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Con aquella intervención y esta actitud, y esto es fundamental recordarlo, el colectivo no proponía un cisma eclesial sino que entendía que la Iglesia podía volver a su centro. Y al decir Iglesia, no solo refieren a las comunidades cristianas de base que sostenían la revista o a un sector de la Iglesia de Chile, sino a aquella comunidad que tanto en el Concilio Vaticano II113 como en la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Medellín prometió “defender, según el mandato del Evangélico, los derechos de los pobres y oprimidos, urgiendo a nuestros gobiernos y clases dirigentes para que eliminen todo cuanto destruya la paz social”114. Las críticas que se encuentran en la revista a la Jerarquía eclesiástica y a algunos cristianos que integraban la administración de la Dictadura, eran un testimonio no solo de una división al interior de la Iglesia católica chilena, sino también de estrategias, dudas, tensiones y ambigüedades entre quienes querían ser cristianos sin tener el privilegio del tiempo115. La profundidad y extensión de estas divisiones se materializaban en los debates doctrinales y políticos en torno no solo a la Doctrina de la Seguridad Nacional, sino a todo el campo de las teologías de la liberación y la activa participación de sacerdotes, religiosas y cristianas y cristianos de base en la vida política de Chile y América Latina en el periodo que NPC cubre. A continuación se analizarán brevemente los debates en torno a la Doctrina de Seguridad Nacional en la perspectiva de dichas divisiones. Ello permitirá, por un lado, conocer mejor la posición de No Podemos Callar sobre un punto que fue central en sus análisis y, por otro, ponderar la red de discursos y posiciones donde su intervención se insertaba.
Iglesia y Dictadura: fragmentos del pensamiento católico en torno a la Doctrina de Seguridad Nacional
Como síntesis de las relaciones entre catolicismo y política durante el periodo de la Dictadura, bien pueden citarse las palabras del obispo de Valdivia, José Manuel Santos, pronunciadas en su homilía por el 18 de septiembre de 1976: “Nuestra Iglesia se encuentra desde hace ya algún tiempo en medio de dos fuegos: unos quisieran convertirla en una especie de fuerza política que cobijara bajo su alero a todos los descontentos, y otros esperan de ella un apoyo irrestricto”. A juicio de Santos, ambas proposiciones “se fundan en un mismo y ambiguo principio: que una fe cristiana no es auténtica si no es encarnada y que no existe fe encarnada si no se expresa en una opción política”. La salida al entuerto radicaba —siempre de acuerdo al obispo— en reconocer que la Iglesia católica como “una comunidad de creyentes que no puede adherir a grupos”, en tanto se la debía comprender como un “lugar de encuentro y de reconciliación de los hombres”, tarea que no se podía alcanzar si “de hacerse solidaria con algunos, se convertiría en antagónica de otros” dejando por ello “de ser el sacramento de salvación de todos”. Por eso, “que no se pida a la Iglesia lo que ella no puede dar”, “que no se exija una adhesión incondicional a ningún grupo que excluya a otros. Su compromiso es con todos los chilenos, cualesquiera sean sus ideas”116.
No hay duda de que en los años de la dictadura, y en especial en su primer periodo, fue la Iglesia católica el único agente con capacidad de intervención política que operó como interlocutor entre el Estado y la sociedad civil, en particular en los muy agudos problemas suscitados por la represión emprendida en contra de los adherentes a la Unidad Popular. Si bien el ejemplo tutelar de esta intervención política eclesial fue la organización primero del Copachi y luego de la Vicaría de la Solidaridad, en el periodo en cuestión las iniciativas de análisis de la situación política y protección de perseguidos y víctimas se multiplicaron en varias capas a nivel local, regional e internacional, siendo testimonio de ello tanto la cartografía institucional que se elaboró para estas tareas, como la variedad de publicaciones intra-eclesiales o destinadas a la esfera pública que dieron cuenta de lo que sucedía y de la reflexión que ello motivaba en las distintas sensibilidades católicas en relación a la dictadura. No Podemos Callar fue una de esas plataformas, con el rasgo excepcional tanto de la crudeza de la información que publicaba, como por su naturaleza clandestina. Dicho ello, lo que ahora interesa ilustrar es cómo un problema específico del ámbito político fue encarado no solo por NPC, sino por el campo católico en general, con el fin de evaluar la convergencia —u oposición— entre los contenidos que NPC exponía y la reflexión y opinión de la Iglesia católica institucional.
