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Aquella fue una época difícil. Cuando parecía que había pasado lo peor llegó ese golpe, que fue incluso más duro que todo lo que había vivido anteriormente. Antes de aquella terrible noticia sentía que veía la luz de la salida del pozo y esa muerte me volvió a llevar a la mitad del camino. Si la vida me daba igual hasta ese momento, con la pérdida de mi padre me daba aún más igual. Es como si en ese momento la vida careciera de valor. Qué triste; mientras unos luchan por vivir (mi padre con su enfermedad sin ir más lejos), yo jugaba con mi vida sin apreciarla. No llegué a pensar en el suicidio, pero tampoco me sorprendía que la gente lo hiciera. ¿Cómo no pensarlo con lo duro que parecía todo? Yo tenía veintidós años; fue un golpe durísimo… aunque seguí luchando.
¿Qué es lo peor de aquella época? Que durante todos esos años con depresión creí que eso era vivir, que era lo normal. Que todo el mundo se sentía como yo… Pero nada más lejos de la realidad. Sí, a mi alrededor había gente que se emocionaba un montón y gente mucho más seria, pero eran momentos y estados de ánimo, como les ocurre a la mayoría. Yo en aquel entonces creía ser una persona emocionalmente estable, y lo que estaba era «dormida»; vivía la vida de forma comparable al estado de «duermevela», cuando estás a punto de dormirte. Pero poco a poco empecé a despertar. Por ejemplo, al empezar a salir con mi primera pareja descubrí que discutíamos una vez al mes y… ¡qué casualidad! Coincidía con la regla. Así me di cuenta de que también tenía cambios de humor, que me irritaban cosas de la gente de mi alrededor. Cambios emocionales absolutamente normales y que no había nada malo en ello.
Volviendo atrás, si pudiera nombrar una primera razón por la que poco a poco salí de la depresión fue gracias a aquel día en el que mi padre encontró las huellas «del delito»… y me escuchó devolviendo. Recuerdo como si fuera ayer sus palabras, firmes, tajantes «como sigas devolviendo te encierro en un centro». Más que una amenaza, sonó a causa-efecto. Si haces esto el resultado es encerrarte.
A día de hoy me doy cuenta de que mi padre me tocó en mi valor principal: «la libertad». Y fue por ahí por donde poco a poco comencé a salir de la enfermedad. Nada merece perder mi libertad, el ir donde yo quiera, cuando yo quiera, con quien yo quiera y comer lo que me apetezca, más o menos saludable, en mayor o menor cantidad. Las palabras de mi padre cambiaron algo mi chip. Sentí que no podía seguir así, que tenía que hacer algo diferente. Además, mis padres me propusieron pedir ayuda. Ir al hospital a que me vieran un endocrino, un psiquiatra y un psicólogo. Y acepté. Pero no fue bien. Fue casi más deprimente ir… La endocrina me dijo que me ayudaría a no pesar más de 60 kilos. Llegué a los 65 kilos y no hizo nada. Ni dieta, ni consejos, ni pastillas… nada. En cuanto a los psicólogos, los recuerdo sentados con bata blanca, serios, muy lejos de mí y callados. Recuerdo llorar y limpiarme los mocos en la manga. Creo que no llegamos a conectar. En cuanto al psiquiatra, me hizo hacer un dibujo y rellenar unas preguntas, con mi madre delante por cierto. ¿Todavía no sabían que era una de las personas de las que me escondía? Sobre aquel dibujo recuerdo hacer la típica casa y a los componentes de la familia, como en las películas. Para mí fue una «tomadura de pelo». Me prohibió comer dulce y yo pensé: «una cosa es que sea lo que más me gusta, y otra que el resto de las cosas no las coma en igual cantidad y las vomite igualmente».
