NAM: La guerra de Vietnam en palabras de los hombres y mujeres que lucharon en ella

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No sé bien por qué, pero la muerte de Johnny me afectó tanto que decidí mandarlo todo a la mierda. Un día, en lugar de ir a clase, me fui a hablar con el reclutador del Ejército. No me convenció. El tío me prometía la luna, pero no me creí ni una sola palabra, así que fui a ver al reclutador de los Marines. Era todo lo que podías esperar de un marine: cuadrado, curtido; el tío parecía una roca.
—Te voy a ser sincero —me dijo en un momento de la conversación—: si te alistas, irás a Vietnam. No tiene más vuelta de hoja.
Estaba seguro de que mi destino habría sido el mismo en el Ejército; la diferencia era que el reclutador del Ejército no me lo había dicho.
Además, me habían lavado el cerebro desde niño. Mi padre había sido marine y había estado en el Pacífico Sur durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque nunca hablaba mucho de ello, recuerdo que cuando iba a segundo vi su cinturón de uniforme y la insignia del Cuerpo de Marines. Siempre había pensado que los Marines eran la élite. Si quieres hacer algo, es mejor hacerlo con los mejores, como jugar en el equipo del Instituto Wilcox. Se nos conocía por ser más enclenques que los otros equipos, pero éramos los más rápidos y con más actitud sobre el campo. Ganábamos gracias a nuestra actitud.
¿Qué iba a hacer? Prefería estar rodeado de gente motivada y con las ideas claras que pasearme por los arrozales con un puñado de tipos insignificantes que ni siquiera querían estar allí.
Tampoco es que yo lo quisiera, pero cuando vi que se estaba librando una guerra y yo tenía edad para ir, supe que tenía que formar parte de ello. Era mi destino. Era lo que debía hacer. Sonará extraño, pero, cuando pasó, supe, no sé muy bien cómo, que aquello ya estaba escrito.
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Vengo de una zona conservadora de votantes republicanos. Crecí en el ambiente estricto e impersonal propio de las zonas residenciales, donde la gente nunca se quedaba demasiado tiempo y el privilegio era parte de nuestra herencia. Teníamos nuestros barcos, nuestros pasatiempos. Teníamos estabilidad y un trabajo de quince mil dólares al año asegurado nada más salir de la universidad.
Nunca sentí que encajara, pero tampoco imaginé nunca que acabaría en Vietnam. La prórroga del servicio militar se me agotó antes de terminar la universidad. En tercero me había ido a estudiar a Brasil, mi año en el extranjero. Pensé que me convalidarían todas las asignaturas cuando regresara, pero no fue así y tuve que hacer un año más. A mitad del curso siguiente, mi centro de reclutamiento me notificó que habían cambiado mi clasificación de II-S23 a I-A24.
Pensé en volver a Brasil o unirme al Cuerpo de Paz, pero estaba empeñado en terminar la carrera. Se me había metido en la cabeza que, si me largaba, no volvería a la universidad en la vida y no me graduaría. Era la actitud propia de un adolescente, pero aquel título era el pasaporte a mi futuro laboral.
El ROTC25 del campus acababa de empezar un curso intensivo para los estudiantes que no habían realizado la instrucción básica y querían empezar el servicio militar con rango de oficial. Lo único que tenía que hacer era quedarme un año más y apuntarme solo a las clases del ROTC; así saldría de allí con un rango. «A la mierda, no quiero ir allí para pasarme el día pelando patatas. No quiero ser un soldado raso cualquiera. Soy un antisocial y no soporto la autoridad. Si llegó allí con el rango más bajo seguro que me meto en líos y acabo en la cárcel. Es mejor empezar con un poco de autonomía, sin llamar la atención.» Quería que me dejaran en paz e ir a la mía. Así que dediqué mi último año de universidad a prepararme para ser oficial en el ROTC.
Pero era un puto desastre. Siempre tenía el pelo demasiado largo y mi uniforme siempre estaba sucio. No es que me rebelara a propósito, simplemente no era capaz de tomármelo en serio. No podía sentarme en clase y hablar sobre la guerra como hacían los demás. Y no es que yo fuera un intelectual o que me interesara la política, pero había recibido una educación católica y me habían inculcado una serie de valores. La vida de los santos había hecho mella en mí, y también Jesucristo y su ejemplo, quizá más de lo que estoy dispuesto a admitir. De algún modo, me lo creía. Hablaba de las Convenciones de Ginebra y de lo absurdo que era discutir sobre la legalidad de la guerra. Reducir algo que era básicamente inmoral a una cuestión legislativa me parecía una estupidez.