Como ya se ha indicado, este ejercicio de comparación puede llevarse a cabo con una de las categorías claves para el proceso de consolidación de la Dictadura en la primera parte de su desenvolvimiento: la aplicación de las orientaciones ideológico-estratégicas de la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN). Desde sus primeros números NPC fue explícito en advertir la centralidad de la Doctrina de Seguridad Nacional en el diseño institucional de la Dictadura y en la motivación de sus crímenes. Así, el boletín editado por José Aldunate parafraseaba a Pinochet advirtiendo al pastor luterano Helmut Frenz y al obispo católico Fernando Ariztía que sin tortura los miristas no hablaban y que “la seguridad nacional es más importante que los derechos humanos”. Para NPC esta convicción —y su aplicación sistemática— representaba una suerte de sorpresa para quiénes la observaban, en tanto parecía una conducta extraña a la tradición castrense que se habría desplegado con toda brutalidad a partir del 11 de septiembre de 1973. Casi tres años más tarde “han tenido que ir apareciendo los telones de fondo, cayendo las máscaras y apareciendo las motivaciones profundas que muy poco se conocían” en torno a la conducta de las nuevas autoridades. Uno de esos factores era la Doctrina de la Seguridad Nacional, cuyo origen se remontaba para la revista al final de la Segunda Guerra Mundial y su lugar de incubación eran los Estados Unidos, lugar desde dónde se habría expandido hacia América Latina, continente en la que imperaba en varios países a partir de la entronización de la dictadura militar en Brasil en 1964. En un sistema muy simple, el diseño institucional de la DSN suponía el predominio de los militares, la anulación del resto de las instancias expresivas de la soberanía popular y la articulación de aparatos de seguridad encargados de la represión, así como de un Consejo de Seguridad Nacional —o cómo se lo denominase en cada contexto particular— encargado del control estratégico de la nación. En palabras de NPC, este sistema aplicado a Chile “no tiene nada que ver con nuestra tradición, ni con Portales, ni con la democracia. No es meramente el hecho: militares en el gobierno; es un nuevo sistema y una nueva ideología”, la que ponía por sobre el resto de los valores de una determinada comunidad la idea de nación y su defensa en un contexto local y global determinado por el antagonismo entre amigos y enemigos, representados estos últimos por el marxismo y su presencia mundial y contingente. Así, la DSN se planteaba como una interpretación geopolítica de la realidad, y NPC recordaba que el mismo Pinochet había ejercido la docencia en ese ámbito y ya había publicado un libro al respecto, y que en la aplicación de sus principios, la Dictadura transformaba a Chile en “un Monstruo-Nación que va comiéndose a sus propios hijos”. En términos bíblicos, la publicación clandestina recordaba al libro de Daniel y su descripción de la estatua áurea de Nabucodonosor y la obligación de los pueblos de postrarse frente a ella117.
A ese programa de exaltación nacional y constitución de la “gran nación” —atenazada de acuerdo con NPC a la vez por las multinacionales promotoras de la expansión desregulada del mercado internacional y las autoridades militares que operaban como sus gestores locales— la publicación cristiana oponía la continuidad de una “nación modesta”, indicando que:
Deberían entender los que han usurpado el poder en este país que la gran mayoría de sus habitantes no aspira a ser una gran nación sino más bien —y con toda el alma—, una nación modesta, pero de hombres verdaderamente libres cuyas ideas no les vienen impuestas desde arriba ni son perseguidas por la amenaza de la metralleta o de la cesantía, sino que se elaboran en la libre discusión, educación y expresión. Una nación modesta pero respetada en el mundo y solidaria con los demás pueblos. Una nación modesta, pero dueña de las riquezas de su suelo y de la que producen sus hijos. Una nación modesta en la cual todos sus ciudadanos se saben con las mismas posibilidades independientemente del uniforme que visten o cuenta bancaria que tienen. Una nación modesta a la que no se ama a través de las estrofas de una canción nacional, el saludo de una bandera o la celebración incesante de sus efemérides militares sino, más bien, a causa de una historia que no consiste solo en victorias bélicas, sino que, sobre todo, en la gesta cotidiana, democrática y pacífica de su gente trabajadora118.
