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Una querida amiga, que trabajaba en el área de adopciones, me explicó con mucha paciencia que yo no podría pasar nunca una entrevista de adopción estando bajo el impacto de un duelo tan reciente. ¡Lógica pura! Entonces vino una novedad: me quedé embarazada. Interminable sería mi relato si les contara de qué manera transité esos nueve meses. Sólo voy a destacar que el dolor comenzó a mezclarse con un amor diferente. Era un amor y un dolor que se iban renovando.
Nueva personalidad
La escuela psicoanalítica y otras escuelas de psicología tienen sus modos de abordaje para ayudar en el proceso de duelo, pero casi siempre hablan de las etapas por las que tenemos que atravesar. Son claras y descriptivas. Por su parte, los psiquiatras consideran que nuestro cerebro está severamente afectado por el impacto del dolor y nos ofrecen una gran diversidad de tratamientos para ayudarnos. También nuestros amigos y compañeros de trabajo, y los que nos conocen y saben lo que vivimos, muestran su cooperación y su amor por nosotros. Después de un tiempo, ellos y nosotros seguimos haciendo un esfuerzo por volver a la normalidad. Sin embargo, esto es un error, porque nos esforzamos por ser quienes fuimos, para que todos se sientan cómodos.
Nuestro compromiso ha de ser otro: a quienes nos conocían antes de nuestro duelo debemos notificarles que hemos cambiado en algunos aspectos, que estamos en un tiempo especial, en un intervalo único de la vida y que ellos deben animarse a conocer a la nueva persona, su nueva imagen, su nuevo ser. Somos otros, y no volveremos a ser los mismos de antes, nunca más. Conocernos a nosotros mismos, ahora no es algo que nos resulte tan fácil, ni tan rápido como demanda la vida. Cabe señalar que esto no es tarea liviana para nadie, porque ahora, ni nosotros mismos los dolientes sabemos dónde estamos parados.
Hemos entrado en toda clase de contradicciones o situaciones desconcertantes que antes no hubiéramos aceptado, pero que hoy las recibimos. Las atravesamos con otros ojos y después tomamos decisiones. Nos cuestionamos: ¿Esta conducta, este pensamiento, esta manera de vivir verdaderamente reflejan quién quiero ser? Si la respuesta es no, ¡adelante con el no! Y si la respuesta es afirmativa, ¡adelante con el sí!
Ver los ojos de la muerte a traslocado la densidad temporal de nuestro pasado, presente y futuro. Quedan también afectadas todas las dimensiones de nuestra persona. Los paradigmas de nuestra vida mutan tan notoriamente como las transformaciones que sentimos en nuestra corporeidad y mundo emocional. ¡Basta con mirar en el espejo durante unos segundos nuestro cuerpo entero y, sobre todo, la cara! También nuestras ideas y visiones mentales han cambiado, ¡cuántas percepciones insanas sobre el sufrimiento hay que corregir! Sin olvidar el valor para afrontar la vida con valores nobles, dignos y altruistas.
Abierto un nuevo camino
Hay momentos que una cree que se ha vuelto insensible a todo. La dimensión espiritual-religiosa es un arco iris, donde deben abordarse las grandes cuestiones de la vida, de la muerte, del destino, sin olvidar asumir el duelo desde las dos orillas: la del doliente y de quien murió. En suma, este nuevo escenario presenta un sujeto que no tiene consciencia de cuánto ha cambiado, de cómo ha cambiado, de cuánto durará el proceso de cambio y de cómo será el final. Ya no somos los mismos y es imperioso reconocerlo.
Este camino nuevo es un desafío muy laborioso, porque no sólo tenemos que asumir pasivamente los cambios en nuestra nueva personalidad, sino que, además, tenemos que encarar activamente un trabajo interior de duelo, en un intervalo desconcertante entre un pasado conocido, que no termina de pasar, y un futuro por adquirir. Este trabajo interior no es para corretear de encima nuestro el sufrimiento, sino para asumirlo, integrarlo, dialogar con él, transformarlo y sacarle rédito. Aunque me costó, asumí que era imposible cambiar la realidad irreversible de la muerte de mis cuatro seres queridos, pero que sí podría transformarme yo.