Recuerdo que tenía que salir a correr al campo de atletismo con un uniforme que me quedaba grande y que me sentía como un auténtico gilipollas. Era mayor que los demás chavales, no me lo tomaba en serio y sabía muy bien que estaba allí porque me convenía. Me daba miedo ser un soldado raso cualquiera. Estaba haciendo lo mismo que había hecho toda la vida: avanzar a base de ingenio. Despreciaba a los demás por querer hacer carrera militar, por aspirar al poder y al liderazgo, por querer mangonear a otros chavales como si fueran piezas sobre un tablero de ajedrez.
Un día vi por el rabillo del ojo a una pequeña delegación de la SDS26 en la puerta de la pista de atletismo. Sentí por ellos una afinidad tremenda. Ese día —tengo grabada en la mente mi imagen, arrastrando literalmente los pies por la pista— me pesaba el culo; seguía el paso, pero me identificaba en secreto con ese grupo de manifestantes. Sin embargo, ellos pertenecían a un mundo completamente distinto al mío. Para bien o para mal, yo estaba viviendo la experiencia americana y me parecía imposible saltar el abismo que nos separaba. Supongo que pensé que no me aceptarían, que yo era de otra especie.
Después de graduarme, me fui al entrenamiento de verano del ROTC. Intenté pasar desapercibido. Fallé las pruebas obligatorias de tiro. Odiaba las armas de fuego. Me juré que, fuera cual fuese la situación, jamás utilizaría un arma, jamás mataría a nadie. No fallaba a propósito; simplemente, no me interesaba acertar.
Mis compañeros de la compañía eran estudiantes de tercero. Al terminar el verano, volverían a la universidad para terminar la carrera y les concederían el rango militar durante la ceremonia de graduación. Yo conseguiría el mío nada más terminar el campamento. Además, tuve el privilegio especial de que me lo concedieran en el club privado de oficiales. Cuando terminaba la jornada de entrenamiento, un colega de la universidad que ya era teniente en el Cuerpo de Transmisiones venía a recogerme en su Oldsmobile descapotable, un coche de lujo, una preciosidad. Yo me hinchaba como un pavo. Los demás estaban ahí abrillantando el suelo y haciendo mierdas por el estilo, pero yo me ponía mi americana de madrás, mis tejanos y mis mocasines de cuero sin calcetines, mi amigo el teniente pasaba a buscarme y nadie se atrevía a decirme ni pío.
Pero en realidad la cosa estaba jodida, muy jodida. Hasta hace poco, no me he dado cuenta de lo solo que estaba, de lo desconectado que estaba de mi vida. Estaba apartado de todo el mundo, de la sociedad, de la comunidad. Era una especie de jesuita excéntrico.
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Terminé la universidad tres días después de que dispararan a Robert Kennedy y dos meses y tres días después de que asesinaran a Martin Luther King, un palo detrás de otro. La guerra pendía como una espada sobre nuestras cabezas. A mediados de mi último año universitario, me cambiaron de la categoría II-S a la I-A27 y me pasé seis meses reflexionando acerca de la guerra. Principalmente, lo que hice fue leer mucho sobre pacifismo para decidir si era o no objetor de conciencia. Al final llegué a la conclusión de que no, aunque sigo sin estar seguro de por qué.
En 1968, la única decisión firme que tomé sobre la guerra fue que, si quería evitarla, lo haría legalmente. No pensaba engañar al sistema para derrotarlo. Huir del país no era una opción, porque las probabilidades de volver parecían muy remotas. No estaba dispuesto a renunciar a mi hogar. Pasar dos años entre rejas era una estupidez tan grande como ir a la guerra, e incluso menos productiva. Y tampoco me iba a pegar un tiro en el pie. Tenía amigos que se estaban matando de hambre para no pasar el reconocimiento médico, pero yo no pensaba hacerlo, supongo que porque suponía demasiado esfuerzo. No es solo que estuviese empeñado en hacer lo correcto; en parte, también era pereza. Me resultaba muy difícil tomar una decisión, fuera la que fuese; quería que se decidiera por mí. Pero no tomar ninguna decisión fue, en realidad, tomarla.
