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Héctor sintió miedo; Geraldine, no. Quizás esa diferencia hizo que para él prohibirle acudir a Santiago centro, a la Plaza Dignidad, se convirtiera en una batalla perdida:
—Era un problema porque me hablaba con muchos fundamentos de por qué ella salía.
También del patriarcado. Yo me tenía que quedar callado porque no sabía qué responderle, porque son cosas que uno a veces las deja pasar y ella tenía esa capacidad de verlas con más facilidad.
Frente a los argumentos de Geraldine, Héctor pasó del “no vayas” al “cuídate, por favor”. No tenía mucho margen para negociar: los horarios en su trabajo no coincidían con los de la muchacha y además ella, como muchos de su generación, estaba convencida de que los cambios se conquistan en las calles.
—Yo estaba con mucho temor porque veía lo que pasaba y se lo comentaba. “No, papá, si no me va a pasar nada, si yo arranco, papá, he arrancado todas estas veces de los pacos” me decía. Pero yo estaba angustiado. Le repetía: “Hay jóvenes que perdieron su vista, Geral, y la próxima puedes ser tú, quién sabe qué te puede pasar, hija, por estar luchando”.

—¡Baja la cabeza, no te movaí! ¡Baja la cabeza!
En el día internacional de los Derechos Humanos, Michael Díaz y su piquete de rescatistas del Teatro del Puente —Martín Figueroa, enfermero neurólogo; Gelver Contreras y Benjamín Pizarro, naturópatas; y Rodolfo Araneda, bombero— llevan horas atendiendo sin parar a personas lesionadas en las protestas. La mayoría son casos de simple resolución, pero cuando reciben a Geraldine advierten que están ante algo grave. Sin camilla para traslado, son socorridos con este implemento por los “Cascos Rojos”, otra de la veintena de organizaciones que presta ayuda a los ciudadanos heridos en las movilizaciones.
Vendan con rapidez a la muchacha y parten los dos escuadrones con ella hacia un puesto de atención médica más equipado y mejor protegido en calle Nueva Bueras. El punto clínico está a dos cuadras, pero el trayecto para los equipos no se mide en metros ni en los escasos diez minutos que tardan en entregarla a los profesionales de “Salud a la Calle”, sino en el drástico deterioro de la muchacha que intenta incorporarse, desorientada, y es de inmediato conminada por Michael a no moverse: temen lo peor y no se equivocan.
— ¡Baja la cabeza, no te movaí! ¡Baja la cabeza! ¡¿Quién recibe acá?!
A la entrada del pasaje sin salida la médica Amanda Zapata (26), de Salud a la Calle, aguarda la llegada de Geraldine. Han sido avisados por teléfono de que va un paciente crítico y coordinan el arribo de una ambulancia del Servicio de Atención Médico de Urgencias (SAMU).
Apenas los rescatistas doblan la esquina cargando a la joven, ella comienza con vómitos explosivos.
—Es una niña, aparente impacto de lacrimógena en la región frontal. Tiene compromiso de conciencia, está vomitando —informa Michael.
Geraldine presenta convulsiones. Cuando le levantan los párpados, buscando alguna reacción a la luz, descubren que hay una diferencia radical en el tamaño de sus pupilas. Se trata de una anisocoria severa que indica un compromiso neurológico en curso. Amanda toma su teléfono: realizó el primer contacto con el SAMU a las 20:39, cuando Geraldine estaba en camino. A las 20:46 insiste: los signos vitales caen bruscamente. “Soy la doctora Zapata, este paciente está grave, ¿dónde está el móvil?”.
Mientras esperan, le ponen una vía venosa para suministrar medicamentos y una cánula en la faringe —el paso previo a la intubación— para despejar las vías respiratorias. Un médico manipula un desfibrilador automático. Disponen de uno que hasta ahora no han utilizado. Ruegan no tener que hacerlo, pero deben estar preparados.
Saben que están frente a un traumatismo encéfalo craneal que está evolucionando de manera negativa. Le aplican la escala de Glasgow para medir la respuesta ocular, verbal y motora. Obtiene 3 de 15 puntos. Está en un coma profundo. Ya ni siquiera reacciona al dolor. Al lugar llega corriendo un chico que la conoce: les cuenta que ambos están en segundo medio.
