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—Dígame, ¿dónde ocurrió eso?
—Doscientas millas al sureste del archipiélago de las Malvinas. Y no me diga que no son aguas de francas, capitán. Ya le digo que he visto muchas de ellas, aunque ninguna blanca y tan terriblemente herida como ésta. Era Mocha, capitán, no lo dude, cualquier marinero del Proverb podría certificarlo, aunque creo que...
—¿Qué es lo que cree? —bramó a su lado un marinero de miembros flácidos, piel cartilaginosa y rostro cerúleo como el de un cadáver.
—Creo que ustedes ya saben esto. Quizás por eso me han traído hasta aquí.
—¿Cuándo la vio? —ignorando sus palabras el capitán volvió a agitar el brazo de Jim Bow.
—Hace nueve meses. En invierno.
—Nos vamos —sentenció el llamado capitán incorporándose de la alta silla de madera en la que había permanecido sentado hasta ese momento.
Como si de una orden se tratase el grupo se puso en marcha en dirección a la escalera que ascendía a la parte alta de la posada. Jim se echó el saco al hombro y les siguió. El viaje desde New Bedford hasta la isla de Nantucket le había fatigado y más aún la tensión de la conversación y el esfuerzo mental al recordar la mirada asesina de Mocha Dick. Le vendría bien descansar. Al día siguiente le llevarían a conocer su nuevo barco. Comenzaba a sentir el gusanillo de la caza y ansiaba empezar a afilar sus arpones.
La larga fila de individuos continuó el ascenso hasta que la escalera quedó sumida en la penumbra. Aquello era lo más extraño que le había pasado en su vida. Deseaba con toda el alma sentir el calor de una cama y ordenar sus pensamientos antes de entregarse al sueño.
Repentinamente, alguien abrió una puerta en la parte alta de la cadena humana y un torrente de luz iluminó de nuevo la escalera, alumbrando los rostros espectrales de sus compañeros de ascensión. Por un instante sintió un miedo indefinido imposible de explicar, pero siguió subiendo empujado por el torbellino que le seguía, hasta que se encontró en una superficie firme y un golpe de aire fresco le hizo sentirse momentáneamente reconfortado.
Aquello debía ser el tejado de la posada al que habrían accedido por una claraboya, sin embargo era de noche y, aunque vaporosa, la claridad se correspondía con las horas del día. Echó una ojeada a su alrededor y vio que los hombres desaparecían entre las brumas, entonces miró hacia la claraboya y vio salir al que cerraba la fila humana, aquel tipo extravagante y nervioso al que llamaban capitán, el cual abrió una puerta y se desvaneció tras ella. Hubiera jurado que cojeaba y una sensación de terror se alojó en su garganta.
El posadero se le acercó y le sujetó del brazo.
—Señor Bow, soy Buñuelo. El oficial Stubbs me ordena que le acompañe a la proa, valga la redundancia —para celebrar su chiste el posadero esbozó una sonrisa de hiena, dio media vuelta y esperó a que el joven arponero se decidiera a seguirle.
Conforme avanzaba siguiendo a Buñuelo comenzó a escuchar en la distancia unas voces que seguían cierta cadencia musical. Se trataba de una conocida saloma de cabrestante,4 una tonadilla antigua que había escuchado y repetido cientos de veces antes, pero que carecía de sentido en aquellas alturas de la posada.
Ese barco de aquí no es.
Túmbale, túmbale...
No es español ni es francés.
Túmbale, túmbale...
No es ruso, tampoco inglés.
Túmbale, túmbale...
Dime niña si es portugués.
Túmbale, túmbale...
O es el barco de tu holandés.
Túmbale, túmbale...
De repente, a sus ojos se hicieron patentes los torsos desnudos de cuatro marineros que con cada túmbale daban un golpe de riñón en el cabrestante, el cual giraba enrollando en su tambor un cabo grueso hasta que otro hombre, asomado a lo que parecía la borda de un buque, alzó un puño, deteniéndose el movimiento de los marineros y su rítmica tonadilla. Jim reconoció entre ellos los semblantes de los que habían acudido en la posada a escuchar su controvertida historia de Mocha Dick. El arponero se rebeló contra este pensamiento. No es que antes estuviera en la posada y ahora estuviese en otra parte; seguía en la posada y de alguna manera estaba sufriendo una alucinación. Quizás se había quedado dormido y al despertar no recordaría nada más que jirones brumosos de aquella pesadilla...
