NAM: La guerra de Vietnam en palabras de los hombres y mujeres que lucharon en ella

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Era acoso y punto. ¿Para qué se une nadie a las Fuerzas Armadas si no es para defender a su país, cosa que, en la mayoría de casos, implica matar?
De todos los lugares a los que me podían destinar, acabé en el Astillero Naval de Filadelfia, donde me aburría como una ostra. Solicité varias veces el traslado a Vietnam, pero siempre me rechazaban. Al final, como no paraba de insistir con que quería ir al extranjero, me autorizaron.
Sin embargo, antes de irme tuve un par de accidentes. En un bar de negros me apuñalaron en el pecho y tuvieron que ingresarme en el Hospital de la Marina de Filadelfia. La puñalada me atravesó el pericardio y me alcanzó el pulmón. Allí veía llegar a los mutilados que volvían de Nam, pero ni siquiera eso me disuadió. Quería ir de todos modos.
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Me educaron en el catolicismo. Cuando tenía dieciséis años me hice seguidor de Elijah Mohammed, el líder de la Nación del Islam, un negro musulmán. Cuando me llamaron a filas, intenté explicarle al Ejército que no creía en el Gobierno como tal, ni tampoco en el sistema. Los míos seguían jodidos por su culpa, seguían teniendo mentalidad de esclavos. ¿Por qué iba a luchar por un sistema así?
Me llevaron ante un teniente coronel. En aquel entonces, se estaba juzgando el caso de Muhammad Ali31 en el Tribunal Supremo. El teniente coronel fue tajante:
—O juras proteger a tu país o vas a prisión. Una de dos. Elige.
Jamás podré olvidarme de su cara; ni siquiera fue capaz de sonreír.
—No quiero que me metan en la cárcel —respondí—. No he pisado una en la vida.
—No te preocupes. Una vez te hayas alistado y digas que eres musulmán, no creo que te envíen al extranjero. Te quedarás en los Estados Unidos.
Así que levanté la mano derecha y juré.
De allí fui a Fort Jackson, en Carolina del Sur, donde empezó toda la mierda. Muchos de los oficiales y suboficiales eran sureños, así que no entendían qué pintaba un negro musulmán en el Ejército de los Estados Unidos, por mucho que lo hubieran reclutado.
Me acosaban y me insultaban: «Aquí no debería haber gente como tú». Cada vez que pisaba el campo de tiro temía por mi vida. «Los tíos como tú deberían estar muertos», me decían los sargentos. Te lo soltaban con tanta naturalidad que acababas por preguntarte: «Pero ¿este tío me está hablando en serio?». Estaba sometido a mucha presión.
Los musulmanes no podemos comer carne de cerdo, ni siquiera podemos tocarla o manipularla. Me asignaron la tarea de limpiar el colector de grasa de la parrilla de la cocina. Allí se acumulaba ternera, cordero, pescado y todo tipo de fritos y, por supuesto, también cerdo. Les dije que no me importaba ser ayudante de cocina y que estaría encantado de pelar patatas para todo el Ejército de los Estados Unidos si era necesario, pero que no quería tocar el cerdo. Lo habían hecho a propósito: si me negaba a obedecer órdenes por mis creencias religiosas podían acusarme de desacato.
Por suerte, encontré un capellán protestante que comprendió mi situación y decidió intervenir. «Que sea ayudante de cocina, pero no tiene por qué tocar el cerdo —dijo—. Es su derecho como individuo.» Nadie en toda la compañía era capaz de entenderlo.
Cuando terminé el entrenamiento básico, se suponía que me quedaría en los Estados Unidos para servir como mozo de almacén, o algo parecido. Pero, cuando llegó la orden, mi destino era el Cuerpo de Infantería. Allí fue donde terminamos todos.
Para continuar con el entrenamiento especializado de infantería nos enviaron a Fort Polk, Luisiana, donde tuve que aguantar más de lo mismo: «Ah, ya veo, eres musulmán…». Allí, en el sur profundo, me trataban como si fuera un espía ruso. Me sacaron ante la compañía al completo para anunciar cuál era mi religión: «Este es musulmán. No se puede confiar en él. Guardaos bien las espaldas si os toca con él en el entrenamiento».
Quise protestar, pero allí no tenía a nadie con quien hablar. En cuanto decía que era musulmán, me miraban raro. Me mandaron al Servicio de Inteligencia del Ejército. Los oficiales al mando querían interrogarme porque suponían que era un traidor: «¿Eres comunista? ¿Te has alistado para poner al resto de GI negros en contra de los Estados Unidos?»
Naturalmente, allí predicaba el Corán a mis hermanos y hermanas. Algunos se interesaron en saber más sobre el Islam. Conseguí formar un grupo unido, y eso no gustó en el Ejército. Me consideraban una amenaza porque intentaba mantener a los míos unidos. Yo les pregunté: «¿Por qué tenemos que combatir en una guerra que ni siquiera entendemos?».
Cuando terminabas el entrenamiento especializado de infantería, te daban un permiso y luego te destinaban directamente a Nam, pero a mí me volvieron a mandar a Fort Polk. El Servicio de Inteligencia del Ejército me estaba investigando. Querían despejar cualquier duda que tuvieran sobre mí antes de destinarme al extranjero. Me sacaron de la compañía y me incluyeron en otra especial del cuartel general.