Geraldine, comenta, tiene 15 años.
Los voluntarios se miran desconcertados. Amanda un mes antes, en ese mismo rincón, había atendido a Gustavo Gatica: recuerda la desazón que tuvo al constatar que el universitario tenía perdigones incrustados en sus dos ojos, y que era imposible que volviera a ver. Ahora estaba perdiendo a una niña por la represión policial.
Michael tampoco logra encajar el asombro:
—¡Chucha, no puede ser, se nos va a morir una cabra chica!
A las 20:56, la ambulancia del SAMU llega por Geraldine y es trasladada hasta el Hospital de Urgencia Pública (la ex Posta Central) donde arriba 15 minutos más tarde. En el recinto hay otros pacientes graves: Héctor Gana Sandoval (35), quien recibió una lacrimógena en la parte posterior de su cabeza, y un hombre con una herida expuesta en una muñeca también por este elemento. De todos ellos, la que presenta el cuadro clínico más complicado es la niña.
De madrugada, la someten a una craneotomía descompresiva —le abren una parte del cráneo para acceder al cerebro— y le
realizan un vaciamiento de hematoma subdural. Está con riesgo vital. Si sobrevive, si logra esa hazaña, es probable que quede con secuelas importantes.
La indignación crece. El director del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), Sergio Micco, dará cuenta al día siguiente, el miércoles 11, de 14 víctimas de agentes del Estado:
“Exigimos que se siga un protocolo y siguen ocurriendo estas cosas. Lo que ha ocurrido anoche es terrible, esto se tiene que terminar”.

—Oye, Geral, pasé a Cuarto Medio E.
—Con E de “estúpida”. Yo pasé a Tercero A.
—Con A de “admirable”.
Es la mañana del 24 de diciembre. Han transcurrido 14 días desde que la China cayó herida en la Alameda y se recupera en la Unidad de Cuidados Intensivos de la clínica Indisa, donde fue derivada por Ley de Urgencia. Su mejor amiga, Jesenia Arriagada Parra (18), ha podido por fin visitarla. Estaba, recalca, muy nerviosa. Creía que Geraldine no la iba a recordar o que a ella le iba a costar reconocerla. ¿Se encontraría con la chiquilla risueña que habitaba en su memoria?
Tras dos semanas en que las probabilidades de vida o muerte estuvieron en una pulsada sin un ganador asegurado, Yesenia tenía motivos para estar aterrada. Sin embargo, Geraldine había aplastado los pronósticos y ahí estaba, más lenta al hablar, a ratos perdida, pero batallando. Estuvo en coma, sedada, cinco días. El mismo sábado 14 en que cumplió 16 años comenzaron a bajarle las dosis de medicamentos y al día siguiente despertó.
—Es luchona la Geraldine, ¿sabe? Y tiene el ego por las nubes. Cuando le digo “estás bonita”, siempre me responde “soy bonita”. Le pregunté si se acordaba de que el año pasado nos fuimos a meter en estas fechas a una laguna del parque O’Higgins. Fue entretenido porque me dijo “mojémonos las patitas” y al final terminamos mojadas enteras. Se acordaba. Solo no sabe lo que le pasó, por qué está aquí… Eso no… Está bien, ahora le puse música y nos pusimos a cantar.
—¿Qué cantaron?
—Y ahora quién, si no soy yo, me miro y lloro en el espejo y me siento estúpido, ilógico, y luego te imagino toda regalando el olor de tu piel… Esa de Marc Anthony, ¿se la sabe?
Las muchachas se conocieron en el liceo Sara Blinder de Santiago. Se hicieron cercanas, aunque solo podían verse de lunes a viernes en horario escolar. Geraldine debía cuidar a un hermano menor en casa de su mamá y Jesenia desde que tiene 12 años vende muebles los sábados y domingos para ayudar a su familia. “Mi papá los hace y yo los comercio”, explica.