En el intento de conocer ese cambio y de afrontar el trabajo de duelo tenemos un extenso marco teórico para leer y seguir arrojando luz sobre la nueva persona que va surgiendo dentro nuestro, pero no es el único, ni debemos hacerlo solos. Hay que acudir a toda una red de apoyos; ser humildes para pedir ayuda y dejarse ayudar; valorar el potencial sanador de los vínculos comunitarios.
En mi caso, la fe, conocer al grupo “Resurrección”, cultivar los lazos eclesiales y la apertura a dejarme ayudar por buena gente fueron mi salvavidas. Ellos lograron pacificar los primeros días sin mi hija. Dios me había regalado el don de la fe; se había despertado en mí una única certeza: “¡Mi hija está en el Cielo!” Pero necesitaba comprender dónde estaba el Cielo, conocer algo más. ¿Cómo iba yo a llegar al Cielo? Con esto comprendí que mi hija había abierto un nuevo camino para mi vida y para toda la familia.
En belleza de amor
Si conocer el grupo “Resurrección” fue una bendición, coordinarlo lo ha sido también, con el plus de una gracia inmerecida. Estando ahora más serena, valoro mejor que el grupo haya sido el espejo más exacto del estado de mi corazón y de mi alma, de muchos aspectos que habían pasado desapercibidos para mí. Coordinando, pude mirarme como hija y tía en duelo. La magnitud del duelo por la muerte de una hija había obnubilado poder transitar con sosiego el duelo por mi sobrino y padres, quienes dejaron en mí una huella maravillosa.
Tengo frente a mi grupo la responsabilidad de reflejar como imagen viva la certeza de que el dolor se irá transformando sana y lentamente en belleza, en belleza de amor. Esa responsabilidad se plasma en mi propio cuidado personal, en mi prolijidad; incluso me tomo el tiempo de pensar y elegir algún detalle que refleje la vida: algún color, algún perfume, algo de vida en el rostro.
La palabra grupal se hace calmante, antidepresivo, ansiolítico, por ello me obligo a buscar lo mejor que tengo, ofreciéndolo en palabras muy simples, con el cuidado de ser clara y, sobre todo, positiva. Llamativamente, empecé a tomar consciencia de que esa palabra, buscada para reforzar a otras personas, insistiendo que cada detalle de la nueva vida en duelo es valioso, se convertía en un recurso terapéutico para mí misma.
Los diferentes vínculos de los integrantes de mi grupo en duelo arrojaron luz y comprensión a aspectos de mi vida familiar que yo había descuidado por estar fija en mi exclusivo dolor. Pude comprender a mi marido y su silencio, ser paciente con sus tiempos. Tener la dicha de contar con integrantes hombres y padres en proceso de duelo, y escuchar todo aquello que no se mencionaba en mi propia casa, me permitió comprenderlo más y mejor. Del mismo modo, escuché la versión del amigo, del hermano. Impactante y novedosa fue esa comprensión, y enorme el beneficio que obsequió a mi vida.
La quinta esencia del amor
Ser coordinadora me fue potenciando la sonrisa, el entusiasmo y la alegría al ver a los dolientes sonreír después de llorar, al comprobar que, con el paso del tiempo, ya estaban pendientes unos de otros. Nunca antes había trabajado en clave vincular de mutua ayuda. No me sentí parte de un propósito tan valioso hasta que fui coordinadora. ¡Cada persona se vuelve para mí tan importante! Entiendo ahora el valor de la comunidad como factor sanador, algo novedoso en mi vida.
Coordinando el grupo desarrollo ampliamente mi empatía. Mi profesión me había ejercitado en la escucha analítica de la patología. “Resurrección” me permite descubrir el valor de la escucha empática en el acompañamiento del doliente. Tengo que reconocer que esto cambió mi manera de trabajar profesionalmente. Hoy, a todos los escucho, comprendiendo que sufren en un proceso integral de duelo.
Coordinar “Resurrección” me dio la posibilidad de vivir la fe en oración compartida y de mutua intercesión, celebrándola comunitariamente, ya no únicamente en el silencio de un retiro; también recibiendo la gracia en los sacramentos, en cada Misa, sacrificio de muerte y resurrección; saboreando la maternidad de la Virgen en mi vida, estimulándome por la santidad y fidelidad de los santos que pasaron por tantos duelos; aprendiendo que la Iglesia también soy yo. El grupo “Resurrección”, como su nombre indica, ha sido un instrumento de Dios para vivir como resucitada, ya aquí, y saborear como primicia la resurrección celestial.
