformador religioso checo del siglo XV John Hus y a otros.
—Yo pensaba que la Inquisición era contra los judíos.
—Era contra cualquiera que no estuviera de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia.
Pronto me encariñé con la pequeña congregación de Bibelforcher. Tenía dos jóvenes compañeros de juegos, André Schoenauer y Edmund Schaguené, y un abuelo, el señor Huber, un ingeniero jubilado viudo de pelo cano y buenas maneras. Un padrazo que tenía un reloj con cadena de oro en el bolsillo del chaleco. Marcel Graf, oficinista en las minas de potasio, era alto, calvo y muy hablador. Los hermanos Zinglé vestían a menudo pantalones de montaña porque les gustaba escalar los Alpes suizos. El señor Lauber era un padre viudo con dos niños pequeños que había perdido una pierna en la guerra. Aun así, acudía fielmente a todas las actividades de la congregación en una vieja bicicleta con su hija de cinco años, Jeannette, sentada detrás de él. También estaban los Dossmanns, cuyo hijo trabajaba en la sucursal de los testigos de Jehová de París, y otros que acudían de fuera de la ciudad.
Mamá, con su espíritu misionero, desempeñaba un papel muy importante en las actividades del grupo. Visitaba y ayudaba a familias, como los Saler, a superar situaciones de necesidad y vivir una vida mejor. Ella creía que no solo se debía enseñar sino también hacer obras de caridad. Entre las personas que visitaba, estaba Martina Ast, una alegre doncella de una familia judía, dueños de la Gallerie Lafayette, los grandes almacenes de Mulhouse. Me encantaba ir a visitarla. Siempre planteaba preguntas bíblicas muy interesantes, pero ¡también servía deliciosos pasteles! A veces incluso jugaba conmigo.
Entre todos nuestros amigos había una pareja muy especial: los Koehl6 Cierto día que venían de visita, yo los esperaba con impaciencia en la ventana. Vinieron a pesar del frío que hacía. Adolphe, que era barbero y se llamaba igual que mi padre, cogía suavemente a María del codo con una mano y llevaba al perro de la correa con la otra. Las manos de María estaban protegidas por un manguito de piel a juego con su cuello de zorro plateado. Parecían recién salidos de una revista de moda. Una vez sentados en nuestro pequeño salón, los dos Adolphe se enzarzaron en una animada conversación. Mientras tanto, mamá y María intercambiaban recetas en la cocina. Después de tocar al piano la canción favorita de María, La Paloma, mamá me pidió que sirviera el té. Los oídos me iban de un grupo a otro. Pero por alguna razón, la oreja izquierda era “mayor” que la derecha. Siempre se dirigía hacia la conversación de los dos Adolphe.
6Adolphe Koehl ya era miembro de la congregación de Mulhouse cuando esta le mandó un telegrama al gobierno de Hitler como protesta por la persecución a la que estaban siendo sometidos los testigos de Jehová en Alemania. El 7 de octubre de 1934 los Testigos de 50 países enviaron telegramas de este tipo a Hitler, lo que le enfureció mucho.
—Pero, ¿quién se cree que es? ¿Un dios? —le decía uno a otro.
—Es una simple marioneta en manos de los demonios —respondía el otro.
—Se considera el salvador de Alemania, el Heiland. Y sólo es un gusano.
—Un gusano dañino y podrido.
—Gana una batalla tras otra.
—Sí, pero nunca vencerá a los testigos de Jehová.
Me preguntaba a quién se referirían. La conversación giraba en torno a un libro que nuestros invitados habían traído: Cruzada contra el Cristianismo7 Lo habían dejado abierto en una página con un plano de algún tipo de campamento.