Aun así, se las arreglaban para pasarlo bien y siguieron en contacto cuando Geraldine se fue a vivir con su papá y se cambió al Liceo Consolidada Dávila en Pedro Aguirre Cerda. El colegio donde se grabó El reemplazante es un establecimiento municipal técnico al que asisten niños de un perfil muy similar al de la serie: alta vulnerabilidad social y padres con bajo nivel educacional. Según los datos de Agencia de Educación, en la prueba Simce los resultados de los alumnos en todos los niveles muestran un aprendizaje insuficiente, pero hay un indicador en que los estudiantes superan al promedio: en un 84 % afirman que se esfuerzan para mejorar.
En las paredes de este lugar, ubicado en el exfundo Ochagavía, está escrita una consigna:
“Los niños nacen para ser felices”. Allí, donde los jóvenes realizan cabildos y discuten de contingencia, Geraldine tuvo un remezón político que sorprendió a Yesenia.
—Cuando comenzaron las protestas me decía: “¿Estás clara por qué vas a ir? Esto no es para andar hueviando. Yo voy porque la educación es un derecho, por una pensión digna para mi papá, por esas cosas”. Yo también he marchado. A mi papá, como al tío Héctor, tampoco le gustaba que yo participara, pero al final se daba cuenta que no sacaba nada con prohibirme y me decía: “Hay que estar viva, Jesenia Aracely, avispá”.
Héctor le daba el mismo consejo a Geraldine. Aquella tarde en que casi le arrebatan los sueños le envió un WhatsApp: “Mucho cuidado que hoy va a estar sumamente pesado el ambiente, vente luego, hija. Igual me tienes preocupado”. Lo que vino después, dice Héctor, fue como si el suelo se abriera y él cayera en un pozo en el que los días se resumen en angustia y más angustia.
Sabe que le avisaron por teléfono de un accidente; que llegó hasta la ex Posta Central; que le comunicaron que había pocas esperanzas; que en redes sociales se publicó que su hija estaba muerta y que todos en su familia sufrieron una mañana con esa noticia falsa; que en algún momento la llevaron a una clínica, aunque él no lo había autorizado; que después de muchos años volvió a rezar todos los días a las 15 y a las 21 horas; que lo acosaron abogados y periodistas; que lloró sin pudor hasta que decidió que derrumbarse no era una opción.
Sabe que tiene pena y rabia, y cuando está solo ruega que quien dañó a Geraldine dé la cara.
—El carabinero que le disparó a mi hija sabe que disparó. Debe haber estado drogado, de alguna u otra forma, porque una persona normal, natural, no actúa de esa manera con nadie.
Le dieron, en los términos que llaman ellos, a quemarropa. Quiero que sea hombrecito, que diga “yo soy el culpable de esto, yo soy mandado, a mí me mandaron a hacer esto”. Que diga quién lo mandó.
El 13 de diciembre el INDH presentó en el Séptimo Juzgado de Garantía de Santiago una querella por homicidio frustrado por los casos de Geraldine y de Héctor Gana. Sobre la muchacha, el texto consigna que según “el relato de testigos, en el lugar había varios piquetes de carabineros de Fuerzas Especiales (FF.EE.) disparando con escopetas antidisturbios y carabina lanza gases de forma directa a la parte superior del cuerpo de los y las manifestantes, en un ángulo de 90 grados (…), aproximadamente a unos 30 o 40 metros de distancia de la víctima”.
La investigación penal la tomó originalmente la fiscal de flagrancia, Débora Quintana, quien afirmó que no existía claridad respecto de qué elemento impactó a Geraldine, solo estableció en primera instancia que se estaba ante un “objeto contundente”. Luego la indagatoria quedó a cargo de la persecutora de Alta Complejidad de la Región Metropolitana Norte, Ximena Chong, quien trabaja hoy en el asunto con las brigadas de Homicidio y de Derechos Humanos de la Policía de Investigaciones. El avance es lento: se busca establecer con precisión científica qué ocurrió con exactitud y para ello es fundamental la ficha médica de Geraldine —para conocer si fueron extraídos de su cabeza trazos de metal o de algún otro elemento— y la declaración de los testigos, muchos de los cuales desconfían de la justicia. En todo caso, ellos informaron a los rescatistas que a la adolescente la había alcanzado una lacrimógena.
