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Racismo y sexismo: ¿una sola “comunidad”?
La tesis que yo había creído poder adelantar, concernían a la relación paradójica del racismo y del universalismo en la época moderna. Efectivamente, muchos historiadores y analistas concuerdan en considerar que, en sus diversas variantes —racismo biológico basado en el mito de una desigualdad de razas humanas y, en primer lugar, de una distribución de la especie humana en “razas” distintas, racismo cultural basado en la transformación de las tradiciones lingüísticas o religiosas en antagonismos hereditarios, como en el caso del antisemitismo—, el racismo es un fenómeno esencialmente moderno. Sin embargo, esencialmente me importaba distinguir de una determinación intrínseca del universalismo por el racismo, y recíprocamente, una simple utilización social y política del universalismo por un sistema de dominación que se lo apropia, en cierto modo, en forma “privada” (como se ha podido ver especialmente en la historia de la colonización europea y, en general, del eurocentrismo o del occidentalocentrismo provocado por la colonización).
A este respecto, mostré que las representaciones de una jerarquía de razas o de culturas humanas constituyen un aspecto privilegiado del proceso por el cual las naciones se representan su propia “elección”, es decir, la misión de la cual se sienten investidas para salvar, gobernar, o liberar al mundo del mal que lo abruma. Y mostré, en sentido inverso, después de Michèle Duchet y también de los teóricos de la Escuela de Frankfurt, que la representación de un progreso de la especie humana hacia el conocimiento y la democracia es inseparable de la identificación de “valores” (por ejemplo, los valores individualistas, o aquel de la racionalidad) según los cuales, a su vez, los grupos humanos están jerarquizados y virtualmente discriminados de acuerdo con la mayor o menor capacidad que demuestran para adoptarlos por cuenta propia10. En otros términos, me preguntaba sobre la posibilidad de identificar lo que haría la esencia del hombre, o el telos (el “fin”) de la especie humana, sin plantear tipos de perfección y de imperfección (el “sobrehumano”, el “infrahumano”, el civilizado y el bárbaro), sin instituir “fronteras de lo humano”, externas y sobre todo interiores. Pero, ante todo, sin ignorar las condiciones objetivas, históricas, en las cuales se cristaliza tal formación ideológica (y que, con Wallerstein, se podría relacionar con la constitución de la economía-mundo capitalista y de su propia “concepción del mundo”), traté de identificar las raíces subjetivas. Y creí que podía relacionarlas con lo que yo llamaba un deseo de saber inseparable del “ser en el mundo” de los individuos y de las colectividades, que los conduce a imaginar su propia identidad, o su propio “lugar” en la multiplicidad de la especie humana, de manera fija, unívoca; es decir, mediante una clasificación y una naturalización de las diferencias. Y la función de este deseo de saber me llevó a formular la hipótesis que la “comunidad racista”, en la que los grupos dominantes (pero quizás dominados también) proyectan su propia identidad o esencia común y de los que excluyen imaginariamente a los otros, no es sin duda fundamentalmente diferente a la “comunidad sexista” (antes que nada, la comunidad de “machos”, o con mayor exactitud, aquella que se basa sobre los valores viriles misóginos y homofóbicos), por no decir que prácticamente coincide con ella.11 Me basaba, al respecto, en la observación de las constantes connotaciones sexuales del imaginario racista, y de las connotaciones raciales del imaginario sexista, sobre la complementariedad de las funciones que desempeñan el racismo y el sexismo en el desarrollo del nacionalismo y, especialmente, de sus formas agresivas, militaristas, así como, a contrario, sobre el modelo positivo que representa el feminismo para una práctica efectiva del antirracismo. No una destrucción del enemigo, basada en el modelo que la “lucha de clases” democrática misma no ha repudiado completamente, o una simple autonomización de los dominados, sino una descomposición y una recomposición de la comunidad, que implica la transformación de sus “costumbres” y de su inconsciente colectivo, a la vez que la del modo de pensar.
