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– El trabajo de la mujer permite elevar los ingresos familiares, pero al costo de limitar las posibilidades de educación y de desarrollo personal de la hija mayor.
– La atención de salud, educación y trabajo estable son las necesidades mayores de estas familias. La necesidad de una adecuada alimentación está presente en todas las familias, pero no se la reconoce explícitamente.
– La necesidad de disponer de vivienda en el caso de las familias allegadas, o de mejorar su calidad, es expresada con fuerza.
– Los proyectos personales y familiares expresados revelan perspectivas de corto plazo, que contrastan con manifestaciones sobre la situación de pobreza, que ha afectado a varias generaciones de sus familias y se han reproducido a través de traslados o migraciones urbano–rurales del grupo familiar.
– Dentro de las situaciones de pobreza de las familias, emergen nuevos rasgos, vinculados al proceso de modernización del país. Entre ellos: crédito de multitiendas que permiten adquirir equipos electrodomésticos que luego pueden perderse, endeudamiento, rechazos en la atención primaria de salud por aparecer en registros de Isapres correspondientes a un período anterior en que se tuvo contrato de trabajo, etcétera.
Una encuesta hecha por la Universidad de Chile a petición del Consejo Nacional para la Superación de la Pobreza (1996) sobre la base de una muestra de 435 hogares pobres de la Región Metropolitana, utilizando hogares de capas medias como grupo de control, confirma y complementa lo anterior, revelando características que entregan una visión más comprensiva, y menos restringida a lo económico, de la realidad de las familias pobres.
Las familias estudiadas tenían un mayor porcentaje de jefes de hogar hombres, eran más jóvenes y tenían un tamaño promedio más elevado que los de los grupos de capas medias.
La encuesta confirma que el principal recurso económico de los pobres es su fuerza de trabajo. Por esta razón, la pobreza en su dimensión económica está asociada a factores tales como baja productividad laboral, precariedad de los empleos y alto número de dependientes en el hogar con respecto a los perceptores del ingreso. La baja productividad laboral está influida por el bajo nivel de educación en los jefes de los hogares pobres, el 53,1% de los cuales poseen sólo educación básica. La mayor precariedad de los empleos se refleja en factores tales como la falta de contratos de trabajo y la falta de previsión social. El 42% de los ocupados pertenecientes a hogares pobres no tenían contrato de trabajo y el 36% no cotizaba para el sistema previsional de salud. El desempleo en la muestra encuestada alcanzó al 7,7% de la fuerza de trabajo de este segmento de la población, cifra levemente superior al 6,9% de los hogares de capas medias, no siendo por lo tanto este factor relevante para distinguir a los hogares pobres en esta investigación. No obstante la tasa de desocupación femenina es significativamente más elevada que la del hombre, con una diferencia más marcada en los hogares pobres.
La encuesta reveló que los hogares pobres poseen un importante grado de disposición al trabajo, así como una percepción positiva de las actuales condiciones de trabajo, con la excepción del tema de las remuneraciones. Este hecho refuerza la conceptualización de la pobreza como una situación de falta de oportunidades más que de disponibilidad al trabajo de los grupos afectados.
La encuesta detectó una rápida tasa de adquisición de activos por parte de los hogares pobres. Así, el 62,3% de hogares pobres tiene refrigerador, el 24,5% de ellos tiene teléfono, el 31% tiene cálefont o termo para el agua caliente. Esta acumulación de activos se hace en base al endeudamiento: el 45,7% de los hogares pobres tenían deudas en el momento de la encuesta y la mitad de los endeudados reconocieron haber tenido problemas para pagar sus deudas.
El 53% de las familias pobres encuestadas cuenta con redes de apoyo social conformadas principalmente por los parientes más inmediatos del hogar como por el parentesco extendido. Estas redes sociales les proporcionan apoyo, pero no expectativas de movilidad social. En estas condiciones, los pobres consideran que quienes más pueden influir en sus condiciones de vida son personajes con influencia social como los políticos, pero sienten que están excluidos del acceso a ellos. El contacto más fácil de los pobres es con el párroco o pastor y con el empresario o empleador. También se destaca el mayor acceso de los pobres a la Municipalidad en relación a las capas medias.
La percepción de las familias más pobres es que sus barrios, el entorno inmediato en que viven su vida cotidiana, son ambientes inseguros para ellas y para sus hijos.