En medio de este torbellino judicial que no entiende del todo, Héctor se aferra a las cosas buenas. Hace una semana Geraldine despertó y él le puso un tema de Luciano Pereyra, porque le gusta a ella; y otro de Los Vásquez, porque le gusta a él. Y Geraldine cantó como lo hizo en víspera de Navidad con Yesenia. Sabe que lo que viene es cuesta arriba, posiblemente años de rehabilitación: su hija no ha recobrado la movilidad voluntaria en sus extremidades y a veces no se conecta con quien le habla. En otras ocasiones, sí dialoga y hace bromas, como antes.
—Tengo valor porque mi hija está mejor. Ella está luchando. Yo no podría pagar una clínica como esta. Para eso se tiene que tener mucho dinero y de a dónde. ¡Esa es la desigualdad, poh! Por eso entiendo este período que está pasando, entiendo a los chiquillos, a los estudiantes. Porque ya los viejos no dan más, ellos no están para salir a la calle. Ella me ha enseñado eso con el estallido.
PREMIO CATEGORÍA ENTREVISTA
HABLA POR PRIMERA VEZ LA MUJER QUE DENUNCIÓ POR ABUSOS AL SACERDOTE RENATO POBLETE

María Soledad Vial
27 de enero
El Mercurio
‘“Soy Marcela Aranda Escobar, ingeniero mecánico y teóloga. Soy profesora de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, hago clases de teología y también en el programa de Pedagogía en Religión Católica de la PUC. Soy mamá de una hija que quiero mucho y, además, vivo con mi padre ya anciano. Me siento sobreviviendo con gran esfuerzo, mucha ayuda especializada y el cariño de mis amigos por abusos horrorosos’. Frente a nosotros está una mujer de 53 años, de pelo corto y canoso, pantalón sencillo y blusa blanca, unos pequeños aros turquesa como único adorno. Tatuajes en su brazo derecho y en su hombro izquierdo llaman la atención, son recientes, dice cuando le preguntamos, ‘es parte del proceso, son como mis cicatrices’”.
Así comienza la entrevista que le realizó María Soledad Vial a Marcela Aranda, la mujer que casi 30 años después de ser abusada por el sacerdote Renato Poblete decidió hacer públicos los hechos. La revelación causó un gran impacto, no solo en círculos religiosos, sino en la sociedad toda porque hasta entonces el religioso era considerado intachable y el rostro más conocido del Hogar de Cristo, donde fue capellán mientras estuvo vivo.
Se trata de una larga conversación, con algunos pasajes de descripción, pero que fundamentalmente conducen al lector a interiorizarse de la denuncia a través de las palabras de la entrevistada. En ella, como señalaba Oriana Fallaci, queda de manifiesto que “una entrevista es algo extremadamente difícil, una examinación mutua, una prueba de nervios y de concentración”.
Un momento clave en la entrevista se da cuando la autora interpela a Aranda y le pregunta por qué decidió hacer público su caso. Ella responde:
—Cuando uno hace una denuncia de la envergadura de la que he hecho y del personaje (que se trata), me siento con la responsabilidad de decir que fui yo quien hizo esa denuncia, que la gente perciba la devastación que hay en quien ha sufrido estos abusos, con nombre y rostro concreto. Que vean las huellas del dolor”.
Ganadora en su categoría, los jurados indican que, además de su relevancia, se trata de un golpe noticioso. Indican que es un acierto su exclusividad, producto de que se llevó a cabo al poco tiempo de haberse recibido las denuncias. Sostiene, también, que es un reflejo de los abusos que han ocurrido en torno a la Iglesia, así como un símbolo que tiene como consecuencia un alto impacto en la
ciudadanía.
“Soy Marcela Aranda Escobar, ingeniero mecánico y teóloga. Soy profesora de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, hago clases de teología y también en el programa de Pedagogía en Religión Católica de la UC. Soy mamá de una hija que quiero mucho y, además, vivo con mi padre ya anciano. Me siento sobreviviendo con gran esfuerzo, mucha ayuda especializada y el cariño de mis amigos por abusos horrorosos”. Frente a nosotros está una mujer de 53 años, de pelo corto y canoso, pantalón sencillo y blusa blanca, unos pequeños aros turquesa como único adorno. Tatuajes en su brazo derecho y en su hombro izquierdo llaman la atención, “son recientes”, dice cuando le preguntamos, “es parte del proceso, son como mis cicatrices”.