Tal presentación, a mi modo de ver, siempre tiene la ventaja de demostrar que el racismo y el sexismo se arraigan en procesos de identificación (esencialmente inconscientes) constitutivos de la personalidad, que son a la vez indisociables de la pertenencia de los individuos a una comunidad (y de su “formación” con miras a la comunidad), como lo había señalado Freud en 1921 en Massenpsychologie und Ich-Analyse (“Psicología colectiva y análisis del Yo”),12 y por lo tanto, son representativos de un mismo “malestar de la cultura”. Sin embargo, esta presentación tropieza con dificultades que los análisis de Judith Butler señalan. Es así que los procesos de dominación (y el “paso al hecho” violento) racistas o sexistas son naturalmente susceptibles de instrumentalizar, no sólo sus respectivos prejuicios (y por tanto, reforzarse mutuamente), sino también las resistencias que éstos suscitan. Hay un uso “racista” del feminismo, como existe un uso “sexista” del antirracismo, cuyas relaciones actuales entre el Occidente euro-americano y el mundo islámico dan una ilustración cotidiana. Por lo tanto, no es posible imaginar —salvo en una especie de comunismo utópico de las luchas de emancipación, regularmente desmentido en la práctica— una convergencia o una fusión de los movimientos de resistencia al racismo y al sexismo, aunque cabe suponer (y muchos lo hacen) que tienen, de cierta manera, un “mismo” adversario.
Pero este adversario, ¿es realmente “el mismo”? Podemos dudar que así sea… En realidad, la sobredeterminación de uno por el otro (que ha sido puesta en evidencia por grandes obras históricas y antropológicas, como la de George Mosse a partir del ejemplo nazi)13 no impide que la relación de las dos formaciones ideológicas y “culturales” con la institución sea profundamente diferente, aunque sólo sea por el hecho que el sexismo es un modo de dominación que tiende a la inclusión (incluso al encierro doméstico) de sus víctimas, mientras que el racismo resiste a esta inclusión y tiende a la exclusión, a la segregación, a la eliminación al menos en el plano social y político. Y en esto que sus respectivas historias remiten a una temporalidad totalmente diferente.
La institución y la función discriminatoria de lo universal
Por eso mismo, debemos decir algunas palabras sobre la función central que desempeña la institución en la asociación paradójica del discurso universalista y de las prácticas discriminatorias. Lo que también significa que la noción de institución no puede revestir aquí un significado unívoco. Quisiera insistir, muy rápidamente, en tres puntos que de hecho están estrechamente ligados entre sí.
El primero consiste en recordar que, en su dimensión histórica e incluso transhistórica (o si se quiere, de “larga duración”) tanto como en su dimensión cotidiana y vivida, las estructuras de comportamiento racistas y sexistas son absolutamente indisociables de la existencia de instituciones tales como la familia y el Estado (estrechamente asociadas entre sí, por otra parte, y cada vez más, desde el momento en que la familia fue “nacionalizada” e integrada en la “política social” de los Estados). Tomar en cuenta las instituciones permite en primer lugar escapar de los peligros simétricos del psicologismo (que ve en las discriminaciones, el reflejo de una fobia del otro y de la alteridad inherente a la relación intersubjetiva o interpersonal, y por ende, curable o incurable, según las filosofías, por medio de la moral y de la educación) y del sociologismo (que ve en esto el reflejo de determinismos colectivos fundamentalmente externos a la acción de los individuos). La institución (podría decir también el poder, o mejor, las relaciones de poder, en la perspectiva propuesta por Foucault, pero con tal de no olvidar nunca que las relaciones de poder están inscritas en la materialidad de las instituciones) constituye la mediación esencial entre los individuos y las colectividades históricas: es ésta la que determina la formación de su subjetividad, el modo de su “interpelación en sujetos”, como decía Althusser, y que determina por contragolpe sus comportamientos recíprocos de inclusión y de exclusión, de reconocimiento y de discriminación. Pero, sobre todo, la institución constituye la fuente, o el punto de cristalización, de representaciones, de comportamientos discriminatorios. Lo vemos de manera deslumbrante en la forma en que la institución nacional reproduce lo que he llamado la “etnicidad ficticia”,14 los significantes raciales permiten trazar, al menos imaginariamente, la frontera entre los nacionales y los no-nacionales, o los “verdaderos” nacionales y