Finalmente, la encuesta intentó conocer los recursos psicológicos que perciben en sí mismas las personas pobres. Los resultados mostraron que en la mayoría de los pobres encuestados existe una autoimagen positiva, tienen proyectos de corto y mediano plazo, sienten que tienen capacidad de superar problemas y consideran que el esfuerzo personal, junto a las oportunidades, son elementos centrales para cambiar el medio en que viven. En síntesis, las familias estudiadas se perciben con importantes recursos psicológicos para enfrentar y mejorar sus condiciones de vida.
Dada la diversidad de la pobreza, es posible que el panorama anterior no refleje exactamente la situación de todas las familias pobres, pero hemos querido exponerlo porque tiene la característica de no estudiar sólo las carencias de los pobres, sino también sus fortalezas. Es una nueva mirada a la pobreza, que revela una dignidad y una lucidez respecto a su situación que hasta ahora no ha sido considerada suficientemente en los programas sociales.
En síntesis, como señalan Tomic y Valenzuela (1997) en las familias pobres se observan señales de profundos cambios en su estructura familiar y en las nuevas modalidades de relación que han ido desarrollando. También cambian los problemas que enfrentan, en la medida que surgen nuevos problemas y aumentan en intensidad los ya tradicionales como la violencia familiar, el maltrato infantil, etcétera.
El fenómeno de la pobreza presenta gran heterogeneidad, tanto en las condiciones objetivas en que viven las familias pobres como en sus capacidades y potencialidades. Pero éstas no son reconocidas en la planificación ni implementación de programas orientados hacia la pobreza, los que habitualmente la conciben sólo como un conjunto de carencias y aplican ese patrón a todas las familias pobres, sin atender a sus potencialidades y capacidades diversificadas.
Como consecuencia, estos programas han tendido con frecuencia a reemplazar a la familia o a debilitarla. Torche (1992) analiza el impacto de estos programas en las familias pobres y afirma que ellos han tendido a reducir el área de responsabilidad de la familia, sobre la base de hacer de las decisiones de salud, de nutrición, de educación de los hijos, una materia de expertos en que prácticamente no cabe intervención ajena. En estas condiciones, la labor de los padres se ha transformado en la de proveedores en sentido monetario, o en el de administradores de los productos entregados por los programas sociales a los menores, de acuerdo a las prescripciones establecidas. No obstante, incluso la responsabilidad de proveedores se ve limitada cuando aumentan los índices de desempleo. En estas condiciones, no se está apoyando a la familia pobre, sino debilitándola. El autor citado propone un cambio radical en esta situación de modo que se haga de la familia la institución ancla de las políticas sociales.
Borsotti (1979) había ya señalado la conveniencia de considerar a la familia como grupo focal de políticas hacia la pobreza, afirmando que para tener eficacia en la formulación y ejecución de estas políticas se debe optar por la estrategia familiar y tener en cuenta las condiciones de vida de las familias y las razones profundas de las que resulta la organización familiar como forma de vida.
1.7. Política social y familia: una relación esquiva
Lo anterior nos introduce en el tema de las políticas sociales, entendidas como el conjunto de esfuerzos que el Estado realiza para proveer de bienes y servicios a las familias que no tienen capacidad económica para acceder a ellos en el mercado, entre los cuales los pobres son el grupo mayoritario.
A través de esta provisión de bienes, el Estado y las diversas instituciones y agencias sociales intervienen permanentemente moldeando a la familia, controlando su funcionamiento, poniendo límites, ofreciendo oportunidades y opciones. Jelin (1997) afirma que esto se manifiesta en un sinnúmero de pequeñas y grandes acciones permanentes, con efectos directos sobre las prácticas familiares cotidianas. En primer lugar, esta influencia se ejerce a través de las políticas públicas, sean de población, de educación, de salud, de previsión, de vivienda, etc. En segundo lugar, se ejerce a través de los mecanismos legales y jurídicos a través de los cuales se defienden y penalizan determinadas prácticas. En tercer lugar, se ejerce a través de las instituciones y prácticas concretas en que las políticas y la legalidad se manifiestan: el accionar de la policía y el aparato judicial, las prácticas de las instituciones educativas o de salud pública, la política estatal sobre los medios de comunicación.