Acompañada por su abogado Juan Pablo Hermosilla, en su oficina, Marcela Aranda habla por primera vez con un medio de comunicación de las graves denuncias que ha formulado en contra del sacerdote jesuita Renato Poblete Barth (fallecido en 2010). Habla despacio, a ratos tranquila, a veces con voz angustiada. En un momento se quiebra en una voz casi inaudible, cuando intentamos entrar en las situaciones concretas de los abusos que denunció en la Comisión de Escucha instalada en Chile por el enviado del papa, monseñor Charles Scicluna, y que Marcela Aranda ha decidido no revelar —públicamente— hasta que sea requerida por el investigador designado por la Compañía de Jesús.
El sacerdote jesuita dirigió el crecimiento del Hogar de Cristo como su capellán por 18 años y se convirtió en una figura pública, emblema de la solidaridad en el país; hoy el popular parque en
Quinta Normal lleva su nombre. Hace nueve días, en un comunicado, la Compañía de Jesús anunció el inicio de una investigación canónica preliminar a cargo del abogado laico, Waldo Bown, por hechos que se refieren a “delitos y situaciones abusivas entre 1985 y 1993, de carácter grave en el ámbito sexual, de poder y de conciencia” —cuyos detalles están contenidos en su declaración—, denunciados por una mujer cuya identidad no fue revelada y que habría tenido 19 o 20 años en ese entonces”.
Mientras el foco de las investigaciones eclesiásticas estuvo puesto en la sanción al denunciado, la Iglesia no prestó gran atención a los antecedentes que involucraban a un sacerdote en posibles abusos si este ya había fallecido. La crisis que ha sacudido a la Iglesia en las últimas décadas instaló a las víctimas como foco de las investigaciones eclesiásticas, otorgándoles a esos procesos una finalidad de reparación.
—¿Por qué decidió dar esta entrevista y hacer pública su denuncia?
—Cuando uno hace una denuncia de la envergadura de la que he hecho y del personaje (que se trata), me siento con la responsabilidad de decir que fui yo quien hizo esa denuncia, que la gente perciba la devastación que hay en quien ha sufrido estos abusos, con nombre y rostro concreto. Que vean las huellas del dolor.
—Han pasado 25 años desde los hechos que denuncia, ¿por qué lo hace ahora?
—Mira, las víctimas hacemos un proceso muy doloroso y de muchos años, 20, 30, 50, entre el abuso y el momento en que, por fin, logramos poner en palabras el horror que sufrimos. Lo mío, me ha dicho la psicóloga, ha sido una disociación, para sobrevivir, olvidé completamente el período en que fui terriblemente abusada. Mis amigos me dicen que nunca hablé de ese período de mi vida. Inconscientemente borré todo recuerdo, como si esos años nunca hubieran existido, fue una disociación, no una pérdida de memoria.
—¿No se acordaba de nada durante esos años?
—No. Eran como años que no hubieran existido. Pero, en realidad, esos hechos estaban allí y aparecían de muchas otras maneras: fuertes bajones, jaquecas, cambios bruscos de ánimo. Y todo eso me hacía sufrir mucho, porque además no sabía por qué era.
—La Iglesia chilena se remeció con el caso Karadima en 2010. ¿Cómo vivió el destape de los abusos de sacerdotes? ¿La remeció también?
—No, fue una noticia más, no me producía nada. Yo vivía bajo los efectos del abuso, pero en otra línea. Creo que fue la única forma que psicológicamente encontré para sobrevivir, pero no significa que esos eventos no estuvieran ahí. Sufrí mucho, porque no sabía lo que era… El abuso te va destruyendo golpe a golpe, va pulverizando todos los niveles de la vida. Sufrí una destrucción afectiva, de mis emociones, de mis relaciones amorosas, de amistad. Mi vida académica, si bien fue un refugio muy importante, una de mis tablas de salvación, me costó una enormidad concentrarme para sacar adelante mi carrera de Ingeniería Mecánica y mi magíster en Teología.
—¿Cómo ha sido su vida afectiva durante estos años?
