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Quintá me asió del antebrazo y me habló con aparente inquietud del asunto Berlusconi.
−Ya me ha dicho algo Almagro –dije con ganas de seguir mi camino.
−Vilches quiere comentártelo...
−Tal vez me pase más tarde. Ahora he de verme con nuestro común proxeneta.
−¿Tan mal te trata? Yo no tengo queja…
Félix Quintá tenía la virtud de hacerme sentir observado, como si llevara una cámara oculta entre las cejas. Lo dejé ahí, con ganas de hablar, y continué bajando las escaleras mientras me preguntaba cómo un animal como ése podía escribir unas novelas tan bien estructuradas.
Ya en la calle, recordé al anciano que se había suicidado, y me pregunté cómo habrían sido los instantes en los que recuperaba su lucidez, si habría sido capaz de recordar el tiempo vacío en el que perdía sus recuerdos, y al hacerlo me estremecí al darme cuenta de que mi padre comenzaba a vivir esa misma experiencia. Traté de no pensar en ello, y decidí que iría a verlo a la mañana siguiente.
Ese día había quedado con Joan Gilabert para organizar la presentación de la novela en Madrid. Lo llamé al móvil y nos citamos en La Casa del Guardia.
Sonó el teléfono.
−Un momento −me interrumpió Moses.
Era la primera vez que deteníamos una de nuestras sesiones y deduje que debía de tratarse de un asunto importante. Se había acercado al escritorio arrastrando los pies y se sentó en el sillón de cuero marrón. Comenzó a hablar en voz baja, apenas le oía, y luego sacó el reloj que guardaba en el bolsillo de su chaleco. Estiré levemente el cuello para mirar la superficie de su mesa, y por supuesto allí estaban: otra docena de pitillos en perfecta formación de revista (los seis que dejé más otros seis nuevos). En ese sentido he de decir que siempre se ha comportado como un extraordinario anfitrión. Un hombre de la vieja escuela. Sentí un leve cosquilleo pero reprimí el primer impulso que me lanzaba a acercarme y estudiar de qué marcas se trataban en esta ocasión. Al poco, Moses colgó estrellando el manófono con cierta violencia, dio un bufido y regresó a su otro sillón. Yo me había hundido en el mío, aguardando quizá a que se pusiera a dar voces o a quejarse. Por el contrario, se limitó a hacerme una pregunta desconcertante.
−¿Qué opinas del suicidio, Elio? Quiero decir, si lo consideras algo reprobable o inmoral…
Supuse que esa mañana habría leído la noticia que me había resumido Irene y le respondí que nunca me había parado a pensarlo, pero que lo consideraba un acto que cometía un extraño contra un desconocido, porque cuando una persona llegaba al extremo de querer acabar con su propia vida era sencillamente porque había traspasado la línea que separa la cordura del delirio y en ese punto sólo queda alguien a quien ya no reconocemos. Hizo un gesto de aprobación, como si mi improvisada respuesta lo hubiese sorprendido.
−Interesante –dijo−. Pero hay capullos que se quieren quitar la vida sólo para joder a los demás, deberías considerarlo −le observé unos segundos, aturdido por su contundencia, por los términos empleados, y me aventuré a pensar que la llamada que había recibido poco antes había sido de uno de sus pacientes anunciándole que iba a saltarse la tapa de los sesos con una escopeta−. Bien, ¿dónde estábamos?
−Te contaba que había quedado con Joan Gilabert en La Casa del Guardia.
−Por supuesto −dijo lacónico−. Continúa.
−Al cruzar el umbral del bar, me sorprendió ver a Vilches agitando la mano para llamar mi atención. Creí haberlo dejado en la redacción, pero allí estaba. El local olía a vino y a serrín. Zigzagueé, y nos estrechamos la mano cuando alcancé el final de la barra. Besé a Francesca, y le di un cariñoso golpe en el brazo a Joan Gilabert, que dio un paso cortito hacia delante.
−Qué mala cara traes.
−Me he pasado la madrugada vomitando lo que no tenía en el estómago. Un asco, Vilches.
−¿Qué vas a tomar?
−No sé… Me arriesgaré con un vino dulce.