—Señor Stubbs, el ancla está arriba y clara, podemos proceder.
El grito del tipo de la borda quebró sus dudas y sus pensamientos se diluyeron como arena entre los dedos. Inmediatamente, una sombra se alzó sobre su cabeza como un ave de proporciones extraordinarias que descendiese a prenderlo con su negro pico. Alzando el rostro vio una vela que se iba hinchando conforme ganaba altura, mientras sonaba otra tonadilla tan popular como la anterior, la más conocida de las salomas de driza.
Ese barco no flotará.
Y un doblón, un doblón.
El rey de España nos compensará.
Y un doblón, un doblón.
Quién lo hundió, jamás se sabrá.
Y un doblón, un doblón.
Quizás fue Hawkins, quizás Barrabás.
Y un doblón, y un doblón.
Calico, Morgan o mi capitán.
Y un doblón, un doblón...
Jim asistía al espectáculo hipnotizado. Alucinación o no, con cada doblón un grupo de marineros templaba al unísono las drizas y uno tras otro los foques fueron ascendiendo hasta quedar firmemente amurados. En ese momento la superficie a sus pies, que hasta entonces había permanecido estable, comenzó a agitarse como la cubierta de un barco y el viento le trajo los conocidos olores de la sal y la brea. Por la proa una luz de destellos comenzó a hacerse cada vez más visible.
—Es el faro de Brant Point —sonrió Buñuelo estúpidamente sin dejar de avanzar entre cabos y maromas.
—Vencejos, señor Stuuuuubb.
El grito procedía de las alturas, donde debía ubicarse la cofa de aquel barco imaginario. Con aquella voz el vigía señalaba que una vez abandonado el resguardo del muelle que supuestamente dejaban atrás les esperaba un temporal, ya que el vencejo es el único pájaro que se atreve a desafiarlos, mientras que en medio de una galerna pueden verse volar otras aves como patos o golondrinas. Sin embargo, cuando la mar arrecia hasta convertirse en una tempestad, ningún ave se atreve a abandonar la tierra.
Después de ascender una escala, Buñuelo se detuvo y mostró a Jim una enorme ballesta en forma de cañón.
—Aquí la tiene, señor Bow. Desde aquí disparará sus arpones; le aconsejo que mantenga el equipo engrasado y listo para cuando llegue el momento. Recuerde que sólo podrá hacer un disparo.
Jim pasó los dedos por la caña. Se trataba de una reliquia, un Ludock de muelle único capaz de lanzar los arpones de hierro más pesados, aunque ahí se terminaban sus virtudes ya que su alcance efectivo no pasaba de las quince o veinte yardas, por lo que se trataba de un arma que había que disparar prácticamente a bocajarro y todo ello con puntería dudosa.
—Este es Queequeg.
Jim Bow estaba tan absorto en el arma que no escuchó a Buñuelo, el cual volvió a insistir tirándole de la manga.
—Señor Bow, le presento a Queequeg, su ayudante.
El arponero se giró y se encontró frente a frente con el indio, sintiendo un estremecimiento. Jim era un muchacho alto y de brazos fuertes, pero aquel tipo le sacaba una cabeza y parecía una estatua de bronce. Tenía el cuerpo cubierto de tatuajes, de sus orejas colgaban una docena de aros y otro de tamaño mayor pendía del apéndice nasal. El rostro estaba cruzado por pequeños surcos bajo los ojos y en las mejillas, y su barbilla apuntaba una perilla rala y poco consistente.
—Usted quitar ropa. No poder trabajar así —dijo el indio con un mohín de desprecio en la mirada.
Jim se miró a sí mismo y acarició su pelliza. Había escuchado cientos de supersticiones y aquella no le era ajena. Cualquier vestimenta a bordo relacionada con el mal tiempo era sistemáticamente rechazada por los marineros, por el simple hecho de que sugería la posibilidad de tormentas en la navegación. Él respetaba las creencias de cada uno y jamás se le hubiera ocurrido desafiar una superstición, y, si verdaderamente estaban navegando, el indio tenía razón en su queja. Por la popa observó de reojo los últimos destellos mortecinos del faro de Brant Point, mientras que por la proa unos relámpagos anunciaban el temporal que había advertido el vuelo de los vencejos. Decididamente, y por algún extraño conjuro, se encontraba a bordo de una nave que buscaba el ancho mar. Prefirió no darle más vueltas y se quitó la pelliza, a pesar de lo cual el rostro del indio no se alteró.
