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ISBN: 978-84-121900-5-2
Este libro se ha creado con StreetLib Write
http://write.streetlib.com
PRIMERA EDICIÓ EBOOK: julio de 2020
© de los relatos, sus autores, 2020
© de esta edición, Parnass Ediciones, 2020
Aragó, 336 bajos ∙ 08009 Barcelona
Tel. 932 073 438
parnassediciones@gmail.com
PORTADA: Irene Correa y Carlos Ghirlanda
DISEÑO Y MAQUETACIÓN: Equipo de diseño de Parnass
ISBN: 978-84-121900-5-2
CUALQUIER FORMA DE REPRODUCCIÓN, DISTRIBUCIÓN, COMUNICACIÓN PÚBLICA O TRANSFORMACIÓN DE ESTA OBRA SOLO PUEDE SER REALIZADA CON LA AUTORIZACIÓN DE SUS TITULARES, SALVO EXCEPCIÓN PREVISTA POR LA LEY. DIRÍJASE A CEDRO (CENTRO ESPAÑOL DE DERECHOS REPROGRÁFICOS, WWW.CONLICENCIA.COM). SI NECESITA FOTOCOPIAR O ESCANEAR ALGÚN FRAGMENTO DE ESTA OBRA.
Los que escribimos ya tenemos desarrollado un hábito que forma parte de nuestro día a día. Siempre he dicho que escribir es una segunda profesión (la primera, en algunos casos de éxito) y a ella nos volcamos. Por tanto, el hecho de estar unos meses «confinados», casi nos exige adquirir este hábito y este tiempo para seguir avanzando y tolerar mejor esta pausa obligatoria.
Este libro nació en Instagram. Un día nos reunimos el equipo (online, ahora solo nos reunimos online y ya le hemos cogido el gusto) y nos preguntamos qué podíamos ofrecer. Así salió la idea de preparar una antología de relatos que nuestros seguidores habían escrito en este tiempo. No tenían que ser necesariamente argumentos relacionados con el Covid, pero sí brindar un escaparate donde poder mostrar sus trabajos. Y aquí los tenemos, formando parte de la colección de relatos Elipsis.
Veréis que hay pluralidad de temas; cada autor, con su estilo propio, ha conformado una muestra muy interesante y ecléctica con la que yo, personalmente, he disfrutado mucho con su lectura, y espero que a ti, lector, te pase lo mismo.
También hemos conseguido reunir una gran variedad de escritores: los hay que ya tienen una trayectoria literaria en su haber, otros que se van abriendo camino, y algunos es la primera vez que publican. Estoy muy agradecida por su participación en este proyecto que todos y cada uno, ha tomado con ilusión.
Después, quisimos implicar a los autores participantes en el proceso editorial y les pedimos ideas para la portada. Surgieron bastante y muy buenas todas. Nos fue difícil escoger y quedarnos con una de ellas porque todas encajaban con la temática ecléctica de la antología y, sobre todo, con la línea estética de la editorial. Al final elegimos la creada por Irene Correa y por su pareja, Carlos Ghirlanda. A ellos les felicito y a todos les doy las gracias por su implicación y por su creatividad, por la ilusión y las ganas que, tanto ellos como el equipo, han puesto en que este libro vea la luz, porque lo merece.
AMÀLIA SANCHÍS
Editora de Parnass
ADRIANA BLANCO
Puntadas de amor
Su historia empezó mucho antes de que ellos lo supieran. Lentamente, como cosquillas en fase de boceto, que iban trazando finas líneas llenando de tinta un lienzo hasta ahora en blanco. A veces despacio, otras no tanto. A veces hacia los extremos, a punto de rozarse, pero siempre dejando un hilo de aire.