Aunque alistarme en el Ejército me daba pánico —creía que, de todas las personas que conocía, yo era quien menos posibilidades tenía de sobrevivir—, también había algo de seductor en ello. Me sedujeron la Segunda Guerra Mundial y las películas de John Wayne. Cuando iba al instituto, soñaba con visitar Annapolis28. Parece una tontería, pero me afectó mucho que retiraran del servicio al último buque acorazado. De pequeño, fantaseaba con estar al mando de uno así durante una épica batalla naval, con el sable del siglo xviii de mi tío abuelo Arthur guardado en un cofre.
De una forma u otra, en cada generación de mi familia por parte de padre, siempre había habido alguien que había ido a la guerra. No es que a mí me hubieran dado mucho la lata con el tema, pero en casa se le daba mucha importancia al pasado, y no de forma sutil. «Es lo que un hombre debe hacer», oía a menudo. Yo, igual que todos los demás, también fui víctima de una visión romántica y totalmente desinformada de la guerra.
Me llamaron a filas a finales del verano. Estuve aterrorizado durante días enteros. «¿Qué cojones voy a hacer?» Fui corriendo a hablar con los reclutadores para ver si podía alistarme en la Marina, los guardacostas o en las Fuerzas Aéreas, pero no hubo manera.
Podría haber movido algunos hilos para intentar salvarme. Ahora, cuando lo recuerdo, lo que me resulta curioso es que tenía la misma información, educación y oportunidades para librarme de la guerra que cualquier otra persona de clase media con educación universitaria… Pero no tomé ninguna decisión que no me condujera a lo inevitable. Pese a la vorágine de pánico que sentí cuando me llegó la orden de reclutamiento, había una parte de mí que, por la noche, en la cama, fantaseaba sobre cómo sería.
En resumidas cuentas, al menos la mitad de las emociones que sentía me animaban a ir. Como no tuve la opción de unirme a ninguna otra rama de las Fuerzas Armadas, no me quedó más remedio que alistarme en el Ejército. Pero era posible aplazar mi alistamiento. Me llamaron a filas en agosto y pensé: «Joder, pues yo no quiero ir hasta octubre», así que elegí esa opción. Pasé ese tiempo en una casita de campo en Maine disfrutando del buen tiempo. Leí un montón y escribí dramáticas cartas de despedida.
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Nací en Bakersfield, una ciudad de paletos. Aunque, en realidad, en Estados Unidos hay paletos en muchos sitios. Nací y crecí allí, y de allí me fui al Ejército.
Cuando iba al instituto, ya sabía que no iría a la universidad. Era una opción que no estuvo nunca sobre la mesa. Graduarme en el instituto ya fue todo un acontecimiento en una familia como la mía. Somos de origen mexicano. Mi padre, que trabajaba como peón, dejó de estudiar cuando estaba en tercero, si mal no recuerdo. Murió cuando yo tenía cinco años y mi madre tuvo que hacerse cargo de nosotros. Nos crio a los seis ella sola: a mis dos hermanos, a mis tres hermanas y a mí.
Me alisté un par de años después de terminar el instituto. Por aquel entonces era un chico joven e inocente y pensaba que alistarme era el deber de todo buen americano.
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Crecí en una pequeña ciudad. De pequeño jugaba al fútbol americano y al béisbol, como todo el mundo. Siempre fui un estudiante problemático. Ahora creo que no sabía lo bien que vivía entonces. Hice alguna que otra chapuza y gané suficiente dinero como para comprarme una guitarra eléctrica y un amplificador. Así fue como empecé a tocar en un grupo.
Cuando estaba a punto de terminar el instituto, todo el mundo hablaba de lo mismo: «¿Qué vas a hacer cuando termines de estudiar? ¿Qué piensas hacer?». Yo no lo sabía, pero respondí: «Me voy a alistar en el Ejército». Y, después de graduarme, me metí en el Cuerpo de Marines. Supuestamente era el mejor cuerpo de las Fuerzas Armadas y, para mí, lo era. Me ayudaron a madurar. Maduré en Vietnam.
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Cuando empezó la guerra, mi viejo me dijo: «Ve. Aprenderás, te harás un hombre. Ve».