Con ese panorama pensé, «o sales tú sola o nadie te va a ayudar». De hecho, hoy en día agradezco a ese equipo de profesionales su modo de actuar porque de alguna forma me obligaron a llevar la mirada hacia mi interior y buscar mis propias estrategias para salir de ese agujero negro. Así me di cuenta de que yo tenía las respuestas. Me di cuenta de que si había llegado a esa situación sola sabía el camino de vuelta. Claro que para la vuelta estaba más cansada y menos motivada, pero sabía cómo había llegado hasta allí. Me costó salir, no fue nada fácil… Recuerdo motivarme a mí misma con la misma idea cada día, fijarme el objetivo de dejar de devolver independientemente del peso que alcanzara. Me dejé de pesar y empecé a comer lo que quería y en la cantidad que quería. Y así poco a poco, día tras día, fui dejando los vómitos atrás. También me comprometí conmigo misma a reducir las horas de deporte; si iba por la mañana al gimnasio, no iba por la tarde. Si comía un paquete de galletas un día, no podía comprar otro al día siguiente. No cumplí todos los días esos compromisos conmigo misma, pero sí siguieron en mi mente, como una brújula indicándome la dirección. Que me parase puntualmente no significaba que no fuera a llegar. La buena noticia es que el camino de vuelta lo hice en menos de los cinco años que me había costado hacerlo de ida, que fue lo que duró mi depresión. En ese camino me ayudó un curso para entender cómo funciona la mente y enfocarme en el deporte como vía de escape de esa tristeza y soledad. El deporte me enseñó a interaccionar con la gente sin tener que «conectar», me aportó equilibrio para salir de mi cueva sin llegarme a «fusionar» con el otro. También a ir superándome a mí misma, ver que cada día tenía más resistencia, más coordinación, que aprendía más rápido que algunos de mis compañeros. Me ayudó a plantearme que lo mismo no era tan torpe como yo pensaba. Y, sobre todo, me ayudó a ir pactando pequeños logros conmigo misma y encontrar una ilusión: bailar. La música me permitió reducir el volumen de mi voz interior; incluso en algunos momentos solo existía el momento presente, ese baile con esa música. Y bailar con fuerza me permitía transformar mi rabia en vida, en fuerza, en descanso. Encontré así una «zona segura», un grupo de personas con las que compartir una afición sin exigencias, sin tener que estar delgada o gorda, sin tener que hacerlo mejor o peor.
La principal señal que identifiqué para saber que estaba ya de vuelta es que empecé a contarme «por trocitos» lo que había vivido internamente. Luego empecé a contar en algún grupo que había vomitado la comida; incluso me atreví a pronunciar la palabra «bulimia». El día en que lo reconocí, que lo dije en alto, sentí que algo se había colocado en mi interior. Que esa etapa estaba llegando a su fin, que se estaba quedando en una anécdota y se estaba desligando del sufrimiento, el dolor, de esconderse, de la vergüenza. Me he dado cuenta de que tanto la bulimia como el duelo de mi padre estaban conectados y hoy por hoy, cuando hablo de ello, ya no me tiembla ni se me entrecorta la voz. Incluso cuando veo alguna película, anuncio… donde alguien ha pasado por alguno de esos acontecimientos, puedo mantener mi atención en ello sin que broten de mis ojos lágrimas o sin generarme el malestar que viví. Al contrario; siento empuje y fuerza para poder aportar con mi historia a otras personas. También sé que he salido de la bulimia porque la idea de devolver la comida ya no aparece por mi mente. Porque cuando compro ropa me da igual la talla, solo miro que me quede como me gusta. Porque puedo ir a comer fuera y elijo libremente sin pensar en grasas, azúcares, hinchazón, peso, etc. Sé que es un tema sanado porque puedo hablar de él.
En la actualidad, a mis treinta y dos años, soy una persona feliz, muy emprendedora, disfruto mucho de cada momento, siento que «soy dueña de mi vida», tengo mucha ilusión por vivir, estoy descubriendo y aprendiendo muchas cosas, estoy muy cómoda. Hoy día me alegro tanto de la ida como de la vuelta, de la carrera de fondo, del pozo... Aprendí mucho sobre mí misma. No puedo decir que esté encantada de haber vivido algunos episodios de mi pasado, pero tampoco me arrepiento. Salir de ahí me ha dado mucha seguridad en mí misma. A día de hoy ayudo a otras personas a raíz de lo que yo viví. Estudié la carrera de nutrición y seguí estudios de cómo funciona la mente. Y todo eso me ha dado muchas pistas sobre lo que viví.