Poblenou fue testigo de sus primeras miradas. El cuartel de la Guardia Civil albergó el inicio de su historia. Me encantaría trasladarme a ese instante, a esos momentos y nutrirme de sus sentimientos y emociones. Ella, Juliana, llegó allí acompañada de su máquina de coser, siguiendo el camino de su padre, guardia civil raso, destinado a la ciudad condal. Y quien sabe, si fue el destino o la magia del hilo rojo, quien obró para que Diego, recién salido de la academia, tuviera cobijo en ese mismo cuartel. No tardaron en conocer el uno del otro, y pronto el arte de la seducción entró en escena. No fue fácil, pero sí único; nada era casual, y todo era juego de aquel niño interior que ambos siempre regaron. Diego, quien se hospedaba en el pabellón de los solteros, pasaba todos los días por delante de casa de Juliana. Tuvo suerte, y el hecho de que esta viviera en un bajo jugó a su favor. Sonreían de lado despistando miradas ajenas, para después, preguntarse quién les hizo creer que hacían falta excusas, cuando sobraban razones para amarse. Saludos, despedidas, sonrisas y paseos con la mirada. Hablaban en silencio, como los que ya lo saben todo y no necesitan de palabras. Palabras que bailaban en un vaivén de dulzura, y es que como no iban a bailar, si cada vez que vibraban en sus frecuencias hacían sonar la melodía de su propia obra maestra.
En los años 60, Juliana y su familia se marcharon del cuartel, a un piso en la Trinitat, pero pronto Diego averiguó dónde vivían y fue a verla. Las fiestas mayores de Poblenou, casi un año después, fueron escenario de un amor que enraizaba, desde el respeto y la admiración mutua. En el año 63 juraron su amor, en la Iglesia de Santa Engracia, y pese a que la vida les sorprendió con una amplia paleta de grises, la gama de colores teñía cada segundo, cada hora y cada puesta de sol.
Llegaron tres luceros, que completaron las constelaciones de su universo con otros seis seres de luz.
Mi mirada no se apartaba del suelo, no perdía detalle de como mi abuela movía el pie en el pedal, para poner en marcha o parar su preciosa Singer. Era entonces, en los momentos en los que paraba de coser cuando yo levantaba, al fin, la cabeza; ella me sonreía y yo siempre le hacía la misma pregunta: «Yaya ¿cuándo me enseñarás a coser?», ella, sin dejar pasar ni décima de segundo respondía con un «Uy, cariño… nunca». Y así es, nunca me enseñó a usar la máquina de coser, y hoy en día sigue sin querer hacerlo. En ese momento no lo entendía, pero ahora se lo agradezco.
Quizás nunca me enseñó aquel oficio que a ella tantas noches de descanso le quitó, pero me enseño que no debes rendirte pese a que se te enrede la bobina.
Con los años, sigo aprendiendo que amar es abrazar; abrazar la alegría, la pena y el más absoluto dolor. Amar es darse la mano, sentir el latir del corazón amado con tan solo rozar la piel. Una piel cálida, imperfecta y llena de vida, que acurruca y acaricia el alma.
Nadie sabía que yo estaba allí.
De pie, detrás de la puerta, evitando incluso respirar. Les observaba por una pequeña ranura y así lograba pasar las horas. Ahora cuando lo recuerdo me percato de que la puerta estaba prácticamente cerrada, apenas abierta con un alfiler. Para mí en ese momento era más que suficiente. A la gente le asusta acompañar a alguien en su último aliento de vida, no obstante, ella se limitaba a transmitir paz, a amortiguar cada uno de los golpes que nos aguardaban como si de una novela conocida se tratase. Sus cuerpos hacían uno, querían unir sus fuerzas hasta el último instante. Aquello me hacía admirarla cada día más y venerar aquel acto tan puro y lleno de dulzura. Lo abrazaba. Lo mimaba. Se dirigía a él con palabras que acariciaban su cuerpo como bálsamo sanador, tratando de disuadir el miedo a la muerte. La belleza de sus rostros era infinita y sus dedos entrelazados juraban amor eterno.
El reloj hacía su trabajo y avanzaba sin pudor. Me desperté de un impulso, a las 7.30. En ese momento supe que sus manos se habían dicho adiós. Ahora voy a pensar que caigo en su regazo. Una vez en él, mi alma bailará al compás del latir de sus corazones, porque desde que vio sus ojos azules, sus cuerpos hicieron uno. En calma, silencio y sintiendo el terciopelo de su piel, el mundo se convertirá en nana.
El cielo seguirá arropando y las luciérnagas alumbrarán noches en vela.
ALBERT TUGUES
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(Sólo se informará privadamente, con la debida seguridad.)