Los días volaban como las aves del cielo y el barco avanzaba resueltamente sin rumbo conocido y con un objetivo que se iba haciendo cada vez más nítido. Nunca el sol ni ningún otro astro se hizo visible a la tripulación; una bruma compacta mantenía a la nave a salvo de las indiscretas miradas de otros buques. Los marineros se ocupaban en sus labores habituales: maniobraban velas, manejaban la caña del timón, adujaban cabos y maromas que la mar se empeñaba en volver a desmadejar, baldeaban, limpiaban aquí y allá y arranchaban la larga colección de toneles destinada a almacenar el aceite que habrían de extraer de la grasa hervida de los cetáceos que encontraran en su rumbo.
Supieron que habían cruzado la Línea cuando las aguas sucias procedentes del baldeo cambiaron el sentido de giro en los imbornales. En el cielo, la estrella Polar que guía al navegante en el hemisferio norte debía haber sido reemplazada por la Cruz del Sur, que lo hace en la otra mitad del globo, pero eso era algo que sólo podían imaginar, pues la vaporosa nube que cubría el buque desde la salida de puerto les acompañaba celosamente en todo momento.
Jim Bow dedicaba los días a preparar el arpón para el momento supremo, menester en el que siempre se veía acompañado de Queequeg, que, si bien al principio sólo era capaz de expresarse por medio de algún gruñido aislado, cada vez se mostraba más abierto y comunicativo; eso sí, siempre en su particular forma de entender el lenguaje.
—Tú explicas ese mar que no se mueve...
—¿Otra vez, Queequeg? Te he contado esa historia docenas de veces. El que debería explicarse eres tú. Aquí pasan cosas que escapan a la razón.
—Tú explicas...
Y de nuevo Jim le contaba que aunque unos decían que se trataba de una leyenda, otros daban como cierta la existencia en el centro del océano Atlántico de una corriente que se desplazaba espiralmente hasta un punto en el que cesaba todo movimiento, y donde, según decían, se acumulaban cientos de algas llamadas sargas, razón por la que ese mar era conocido como el de los Sargazos.
—Muchos —remataba Jim su explicación—, aseguran haber navegado ese horrible mar estático del que cuentan que es la entrada al infierno de los barcos, pues se dice que las naves atrapadas por aquella corriente malvada quedan estancadas como un animal en las arenas movedizas, y que esas sargas no hacen sino disimular el tesoro de ese mar, el cual consiste en cientos de buques cuyos marineros mueren de pura desesperación al no poder sentir el brío de sus naves saltando de ola en ola y de uno a otro mar.
Indefectiblemente, al llegar a este extremo del relato, Queequeg se giraba y señalaba al joven arponero con el cuchillo, conminándole a interrumpir la narración. A continuación el indio daba un salto y se asomaba a la borda donde se tranquilizaba al ver las aguas correr en sentido opuesto al avance natural del barco, entonces regresaba junto a Jim, volvía a comprobar el funcionamiento del gatillo de la ballesta y continuaba modelando su pequeño ídolo, ocasión que el californiano aprovechaba para intentar ganarse su confianza.
—¿Dónde vamos, Queequeg? ¿Qué sucede a bordo de este buque fantasma?
—Tú saber cuándo llegar momento...
Y en esa frase quedaba encallada su lengua, como aquellos buques legendarios que gustaba arrebatar al resto de los mares aquel otro estático llamado de los Sargazos.