¡Joder! Si mis viejos hubieran tenido que mandar al caniche a la guerra, habrían llorado más. Pero yo tenía que ir, un hombre tenía que ir a la guerra.
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El autobús se detuvo en la zona de recepción. Había un tipo con un sombrero igualito al del oso Smokey29, fuerte y con cara de pocos amigos. Cuando se abrió la puerta, subió al autobús y comenzó a escupir mierda: «Venga, coged vuestras cosas, bajad del autobús, poneos encima de las señales amarillas que hay pintadas en el suelo…».
Fue una escena graciosísima, como sacada de Gomer Pyle30. Había un chico a más o menos medio metro de distancia del marine que estaba partiéndose de risa, como todos los demás. El oso Smokey se dio la vuelta de golpe y le dio tal bofetada que casi lo tiró por la ventana. La cabeza le rebotó contra el portaequipajes y se quedó tambaleándose por el pasillo.
Se nos borró la sonrisa de la cara. A mí se me paró el corazón. Nos dimos cuenta de que ese tío no se andaba con tonterías. «Este es capaz de pasearse por el autobús soltando hostias a todo el mundo.» Salimos escopeteados.
Bajé con un grupo de pandilleros puertorriqueños que tenían pinta de venir de la gran ciudad y que se creían unos tipos duros. Tropezaron y cayeron encima de mí y trastabillamos hasta colocarnos sobre las señales pintadas en el suelo. Smokey nos hizo marchar hasta a unas barracas y ponernos firmes. Gritaba y chillaba, nos intimidaba mucho. Pusimos todas nuestras cosas encima de la mesa, él se acercó y lo tiró todo a la basura. Estábamos tan asustados que no nos atrevimos a abrir la boca.
Yo estaba al lado de un puertorriqueño enorme que miraba a Smokey por el rabillo del ojo. Cuando lo pilló, le gritó: «¿Me estás mirando, pedazo de mierda? Quítame los putos ojos de encima. ¿Te parece divertido? Espero que te jodan vivo. No hay nada que me dé más asco que un puertorriqueño chupapollas».
Como si tuviera ojos en la espalda, Smokey vio que un chaval lo miraba un segundo y le dio tal puñetazo en el pecho que lo lanzó casi dos metros hacia atrás. Se estampó contra la pared y rebotó. Me temblaban las piernas. «¿Dónde coño me he metido?», pensé.
Después, nos llevaron hasta una especie de barracas. Dentro solo había colchones sin sábanas y somieres de metal; parecía un campo de concentración. Encendieron la luz y nos dejaron allí. Tenía un nudo en el estómago. Tumbado en la cama, pensé: «¿Qué ha pasado con mi vida?». Habíamos sido testigos de cómo la realidad se convertía en una soberana mierda. Los chavales lloraban, revolviéndose en el catre. Yo estaba hundido; no me podía creer lo que me estaba pasando.
Estuvimos allí un par de horas. Llegas con tu ropa de civil, pero ya hace un par de días que la llevas puesta. Te sientes como una mierda. Cuando te hacen marchar fuera de la barraca, te llaman por un número en vez de por tu nombre. Te rapan al cero. Ya no sabes ni quién eres. Te dan un petate y te lo llenan de cosas. Todo el mundo te odia y te joden a la mínima de cambio. Te ponen las vacunas. Tienes que estar siempre en posición de firmes. Algunos se desmayaban; se quedaban rígidos y se caían de bruces y los médicos del cuerpo se descojonaban. Nadie te habla, todos gritan. Ninguna prenda de ropa que te dan es de tu talla. Te sientes como una mierda y tienes una pinta de mierda. Luego, un puñado de instructores militares te llevan otra vez a la zona de recepción, y allí es donde la mierda empieza a salpicarte de verdad.
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Lo primero que te quitan es el pelo. Yo no me había visto rapado en la vida. Es que no solo era la perilla, te quitan todo el pelo de la cabeza. Te quedas sin pelo, joder. Yo creo que llevaba bigote desde los trece años. Siempre había llevado bigote. Pero, de repente, me quedé sin bigote, sin barba y sin pelo en la cabeza.
Ya ni reconocía a los chavales con los que había estado charlando y riendo hacía menos de una hora.
—¿Joe, eres tú? —pregunté mirando a mi amigo.
—Sí, ¿James? ¿Eres tú?
—Sí. ¡Joder!