ALEJANDRO STIEFEL
Estrés coronavirus
Suena el teléfono… Lo dejo sonar. Intento mirar la hora en el despertador. No veo bien, será la edad. Las siete y media. ¿Las siete y media de la mañana o de la noche? Debería comprar un reloj que marque veinticuatro horas y no doce. Todavía controlo bien, pero en invierno… ¿Las siete son de la mañana o de la tarde? Voy a intentar levantarme. Uff... No puedo. Pero si pido ayuda a mis hijos, vendrán todos y quiero estar tranquilo.
Tengo noventa años y no asumo ante mis hijos que ya no estoy bien. No soporto a mis yernos, quieren quedarse en mi casa y quitarme mis tesoros. Mis papeles, mis periódicos antiguos que ya no puedo ni leer. Mis recuerdos… Lo querrán tirar a la basura.
Bueno, me he podido levantar, pero no sé si es de noche o de día. No quiero llamar a mis hijos, sino, me meterán en una residencia, porque dirán que no estoy bien.
Voy a ver la hora en la tele, ahí sí ponen la hora.
Bueno, pone 20:00, por la tarde. Escucho aplausos. Muy bien, pero no entiendo por qué. Mis hijos me han dicho que no salga al balcón, que me puedo caer. Pero ellos no están aquí. Les echo de menos. Iban a venir, pero no han venido.
Salgo al balcón y aplaudo, como todos, pero no sé por qué.
Por mi edad, no pude estar en la guerra civil española sirviendo, pero viví los desastres de la postguerra. Vi familia enfrentadas por temas políticos. Vi morir a muchos amigos. Vi mucha hambre y mucho rencor… Pero esto… No hablamos de balas. Es un bicho que por lo visto, se mete en el cuerpo y no se puede curar como las balas, que entran y salen. Se queda en el cuerpo, dicen y te ataca. Te da fiebre, como las balas, tienes convulsiones, dicen en el telediario, como las balas, te entra tos y no puedes respirar, como las balas, pero no es una bala.
El telediario me asusta. Dice que podemos salir a determinadas horas. No sé si con mis hijos o solo. No me he enterado muy bien. Preguntaré a mis hijos.
De momento estoy en casa… Vuelve a sonar el teléfono. Esta vez contesto.
Era mi hija, que quiere quedarse conmigo en casa. Le he dicho que no, que me puede contaminar, que estoy bien.
Llaman al timbre. La vecina cotilla. Le digo que estoy bien con mi mejor sonrisa. Cierro la puerta y me siento en la silla cerca de la puerta. La silla donde se sentaba mi mujer para despedir a sus hijos. Mi mujer ya murió. La echo mucho de menos. Ella sabría mejor manejar la situación.
He llorado mucho sentado en la silla. No sé cuánto tiempo estuve sentado. Se me caen los mocos. ¿Dónde está el pañuelo de papel? ¡Qué buenos eran los de tela!, pero no recuerdo cómo poner la lavadora.
El teléfono volvió a sonar. Respiré profundamente y me levanté. Ya habían colgado. La gente moderna tiene muchas prisas. La prisa es mala consejera.
Me senté en el salón. Me sigo acordando de mi mujer. Me he llevado casi toda mi vida con ella y no sabría vivir con mis hijos, ella sí, sabía lo que hacer en todo momento.
Pero ahora estoy solo. Reconozco que no estoy bien física ni mentalmente, pero quiero estar solo hasta que me llegue la hora. No quiero residencia, no quiero besos forzados de mis hijos ni carantoñas de mis nietos. Quiero seguir solo. ¿Ducharme? Me da miedo, prefiero un lavadito de gatos. Soy capaz de hacerlo todo. Siempre lo he hecho, incluso afeitarme… ¿Cómo era? Sí, con la maquinilla todos los días y una vez por semana con la cuchilla. Pero me cuesta trabajo, no veo bien. Sé que no estoy bien, ante mí, no ante mis hijos. Sólo quiero que me dejen en paz, vivir de mis recuerdos y no escuchar el telediario. Ese bicho… no quiero salir a la calle, estoy asustado. Mis piernas cada vez están peor. Cada vez me muevo menos.