Vilches es un tipo aparentemente desaliñado, pero si uno se fija bien en su vestimenta nada queda al azar. La camisa de color caqui que llevaba aquel día podría hacer pensar que tenía más años que Matusalén, pero el tejido estaba confeccionado ex profeso para aparentarlo, de la misma manera que ocurría con sus pantalones de cazador de safaris, las botas de explorador de tierras lejanas o la bolsa que llevaba en bandolera igual que un compadre de Pancho Villa. Incluso su barba de varios días jamás sobrepasaba el aspecto de aquel encuentro. Se rasuraba la cabeza diariamente y cuidaba su forma física en el gimnasio, al que acudía con una constancia ejemplar. Vilches tenía su vida, y nadie podía penetrar en ella sin que previamente bajara el puente levadizo. Por lo demás, él, y por supuesto Joan Gilabert, eran las únicas personas en las que aún confiaba absolutamente. Vilches apuró su cerveza y pidió otra.
−Estás algo pálido…
−Será que no tomo el sol.
El vino no me estaba sentando todo lo bien que hubiera deseado, de forma que dejé el vaso en el mostrador y lo empujé suavemente para alejarlo de mí. Francesca me miraba con su habitual contundencia.
−¿Cómo anda todo?
Sabía perfectamente qué era lo que Vilches me estaba preguntando, pero lo soslayé, barriendo con la mirada a la gente que nos rodeaba. Joan Gilabert tenía su vaso en la mano y daba la sensación de que aguardara a que yo entrase al trapo. Por suerte, como en otras ocasiones, su mujer me hizo de escudero.
−¿Quién va a firmar la crítica de su novela? –preguntó a Vilches−. Pensé que ibas a sacarla esta mañana…
La miré con afecto y ella me correspondió con un temblor en los labios. Irradiaba esa inteligencia suya que la hacía tan sugestiva y, a la vez, tan temible. Esa expresión ya la dominaba con dieciséis años. Su seguridad era el mejor bastón con el que podía contar Joan Gilabert.
−La hará Nuria.
Suspiré aliviado. Y supongo que ellos también lo hicieron, aunque más discretamente. Todos sabíamos que Nuria Herrero haría un trabajo honesto, mientras que Héctor Moñino podría devolverme una vieja afrenta con sus temibles malas artes. Por supuesto no me habría gustado correr el riesgo de comprobarlo.
Le di una palmada de agradecimiento en el brazo, y creo que me daba cuenta una vez más de que envidiaba la vida de Vilches, su independencia, su trabajo. De pronto habría sido capaz de robarle el alma si eso me hacía recuperar ciertas cosas.
−Me he enterado del altercado que tuviste. Si hubieses sufrido una agresión nos habría venido de perlas para el periódico…
Joan Gilabert soltó una risotada y la bebida se le derramó sobre la mano.
−¡Es lo mismo que le dije a Elio! Mejor un escándalo que una aburrida presentación…
−¿Te aburriste? Joder, Joan, fuiste tú mismo el que presentó mi novela…
Francesca se divertía, pero esta vez su risa franca y elegante la dirigía directamente hacia mí. Era como si me hablara al oído, como si me susurrara algo que guardara desde hacía tiempo, y con la mirada me abrazaba acercando sus labios a mi cuello. Cuando estudiábamos juntos sentí más de una vez esa misma sensación.
−Bueno, cuéntame qué ocurrió con Arturo Kozer –insistió Vilches.
Entre los tres le pusimos al corriente. Noté que Joan Gilabert repetía de una manera pertinaz que no había que darle demasiada importancia; y curiosamente eso causaba en mi fuero interno una especie de rechazo, una defensa de mi dignidad que me obligaba a hacer algo. Vilches, por el contrario, se mostró contrariado.
−Así que se cree el protagonista de tu novela. Puede ser un buen material para otra intriga, ¿no lo has pensado?
−Propónselo a Félix. Seguro que Saverio Gris lo resolvería en la cuarta edición…
−En cualquier caso no es más que una anécdota que podrás contar cuando envejezcas. Visto desde fuera, no ha ocurrido nada importante, Elio, nada de lo que debas preocuparte. ¿No te parece?
Asentí, recordando de pronto que ambos, Vilches y yo, habíamos vivido experiencias muy similares, decepciones paralelas, promesas incumplidas por algún editor que finalmente se habían esfumado sin saber muy bien la razón. Yo había tenido algo más de suerte, él era en cualquier caso un buen cuentista en la sombra.