Ilustrando la distancia que existía entre esta noción de “nación modesta” y la realidad que construían las dictaduras militares en América Latina, un número posterior de NPC se adentraba en las razones que motivarían el éxito de la DSN, entre los que se contaba de forma destacada el papel que esta asignaba a las Fuerzas Armadas, hasta ese entonces un segmento social postergado por las elites políticas civiles. Para dar cuenta de este factor de exaltación militar que la DSN suponía, NPC la definía precisamente como ideología, que coloquialmente entendía como una “chiva” —una mentira—, pero que “en parte lo es, en parte tiene visos de verdad. Y por lo mismo creemos que no faltan militares que creen que la chiva es ‘pura verdad’. Por eso preferimos llamarla ‘ideología’”. En esa construcción, la base estaba constituida por la idea de “enemigo”, interno o externo, encarnado en el marxismo, que permitía con su existencia la necesidad de las Fuerzas Armadas, que así justificadas, subordinaban al resto de los agentes políticos a sus intereses y proyectos. En los términos de NPC, “esta seguridad nacional debe defenderse no solamente contra el enemigo exterior, —no tan fácil de encontrar en Latinoamérica—, sino contra el enemigo interior. Y… ¡aquí lo tenemos!: el comunismo marxista leninista. Hemos encontrado un enemigo… luego es necesaria una estrategia para vencerlo… luego ¡son importantes las Fuerzas Armadas! Eventualmente serán las únicas que podrán enfrentar al enemigo”. De esa forma, “el marxismo ha salvado a las fuerzas militares latinoamericanas. Donde no existiere como poder… habría que inventarlo”119.
La difusión de este tipo de conceptualización en torno a la centralidad de la DSN en la organización de la sociedad chilena tras el inicio de la dictadura bien quedaba reflejado en el hecho —informado por NPC— de que, en día 8 de julio de 1976, un conjunto de 250 sacerdotes se reuniese con el cardenal Raúl Silva Henríquez, con el objetivo de “reflexionar sobre la situación general y las actitudes que la Iglesia debe tomar frente a ella”. El resultado de dicha reunión fue traducido en un informe que, entre sus puntos centrales, alertaba sobre la profundización de la miseria y precarización de los sectores más desposeídos; sobre la prevalencia de la inseguridad y la violación de los DD.HH. y la imposición de una ideología nacionalista, encarnada en la DSN, acompañada de un esquema de economía capitalista radical. En lo que aquí interesa, la DSN se desplegaba sin obstáculos tanto por la constitución de las mismas FF.AA. en una “casta” dueña de privilegios y poder de fuego que las distanciaban del conjunto de la sociedad, como por el control total que el régimen ejercía sobre los medios de comunicación. En vistas a la gravedad del hecho, los sacerdotes reunidos junto al cardenal urgían que “el Episcopado, estudie, analice y tome una posición clara ante la ‘Ideología de la Seguridad Nacional’”120.
De alguna forma, esta tarea ya había iniciado en septiembre de 1975, fecha en que la Conferencia Episcopal publicaba el documento de trabajo “Evangelio y Paz”, que al momento de definir los tres principales obstáculos para la paz en Chile hacía mención al nacionalismo que —junto al marxismo y al capitalismo individualista— en su versión “estrecha”, convertía a la nación “en un ídolo al que se ha de sacrificar a los mismos hombres que la componen, siendo que, por el contrario, el fin de la patria es el bien de quienes la constituyen, de todos ellos”. Así, no podía el patriotismo ser patrimonio de un sector determinado de la sociedad, ni de las FF.AA., ni menos aún asociarse “con la adhesión irrestricta a un determinado régimen de gobierno, incluso a un determinado gobierno”. Entendiendo al “verdadero patriotismo” como contrario al nacionalismo estrecho —que en este sentido es posible de relacionar por aquel promovido por la DSN— los obispos de Chile identificaban a la “igualdad ante la ley” como uno de los componentes vitales del amor a la patria, y esa situación en el contexto de inicios de la dictadura parecía no verificarse, en tanto “no pueden existir en un país lugares misteriosos, de los que nada se sabe a ciencia cierta, y que solo alimentan rumores, sospechas y angustias que dañan la confianza de los ciudadanos en la igualdad de todos ante la ley”. Por lo mismo, “la familia tiene derecho a saber dónde está su deudo, culpable o inocente. Todos tienen derecho a exigir que las leyes, especialmente las represivas, se cumplan estrictamente, sin que los encargados de aplicarlas se excedan impunemente al hacerlo”.