Coordinar me permite dedicar más tiempo a mi familia celestial, porque tengo la necesidad de mirar al Cielo, mi próxima y eterna morada, y contemplar amorosamente a sus huéspedes. Dejarme amar por mis seres queridos envueltos del amor de Dios fue descubrir la quintaesencia del amor mismo. La acción, con sus ajetreos y exigencias cotidianas, acapara casi todo mi tiempo. El ritmo de los días es veloz y la semana pasa volando, pero tener esta posibilidad de coordinación le aporta a mi existencia tiempo de calidad, de quietud, de reflexión, de evaluación, de trascendencia, de comunión entre los vivos y difuntos, además de un clima de paz indescriptible.
Ayudarse ayudando
Apreciado lector, gracias por haber tenido la gentileza de leer este escrito. Tú eres el destinatario de su contenido. Confío en que te sea útil en el recorrido del proceso de sanación de tu duelo personal.
Como te he expresado antes, transitar el camino de sanación de un hondo sufrimiento afecta a nuestro pasado, presente y futuro; impregna todas las dimensiones de nuestra persona, cambia los paradigmas de nuestra vida anterior, da otra visión al propósito de nuestra existencia, porque ya no somos los mismos de antes. Y aquí está el desafío: debemos comprender con una inteligencia nueva quiénes somos actualmente, porque nos espera un futuro nuevo como meta, como resultado de un trabajo positivo de duelo. Nuestro pasado, ciertamente asumido y valorado, nunca debiera ser un “pasado presente”, ni un “pasado futuro”, porque también en el duelo se hace camino al andar.
Te invito a asumir con coraje y protagonismo tu nueva identidad, ganándole el pulso a tu sufrimiento. Te he contado que, mirando a los ojos de la muerte, iluminada por el don de la fe en El que es el camino, la verdad, la vida y la resurrección, me vino el nacimiento de “la nueva Dolores”. Ahora miro con una perspectiva de doble visión: me esfuerzo por ser feliz, plena y dedicada como ciudadana responsable de esta tierra, sin perder de ojo que soy ciudadana del cielo, donde están como huéspedes mis seres queridos, amando con la quintaesencia del amor mismo, más fuerte que todo duelo y muerte.
Me despido, querido lector, recordando el título tan significativo de este libro escrito pensando en ti: “Si curas la herida de tu hermano”. Este título ha sido como el lema del camino de mi duelo transitado en clave de mutua ayuda y ahora es un programa para el resto de mi vida; Dios quiera que lo sea también para ti.
TODA UNA VIDA POR DELANTE
Era dulce, cariñoso
Lo estábamos esperando a mediodía para su cumpleaños, pero no llegaba. Lo llamábamos por teléfono y no respondía. Le dejamos mensajes en su celular y todo era silencio. Pasaron las horas y no aparecía. Nos conectamos con su ex esposa y nada sabía de él. Como crecía nuestra inquietud, lo rastreamos en su vivienda y no lo encontramos. Su automóvil no estaba en el garaje. Nos pusimos en contacto con sus amigos y vínculos, mas ninguno conocía su paradero. Entramos en sus redes sociales y no había subido recientemente noticias suyas.
Caída la noche, nuestro temor iba en aumento. Decidimos dar aviso a la policía. En Emergencias Hospitalarias no tenían registro de él. Lo buscamos durante toda la noche por varios lugares frecuentados por él, sin resultado alguno. Las indagaciones de la policía eran infructuosas. Nuestro hijo no daba señales de vida. Llegó el mediodía y la angustia se apoderaba de nosotros. En la noche, la imaginación nos arrastraba a lo peor. Nadie lo había visto en los dos últimos días.
Todo se volvía oscuro y pesimista. La familia, sin embargo, seguía con esperanza en el corazón. Juntos orábamos con fe por su aparición. “¿Dónde podrá estar?” ¿Qué le habrá pasado?”, nos preguntábamos dándonos ánimos mutuamente. Para la policía aquello era como un misterio, nos pedía calma y toda información que fuera útil. Con congoja en nuestra alma transcurrió otro día más así. Nos envolvía poco a poco una impotencia total. Yo de rodillas, con lágrimas en los ojos, suplicaba al Señor recobrar a nuestro hijo sano y salvo.