Ahora suena el timbre de casa. No hago caso. Sé que es mi hija. Me siento, a duras penas, en el salón. Pongo con bastante trabajo la televisión, para que vea que estoy bien y todo está normal, aunque sé que no es así. No soy tonto. Me he quedado antiguo y nunca he sido capaz de vivir con las nuevas tecnologías. Me compraron un móvil para estar localizado. Nunca lo he usado. Me han comprado una tablet que no sé usar, me han comprado muchas cosas, pañales, por ejemplo. No me hacen falta, de momento estoy bien, pero nadie me pregunta.
Una vez, sólo una vez, me oriné encima y me compraron cincuenta paquetes de pañales para viejos, sí, para viejos. Soy mayor, pero me controlo, bueno, a veces ¿Tendrán razón?
Bueno, voy a abrir la puerta a mi hija y ya directamente le voy a echar la bronca. Seguro que me dice que soy un guarro y que no puedo vivir solo y que me mandarán a una residencia, donde hay muchos viejos y que voy a estar muy bien ahí y me van a cuidar. He visto en el telediario que los mayores se mueren en las residencias y que los que te cuidan te maltratan.
Puede que me mande a una persona que me cuide en casa y no me deje hacer lo que suelo hacer y me empuje y me chille. No quiero que me griten. Llevo muchos años viviendo solo…
Realmente, desde que murió mi mujer, mis hijos y mis nietos venían. Yo hacía la comida. Hubo un tiempo feliz, pero no sé por qué me estuve encerrando en mí mismo. Supongo que no acepté que me hacía más viejo.
¡Dios! ¡Cómo echo de menos a mi mujer! Ella sabía buscar la palabra adecuada en el momento adecuado. Cuando murió yo intenté hacer lo mismo que ella, pero siempre he sido un desastre. ¡Cómo te echo de menos!
Bueno, voy a abrir la puerta y que sea lo que Dios quiera.
¡Mi hija! ¡Qué buena es!
Se va a quedar a dormir en casa de momento y después me buscará a una persona que se quede conmigo toda la semana, día y noche. Esta persona me sacará a pasear, aunque yo no quiera, pero es bueno para mí. Me presentará a sus amigas, que también pasean a personas mayores y nos sentaremos en un banco para hablar. Mis hijos me verán de vez en cuando, estarán en casa, cambiarán mis cosas de sitio o las tirarán. Me darán un beso desde lejos y, ¿cómo le llaman?, ¿virtual, telemático? No sé. Todo es diferente ya. Nos vemos por los balcones. Así he visto a mis nietos, desde la terraza. Pero después los veo con sus amigos con la cerveza todos juntos y eso que veo poco. Yo no entiendo nada. Estoy bien y haré lo que me digan mis hijos. Seguro que es bueno para mí.
ALESANDRO RIVERO DELGADO
Dypso encuentra la felicidad
Francia, 1680.
En el relato de hoy les quiero contar la historia de Dypso, un pastor de los pirineos ( berger des Pyrénées) de dos años, que vivía en la ciudad de Toulouse, localizada en la región de Occitania, al sur de Francia.
A Dypso le habían adoptado, con solo un mes, una familia adinerada compuesta por el conde Humbert, su mujer Amelie y su hija Celine. Cabe decir que Dypso no siempre se llamó así, puesto que en sus dos primeros años de vida, su nombre era Luc. La vivienda era nada más y nada menos que un castillo, y Dypso tenía todo tipo de lujos, desde luego. Sin embargo, la familia no se ocupaba ni se preocupaba de él. La encargada de la limpieza en el castillo, Giselle, era quien le daba de comer a diario, además de cepillarle el pelo.
Dypso se ponía como loco al recostarse sobre una alfombra de piel al lado de una gran chimenea en el salón. Pero aparte de eso, y por muchas comodidades que tuviese, no se sentía feliz en aquel lugar. A la familia solo le interesaba tenerle como capricho de su hija Celine, quién a los pocos meses de llegar allí ya se había despreocupado totalmente de él. Estaba claro que únicamente le quería Giselle y el mayordomo Damien, que de vez en cuando jugaba con él.
Pero eso sí, toda la actividad del perro estaba dentro de la casa, a Dypso no le dejaban salir a la calle, ni siquiera a dar un paseo, simplemente para que no se manchase ni cogiese nada por ahí. Así de tiquismiquis era la familia del conde Humbert.