De esa forma, lo que la Conferencia Episcopal hacía era, en primer lugar, dedicar un largo documento a la situación política del país —advirtiendo desde un inicio que no era este un cometario político, en tanto “no damos soluciones técnicas. No somos economistas, ni sociólogos, ni políticos”, sino que intervenían como “profetas de un mensaje que viene de Dios y que es capaz de inspirar a los políticos, a los sociólogos y los economistas”—, y con ello reforzar tanto la tradición de agencia y opinión política que antes se ha reseñado, como consolidar en lo contingente su papel de interlocutor político con la Dictadura, en un contexto de represión agudizada y transformación económica acelerada. Así, para “Evangelio y Paz”, este segundo factor era clave en la instrumentalización de las FF.AA. —que a su juicio contenían una tradición de distanciamiento con “partidismos políticos”—, en tanto “hay, sin embargo, quienes parecen creer que puedan utilizar a las FF.AA. en defensa de sus intereses de grupos, a veces egoístas y mezquinos, otras veces rechazados por la gran mayoría del país”. En contraposición a ello, los obispos volvían a la demanda de normalización de la participación política en el país, en tanto una expresión del verdadero patriotismo era el involucramiento en la cosa pública, más aún en una sociedad como la chilena, en donde el común de sus habitantes querían, “sin duda, ser bien gobernado”, por un “gobierno fuerte y respetado”, pero capaz de dar al pueblo el espacio de “ser oído, tomar parte de la discusión y en las decisiones que afectan a la comunidad nacional”. Más allá de ello, se requería para la Conferencia Episcopal “que cada ciudadano pueda opinar y actuar, en lo que le corresponde, con plena responsabilidad y sin temor. Y que los diversos organismos que puedan representar intereses contrapuestos tengan las mismas garantías ante el organismo superior”121. Así, se reivindicaba a la democracia, se apelaba a los derechos fundamentales de las personas y se valoraba el papel del gobierno y las FF.AA. en el cultivo y proyección de un sano patriotismo que se apartaba del chauvinismo, el nacionalismo estrecho y potencialmente —en tanto el concepto no aparece de forma explícita— de las fuentes de la DSN.
Las reacciones a este tipo de proposiciones al interior del campo católico son relevantes de seguir, en tanto permiten advertir la potencial vinculación entre la crítica al nacionalismo exacerbado y la lógica de la DSN —como núcleo ideológico de la Dictadura— que los agentes católicos interpretaban en el contexto inicial del régimen. Así, por ejemplo, en marzo de 1976 el obispo auxiliar de Santiago Jorge Hourton replicaba públicamente a las críticas que Jaime Guzmán había realizado en contra del cardenal Silva Henríquez, en tanto este había asociado en una homilía del 29 de febrero de ese año al nacionalismo con el racismo y el odio de clase, como parte de los “odios colectivos” que alejaban al mundo de la paz. Guzmán, en carta a El Mercurio del 3 de marzo había reivindicado al nacionalismo como “la aplicación del patriotismo y del realismo al campo de la acción pública” y dejaba ver que la crítica al concepto encubría, en la práctica, una crítica al gobierno. Ante tales acusaciones, Hourton consideraba deplorable que Guzmán interpretase la intervención del cardenal “en términos de oposición o ataque al actual gobierno”, y no solo por la impertinencia que ello suponía frente al papel reconocido de la Iglesia como agente de paz y unidad, sino porque “todo gobierno tiene el derecho y deber de advertir a la opinión pública acerca de cuáles son los principios ideológicos en que se inspira; respetando la libertad de cada ciudadano para adherir o no a ellos”. Es decir, Hourton lo que hacía era reconocer la identidad nacionalista de la Dictadura, y ante ella, el papel de crítica que a la Iglesia le cabía, en tanto esta “está obligada a profesar claramente la verdad evangélica y la ley natural, con todas sus necesarias aplicaciones en la moral, social e internacional. Es su forma, la más leal e insustituible, de colaborar en el surgimiento de una nueva cultura, basada en el cimiento propio a todo humanismo cristiano: ‘Todo hombre es mi hermano’”122.