los nacionales “falsos”, “ilegítimos”, pero desde luego también, en la forma en que la institución familiar normaliza las conductas sexuales, prescribiendo lo que es “normal” y reprimiendo, estigmatizando, persiguiendo lo que es “perverso”, siempre en función de una distribución desigual de los papeles entre los sexos o géneros. Y al mismo tiempo, ésta constituye el blanco del racismo y del sexismo. Hablé hace un momento, con Freud, del “malestar de la cultura”: eso significa concretamente, malestar de la familia, malestar del Estado. Estos últimos años, en Europa, el resurgimiento del racismo en relación más o menos directa con la constitución de los trabajadores inmigrantes como chivos expiatorios de la crisis de la forma nación y los efectos socialmente destructivos de la mundialización, ha puesto claramente en evidencia que el racismo “espontáneo”, de hecho, es siempre un discurso implícitamente dirigido al Estado, al cual se le “exige” cumplir su promesa implícita, que es “preferir a los nacionales” a expensas de los extranjeros, y al que, contradictoriamente, los individuos más débiles temen a su vez, el exceso de poder y la impotencia, el derrumbe de la soberanía.15
Estos efectos de poder o de institución son tanto más determinantes cuanto tratemos con instituciones universalistas, o con poderes cuya función y competencia son la institución de lo universal. No sólo en el sentido que he llamado “extensivo”, el que tiende a incluir en la esfera de influencia o en el dominio de obediencia de un poder determinado, al máximo de individuos e idealmente, a la humanidad entera (lo que podemos llamar, la dimensión imperialista de instituciones de poder), pero sobre todo en el sentido que he llamado “intensivo”, el que asigna a la institución de poder (por ejemplo, la nación republicana) y a su propia “autoridad”, la función de desligar a los individuos de sus pertenencias y subordinaciones tradicionales, de abolir o neutralizar las estructuras de coacción o de discriminación (por ejemplo, al decretar que “todos los hombres son iguales ante la ley”, “nacen y permanecen libres e iguales en derechos”, etc.). Podemos concederle a Foucault que el movimiento de la modernidad tiende a privar progresivamente a la forma de la soberanía, de su privilegio político y social en beneficio de mecanismos de poder más institucionales, menos “excepcionales”, que son los de la disciplina y de la gubernamentalidad. Sin embargo, es más difícil concederle, si él lo sostiene, que la modernidad atenúa la función de institución de lo universal que pertenece a las propias estructuras de poder “universalistas”. Pero entonces, ¿cómo comprender que —contradictoriamente— la eliminación de coacciones y de discriminaciones signifique, en un mismo movimiento, la aparición de nuevas coacciones y discriminaciones?
La única respuesta posible, desde luego, es que el principio de estas coacciones-discriminaciones ya no es el mismo, que incluso está de alguna manera invertido con respecto al de los antiguos poderes estatutarios y de privilegios de casta. En otras palabras, constituye lo inverso a la institución de la igualdad característica de los poderes universalistas. Así como he tenido la oportunidad de sostenerlo en varias ocasiones, dando deliberadamente a esta tesis una forma lo más radical posible, especialmente cuando discutía a mi vez la paradoja al menos aparente que constituye para las revoluciones fundadoras de la modernidad que han proclamado la universalidad de los derechos del hombre, el hecho de haber excluido de la ciudadanía, de entrada, a los trabajadores manuales, a las mujeres, a los esclavos o, en general, a los colonizados, las exclusiones que se hacen a partir del principio de igualdad (o de igual libertad) son, en cierta forma, mucho más profundas y mucho más profundamente inconscientes, que las exclusiones que derivan directamente de un particularismo comunitario o de una representación jerárquica de la especie humana enlazada con un sistema de castas. Ya que sólo pueden justificarse si, de una manera u otra, uno representa al otro, al excluido interior o exterior, como “no hombre” o “no persona”, si se le corta de la especie humana, o más exactamente, de lo que se supone que constituye (y por eso mismo se convierte en) la esencia normativa de lo humano, o el objetivo final del desarrollo de la humanidad (por ejemplo, la “racionalidad”).16 Proceso, manifiestamente, de una violencia simbólica extrema, y en ocasiones estrechamente asociado también a los extremos de la violencia física, a las formas extremas de la humillación, de la insensibilización y del exterminio.