Ya no busco el dulzor en el dulce, ni la aprobación de los hombres u otras personas para verificar mi valor. Ya no temo contarles a mis amigas cómo me siento; soy capaz de comunicarles si necesito su ayuda o que me escuchen o me apoyen en algo. Ya no pretendo que «me lean la mente» sobre cómo me siento, ni pretendo que sean como yo creo que deben ser conmigo. Ya sé que merezco respeto, amor y disfrutar de la vida… independientemente de que otros aprueben o no mi manera de ver y estar en el mundo. Ya no necesito ser perfecta. Simplemente trato de ser mejor que ayer, y de hacerlo cada día mejor. ¿Cómo? Practicando. He aprendido a dar las gracias y a pedir perdón. Y esas dos palabras me generan mucha paz interior. Dar las gracias por lo vivido, por los aprendizajes. Y perdón por el sufrimiento que causé a los que estaban a mi alrededor.
Unos años más tarde es cuando siento que por fin voy pisando tierra firme. Siento que se van colocando las cosas a mi alrededor, o que por fin estoy capacitada para percibir que están colocadas. Ahora la comida es una cosa más del día a día y la báscula otro «mueble» más del baño. Puedo comer lo que me apetece, cuando me apetece, y aprecio más mi cuerpo. Lo cuido como el vehículo que me ayuda a sostenerme cada día, mi compañero de viaje. Cada día lo aprecio más y reconozco su perfección, reconozco que todo lo que tiene es útil. Y cuantos más casos de enfermedad escucho en consulta, más entiendo la frase de «uno no aprecia lo que tiene hasta que lo pierde». Por poner un ejemplo sencillo, el olfato. Me encanta oler, y hasta que no se me tapona la nariz y siento congestión… no digo, «qué afortunada soy, todo lo que me aporta la nariz y yo sin apreciarlo por considerarlo normal, por considerar que es su obligación oler correctamente y mantenerse despejada». Disfruto mucho más cada momento, cada cosa que hago porque sé que todos ellos son únicos y ningún minuto vuelve una vez pasado. Cada día descubro más capacidades del ser humano y lo lejos que una persona puede llegar cuando confía en sí misma. Y los días que siento que la fuerza decae, me esfuerzo en volver a conseguirla. Por ejemplo miro vídeos de YouTube de gente que disfruta haciendo lo que hace: cantantes, monólogos, castings… Y vuelvo a recordar que llegar a donde uno quiere es posible, y me permito contagiarme de la energía que desprenden los demás.
Hoy día me definiría como una persona alegre, positiva, con fuerza, energía y dirección. Con una relación sana con la comida, con mi cuerpo y con los demás. Ya no me asustan los cumpleaños, comer fuera de casa, estar sola en casa, los atracones, el dulce… Ya no me asustan esos escenarios que antes eran un torbellino emocional para mí. Durante un tiempo temí que se volvieran a reproducir. Me preocupaba que «la curación» fuera un ciclo, y que lo normal para mí fuera el estar en el pozo. Tras llevar más de diez años sin vomitar siento confianza en que eso quedó atrás. Que esos monstruos del pasado ya no tienen espacio en mi futuro ni en mi presente. Ahora, por muchos pozos que puedan aparecer, sé identificarlos antes de caer, y, si cayese, tengo muchas herramientas para salir con mucho menos esfuerzo y más rápido. Me siento fuerte. Yo creí que lo mío no tenía cura, que sería para toda la vida, que tendría altibajos, que quedarían secuelas. Hoy me doy cuenta de que hay cicatrices que desaparecen y otras, aunque las vea, ni recuerdo de dónde vienen.
Cada día siento que voy conectando más con las personas de mi alrededor y que he dejado de vivir en alerta. Que los momentos de cambios de humor son los menos, que prefiero vivir algo de dolor a estar ausente y también a perderme las alegrías. Tengo ilusión por construir mi futuro, que en mi futuro estén las personas a las que quiero, y que se unan otras más. Porque ahora sé que la gente, los ambientes… no son tóxicos «porque sí» como las setas venenosas, sino que son perjudiciales para mí o no en función de cómo las trate y de cómo esté yo. Cuanta más fuerza y más equilibrio interior siento, menos me contagio de esa toxicidad y más sencillo me resulta salir de ella. Ahora sé que en la vida unas cosas cuestan poco y otras las aprendes en un poco más de tiempo. Que ante la misma vivencia unas personas salen en unos segundos y otras tardan más. Entender que cada persona tiene sus ritmos me ayuda a mantener mi paz interior. ¿Esto quiere decir que todos los días estoy alegre y positiva? No. Quiere decir que cada vez entro menos en estados de tristeza y que cuando entro estoy menos tiempo en ellos, me es más sencillo salir. Porque cuando superas tu primera carrera de fondo, subes tu primera cima, sales del primer pozo… es más fácil salir en los siguientes. Y a veces, ver que otros han salido es suficiente para tener fuerza y salir tú mismo.