Él tenía un talento singular para la música. Era dulce, cariñoso, bohemio, travieso, transgresor, inseguro, disconforme, terco, ingenioso, culto, padre afectuosísimo.
Nosotros teníamos una familia feliz, hermosa, conformada por el matrimonio y tres hijos. Todos buscados, amorosos, queridos por igual. Estudiaron, se graduaron, se casaron, nos regalaron hermosos nietos.
Él tenía toda una vida por delante. Acababa de cumplir treinta y siete años. Padre de tres niños. Separado con conflictos. Últimamente, muy apesadumbrado, entristecido, deprimido, solitario, aislado, evasivo de todos, rehuyendo de encuentros y apoyos.
Nosotros teníamos una pena clavada en el corazón desde hacía tiempo. Mi alma de madre no estaba tranquila. Todos estábamos preocupados. Le mandábamos mensajes de optimismo y lo apoyábamos económicamente. Yo soy profesora y le busqué ayuda profesional, sin buenos resultados. Desgraciadamente, la fe no era su baluarte. Yo rezaba por él día y noche, para que se aferrara al Señor y su tormenta pasara pronto.
Al atardecer del tercer día de su repentina desaparición, la policía nos llamó y nos pidió que nos presentáramos cuanto antes en la comisaría. Durante el camino, mi marido y yo nos mirábamos en silencio, compadeciéndonos mutuamente en aquella agonía. Como por instinto, quise bloquear mi mente hasta llegar a aquel lugar. Tomé la mano de mi esposo y la apretaba con fuerza. Él me abrazaba, a la par que se esforzaba por contener sus emociones. Allí se nos informó que habían encontrado a nuestro hijo, lejos, en el campo, a unos veinte metros de su auto, en un lugar muy aislado, muerto…, ahorcado.
¿Y si dejara de comer?
Estimado lector, han pasado ya varios años del suicidio de nuestro hijo. Si tú también has transitado un duelo intenso, recordarás de inmediato cómo en los primeros tiempos de esto que llamamos “camino del duelo” quedamos sometidos bajo el yugo tirano del sufrimiento. Yo tuve la sensación que me salía de órbita, que todo giraba mal, al revés, sin control, ni sentido.
Desde el momento que recibí la noticia quedé trastornada. Todo se movía bajo mis pies. Lo que antes era seguro, ahora era una tabla resbaladiza. No sabía hacia dónde orientarme. Todo lo veía confuso, con un amasijo de emociones descontroladas dentro de mí. Quedé en plena intemperie, desprotegida, amenazada, bloqueada. Se me cerraba el pecho, la tensión arterial se me disparaba, imposible descansar y dormir mínimamente bien.
Afortunadamente, la fe me consolaba y me daba motivos de esperanza, aunque me costaba horrores concentrarme mentalmente en la oración. Creo que oraba más con gestos y miradas que con palabras. Pasaba largos ratos en soledad y llorando, contemplando la imagen de La Virgen dolorosa junto a su Hijo en la cruz. A Jesús le supliqué cientos de veces: “Perdónalo, por favor, perdónalo”. Nunca dudé de Dios, ni le recriminé nada, ni le culpé, porque, aún en mi desorientación, tenía claro que pedía más esperanza de salvación para mi hijo que alivio para mí. Quería aferrarme a Dios, sentirlo más cerca. Con el tiempo entendería mejor que la fe no exime a nadie del sufrimiento, ni de recorrer un camino de purificación en el duelo.
Me veía sin voluntad, sin ganas de nada, de nada: “Tener que levantarme de nuevo…”. Era una sonámbula en casa. Todo se me volvió gris. Me rodeaban mis seres queridos y casi los veía como fantasmas a mi alrededor. ¡Y qué decir de algunos de mis pensamientos!: “¿Y si dejara de comer…?” No podía pensar coherentemente. Aquello era una asfixia del alma.