Un día Dypso miraba, por la gran ventana del salón, como dos perros se divertían con sus dueños jugando y paseando por la calle. Qué envidia sentía, mientras él estaba allí metido y aburrido. En ese momento a Dypso le afloraron los instintos naturales del pastor de los Pirineos. Fuerte y lleno de energía, rasgó la ventana y se puso a corretear y ladrar por toda la casa. Quería salir de allí ya.
Amelie y Celine solo le gritaban que se callase, la única que pareció entenderle el mensaje al perro fue Giselle. Ella era consciente de que Dypso no era feliz allí, e incluso le oía alguna que otra noche llorando. Entonces, Giselle, abrió la puerta principal del castillo de par en par y Dypso, más rápido que la luz, salió corriendo hacia la calle mientras se alejaba de aquel castillo a toda velocidad. Pudo escuchar a lo lejos a una Giselle que gritaba de felicidad: Court Dyspo, court! (¡Corre Dypso, corre!).
Dypso atravesó bosques, ríos, y muchos campos abiertos. Cabe destacar que la raza del pastor de los Pirineos es muy resistente y tiene la capacidad de recorrer grandes distancias con su gran velocidad. A pesar de esto, Dypso no dejaba de ser un perro domesticado desde muy pequeño, y le costó mucho al principio adaptarse a la naturaleza, así como encontrar comida por sus propios instintos. Aunque eso fue cambiando con el paso de los meses, como es lógico.
Pasó un año, y llegó un día en el que tuvo un encontronazo con una manada de lobos, en las montañas del Midi-Pyrénées. Él estaba solo contra cuatro lobos, que al igual que él, solo buscaban comida. Dypso había conseguido atrapar un cerf (ciervo en francés), era su comida, pero aun así mostró solidaridad y estaba dispuesto a compartir la comida con los lobos, pero estos no tenían la misma intención. Le querían robar la comida, algo que Dypso no permitió. Él solo, con su agilidad y audacia característica de su raza, se enfrentó a los cuatro lobos, saliendo por supuesto victorioso.
Aunque había ganado, espantado a los lobos y pudo comer, Dypso estaba completamente agotado y con varias heridas de la pelea. Además, hacía mucho frío allí arriba, empezaba a nevar y estaba anocheciendo. Intentó buscar refugio, pero sin éxito, así que finalmente cayó rendido. Lo último que vio, antes de perder definitivamente la conciencia, fue a una persona acercarse deprisa.
•
Desde que Dypso salió corriendo de Toulouse, hacía ya un año, se había alejado 136 kilómetros, y desde entonces, en los últimos meses, merodeaba por aquellas tierras, llegando finalmente a las cercanías del pequeño pueblo de Conques, en la prefectura de Aveyron, donde sería rescatado por una humilde familia granjera.
Se temió por la vida de Dypso, estaba en muy malas condiciones por las heridas, además de estar aquejado por hipotermia. Sin embargo, pasaron las horas y Dypso despertó. Se encontraba en una pequeña cabaña de no más de 20 metros cuadrados. En seguida se acercaron un hombre y un niño que decían: Il s’est réveillé! Cours Marcel, apporte de l’eau et de la nourriture. (¡Se ha despertado! Corre Marcel, trae agua y algo de comida.). Dypso no sabía por qué, pero se sentía increíblemente bien una vez se hubo recuperado y repuesto fuerzas con la comida. Le gustaba el humilde ambiente de aquel hogar, y el buen humor de sus nuevos dueños, el padre, de nombre, Bastien y su hijo de 8 años, Marcel.
Marcel lo abrazó y abrazó, como nadie antes lo había hecho, y fue entonces cuando le preguntó a su padre si se lo podían quedar, a lo que este afirmó. Marcel entonces dijo: Tu t’appelleras Dypso. (Te llamarás Dypso.).
Dypso entonces ya tenía 3 años, y no solo fue la mascota y mejor amigo de Marcel, también acompañaba al campo a Bastien para controlar el rebaño de ovejas que tenía, pues este era pastor.
Podrían pasar épocas de hambre, frío, y no tener ni pizca de los lujos que tuvo una vez... daba igual. Él amaba la humildad y la simplicidad que allí reinaba,
los tres eran una piña indestructible que poco a poco superarían las dificultades, con trabajo y fe en ello. Dypso, al fin, había encontrado la felicidad, con una familia que lo quería y le daba ese amor que nunca tuvo en Toulouse.
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