Te animo a buscar y encontrar vías, salidas, soluciones. A creer que hay mil formas posibles de hacer todo. Y miles de personas que estarían encantadas de tenderte una mano, incluso los dos brazos.
«El cambio está en uno mismo»
La historia de Elisa
Me llamo Elisa, tengo 36 años y nací en Argentina. He pasado los últimos diez años en Madrid desde que me casé. Me considero una persona introvertida, empática, amable, familiar y algo tímida. Tengo cuatro hermanas; soy la más pequeña de todas por cinco minutos, ya que una de ellas es mi melliza. Debido a que tengo una hermana melliza crecí compartiendo todo el tiempo y por eso busco habitualmente el apoyo de la otra persona para tomar decisiones o llegar a un acuerdo. Mis hermanas sacaron más bien el carácter de mi padre, mientras que yo soy la única que sacó el carácter de mi madre. Mi madre es una mujer amorosa, que nunca quiso tener conflictos con nadie, muy dedicada a sus hijas y a su marido, como la gran mayoría de las mujeres de aquella época. Siempre ha sido ama de casa, lo que implicaba tener independencia económica nula e inculcaba a sus hijas a ser buenas amas de casa, es decir, a saber limpiar, recoger, planchar, cocinar… en definitiva, a tratar bien a su marido, porque, en su realidad no cabía otra opción distinta. Por otro lado, mi padre era un hombre muy trabajador, exigente, temperamental y machista. Había que seguir sus órdenes porque de otra manera se enfadaba, y se enfadaba mucho… Y si además estaba borracho (algo muy frecuente los fines de semana); entonces su enfado se volvía maltrato hacia sus hijas y su esposa.
El origen de mi depresión fue el maltrato por parte de mi ex pareja. Fue una situación que duró unos doce años y que yo no podía (¿o no quería?) ver debido a que es algo muy sutil que cuesta distinguir, ya que tu autoestima es literalmente minada a través de pensamientos muy destructivos que el maltratador va introduciendo en tu mente lentamente de forma muy astuta para que tú te vuelvas cada vez más dependiente de él. Muchas personas caen en la creencia de que el maltrato es algo muy intenso, agresivo y espontáneo, como se muestra en las películas, pero nada más lejos de la realidad. Según mi experiencia, el maltrato es algo que se va alimentando poco a poco; es como si te introdujeran un virus en tu cabeza sin que tú lo notes. Comienza con pequeños e imperceptibles controles y abusos de poder.
Y aunque sí que pude detectar algo raro al comienzo de nuestra relación, con el tiempo me fui durmiendo. No podía ver, estaba ciega, no podía detectar lo que mi pareja me hacía, el daño psicológico. Las relaciones sexuales eran muy enfermas, pero la manipulación es tal que no eres capaz de ver que lo tuyo no es normal.
Quizá si las personas habláramos más sobre sexo, sobre qué es una relación sexual sana, sobre lo peligrosos que son los vídeos en Internet dirigidos específicamente a hombres donde se muestra a las mujeres como objetos y se las denigra explícitamente... sería mejor para todos. ¿Por qué no dejamos claro que eso que se muestra no es una relación sexual sana? Eso a mí seguramente me habría ayudado, y mucho, y mi autoestima no se habría dañado hasta el punto de no poder mantener sexo con un hombre durante los dos años siguientes al divorcio.
Esta relación de dominación o sumisión generó consecuencias negativas en mi salud mental. Leyendo sobre el tema descubrí que hasta tiene un nombre: «depresión de género».