Al atardecer los marineros solían reunirse en la cubierta, donde, al tiempo que tallaban pequeñas figuras con huesos de cachalote, se escuchaban historias a caballo entre la realidad y la fantasía y en las que los protagonistas eran siempre las ballenas y su ancestral y desigual lucha con el hombre, que pretendía arrebatarles la energía de sus entrañas para llenar aquellos barriles que permanecían vacíos desde la salida de Nantucket. Como a cualquier marinero, a Jim le gustaban aquellos cuentos, aunque era consciente de que la mayoría eran puras fabulaciones que al saltar de barco en barco y de taberna en taberna se iban enredando, haciéndose cada vez más descabelladas. Extraña paradoja, pensaba el arponero escuchando los cuentos de labios de marineros rudos y curtidos: en tierra todos creían a pies juntillas aquellas historias de los balleneros contadas siempre en primera persona, aunque a bordo se escuchaban unos a otros con tanto interés como desconfianza, sabedores de que en el fondo todos aquellos cuentos no eran otra cosa que patrañas sin ningún sentido del rigor:
—Yo era remero en el Betwawoo —aseguraba un viejo marinero de Boston—, cuando arponeamos aquel animal que luego seguimos durante tres años. El capitán McKenzie se volvió loco y no quería saber de ninguna ballena que no fuera aquella jorobada que había escapado con su arpón. Al cabo de ese tiempo volvimos a encontrarla en el mismo lugar en que la habíamos arponeado, aunque sólo Dios sabe cuántas vueltas habría dado a la Tierra. Estaba exhausta y se entregó sin resistencia, aunque quedó tan escuálida que apenas obtuvimos media docena de barriles.
—A ningún capitán le gusta perder un arpón, mucho menos si es escocés —replicó otro marinero despertando la risa de todos.
—Dices bien —sonrió el bostoniano mostrando unas negras encías desprovistas de dientes—. Y vaya si lo recuperó, no sé cómo aquel animal pudo vivir tanto tiempo con aquel hierro oxidado en las entrañas, pero a los pocos días el arpón estaba de nuevo reluciente y listo para ser usado
Tras un breve silencio, otro marinero alzó la voz.
—Yo fui grumete en la goleta Unukhalai. A pocas millas de Cape Cod capturamos una gris y al descuartizarla encontramos un arpón perteneciente al Sockshire. Nada extraño si no fuera porque luego supimos que ese hierro había sido disparado en aguas de Alaska tan sólo diez días antes.
Los menos versados en geografía se abstuvieron de hacer comentarios, pero Elías, un marinero que había sido maestro en Connecticut protestó:
—Eso es imposible. Ninguna ballena podría recorrer esa distancia en diez días y menos aún con un arpón en las costillas.
—Sí es posible —sentenció otra voz—. Utilizan el paso del Noroeste. El hombre ha buscado durante siglos la forma de unir los dos grandes mares por el norte, pero no lo ha encontrado por la sencilla razón de que está debajo de los hielos, lo que no representa ningún problema para las ballenas...
A menudo se escuchaban también historias de los cachalotes negros, el animal más fiero que esconden los fondos abisales; había marineros a bordo que decían haberlos visto en Nueva Zelanda o en Timor. Sostenían que la razón de su extraordinaria agresividad residía en su desequilibrio mental, ya que al parecer son animales que al sentirse heridos se vuelven literalmente locos. Un marinero de Po’o Nan Poah, que decía haber tropezado con uno de ellos muerto y a la deriva, aseguraba que en su cuerpo habían encontrado hasta catorce arpones.
A Jim le resultaba extraño que en aquellas reuniones se hablase exclusivamente de ballenas, cuando en todos los barcos se escuchan historias referidas a otros animales fantásticos que hacen siempre la delicia de la marinería, como el monstruo de Savally Point, que seguía a los pesqueros a vapor, o la sirena de Halifax o el gran calamar de Cape Hope, que cada noche arrastraba un barco distinto a las profundidades del Atlántico. Sin embargo, a pesar de que en alguna ocasión trató de intervenir con ese tipo de historias, no tardó en darse cuenta de que no contaban con ningún tipo de predicamento entre aquellos extraños hombres de mar, que únicamente querían oír hablar de ballenas y de arpones.
Jim aprendió a escucharlos en silencio mientras masticaba los alimentos secos que él mismo había traído en su saco siguiendo las instrucciones de la carta. Aquel era otro de los misterios del buque; en los días que llevaba a bordo, que ya comenzaban a ser una cantidad considerable, nunca vio a los marineros alimentarse, ni tampoco a Buñuelo, teórico cocinero, preparar alimento alguno, dedicándose a cumplir funciones de grumete muy alejadas de las que supuestamente le correspondían.