Me destinaron a las oficinas del cuerpo, al almacén, donde montaba las armas y cosas así. Era un riesgo para su seguridad, pero tenía acceso al arsenal. Por si fuera poco, también me tocaba hacer cualquier mierda que se les ocurriera: recogía las colillas que había tiradas por la calle o fregaba el sumidero de los urinarios con la escobilla para limpiar los cañones de los M-1632. Tenía que limpiar, sin guantes, todos los agujeros de cada uno de los urinarios de la compañía. ¿Sabes lo que apesta eso? Pero yo lo hacía con una sonrisa y decía: «Bueno, no es cerdo, ¿no?».
Algunos creían que estaba pirado. Me mandaron a ver al loquero, que dijo: «No es ningún demente. El muchacho tiene fe».
Empecé a dedicarme a caldear el ambiente. Era lo mío. Llevaba un libro de Karl Marx encima, solo por tocar los huevos. Una vez, hasta llamaron a la Policía militar para que registrara mi taquilla para ver si encontraban libros que me relacionaran con los soviéticos o algo por el estilo. Pero lo único que encontraron fue el libro de Karl Marx, que se podía conseguir en cualquier biblioteca. De hecho, lo había sacado de la que había en la base. Al final me lo devolvieron, no sin antes pedirme disculpas.
Pero seguía estando bajo vigilancia. Tenía que presentarme una vez por semana ante el Servicio de Inteligencia del Ejército. Además, habían trasladado a la base a un tío del FBI que era como mi agente de la condicional. A mí no me molestaba ir a verle, así al menos podía escaquearme del trabajo. Siempre le decía: «Por favor, no me vuelva a mandar allí, quedémonos aquí charlando todo el día».
Después de cumplir con mis horas de servicio, predicaba el Islam y el marxismo. Era muy joven, solo tenía diecinueve años. Cuando los animaba a coger las armas y a luchar por ello, lo decía en serio. No buscaba tanto un conflicto racial como una revolución de clase. El sistema estaba en contra de mi gente. Si tenía que empuñar un arma, quería alzarla contra el sistema y no contra un vietnamita que no conocía de nada. Estaba dispuesto a morir por la causa… pero entonces no sabía lo que era la muerte.
Tuve que subir para hablar con el comandante de la base, un capullo con dos estrellas en el uniforme. Le expliqué mis creencias y le dije que estaba dispuesto a morir por ellas. «Bueno —respondió—, pues si quieres morirte, adelante. Pero nada de luchar y morir en las calles. Tú vas a morir en Vietnam.» El Servicio de Inteligencia había dado su aprobación y mis órdenes eran ir directo a Nam.
El asistente del general me dijo: «Como te gustan tanto los vietnamitas y esas ideas comunistas, te mandamos a Vietnam para que te reúnas con ellos. Ya nos encargaremos nosotros de que te maten». A todo el mundo se le dibujó una sonrisa en la cara. Era el mayor hazmerreír que había pisado Fort Polk: el comunista al que mandaban a Vietnam.
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A mediados del permiso de treinta días que te daban antes de ir a Vietnam, estaba en casa, en St. Louis, sentado en el sofá viendo la televisión. De repente, interrumpieron la emisión para informar de que había estallado la Ofensiva del Tet33.
En uno de los últimos discursos que nos dieron en el Ejército antes de marcharnos, nos aseguraron: «Escuchad, allí es todo bastante civilizado. Tendréis piscina, cafeterías y cosas así. No tendréis que bajar corriendo del avión para formar un perímetro defensivo alrededor de la base aérea de Saigón». Pero eso era precisamente lo que el «enemigo» mostraba en la televisión: que la gente estaba saltando por los aires en la base aérea de Tan Son Nhut.
Mis amigos me decían: «Pero ¿tú estás loco? ¿De verdad que vas a ir? Michael, piénsatelo». Hasta se ofrecieron a prestarme dinero para que desertara a Canadá. Pero la verdad es que yo no estaba muy cuerdo. Ya estaba demasiado metido en todo aquello.
Antes de presentarme a filas, pasé unos días solo en San Francisco. Supongo que me lo pasé bien. Me despertaba sin un dólar en la cartera, pero sin heridas ni moratones. Nadie me había hecho daño, pero no recordaba nada de la noche anterior. Me gasté varios cientos de dólares; solo me quedé con el dinero justo para coger el autobús e irme a la base de las Fuerzas Aéreas de Oakland.
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Cuando llegué a casa tras la instrucción, mi familia no sabía qué hacer conmigo. Mi novia no paraba de decirme: «¡Vaya, Jim! ¡Estás hecho todo un patriota! ¿Qué te ha pasado? Parece que cuando te cortaron el pelo también te lavaron el cerebro». El Cuerpo de Marines me había convencido de que la guerra era lo correcto. «Sí, pero tú antes no eras así», me dijo ella.
Yo no me veía cambiado, pero nadie entendía qué me pasaba: «¿De qué va todo esto? De repente eres Jim, el patriota, que se va a luchar en la gran guerra y ni siquiera sabe por qué».
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