Las causas de la depresión de género no son biológicas, genéticas ni hereditarias. Se asemeja a una depresión producida después de cualquier situación difícil que se produce en la vida de las personas: una muerte, una enfermedad, un accidente, la pérdida de un trabajo, alguna adicción, etc. Se produce (mayoritariamente) en las mujeres (aunque también la pueden sufrir hombres), y sus causas son específicas como consecuencia de la subordinación y la violencia aplicada por parte de la persona maltratadora, por ejemplo en el ámbito de la pareja.
Con el paso de los años me di cuenta de que mis emociones se fueron agudizando (la tristeza, la culpa, los miedos y los sentimientos de soledad), lo que precisamente caracteriza a las depresiones, y que afectaban a mi rutina y mis actividades diarias. Fue entonces cuando pude deducir que estaba sufriendo depresión.
Con 33 años, un año después de la separación, y a la que se sumó la muerte de mi padre, empecé a experimentar sentimientos muy intensos de depresión y no entendía muy bien a qué se debían. Solo sabía que aquello era algo que no me había pasado nunca y que era tan inmensamente doloroso que no sabía si sería capaz de soportarlo mucho tiempo (de hecho, en el fondo sabía que no). Pues bien, mi depresión se hizo visible unos días en los que no tenía que trabajar porque la empresa me cambiaba de proyecto. Comencé a sentir mucho dolor en el pecho y no encontraba explicación alguna. Mi conclusión fue que este dolor debía estar causado por mi soledad. ¡Claro! Tener a la familia en otro país, no tener pareja ni hijos, no ver casi a mis amigos, no ver a los compañeros del trabajo… «Claro, estoy sola, ¿cómo no voy a deprimirme? ¿Y en algún momento dejaré de estar sola? Pues probablemente no; es tan difícil encontrar a alguien a quien poder amar y que al mismo tiempo te ame... Y si voy a estar sola el resto de mi vida, si cualquier esfuerzo que haga va a ser en vano, ¿realmente vale la pena seguir viviendo? ¿Qué sentido tiene vivir? Si la vida solo trae sufrimiento… El mundo es tan peligroso, tan amenazante… No aguanto más este dolor, no puedo seguir así; si termino con mi vida ya no tendré que sentir este dolor, todo habrá acabado».
Al día siguiente por la mañana, al despertar mi mente había dejado de dar vueltas y comenzó a recordarme que nunca antes había tenido pensamientos tan negativos. «¡Hey! Estos pensamientos no eres tú; tú eres mucho más que eso… solo necesitas creer en ti misma».
Fue en ese instante cuando me di cuenta de que había algo que no estaba viendo, o no quería ver, algo externo e importante que había desencadenado mi depresión que se había originado muchos años antes.
Fui detectando cada patrón mental que había desarrollado desde la niñez, no solo por la relación con mi padre, sino por un modelo que siento que nos impone la sociedad y que a las mujeres nos pide sacrificio, dependencia y pasividad, dejando a un lado un objetivo básico de toda vida, que es la autonomía personal. En definitiva, aprendemos a sufrir y no desarrollamos nuestras capacidades para el disfrute. Este modelo limita y empobrece todo desarrollo intelectual y corporal y nos impide decidir, disentir, ser dueñas de nuestro cuerpo y de nuestra sexualidad. Interiorizamos múltiples miedos por todo lo que ocurre en un mundo que a menudo sentimos ajeno, desconocido y amenazador.
Por fin había tomado la decisión de poner fin a mi relación, por fin pude ver con claridad que aquello no era amor, que me estaba destruyendo intensamente por dentro. Por fin había logrado tener una mirada hacia mí compasiva, por fin estaba decidida a luchar por mí, a empezar a valorarme y recuperar mi autoestima. En definitiva, a empezar una nueva vida, a volver a nacer.
Creo que el haberme dado cuenta de que mi situación podía cambiar si así lo quería fue el paso más importante que tomé para dejar atrás mi depresión. Sí, sin lugar a dudas, aquel momento en el que me di cuenta de que yo era dueña de mi destino, que yo era quien decidía, fue la clave del gran cambio.