Otra de las razones de su perplejidad era que a pesar de la afición de los marineros a las conversaciones de ballenas, en sus tertulias evitaban sistemáticamente referirse a Mocha Dick, a pesar de que la noche de su llegada a la posada habían mostrado un extraordinario interés en conocer de sus labios los detalles del encuentro en Malvinas con aquel leviatán de las profundidades.
Más allá de las charlas de corrillo, Jim no había conseguido ganarse la confianza de ninguno de los marineros, excepción hecha de Queequeg, que le escuchaba en silencio mientras se hacía en la cara aquellas horribles muescas con el mismo cuchillo que usaba para tallar la madera y la ayuda de un trozo de espejo que guardaba como un tesoro. Sin embargo, cada vez que Jim quería arrancar una confidencia de sus labios que diera luz a alguno de aquellos misterios, el indio se ponía siempre a resguardo de las explicaciones, amparado en aquella frase lapidaria tan mal construida que parecía constituir su único vocabulario:
—Tú saber cuándo llegar momento...
Y el momento se presentó pocas fechas después, precisamente durante una de esas tertulias al atardecer, cuando en uno de esos silencios impenetrables que a veces caían como una pesada losa sobre la reunión, una voz se dejó oír claramente en las proximidades de la nave.
—¡Ah del barcooo, capitáaaan...!
Como un resorte, Buñuelo dio un respingo, echó a correr y se perdió en el interior de la nave, regresando al poco acompañado del oficial Stubbs.
—Ha sonado por allí, señor Stubbs.
El cocinero acompañó sus palabras con un dedo extendido señalando un lugar impreciso invisible a los ojos de todos, rodeados como navegaban de aquella inexplicable penumbra.
—Nombreeee del barcooo —gritó el oficial acanalando la voz con las manos en la dirección que señalaba el dedo de Buñuelo.
—Pentzoil, ballenerooo, con base en Terranovaaa. ¿Cuál es el nombre del suyooo?
—Soy Mortenseeeen, capitán del Grains, navegando desde la alta Noruegaaa. Venimos siguiendo una franca blanca heridaaaa. ¿La han vistoooo?
—Hace cosa de un mes se nos acercó una con esa descripción. Llevaba tres arpones en el lomooo y no nos dio tiempo a cargar. Cuando disparamos ya estaba demasiado lejooos.
—¿Cuál es el nombre de su arponerooo principaaal?
Transcurrieron unos segundos sin que nadie contestara, sin duda a bordo del buque canadiense consideraban aquella una pregunta extraña.
—Se llama Bastien Gouvaaaain, es francés, de Saint Maloooó.
—¿Dónde vieron esa francaaaa?
—En los Rugientes, cien millas al este de Mar del Plataaa. Dígame capitáaaan, ¿qué clase de niebla es esa que les acompañaaa?
Inesperadamente una voz seca y grave se dejó oír tras el grupo de hombres que trataban de reconocer algún barco en el lugar del que procedían las voces.
—¡Ocupad los puestos! ¡Dad todo el aparejo! ¡Timonel, rumbo a los Rugientes!
Era el capitán, el mismo individuo de la posada se erguía ahora frente a Jim dando unas órdenes que todos los marineros se aprestaban a cumplir. Era alto y delgado como un ciprés y, además de una barba espesa y descuidada, en su rostro destacaban unos ojos oscuros y profundos que se encendían como teas con cada orden.
—Bow, vaya a preparar el arpón y, por las llagas de Cristo, no falle.
Dando media vuelta el capitán se agarró a un obenque y de un salto ascendió los dos escalones que conducían al alcázar. Fue entonces cuando Jim reparó en su pierna artificial, hecha de blancas barbas de ballena. Repentinamente una idea se abrió paso en su cerebro y corriendo como un poseso alcanzó la canasta de proa, donde el indio le esperaba junto al arpón.
—Queequeg, amigo, dime qué está pasando. Que me aspen si este navío no es el Pequod y ese el mismísimo capitán Ahab.
En ese momento el joven arponero cayó en la cuenta de que el nombre del barco no estaba escrito en ninguna parte y tampoco se lo había oído mencionar a ningún marinero, lo mismo que el del capitán; era evidente que el nombre aquel de Mortensen que había gritado Stubbs era un engaño, pero en ese momento Queequeg decidió comenzar a hablar y el joven Bow le dedicó toda su atención.