La proyección a escala continental de las aprehensiones en torno a la DSN bien puede ser rastreada en lo fundamental a partir de las menciones que al problema se hacían desde distintas latitudes y escalas del mundo católico, ya directa, ya indirectamente. Así, por ejemplo, desde el Celam a inicios de 1976 se declaraba que “el nacionalismo exagerado dificulta la integración de América Latina, que permanece como un ideal inalcanzable, dificultando la solidaridad entre personas y clases sociales de una misma nación”123. Muy poco después, en el marco de una reunión de obispos del continente en Lima, el cardenal Raúl Silva Henríquez, al referirse a los obstáculos a la integración latinoamericana, expresaba ante sus pares:
No podemos, los obispos del continente, permanecer ajenos a las inmensas dificultades que deben enfrentar nuestros pueblos. Porque, además de la desnutrición, el analfabetismo, la cesantía, que ya son un clamor que denuncia la injusticia, es posible constatar la crisis de los Estados nacionales y la incorporación de la nueva ideología de la seguridad nacional, que tiende a desplazar nuestros propósitos de paz en la justicia para dar paso a la política y la estrategia de la guerra total124.
Menos de un mes más tarde de esta primera mención explícita de la DSN por parte de la Iglesia católica chilena, su aplicación práctica se verificaría en contra de uno de sus más cercanos colaboradores, el abogado de la Vicaría de la Solidaridad Hernán Montealegre K., quien fue detenido por la DINA acusado de colaboración con el Partido Comunista. El hecho derivó en una serie de intercambios públicos entre la Iglesia católica chilena y la Dictadura, representando un nuevo entredicho que oponía a ambas entidades y que seguía confirmando la visibilidad de la institución religiosa como única plataforma de disenso o al menos comentario de la acción política y represiva del Estado. Sin entrar en el detalle de la controversia, es aquí significativo que en una de las misivas hechas públicas por el gobierno, el día 17 de julio de 1976 se anotaba: “El actual gobierno no detiene a nadie sin sólidos fundamentos de seguridad nacional o de orden público”, y si ello se daba en esta ocasión, era por los méritos del acusado, que obligaba a la autoridad “a adoptar las medidas que el bien común, en el campo de la seguridad nacional, por ingrato que esto sea, sin que la conducta de una determinada persona pueda serle imputada a una institución tan respetable como la Iglesia católica”125.
Muy poco después, el efecto de la DSN tomaba un alcance continental en el marco de los denominados “Sucesos de Riobamba”, ocasión en la que 17 obispos católicos de todo el continente —incluidos cuatro con diócesis en Estados Unidos, así como tres mexicanos, tres chilenos, dos brasileños y representantes únicos de Venezuela, Argentina, Paraguay y Ecuador— fueron retenidos por fuerzas militares ecuatorianas, que sospechaban del carácter subversivo de una reunión y que los obispos luego calificarían ante el papa como una instancia “para reflexionar juntos sobre problemas relacionados con la evangelización de nuestras respectivas diócesis en el actual contexto histórico de las Américas”, y solemnemente juraban que “en estas jornadas de estudio no ha habido acciones o discursos o reflexiones relacionadas con temas ajenos a nuestra misión de Pastores”126. Para agravar la situación, a su regreso a Chile los obispos nacionales presentes en Riobamba —Enrique Alvear, Fernando Ariztía y Carlos González— fueron maltratados y hostilizados en el aeropuerto por miembros de servicios de seguridad, en un marco de manifestaciones y carteles en contra de la Iglesia católica crítica de la Dictadura. Al momento de analizar el fondo de la situación, el Comité Permanente del Episcopado, en una declaración hecha pública el 17 de agosto de 1976, expresaba:
Las acciones que denunciamos y condenamos no son aisladas. Se eslabonan en un proceso o sistema de características perfectamente definidas, y que amenaza imperar sin contrapeso en nuestra América Latina. Invocando siempre el inapelable justificativo de la seguridad nacional, se consolida más y más un modelo de sociedad que ahoga las libertades básicas, conculca los derechos más elementales y sojuzga a los ciudadanos en el marco de un temido y omnipotente Estado Policial. De consumarse este proceso, estaríamos lamentando la “sepultura de la democracia” en América Latina, como acertadamente y a propósito de estos sucesos acaba de manifestarlo Mons. López Trujillo, Secretario General del Celam127.