Pero aquí se presenta —en todo caso, para nosotros occidentales, e insisto en ese punto ya que hablo en Tokio, a donde he venido, entre otras razones, para tratar de “descentrar” algo mi punto de vista occidentalocentrista espontáneo— una dificultad considerable que complica terriblemente el análisis tanto como la exposición histórica. Es que no estamos tratando con un modelo único de la institución de lo universal, sino que tenemos al menos dos, de edad diferente a primera vista (no es simple), y sobre todo de principio diferente: tenemos el modelo del universalismo religioso, el de las religiones llamadas precisamente “universalistas”, lo que para nosotros occidentales quiere decir “monoteístas”, y tenemos el modelo del universalismo político, o mejor, jurídico-político, el que implementan los Estados-naciones sobre todo cuando se presentan como republicanos y democráticos, y que intenta prolongarse al nivel superior, el de las instituciones internacionales. Las exclusiones que determinan no tienen el mismo principio: la herejía, en efecto, no es la diferencia cultural, aunque haya pasajes e interferencias entre ellas (lo vemos bien en el caso del antisemitismo) y, si la transición de una a otra puede ser ella misma representada como un devenir de lo universal, una modernización o secularización, un “desencantamiento del mundo” (Weber) que conservaría ciertas formas de legitimación de la autoridad y de inclusión “subjetiva” de los individuos en la comunidad universal (ante todo la moralidad, especialmente la moralidad familiar). Yo mismo tuve ocasión, hace varios años, de proponer la idea de que la “crisis de la forma nacional del Estado” comenzaba irreversiblemente, con la mundialización, mientras que la “crisis de la institución religiosa de la comunidad” no se había acabado en absoluto, incluso estaba en sus comienzos, y suponiendo que ésta fuera acabable.17 No me parece que, desde entonces, el curso de las cosas haya invalidado este diagnóstico. Pero el problema para interpretar sobre esta base las combinaciones concretas y contradictorias de liberación y de discriminación (por ejemplo, en el campo de la familia, de la desigualdad de sexos y de la moral sexual), es que creemos saber aproximadamente lo que es un Estado, justamente porque esta forma política ha estado prácticamente “universalizada” en la historia moderna, de manera que todos los individuos del mundo tienen que tratar con Estados más o menos consistentes. Aún cuando, en verdad, no sabemos lo que es en general una “religión”. Incluso tenemos fuertes razones para creer que este término no es unívoco, excepto en lo imaginario occidental, tal como se constituyó sobre la doble base del desarrollo del monoteísmo judeo-cristiano e islámico, luego de la “secularización” más o menos completa de las sociedades cristianizadas e islamizadas. Pero si el término religión no es unívoco, el de universalismo tampoco puede serlo. ¿Es el budismo (si hay uno) una “religión”? Lo que es más, ¿una religión universalista? (así es como tenemos la tendencia de representarnos las cosas en Occidente). ¿Y cuál es entonces, su principio de exclusión? ¿A menos que las “religiones” y el devenir religioso del Extremo Oriente no tuvieran que representarse, desde el punto de vista del universalismo, como relativizando la pretensión del monoteísmo de exhibir el tipo de universalismo religioso y el punto de partida de la evolución teológico-política?18
No pretendo responder estas interrogantes, pero puedo notar, antes de pasar al punto siguiente, y en espera de desarrollos más completos, que ellas repercuten en dos otras estrechamente relacionadas entre sí, fundamentales para el análisis de las contradicciones del universalismo. La primera concierne a la noción y la institución de la igualdad. Mejor, ésta concierne a la relación intrínseca, a la vez discernible e indiscernible, separable e inseparable, de igualdad, identidad y homogeneidad. Observemos que estos tres términos franceses (¿y en japonés?) en ciertos contextos, pueden ser traducidos por el mismo término alemán de Gleichheit, lo que es un indicio notable del carácter intrínseco, interno a la universalidad misma, de la contradicción a la que nos enfrentamos, así como la cercanía de los términos alemanes: gemein, allgemein y Allgemeinheit, Gemeinwesen, Gemeinschaft (“común”, “universal”, “universalidad”, “comunidad”) señala que esta contradicción está específicamente vinculada al hecho de que lo universal se instituye y por ende, se realiza, se hace valer en la historia, en la medida que éste se convierte en el ideal y la norma de la comunidad (cf. también en latín tardío el doblete universitas y universalitas). La condición de la igualdad entre los hombres, más profundamente, entre los sujetos a los que se reconocen los derechos de ciudadanía, es una identidad al menos tendencial, una manera “idéntica”, y así universal, de referirse a sí mismos, por ejemplo de considerarse individualmente como (únicos) responsables de sus actos. Y por lo tanto, es fundamentalmente una homogeneidad colectiva: ahora bien, observémoslo bien, aunque prácticamente no sea equivalente, ni del punto de vista del sentido, ni del punto de vista de las consecuencias políticas, ver esta homogeneidad como “racial”, “cultural”, o como resultado de la sumisión a valores trascendentales comunes, el principio lógico de la construcción de la identidad es, sin embargo, el mismo, y en todos los casos éste conduce potencialmente a la exclusión de un resto de inhumanidad o de subhumanidad.