−Es verdad, no ha ocurrido nada, pero me carcome la curiosidad, para qué voy a negarlo, y me encantaría poder hablar con ese hombre tranquilamente, saber sus razones, descubrir su verdad.
Vilches se limpió la espuma de cerveza que se le había quedado en los labios con el dorso de la mano. Me di cuenta de que miraba con cautela a Francesca que, de pronto, había bajado los párpados, como si mi excesivo interés por ver a Kozer la turbara profundamente. Joan Gilabert parecía grabar en su memoria cuanto yo decía.
−Elio, insisto en lo que te aconsejé en la cena –dijo de pronto−. Busca cualquiera de sus libros en la Feria de Segunda Mano y probablemente dejes de pensar en él.
Lo miré con curiosidad, preguntándome por qué razón una obra teatral de Kozer iba a causar tal efecto y, por otro lado, qué se suponía que ocurriría si por el contrario me gustaba la pieza. Aunque no borró ese tono preocupado que entiznaba su semblante, Francesca intervino una vez más.
−Pobre… –se asió de mi brazo, apretándose contra mí, y sentí sus senos y el vientre, y la agitación de su respiración, como si el contacto de nuestros cuerpos la hiciese temblar−. No puede acordarse de eso, Joan, os habíais bebido dos botellas y media…
De pronto noté la mirada complaciente de Vilches, que sorbía su cerveza con parsimonia, estudiándonos, y cómo sus pensamientos asomaban de alguna manera y hacían sentirme extrañamente culpable.
−Yo insisto, pues, o vais a la feria en pos de las huellas de vuestro enemigo o simplemente por el puro placer de hallar alguna lectura digna de vuesa merced.
−¿Cuándo dejarás de hablar así? ¡Qué coñazo de tío! –dijo Vilches, mientras yo me zafaba prudentemente de Francesca.
−Tened piedad de mí, don Vilches, que enojaros no es mi intento sino compartir con vos una buena jarra de cerveza… ¡Posadero, posadero! –bramó Gilabert por encima de nuestras cabezas llamando la atención de los clientes−. ¡Más cerveza para los hombres del rey!
La verdad es que a Francesca le gustaban esos excesos de su marido, y ahora parecía que hubiese regresado a su regazo fascinada por su embrujo, dejándome a un lado como un mero atrezzo del decorado. Después de tantos años juntos probablemente él poseía la clave para complacerla.
−¡Juradlo, señor Comendador! –me increpó cuando los cuatro brindábamos con las nuevas jarras−. ¡Jurad por Dios que cumpliréis vuestra promesa e iréis a la feria a batiros en buena lid! ¡Y si dieseis de nuevo con ese hideputa, presto hacedlo saber a vuestro señor!
−Lo juro, Joan –le dije con ganas de zanjar su actuación, mientras la cerveza hizo removerse a mi estómago.
−Ese interés que Francesca mostraba por ti no era nuevo −me deslizó Moses Shemtov con su voz más neutra.
−Supongo que no –dije−. La conocí en el Instituto, coincidimos en la misma clase, y nos hicimos buenos amigos… Muy buenos amigos. Nos atraíamos, sin duda, pero por una razón u otra nuestra relación jamás cuajó, era como si la evitásemos conscientemente, como si hubiéramos decidido que nuestra amistad estaba por encima de todo, incluso de los verdaderos sentimientos. Éramos muy jóvenes, y muy idealistas. Pero nos gustábamos. Luego apareció Lola, que absorbió mis sesos, y, un día, Francesca se marchó con su familia a Barcelona. Habían trasladado a su padre. Cuando años después volví a verla ya estábamos casados; pero si he de ser sincero, enseguida comprendí que aún quedaba algo de aquella atracción adolescente… Sin embargo, algo me decía que, aunque Joan Gilabert no podía verla, su sexto sentido le hacía adivinar las intenciones de su mujer, sus apetencias, sus deseos más ocultos, hasta lo que pensaba. Y eso, aunque no había nada entre nosotros, por alguna razón me hacía actuar con una torpeza mezquina. En ocasiones resultaba muy embarazoso.
−¿Qué piensas de ella? −insistió.