“Este policiamiento de la familia desde la esfera pública se sostiene manteniendo al mismo tiempo el reconocimiento y la valoración ideológica de la familia como ámbito privado, al margen de la vida pública y política. En consecuencia, el planteo de políticas estatales y comunitarias hacia la familia requiere un análisis crítico de esta construcción simbólica y el reconocimiento de la tensión entre el respeto a la privacidad de la familia y las responsabilidades públicas del Estado. En cada circunstancia histórica, las políticas públicas estatales deberán transitar, como por una cornisa, el incierto y nada equilibrado camino de esa tensión” (Jelin, 1997, p. 91).
Nos centraremos aquí en la primera de las áreas de influencia señaladas: la de las políticas públicas. Sabemos que toda política económica y social incide directa o indirectamente en las familias, constituyendo parte importante del contexto en que ellas se desarrollan y condicionando directamente su nivel y calidad de vida, en especial en los grupos de menores ingresos.
Sin embargo, estas políticas han sido generalmente diseñadas e implementadas en función de los individuos y no de las familias. El impacto familiar que ellas producen no es considerado por los planificadores, y en los indicadores de cobertura, eficacia y eficiencia con los que se evalúan, no se incluye habitualmente la consideración de sus efectos en las vidas de las familias que son beneficiarias de estas políticas.
Colmenares (1992) afirma que las políticas y programas sociales se han fundamentado sobre análisis y estadísticas globales y sectorizados de variables tales como educación, salud, vivienda, ingresos, empleo, etc., que se recogen como atributos individuales y que escasas veces son contextualizados en lo sociocultural, socio-geográfico y socio-familiar. Estas estadísticas esconden importantes diferencias en modalidades de vida entre diferentes conjuntos poblacionales.
“Esta situación es particularmente limitante para la focalización y pertinencia de las políticas y programas, puesto que las familias, en su versión de núcleos, grupos domésticos o redes, son las unidades sociales fundamentales –anteceden cualquier otra instancia organizativa de la sociedad civil– para la satisfacción de las necesidades básicas de sus miembros. Son ellas quienes realizan la transformación final de la educación, la salud, los alimentos, los ingresos, y, en general, los bienes y servicios de que disponen, y los convierten en calidad de vida diferenciada para sus integrantes”.
“El papel central de la mujer en las actividades de supervivencia y cohesión de la unidad familiar; la distribución doméstica del trabajo y del consumo; la protección de los miembros más vulnerables (niños, ancianos, impedidos, enfermos crónicos); entre otras tareas, invisibles en las cuentas nacionales y en los productos del desarrollo, no serían posibles de conocer –al menos en nuestras sociedades– sin referencia a la esfera de la familia” (Colmenares, 1992).
Es por esto que esta autora plantea la necesidad de que la familia sea insertada como unidad de análisis dentro de los sistemas de estadística e información social que se usan para apoyar la planificación del desarrollo nacional.
La insuficiente consideración de la familia en los programas sociales ha desarrollado una tendencia histórica a reemplazarla, especialmente en el trabajo con niños. Así, se han implementado programas para recuperar niños desnutridos, los que vuelven a su condición deteriorada anterior en cuanto se reintegran a la familia, al ser dados de alta; y programas de internación de menores, que al hacerse cargo de la crianza y educación de estos niños sin atender a sus familias, han contribuido al desarraigo de los menores y a la irresponsabilidad de los padres. Afortunadamente en los últimos años esta situación está cambiando.
Similares carencias se observan con frecuencia en las políticas sociales y en muchos programas sociales. Se diseñan programas de foco limitado para hacer frente a problemas de gran envergadura y se concentra la atención en determinados grupos focales sin atender al mismo tiempo a las estructuras institucionales que están manteniendo o generando las situaciones que los afectan (Haskin y Gallagher, 1981). A este respecto, ha existido un amplio debate acerca de la influencia de la macroestructura económica, política y social en la génesis de los problemas sociales, pero no se ha dado suficiente atención a la influencia de la familia como institución básica de la cultura.
Sin embargo, los profesionales que trabajan con problemas sociales están tomando creciente conciencia de la importancia de la familia tanto en la génesis de los problemas como en su enfrentamiento y prevención.
Es por eso que empiezan a plantearse algunas proposiciones en relación a las políticas de familia o para la familia. Maurás (1994) señala al respecto cuatro aspectos básicos:
En primer lugar, se hace necesario desarrollar acciones que vayan más allá de remediar la pobreza y satisfacer necesidades básicas, acciones que busquen lograr tanto mejorías fundamentales en la calidad de vida como en la construcción de ciudadanos competentes en lo humano y en lo económico.