A esta cuestión se articula estrechamente una segunda, que no quisiera decir más especulativa, porque me parece que nos acerca, al contrario, a lo concreto de la política, en todo caso, de lo que constituye su motor histórico. Quiero decir con esto, la cuestión de saber si las contradicciones de la universalidad, la coexistencia paradójica de los principios universalistas (laicos o religiosos), y la oscilación de nuestra concepción de identidad subjetiva entre los dos polos a la vez antitéticos y casi indiscernibles de la igualdad y de la homogeneidad o del “mismo” (que un discípulo de Lacan describiría probablemente como el aspecto simbólico y el aspecto imaginario de la pertenencia colectiva), que he intentado demostrar que son inseparables del proceso institucional de lo universal, le competen simplemente a los efectos de la institución, o bien deben asignarse a sus propias condiciones de posibilidad. Lo que podríamos llamar (según el modelo del “proceso constituyente” del que habla un autor como Antonio Negri) el proceso instituyente, es decir, el proceso de formación de las instituciones comunitarias (y especialmente de lo político), sean las que sean. Lo que está en liza en esta cuestión (no sería difícil señalar que, desde los inicios de la edad clásica al menos, aparece en toda reflexión sobre la esencia de lo político, a través de debates sobre la servidumbre voluntaria, el rol respectivo del contrato y de la ley, etc.) es evidentemente considerable. Los desafíos aquí involucrados se juntan con la cuestión de saber cómo, por ejemplo, en nuestra concepción de la relación entre los “derechos humanos” universales y abstractos y los “derechos del ciudadano” positivos e históricos, articulamos el momento insurreccional con el momento constitucional, es decir, el momento en el que situamos la crítica de todas las dominaciones y discriminaciones existentes, con el momento en el que situamos el surgimiento del poder, la distribución de roles, de funciones, y por tanto de identidades subjetivas, individuales y colectivas, que inscriben los derechos en el campo social.19
Si consideramos que las contradicciones de la universalidad surgen solamente después de su institución, lo que significa también que, de alguna manera, su concepto (o su “idea”) sigue siendo irreductible a la institución, podemos imaginar que una conversión, o una revolución, o una invención democrática permitirían controlar y corregir estos efectos contradictorios de cierta forma por adelantado, instituir una universalidad pura, radicalmente igualitaria y no exclusiva, o un poder que se niegue, se ponga trabas o se derrote a sí mismo; un poder que sería un “no-poder” (como los teóricos del comunismo marxista habían soñado con un Estado que sería un “no-Estado”). En cambio, si pensamos (lo cual es mi caso) de un modo más “pesimista” pero no necesariamente más resignado, que las contradicciones se determinan a nivel del propio proceso instituyente, o de la posibilidad de la institución (sin la cual, de hecho, no hay humanidad histórica), entonces estamos obligados a admitir, no que la forma de las contradicciones de lo universal o el grado de violencia de su actualización sean inmutables, sino que el principio mismo de su surgimiento es irreductible. Y en este sentido, que incluso más allá del Estado y de las religiones, o de la institución familiar más o menos profundamente controlada por el Estado y por las religiones, y revelador privilegiado de su crisis, las discriminaciones fundamentales como el racismo y el sexismo no desaparecerán pura y simplemente, sino que adoptarán formas nuevas susceptibles de combinarse o de oponerse, y seguirán siendo el desafío de una lucha fundamental por la definición de una política emancipadora. Una lucha aún más decisiva y difícil quizás, considerando que estas formas progresivas o regresivas se inscribirán en el marco de una progresión “real” de la universalidad, de una universalización efectiva de los discursos en alguna medida universalistas (que es un aspecto característico de lo que se llama mundialización, a la que la estructura del mercado, de los intercambios, de la comunicación, ya proporciona un soporte institucional). Es esta última hipótesis, la que yo querría, para concluir, tratar de precisar en el plano filosófico.