Es rarísimo lo que cambia la gente cuando le cortan el pelo. Ese es el primer paso.
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La situación enseguida se vuelve primitiva. Los líderes son automáticamente los tíos más grandes que hay, los que pueden imponer su voluntad por la fuerza. En cuanto entras en el Ejército, buscan líderes de pelotón. Viene un sargento y elige a los chavales más corpulentos, porque sabe que son los que pueden intimidar a los demás. Todo el mundo entiende la fuerza bruta. Un tipo que mide 1,90 m y pesa 120 kg se convierte en el líder de tu pelotón y, por tonto que sea, quien está al mando es él. Si el sargento es la figura de autoridad que está en un segundo plano, el cachas es el matón del barrio.
Estuve perdido durante mucho tiempo. Todo se reduce a la fuerza y yo solo pesaba unos setenta kilos. Había poquísimos soldados que fueran más bajitos que yo en la cadena de mando. Fue un golpe para mí. No llegué a encontrar mi lugar.
En el Ejército no abundan precisamente los intelectuales. La mayoría venía de familias de clase obrera. Muchos de ellos eran sureños. Allí fue la primera vez que traté con negros, aunque ellos preferían ir a la suya. Algunos grupos sociales, como los hijos de familias de clase trabajadora y los que venían de las grandes ciudades, se adaptaron rápido al Ejército. La mayoría de los de clase media, como yo, no encajábamos. Hasta entonces, no habíamos tenido que preocuparnos de salir adelante por nosotros mismos. Habíamos crecido en un ambiente seguro donde no valorábamos lo que teníamos.
Una forma de dejar claro a los demás quién eras —o al menos era la que yo tenía— era tu forma de hablar. Yo sabía expresarme correctamente y tenía un buen vocabulario. Eso me convertía en un intruso; no les caía bien, sobre todo a un tío mayor que los demás y con un acento de Georgia muy marcado.
No sé exactamente por qué, pero me peleé con ese tío un montón de veces. A pesar de todo, nunca sentí la presión del resto de compañeros. No les caía muy bien, aunque tampoco les caía abiertamente mal, pero nadie movía un dedo para ayudarme. Me las tenía que arreglar solo. Ese chico era bastante más grande que yo y, para colmo, yo había perdido el rumbo y me sentía desamparado. Las peleas a puñetazo limpio terminaban enseguida; en realidad, nunca llegaba a pasar nada. Pero esa sensación de ser un intruso se acrecentaba, sobre todo porque había encontrado a un contrincante que estaba siempre buscando la ocasión de meterse conmigo. Tenía que estar siempre alerta. Tuve que aprender desde cero.
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No amanecíamos como el resto de mortales. Nos teníamos que levantar de la cama de un salto. O sea, que encendían la luz del barracón y: «¡Venga, en pie!».
Cada mañana, rodaban papeleras por el pasillo de la barraca y volcaban los catres de los chavales. Daba un miedo que te cagas. Tienes dos minutos para ponerte el uniforme, hacerte la cama y salir pitando.
La primera vez, te ibas a dormir y te olvidabas de dónde estabas. Te despertabas cegado por la luz y oías un gran estruendo, como si acabara de estallar una bomba. Se oían gritos por todas partes y te levantabas de un salto. Recuerdo ver como unos charcos en el suelo: unos chavales se habían meado encima de miedo.
No tardé mucho tiempo en darme cuenta de que esa iba a ser la dinámica de cada mañana, así que lo mejor era irme a la cama medio vestido. Me levantaba media hora antes que los demás y me ponía los pantalones y las botas. Poco tiempo después, todo el mundo hacía lo mismo. Y entonces nos gritaban: «¡Quitaos la ropa, meteos en la cama y empezad otra vez!».
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«La única forma que tengo de salir de aquí sano y salvo —me dije— es hacerlo todo bien y no meterme en líos.» Y eso intenté hacer, pero es inevitable meterse en líos.
—Pero ¿qué os enseñaban en la universidad, recluta? ¿A coger bien el lápiz?
—¡Sí, señor!
—¿Te estás quedando conmigo, recluta?
—¡No, señor!
—Te caigo bien, ¿verdad, recluta?
—¡Sí, señor!
—¿Te gusto, recluta? ¿Eres marica?
—¡No, señor!
—Entonces, ¿no te caigo bien, recluta?