−Es igual que un acantilado al que me viera obligado a acercarme inevitablemente; cuanto más me resistía a aproximarme más deseaba ceder. Pero cuando eso ocurría trataba de pensar inmediatamente en su marido y el remordimiento hacía su trabajo.
−Comprendo. He de suponer, sin embargo, que más adelante volveremos sobre Francesca −por primera vez, sus ojos ancianos e impávidos mostraron un algo de interés, tal vez malsano, pero humano al fin y al cabo. No dije nada y continué con mi historia.
Mientras Vilches se ajustaba el bolso de cuero que llevaba en bandolera, en cuyo lateral se distinguía bordado el logo de Giorgio Armani, me pregunté si el desembarco filibustero no se habría producido ya.
−He tenido que enterarme por Almagro de que vamos a ser abducidos por Berlusconi… −di un sorbo a la cerveza, observando a mi amigo que había fruncido el ceño.
Vilches pidió otra jarra, su forma de beber era insaciable pero siempre ha demostrado tener un gran aguante; luego abrió uno de los bolsillos laterales de su pantalón y sacó una caja de puritos. Me ofreció uno, pero preferí un Chester de mi paquete. El aire de La Casa del Guardia estaba cargado, el humo de los cigarrillos se entremezclaba y flotaba sobre nuestras cabezas.
−Pensaba decírtelo, créeme… Pues sí, es cierto. Il Cavaliere va a comprar el Grupo… La cosa parece que es inminente. ¿Lo puedes creer?
Joan Gilabert no disimuló una mueca de disgusto, e hizo un ademán con el brazo como si buscara su sable para desenvainarlo. Odiaba las multinacionales, el McDonald´s, los Carrefours y las malditas franquicias que ocupan todas las calles de todas las ciudades del mundo. Pero sus pantalones eran Levi-Strauss y sus gafas negras unas Ray Ban de cuatrocientos euros. A veces me pregunto qué es lo que estamos haciendo, dónde quedan los principios, incluso las utopías, y en ese momento creo que de alguna manera exploté, débilmente, pero exploté.
−Nos van a manejar a su antojo –le dije a Vilches−. Mandarán efectuar una lobotomía al personal y nos transformarán en pequeños frankensteins para informar de la basura que nos ordenen. Vamos a formar parte del imperio berlusconiano, del lado oscuro… Y dejaremos de respirar.
−¿Desde cuándo lo sabes, Vilches? –preguntó intrigada Francesca.
−Se ha confirmado hace dos horas –dijo evitando mi mirada.
Supongo que decía la verdad. Simplemente no quería aceptarlo y, en su fuero interno, aún albergaba la esperanza de que se produjera un milagro.
No recuerdo cuánto tiempo más dedicamos al asunto, supongo que no mucho, hasta que decidimos marcharnos cuando Joan Gilabert trataba de pedir la sexta jarra de cerveza. Terminamos por perfilar el viaje a Madrid en un restaurante libanés. La novela se presentaría en la Casa del Libro, en Gran Vía.
UN LIBRO MISTERIOSO
Llevaba unos minutos mirándome al espejo de mi dormitorio. El vino se había apoderado de mis reflejos, no podía cerrar la boca, que mantenía entreabierta, y los párpados me pesaban aunque me resistía a duras penas a ser derribado. Fue entonces cuando realmente la vi por vez primera.
De la impresión que me produjo, eché el cuerpo atrás empujado por un impulso de defensa, como cuando uno trata de evitar un golpe. Había aparecido desde el fondo del espejo, una especie de figura velada que se movía con lentitud, con los pies descalzos, los brazos lánguidos y frágiles a ambos lados del cuerpo. Era Ágata, sin ninguna duda, tan joven como en las fotografías que guardaba Silvia.
Moses Shemtov se arrellanó en su sillón, como si presumiera que después de varios meses de sesiones aburridas y estériles comenzaba por fin a abrirme con lo mejor de mi historia, quizá anhelante por estudiar mi actitud en el momento en el que me enfrentaba por fin con el espectro. Intuí que le decepcionaría, aunque para él su victoria era haber conseguido que hablara abiertamente.
Ágata se acercó al diván que tenía cerca de sus piernas. Reposó una mano en el apoyabrazos, y se giró a la velocidad de una película que se proyectara a cámara lenta. Sus labios se movieron igual que pétalos y me regalaron una sonrisa esplendorosa. Noté un escalofrío en la base del estómago, pura emoción.