—Destruyó mi vida afectiva hasta el día de hoy. Nunca pude armar una relación con nadie. Mi capacidad de entablar relaciones personales, de sentir cariño y de sentirse querido quedó totalmente destruida. Edifiqué un muro para defenderme del mundo exterior, pero no solo quedó lo malo fuera, también lo bueno.
El primer encuentro
—¿Cuándo conoció usted al sacerdote Renato Poblete?
—Yo tenía unos 19 o 20 años. Debe haber sido 1984, durante mis primeros años de universidad como estudiante de Física. En esa época tenía mucha inquietud de ayuda social y me acerqué al Hogar de Cristo para ser voluntaria, entusiasta, idealista, me movía mucho el pensamiento del Padre Hurtado.
—¿Por qué decidió estudiar Teología, viniendo de un área tan distinta como la Física?
—Estudiaba Física, pero durante el proceso de discernimiento decidí cambiarme a Teología. Cuando logré salir huyendo de esta experiencia de abuso, salí arrancando de Teología también, y no alcancé a dar mi examen de grado. Comencé a estudiar Ingeniería y me metí en ese mundo; trabajé como ingeniero y el 2006 volví a terminar mi carrera de Teología. Me hizo sentido, porque era un proceso que había quedado abierto, lo hicimos, y después me surgió la idea de seguir el magíster en 2007; no me fue fácil, pero lo conseguí, y el 2013 entré como profesora a la facultad.
—¿Venía de una familia religiosa?
—No, había estudiado en un colegio laico, mayoritariamente luterano, como el Deutsche Schule, mi mamá era católica y ella me acercó a la religión. Me aboqué con todo el entusiasmo juvenil a ayudar en el Hogar de Cristo y me surgió este llamado a discernir una posible vocación religiosa. Es normal como católico que en algún momento uno se pregunte ¿qué quiere Dios de mí? Me recomendaron tener un director espiritual para acompañar ese proceso y me hablaron del capellán Renato Poblete Barth. Me sentí muy honrada cuando aceptó recibirme, era una persona muy conocida. Fui muy confiada a ese primer encuentro, recuerdo que me dio un gran abrazo y me pidió que le relatara mi vida. En algún momento me dijo: “De ahora en adelante, yo seré tu padre y te daré todo el cariño que necesitas”. Fue muy emocionante y me dejó completamente abierta a lo que vino después. Nunca pensé que un deseo y una búsqueda tan noble terminaría en un abuso tan horrible.
—¿Qué vino después?
—No voy a hablar de eso, por ahora. Hasta que no dé mi declaración al investigador que ha designado la Compañía de Jesús, no quiero referirme a los abusos que viví (“La denuncia fue presentada a través de la Comisión de Escucha encargada por monseñor Charles Scicluna y se refiere a delitos y situaciones abusivas entre 1985 y 1993 de carácter grave en el ámbito sexual, de poder y de conciencia”, señaló en su comunicado la Compañía de Jesús).
—¿Pero cómo se fue dando una relación como la que describe y tan larga, de los 19 a los 27 años?
—El abusador es una persona muy astuta, con un manejo impresionante de la psicología humana, pero para la maldad. Tienen la capacidad de percibir dónde está tu fragilidad, por ahí entran y uno no tiene herramientas para defenderse del abuso.
—¿Había algo en ese momento que la hiciera vulnerable?
—Tenía relaciones complejas con mi familia, no quisiera entrar en mayores detalles, por respeto a ellos, pero había situaciones complicadas en el hogar que me tenían vulnerable frente a la figura paterna, sobre todo. A medida que van transcurriendo los hechos de abuso, uno va quedando completamente atrapado, comienza a perder la noción de lo que está bien y lo que está mal, pierde la voluntad, la libertad. Uno se transforma en un esclavo de la voluntad del otro.
—¿Esos hechos de abuso comenzaron después de que usted inició la dirección espiritual? ¿Cómo fue ese proceso?
—Sí, por ahora, no quiero referirme a los hechos concretos del horroroso abuso sexual y de conciencia que sufrí durante todos esos años, porque aún no he declarado ante el abogado que investiga a los jesuitas.