—¡Sí, señor! ¡No, señor!
—Muy bien, señoritas. Tenéis una pinta de mierda, así que vamos a entrenar un poco. ¡Todo el mundo al suelo, a hacer flexiones! ¡Sin parar! ¡Empezamos! Un, dos; un, dos; un, dos; un, dos; un, dos; un, dos.
—¡Saltos! ¡Arriba y abajo! Arriba, abajo; arriba y abajo. ¡La espalda contra el suelo! ¡Media vuelta! ¡Arriba, abajo!
—¡Cambio! ¡Flexiones sobre los nudillos! ¡Ya! Un, dos; un dos; un, dos; un, dos. ¡Saltos de tijera! ¡Preparados, listos…!
Después nos hacían marchar alrededor de las barracas. Tras alejarnos unos ciento cincuenta metros, nos gritaban: «¡Todo el mundo en formación al lado del catre!». Entonces, se arremolinaban todos alrededor de la puerta y se abrían paso a codazos para entrar al barracón y formar donde les habían ordenado.
Los días que no nos hacían pasar por aquello, nos plantaban delante de las narices el reglamento de los marines para que memorizáramos la lista de las once órdenes generales. Era una auténtica tortura mental.
Un chaval se bebió una lata entera de limpiametales. Después de hacerle un lavado de estómago, lo mandaron directo a la unidad de psiquiatría. Otros dos no lo soportaron y se derrumbaron. Pero, si llegabas al final de la instrucción, te sentías el tío más duro que había sobre la faz de la tierra. Cuando te nombran marine, durante la ceremonia de graduación tienes lágrimas en los ojos. Estás completamente adoctrinado.
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Me alisté en el Ejército pensando, inocente de mí: «Bueno, con un par de años universitarios aprobados, no me mandarán al cuerpo de infantería». No veía nada malo en ir a Vietnam. Lo único malo era el miedo que le tenía a la muerte. Pensaba que, de algún modo, ese miedo no debía estar ahí. Tampoco me veía matando a nadie. En mi imaginación, veía escenas de películas de John Wayne en las que el héroe era yo, aunque ya entonces tenía la madurez suficiente para darme cuenta de que no era una imagen muy realista.
En el campo de entrenamiento no conocí a muchos patriotas. Algunos estaban allí por orden del juez: «O te alistas en el Ejército o cumples dos años de condena por robo de vehículo». Otros, como yo, eran idiotas a los que se les había pasado el plazo para solicitar la prórroga. Pero también había chavales que de verdad creían que, a largo plazo, en el Ejército les iría bien.
Para que no desertásemos o nos ausentásemos sin permiso, nos dijeron que solo el diecisiete por ciento de los nuevos reclutas serían destinados a Vietnam. Y, de ese porcentaje tan bajo, solo el once por ciento formaría parte de alguna tropa de combate. Eso me tranquilizó. Me pareció que los números estaban de mi parte y que todavía existía la posibilidad de que no me destinaran a Vietnam y me reventaran en mil pedazos. Genial.
Cuando terminamos la instrucción, salvo tres excepciones —un loco que pidió el traslado a las Fuerzas Aerotransportadas, otro que se desmayaba cada dos por tres y otro al que se le perforó un tímpano—, todos los demás fuimos destinados a Vietnam. Doscientos tíos en total.
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Cuando llegamos al campo de entrenamiento, nos pidieron que escribiéramos en un formulario por qué nos habíamos unido a los Marines. Yo puse: «Para matar», porque, joder, eso era básicamente lo que quería hacer. Pero tampoco es que quisiera matar a todo el mundo, yo solo quería cargarme a los malos.
En la tele y en las pelis están los buenos y los malos, ¿no? Pues yo quería cargarme a los malos. No era un patriota, no me uní a los Marines por mi país. A ver, sí, amo este país, pero en aquel entonces me importaba una mierda. Lo que yo quería era matar a los malos.
En el campamento militar me molieron a palos. «¿Dónde está ese capullo que tantas ganas tiene de matar?», decían, y luego iban a por mí. Me llevaron a ver a dos loqueros. El segundo me hizo un montón de preguntas como: «Cuando eras pequeño, ¿mataste alguna vez?». Le conté que tenía una pistola de aire comprimido y me había cargado a un par de pájaros. ¿Qué coño importaba eso?