−¿Mamá?
Pensé que estaba más borracho de lo que creía. Ella levantó la mano que tenía aún sobre el diván y me mandó callar llevándose el dedo índice a la boca. Luego, se sentó justo frente a mí, y nuestros rostros quedaron a la misma altura.
−Me preocupa mucho Damián. ¿Cómo se encuentra tu padre?
Al oírla, una extraña presión me cortó la respiración unos segundos. Negué con un movimiento de cabeza, atenazado por el vino y por la incredulidad; no podía estar viéndola y, menos aún, oyéndola, pero así era.
−Hasta hace unos días creía que estaba bastante bien… −le respondí, reponiéndome a mi estupefacción inicial−. Pero me temo que comienza a chochear…
No me creía capaz de poder dirigirme a ella como si aún estuviese viva, y tal vez por esa razón no reconocí mi propia voz.
−No debieras hablar así de tu padre… −no percibí reproche alguno en sus palabras, sino más bien un toque de atención cariñoso.
Ágata ladeó la cabeza. Llevaba al cuello la medalla de oro que le había regalado Damián el día de su boda y con la que había sido enterrada.
−Ojalá me equivoque –seguía hablándole, aunque no era consciente de lo que le decía, como si alguien lo hiciera por mí−. ¿Sabes, madre? Mi hijo se llama Marco. Nació un año después de que fallecieras…
−Lo he visto por el parque. Es muy guapo, y más alto que tú. Pero no me gusta que fume porros, aunque los de su edad hacen tantas tonterías… Lo mejor de Marco es que no tiene maldad.
Mi boca se entreabrió, pero no articulé una palabra coherente en los siguientes minutos, y ni siquiera mi imitador fue capaz de hacerlo en mi lugar, amordazado por lo que ella me contaba de su nieto. Hablaba con un ardor vehemente, mayor al que siempre había imaginado que ella habría profesado por Marco si lo hubiese visto crecer, y tuve la sensación de que conocía mucho mejor a mi hijo que yo mismo.
−Tiene tus ojos –añadí al fin, como si le hiciera un regalo.
En esta ocasión sí había sido yo, y le había dicho exactamente lo que pensaba en ese momento.
−¿Eres feliz?
Me sorprendió la intensidad de su mirada, como una llamarada que me devorase las entrañas. Me llevé una mano a la boca, restregándola, con ganas de encender un pitillo. Seguía noqueado, un impacto así no se recibe todos los días.
−No del todo –me arrepentí de confesarlo en cuanto descubrí la alarma en los ojos de mi madre−. Pero no me quejo…
Demasiado tarde para rectificar. Sin embargo, me embargó una extraña sensación de placidez. Sabía que ella estaba ahí para protegerme, siempre lo había hecho.
−Jamás comprendí que te casaras con Lola… Sois tan diferentes…
Ágata se incorporó, y apoyó las palmas de sus manos en el espejo, aplastándolas contra la superficie transparente. Muy lentamente, me levanté y di un paso, y me di cuenta de que la piel de mi madre era perfecta. Las manos sobre el cristal la palidecían aún más, podía ver las líneas de cada una de ellas, y los diez dedos, separados, eran como dos rosas blancas.
−Nos hemos divorciado. Pero he conocido a alguien…
−Beatriz es una buena persona –me interrumpió−. Pero no es la mujer de tu vida. Ella también pasará…
Arrugó la frente, como si le embargara una pena infinita. Traté de tranquilizarla pero balbuceé torpemente alguna pavada. Entonces agachó la cabeza, ignorándome, y luego se puso de rodillas y cogió un libro del suelo. Parecía muy antiguo, con tapas de madera, pero curiosamente yo creí reconocerlo, igual que un juguete de mi infancia que no hubiese visto en muchos años. La observé ahora a ella, le temblaba levemente la barbilla. Sus ojos estaban ocultos bajo las pestañas, clavados sobre el libro que había apoyado en sus muslos. Yo también me había agachado, arrastrado por su movimiento, imitando su postura al sentarme sobre los talones. Con un cuidado extremo, abrió las tapas del libro. Las hojas, cetrinas y sucias, estaban vacías. Pero ella me lo mostraba como si pretendiera que yo viese algo en esas páginas.