La meditación fue para mí el principio del camino a seguir para salir de la depresión, o al menos para comenzar a hacerme consciente de que este estado podía aliviarse momentáneamente. Así fue mi primer paso, que en definitiva era similar a una terapia psicológica que no requería de un profesional y podía practicar de manera individual. Consistía básicamente en meditar quince minutos cada mañana, nada más despertarme, y quince minutos por la noche, justo antes de irme a dormir. En mi caso estas meditaciones eran guiadas a través de los ejercicios de un libro (Un curso de milagros). Desde el primer día pude sentir un cambio: lo primero que notas es que la depresión no es real; solo es algo que está en tu mente, y que solo va a mantenerse en el tiempo si no haces nada al respecto. Seguidamente se puede sentir en el cuerpo una sensación de alivio muy grande. Y a los tres meses de repetir estos ejercicios se puede apreciar que la mente está más limpia de toda la negatividad que produce la depresión.
Seguidamente, además de meditar a diario, tomé la decisión de acudir a un terapeuta, ya que tuve la necesidad de profundizar más en mí a nivel psicológico; necesitaba aclarar cuáles eran exactamente las causas que habían causado mi depresión, por qué había llegado a tocar fondo como nunca antes. Tenía una idea de lo que podía estar ocurriéndome pero necesitaba que un profesional me lo confirmara y me guiara en mi proceso de sanación con herramientas y conocimiento.
De todas formas, es normal sufrir altibajos porque no es fácil cambiar la parte inconsciente de nuestra mente; requiere mucho trabajo y tiempo. A mí me resulta útil compararlo con un virus, ya que aunque hayas sufrido una gripe muy fuerte esta puede volver a afectarte más adelante; de hecho es muy probable que vuelvas a tener gripe.
En la actualidad hago terapia con una psicóloga y después de un año de intensas sesiones voy notando que mis comportamientos sumisos van desapareciendo lentamente. La terapia me ha ayudado también a detectar dónde se formó aquel patrón, por qué y con quién se dispara. Es fundamental trabajar sobre el carácter para fortalecerlo y mejorar la autoestima. Y más que nada para que la situación no se vuelva a repetir, o en el caso de repetirse, poder detectarla mucho más rápido. El estado de depresión, aunque en algunas situaciones vuelve, se produce por períodos más cortos cuando la autoestima se refuerza. Así que desde mi experiencia recomiendo la terapia individual a manos de un buen profesional.
Por supuesto, hago todo lo que contribuya al crecimiento personal, como actividades físicas o intelectuales que beneficien la integridad de la persona; también ha sido muy positivo para mí leer libros de autoayuda, practicar yoga, etc. Sin dejar de mencionar que las relaciones con la familia y los amigos también son súper enriquecedoras y esenciales para superar una depresión de este tipo.
Hoy en día me siento feliz por ser una persona que lleva las riendas de su vida. Ahora soy independiente y asumo mis responsabilidades. Y algo muy reconfortante de todo esto y que me realimenta y fortalece es el hecho de ser yo misma quien trabaja cada día para cambiar esa situación. Finalmente puedo ver que soy yo quien dirijo mi vida y quien ha conseguido por mérito propio un trabajo donde se me reconoce y una pareja que me respeta y me ama de verdad. El cambio está en uno mismo, y eso es lo más maravilloso que he podido descubrir en estos últimos años.
«Mi felicidad contribuye a la felicidad de los demás»
La historia de Marcos
No podría decir cuáles fueron las causas de mi depresión. Sí recuerdo la primera vez que fui consciente de que era muy infeliz, que tendía a la melancolía y que no me gustaba mi entorno.
Fue entre los once y los doce años. Acababa de instalarme en Madrid porque mis padres decidieron que nos íbamos a vivir allí. Supongo que pensarían que en los años setenta sus seis hijos tendrían más oportunidades de conseguir un futuro en la capital que en el sur de Andalucía.
Nos instalamos en el centro de Madrid. Allí descubrí muchas fachadas feas, grises, en un Madrid insolidario, solitario y en el que los niños no salían a jugar como en mi ciudad natal. Era el «Madrid de los Austrias» abandonado por la juventud y a finales del franquismo. Solo había personas mayores y polvo en las fachadas.
Y descubrí el frío, la soledad, una familia partida en dos mitades entre Andalucía y Madrid. A mí me tocó estar junto a una hermana y mi padre en un sitio inhóspito y poner en marcha los nuevos negocios. Ese año no me pudieron escolarizar y las horas eran interminables.