“Esencia humana”, “normalidad” y “diferencias antropológicas”
Existe una gran filosofía clásica que, a su manera, ya ha intentado superar la aporía que acabamos de encontrar: la que consiste en inscribir en el nivel mismo de las condiciones de posibilidad de la institución la contradicción interna de lo universal, o el hecho para lo universal de no poder realizarse más que en la forma de una “identificación” discriminatoria que contradiga su propio principio. Esta filosofía es la de Hegel, de la cual dependemos más que nunca, y si tuviera tiempo, me ofrecería a hablar detenidamente sobre esto. Digamos aquí simplemente, que el principio de la solución hegeliana (tal como está desarrollada particularmente en la Fenomenología del espíritu, pero se puede encontrar ese eco en todas sus demás obras) consiste en pensar la contradicción como inherente, incluso antes de la institución, o en su seno (de manera cuasi-transcendental), a la enunciación de lo universal. Querer enunciar el universal (y para Hegel no podemos no quererlo, éste es el principio mismo del movimiento histórico y, en especial, del movimiento histórico de la emancipación), o darle un nombre, o formular sus principios, los derechos y las obligaciones derivadas de éstos en cuanto a la relación de los hombres entre sí (aunque se trate de “ama a tu prójimo como a ti mismo” o de “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”), es inevitable, es siempre ya particularizarlo, incluso cuando nos imaginamos no haber inscrito aún ningún contenido, sino haber enunciado solamente una forma vacía. No hay forma sin contenido, o forma neutra (por ejemplo, los principios revolucionarios implican una “propiedad de sí mismo” del individuo o un “individualismo posesivo”, Hegel lo dijo antes que Marx). Y así el universal es susceptible de funcionar como una particularidad contra otras (que las reprime y las descalifica), lo que significa en la práctica, como una norma moral, jurídica, religiosa, escondida bajo la apariencia de una constatación, o una manera de la humanidad de definir su propia esencia. Creo que esta caracterización de los efectos de la enunciación de lo universal es profundamente exacta, y que, sobre todo, tiene el mérito de llamar nuestra atención sobre el hecho que la institución de lo universal, necesariamente, es también un proceso que se desarrolla en el elemento del lenguaje y bajo el constreñimiento de su estructura. Pero esta elucidación, en Hegel, es inseparable de un segundo movimiento, mucho más ambiguo, aunque también está estrechamente relacionado con nuestro problema: quiero decir, el hecho que Hegel no suprima tanto, verdaderamente, la referencia a la identidad como polo de referencia universal en relación con la cual las “diferencias”, las “particularidades”, las “singularidades”, son identificadas, clasificadas y jerarquizadas según puedan o no contribuir a la reproducción de una u otra forma de comunidad. Para él se trata más bien de desplazarla, de inscribirla en otro lugar (que es también, en cierto modo, el lugar mismo del Otro, lo que Hegel llama el Espíritu Absoluto, en donde podemos leer, no exactamente el movimiento de la historia, sino el principio de su inacabamiento, de su progresión infinita, y también de su coherencia o de su sentido).