−¿Qué quieres que haga? –pregunté confuso.
−Lee –me ordenó con suavidad.
Debieron de transcurrir un par de horas hasta que terminé de hacerlo, exhausto pero deslumbrado. Había sido tan intensa la lectura que me resultaba difícil sobreponerme. Pero sonreía, como si una felicidad irrenunciable hubiera explotado en mi interior. El texto que acababa de terminar seguía restallando en mi cerebro, y sabía que jamás lo olvidaría, que se había enquistado para no separarse de mí.
Ágata cerró el libro, lo dejó junto a sus pies y se levantó. Seguí de nuevo sus movimientos, hasta que volvió a apoyar sus manos en el cristal que nos separaba. De pronto, el cabello se le vino adelante y los ojos quedaron ocultos bajo su melena. Eso me puso nervioso, y extendí las manos, acercándolas temblorosamente al espejo como temiendo que pudiera resquebrajarse, deseando cubrir esas pequeñas y delicadas manos con las mías. Pero al notar la superficie gélida del cristal, Ágata apartó con brusquedad las suyas y se desvaneció rápidamente, como si hubiesen pulsado el interruptor de la luz para apagarla. De súbito, lo único que tenía enfrente era el reflejo de mi propia imagen.
Aguardé un buen rato, pero el espejo había vuelto a ser el mismo de siempre, sin rastro de ella ni del libro, y finalmente me acosté, azorado aún, con el corazón ardiendo y mareado. A oscuras, creí ver sombras que se deslizaban por la pared tejiendo rutas sinuosas por el techo. Creo que sólo entonces comencé a temblar, asaltado por una especie de inquietud. De pronto me sentía huérfano. Pero ese texto sobrecogedor seguía en mi cabeza, palabra por palabra, como si ya formara parte de mí.
−¿De qué se trataba? ¿De una novela o de una colección de poemas?
Había despertado la curiosidad de Moses Shemtov, que tenía el tronco echado adelante.
−No puedo decírtelo −le respondí.
−No lo recuerdas… −reconvino él.
Negué con la cabeza sabiendo que no podía actuar de otra manera. Y sin embargo podría repetirlo desde la primera frase hasta el punto final sin error alguno, todo el texto completo.
Dando un bufido, se echó atrás, tomó su cuaderno y garabateó unas notas.
−¿Qué grado de alcohol tendrías esa noche, Elio?
−Habría dado positivo. Pero sé lo que vi, lo que escuché y todo lo que leí.
−Permíteme que te diga que la presencia de ese libro es una figura bastante frecuente en las alucinaciones o en los sueños que ocupan nuestras fantasías, máxime en tu caso siendo escritor… Una especie de metáfora. Pero evidentemente carece de importancia para mí dado el estado de embriaguez en el que te encontrabas… Con ese antecedente he de dejar a un lado la reaparición de tu madre como algo relevante para nuestro trabajo, al igual que el resto de tu sueño. Al menos por ahora…
Asentí algo desanimado, y quizá por ello le respondí que si eso era lo que pensaba lo mejor sería que leyera mi novela, tal vez así me comprendería mejor.
Quiso entonces amortiguar mi desilusión levantándose para acercarse con la mejor de sus sonrisas, abriendo los brazos como para abrazarme.
−Elio, lo importante es que te has lanzado, que has hablado de tu madre y de Marco y que, sin importarte lo que yo pudiera pensar, me cuentas por fin tus intimidades y tus fantasías. ¡Eso es fantástico!
Sin embargo, me sentía tan ofuscado con Moses que me marché sin llevarme un solo pitillo (y había un Gauloises, Dios, un Gauloises con el que me habría rajado los pulmones con todo placer). Ni siquiera me apaciguó su insistente promesa de que compraría mi novela esa misma tarde.
LA AMENAZA
Encontré a mi padre regando las plantas en el balcón. Yo había pasado otra noche de perros, vomitando hasta la última gota de bilis que me quedaba en el estómago, y tenía resaca. Observaba a Damián, y advertí la torpeza sorprendente con la que ejecutaba cada operación, como si sus articulaciones se hubiesen oxidado. Fue en ese instante cuando me di cuenta de que el tiempo había pasado por encima de mi padre, arrollándolo.