En segundo lugar, la formulación de políticas debe asegurar que la familia no se convierta en un mecanismo más de discriminación y exclusión social. En la familia los individuos deben adquirir las capacidades que los hagan competitivos, pero la competencia no debe ser criterio de funcionalidad al interior del núcleo familiar. Por el contrario, el núcleo familiar debe convertirse en un ámbito donde los individuos se vean liberados de las fuerzas del mercado y encuentren los elementos afectivos que les permitan el enriquecimiento de sus facultades como seres humanos, solidarios y justos.
En tercer lugar, las políticas de familia deben concebirse como parte sustantiva de la política social, dirigidas al conjunto de las familias, independientemente de las formas que adopte cada una de ellas.
En cuarto lugar, tanto en el diseño como en la ejecución y evaluación de las políticas y estrategias para la familia, debe buscarse la cooperación adecuada entre el Estado y la sociedad civil, para fortalecer el rol fundamental e inalienable de la familia, cual es el de brindar afecto y favorecer el desarrollo de la solidaridad entre sus miembros.
Los cuatro puntos señalados por Maurás apuntan a aspectos centrales que requieren ser considerados al abordar políticas y programas para la familia.
Se refuerza así la importancia de la integración de las políticas económicas y sociales en un modelo de desarrollo centrado en las necesidades humanas, y la ampliación del foco de estas políticas, de modo que consideren al individuo en un contexto familiar y a la familia en su contexto social.
Importante a este respecto es el aporte de Jelin (1997), que propone repensar las intervenciones públicas hacia la familia a fin de introducir en todas ellas una consideración de la equidad de género, y señala tres grandes áreas donde el Estado debiera intervenir en el campo de las relaciones familiares: fomentar la equidad, defender los derechos humanos y promover la solidaridad grupal.
Lo anterior implica, ante todo, que la intervención del Estado se oriente a la ampliación de oportunidades que generen mayor equidad, debilitando así la tendencia de la familia a trasmitir y reforzar patrones de desigualdad existentes en la sociedad, como las desigualdades económicas y de género.
Implica también que el Estado debe intervenir frente al problema de la violencia doméstica, que es una clara violación de los derechos humanos, y que afecta preferentemente a las mujeres y también a los niños en la familia.
Finalmente, el Estado a través de sus intervenciones debe apoyar las redes sociales de la familia y la gestación de espacios de sociabilidad y de organizaciones intermedias que promuevan la participación democrática en la vida social.
1.8. El papel mediador de la familia en las políticas sociales
El papel mediador de la familia es una consecuencia de su difícil posición intermedia entre los individuos y la sociedad, que la enfrentan a demandas múltiples y contradictorias. Por una parte, ella debe desempeñar las funciones que le asigna la sociedad, adecuarse a sus políticas, trasmitir sus valores y sus normas. Por otra, debe responder a las necesidades y requerimientos de cada uno de sus miembros individuales. Las demandas provenientes de estos dos polos, que la familia está recibiendo permanentemente, no son siempre congruentes ni fáciles de descifrar. Más aún, cuando la familia misma, como grupo, tiene sus propias necesidades y aspiraciones que pueden entrar en conflicto con las de sus miembros y las de la sociedad.
Sobre la base de lo planteado hasta aquí, las familias pobres son las que se encuentran en una posición más difícil para asumir este papel mediador porque la carencia generalizada de recursos en que viven hace que fallen en responder tanto a las necesidades de sus miembros como a las de la sociedad. La frustración cotidiana a que se ve sometida la familia por esta situación y la imposibilidad de encontrar caminos de salida a ella, genera una secuencia de conflictos que alteran gravemente su funcionamiento, afectando su estabilidad e integración.
Reconociendo la importancia y complejidad de esta mediación global entre los individuos y la sociedad que realiza la familia, analizaremos a continuación cómo se realiza esta mediación en relación a las políticas sociales.
La forma como se ejerce el papel mediador de la familia no es estática, sino dinámica y se va modificando en el transcurso de su desarrollo. El sistema familiar tiene un límite o frontera que lo identifica y lo separa del medio actuando a modo de membrana porosa, en la expresión de Ackerman (1977). Su función es proteger a la familia como una envoltura, permitiendo un intercambio selectivo entre sus miembros y el mundo externo, por eso es flexible y cambiante como una ameba, extendiéndose para establecer relaciones con una parte de su medio y contrayéndose cuando suspende o termina esa relación. De esta manera la familia protege a sus miembros del impacto cotidiano del medio ambiente, aislándolos de las influencias para ella indeseables y conectándolos con las influencias y recursos que pueden ayudarlos a satisfacer sus necesidades.