Del mismo modo, el boletín Paz y Justicia —de circulación regional editado en Buenos Aires— junto con dar una total cobertura al episodio de Riobamba expresaba en su editorial que la “‘originalidad’ del episodio ha servido para ver con mayor claridad como muchos hechos que ocurren en otros países del continente tienen una curiosa simetría, y que bajo el concepto absolutizado de la seguridad nacional se pretende complicar la indudable misión profética y evangelizadora de la Iglesia con motivaciones de carácter político-subversivo”128. Por su parte, la Confederación Latinoamericana de Religiosos (CLAR) declaraba el mismo mes de agosto de 1976: “Vemos, con profunda preocupación, cómo en el trasfondo se percibe una ideología que pretende cohonestar cualquier atropello a la persona y a los pueblos, con el pretexto de la llamada “seguridad nacional”. Esta ideología, no dudamos en decirlo, es la más reciente y la más grave amenaza para el futuro de nuestro continente”129.
Por todo lo anterior, es decir, por la aplicación explícita de procedimientos propios de la DSN en contra de la Iglesia católica continental —concebida así por los gobernantes como parte del “enemigo interno”— es que resulta de particular interés en este lugar dar cuenta de algunos rasgos que el debate en torno a la DSN generó al interior del mundo católico. Con ese objetivo el hilo documental bien puede inciarse con el texto del sacerdote belga de larga residencia en América Latina, Joseph Comblin, “La Iglesia y la ideología de la Seguridad Nacional”, publicado por el Servicio de Documentación del Movimiento Internacional de Estudiantes Católicos y la Juventud Estudiantil Católica Internacional, en Lima al finalizar 1976. La reflexión de Comblin —que reunía colaboraciones publicadas en Mensaje de Chile (247, marzo-abril 1976) y Servir de México— declaraba desde un inicio que la presencia de dictaduras militares en América Latina no era accidental o azaroso, sino que expresión de “la creación de un nuevo modelo de sociedad con un sistema de valores nuevo y una nueva concepción del hombre”, que en gran medida por sus prácticas represivas y empobrecedoras se hallaba reñido con los Derechos Humanos. Este antagonismo entre una concepción y otra obligaba de algún modo a la crítica católica de la DSN, en tanto los DD.HH. eran “un ‘ministerio’ de la Iglesia” sancionado por múltiples declaraciones sinodales en todo el globo. Así, “la Iglesia se levanta y se enfrenta directamente al Estado absoluto con su ideología de la seguridad nacional”, aun cuando esta se declarase a primera vista como defensora “de la civilización cristiana contra el comunismo y el ateísmo”, y buscase privilegiar a las instituciones religiosas adeptas a los regímenes autoritarios. Para Comblin, sin embargo, el tipo de cristianismo que la DSN buscaba reproducir era entendido como una cultura que “consta de tradiciones, ritos, costumbres, símbolos, palabras, temas y lenguaje, gestos sociales como la limosna, las asistencia”; todos ellos “elementos muertos” para el belga, parte de “una religión estilizada, inerte y puramente simbólica”, una “máscara muerta” incapacitada de “perturbar la estrategia de la seguridad nacional”.