—Momento de saber ha llegado, Jim.
—¿Es Ahab, verdad?
—A bordo de esta nave ninguno ser quien fue. No ser nadie ni ser nada, sólo espíritus errantes en busca del consuelo del descanso eterno. Esa ballena tener la llave de nuestra dimensión definitiva.
Las palabras del indio sobrecogieron a Jim, que no acertaba a hacer una pregunta concreta, siendo muchas las que se abrían paso en su cabeza.
—¿Espíritus errantes? De modo que ese es el misterio; por eso os alimentáis exclusivamente del odio a Mocha Dick. Seguramente ella hundió vuestra nave y os envió a todos al infierno, pero entonces, ¿qué hacéis aquí? ¿Qué pinto yo en esto?
—Tú conocer a Moby, haberla visto y ella haberte visto a ti a través de su único ojo. Nosotros no importarle, pues ya ser suyos, sin embargo ella venir a por ti y tú tener oportunidad de conseguir lo que ya ninguno de nosotros poder. Tú recordar: sólo un disparo —concluyó acariciando la caña de la ballesta.
—No he oído nunca hablar de esa Moby, aunque conozco la historia del capitán Ahab y la ballena blanca. Es un cuento antiguo; todos los arponeros que saben hacerlo han leído la novela de Melville.
—Tú no olvidar, Jim: sólo un disparo —contestó Queequeg ignorando las quejas del joven—. Necesitar mucha sangre fría. Importante dejar que se acerque para asegurar puntería. Pero antes tener que escribir carta.
—¿Y por qué no haces tú ese disparo? ¿Qué tengo yo que ver? Yo no soy espíritu y vosotros tampoco me lo parecéis, más bien creo que sois una pandilla de locos sacados de algún manicomio. Dime, ¿qué carta es esa? No sé de qué me hablas.
—Nosotros no tener materia, Jim. Todo ser ilusión para alcanzar propósito del descanso definitivo. Poder movernos a bordo de este barco porque también él pertenecer a mundo espiritual, sin embargo, no poder relacionarnos con mundo real. Por eso tú aquí, por eso tú enviar carta y por eso necesario tú disparar a Moby.
Un tropel de pensamientos se abrió paso en la mente del muchacho. Se decía que para escribir su novela sobre la ballena asesina Herman Melville se había basado en un caso real, y ahora entendía que el animal que le había inspirado debía ser Mocha. Entonces recordó el letrero a la entrada de la posada en el que una enfurecida ballena blanca con tres arpones clavados en el costado atacaba un barco. Se lamentó de su estupidez al no haberse dado cuenta entonces y recordó el día, meses atrás, que encontraron un barco en mitad del mar envuelto en una extraña bruma y, al saludarse los capitanes siguiendo las normas de cortesía en el océano, les preguntaron por Mocha y el nombre del arponero que la había tenido a tiro. Las cosas comenzaban a encajar y, cuando Jim se disponía a seguir interrogando a Queequeg, Buñuelo se presentó a su lado y le rogó que lo siguiera. Se disponía a hacerlo cuando el indio le agarró del brazo y le entregó el idolillo que había estado tallando a lo largo de la navegación.
—Amigo Jim, tú favor de enterrar bajo árbol en montañas de Rokovoko. Ayudar mi alma a alcanzar paraíso guerreros.
La insólita petición de Queequeg desconcertó aún más al muchacho, pero entonces el indio hizo algo que le dejó más perplejo todavía.
—Tú afeitar —dijo entregándole el cuchillo y su espejito—. Moby reconocerte.
Mientras seguía a Buñuelo por la cubierta del barco, la preocupación de Jim se hizo aún mayor. Hasta ese momento no había reparado en el detalle pero, pobladas o ralas, a bordo todos se adornaban con largas barbas que nunca se afeitaban. Llevándose la mano a la mejilla el chico acarició la suya propia, crecida y cerrada. Se preguntó si el hecho de tener barba como el resto de los marineros del buque le convertía en uno de ellos y un escalofrío le recorrió de arriba a abajo como un fuego de San Telmo.