Condiciones adversas al interior de la familia o en el ambiente circundante pueden destruir esta envoltura en cuyo caso los miembros recubiertos por ella pierden su protección, situación que se observa con frecuencia en las familias en situaciones de crisis.
Los padres son los que marcan este límite y operan como principales puentes entre la familia y el ambiente externo. En las primeras etapas del ciclo familiar todas las transacciones entre la familia y su medio son organizadas y operadas por los padres. En etapas posteriores del ciclo familiar los niños pasan también a tener importancia en esta vinculación.
En relación a las políticas sociales, la mediación que la familia realiza se manifiesta en que ella es condicionante del uso de los bienes y servicios que los programas sociales ofrecen (Gallardo, 1993). Esto significa: a) que sin la intervención de la familia muchos de estos bienes y servicios no tienen posibilidad de acceder a sus beneficiarios potenciales; y b) que la familia puede facilitar o entorpecer el uso adecuado de esos bienes y por lo tanto la eficacia de la política respectiva.
Nuestra práctica profesional nos ha permitido conocer directamente la importancia de este condicionante familiar, entre cuyos ejemplos más extremos podríamos recordar en el pasado la negativa de muchas familias a que sus hijos consumieran la leche que los servicios de salud les donaban y su uso para rayar canchas de fútbol y para alimentar animales, o la negativa de familias mapuches a utilizar como vivienda determinadas casas que se les construyeron y que no eran adecuadas a sus pautas culturales en relación a la vivienda.
Es especialmente importante la función mediadora de la familia en relación a los programas de salud y educación orientados a los niños. En éstos, es mayoritariamente la madre la que tiene que hacer los trámites para que el niño sea atendido por el programa y es ella la que tiene que preocuparse de que el niño asista a la escuela regularmente o que se someta a los controles de salud y a las vacunaciones. En el caso de la alimentación complementaria, es ella la que tiene que prepararla y hacer que el niño la consuma. Es decir, sin la colaboración de la familia el programa no tiene posibilidad de llegar a sus beneficiarios potenciales.
Pero también en relación a programas para adultos la familia puede facilitar o bloquear el acceso de sus miembros a ellos. Piénsese en adolescentes a quienes sus padres no les dan permiso para asistir a programas para jóvenes, en programas para mujeres a las que éstas no pueden incorporarse por negativa de sus maridos, etcétera.
Es esta función mediadora la que puede ser insuficientemente reconocida o asumida sólo en forma tácita por las políticas sociales. Como una forma de reconocer esta poderosa influencia de la familia y de que ella contribuya a la mayor eficacia de los programas sociales, se postula el diseño de políticas que en lugar de focalizarse en los individuos aislados lo hagan en las familias a las que ellos pertenecen, es decir que cambien su foco individual por un foco familiar.
Particularmente en las políticas orientadas a combatir la pobreza, lo anterior significa que ellas no propongan medidas específicas para beneficiarios individuales, sino que comprendan un conjunto de medidas integrales e integradas dirigidas a las familias pobres en sus contextos socioeconómicos y geográficos específicos. De este modo, la eficacia de la política aumentará, al adecuarse a la organización propia de ese grupo humano, que da sentido a la existencia de sus miembros y que explica la forma particular como en ellos se expresa la pobreza.
1.9. ¿Política familiar o enfoque familiar de las políticas?
La necesidad de relacionar los temas de la familia y de las políticas sociales responde, de acuerdo a lo planteado anteriormente, a la existencia de una variada gama de programas a nivel nacional y local, que influyen en aspectos determinados de la vida familiar sin saber cómo se afectan unos a otros ni cómo repercuten en las familias, careciendo de una meta común que los oriente.
Se plantea entonces como una alternativa el enfoque de las políticas sociales desde una perspectiva familiar, para que efectivamente vayan en apoyo de la familia.
Al introducirse en este tema, es necesario distinguir entre políticas que afectan a la familia y política familiar. En la mayoría de los países no existe una política familiar explícita, pero sí existe un conjunto de programas y políticas que afectan a las familias directamente, y que constituyen de hecho medidas de política familiar, si bien se dan en forma tácita y descoordinada, como se señaló anteriormente.