No quería dejar de llorar, me consolaba así. Pedía, rogaba a Dios que no se me secaran las lágrimas. Me estallaba la cabeza con un pensamiento único: “¡Mi hijo! ¡Él muerto y yo viva!” ¿Dónde estará ahora?” Se había hecho añicos la vida que teníamos por delante, aquello que todos comentaban: “Tienes una hermosa familia”. “¿Qué me ha hecho la vida?” y mil preguntas más surgían como reclamo de víctima, y se añadía la bronca, aunque encubierta, contra mi hijo por arruinarnos la vida y contra no sé quién, y la culpa inmanejable, y pensar obsesivamente cómo habría sufrido en los últimos días y horas.
La culpa. La culpa. La culpa siempre presente, yendo y viniendo, hostigando, actuando como un remolino en la conciencia, arrojándome en la lona del pasado que no se pude reparar, socavando la autoestima. Me veía presa de sus feroces garras. No la podía controlar. Toda una cascada de culpas me caía encima con un interrogatorio por doquier: “¿Cómo no pude cuidar al fruto de mi seno? ¿En qué fallamos? ¿Qué no hicimos bien? ¿Qué dejamos de hacer? ¿Cómo no nos dimos cuenta?” La culpa no reposaba.
El tiempo se arrastraba lento, interminable, y el sufrimiento era cada día mayor, seguramente porque yo iba tomando más conciencia de la realidad, ya sin la anestesia del impacto inicial, y sin tanta gente a mi alrededor. A todos oía más que escuchaba y a los cinco minutos ya me olvidaba de todo. Extrañaba y buscaba tanto a mi hijo que creo que alucinaba con los cinco sentidos. Me parecía verlo, oírlo, tocarlo, hasta olerlo, pero nunca lo soñaba, y eso que lo intentaba. Me propusieron tomar medicación, pero la rechacé por temor a atontarme más. Miraba por la ventana y me extrañaba: “¿Cómo el mundo puede seguir igual si mi hijo se ha ido?” Qué hubiera sido de mí sin mi marido y mis hijos, que seguro también ellos sufrían y mucho, pero yo… Estaba desajustada, fuera de órbita.
Presencias que hacen milagros
Embotada en tanto sufrimiento y desorientación, sólo me fijaba en la ausencia, en la pérdida, en el modo atroz de la muerte, en el estigma con que quedaba la familia, en cómo salir de aquello para encontrar un poco de calma duradera. Sin embargo, cuántos aspectos positivos y detalles de gente buena había a nuestro alrededor: la presencia, la solicitud y la paciencia de los nuestros y de quienes nos querían ayudar. El párroco fue un ángel consolador junto a nosotros desde el primer momento de la desgracia. Presidió también el novenario, pero de sus palabras casi no recuerdo nada por mi aturdimiento. Todos los días nos visitaba después de la celebración, escuchaba mi desahogo y después se quedaba a solas con mi marido e hijos. Son presencias que hacen milagros.
Concluido el novenario, el párroco propuso que, pasados unos días, participáramos del Grupo Parroquial “Resurrección”, que acompañaba a personas en duelo. Mi esposo me animaba con insistencia y unas tres semanas después de la muerte de nuestro Negrito nos presentamos juntos. ¡Yo me desahogué de lo lindo! Mi marido, muy buen hombre, es poco expresivo. Después del segundo y tercer encuentro, me preguntaba reiteradamente: “Tere, ¿te está ayudando?” Mi respuesta afirmativa le agradó, pero ya no me acompañó más. Él prefería desahogarse a solas y de vez en cuando con nuestro buen párroco.
El coordinador de “Resurrección”, con su experiencia de duelo tras la muerte de su hijo por leucemia, me comentó: “Tú sigue con nosotros. Serás incluso más libre para desahogarte. Él va a estar bien acompañado”. Después de cada encuentro grupal, sin que mi marido me lo solicitara, le hacía un repaso del tema tratado. Como es de pocas palabras, yo hablaba como si estuviera en su dolor. Sacaba el tema del duelo de nosotros dos y de los hijos, que también sufrían, recordando el consejo del coordinador: “¡A empujar todos juntos, hay una vida por delante! Y él me escuchaba atento. Después nos abrazábamos y llorábamos un rato juntos.
En “Resurrección” me sentí más que acompañada, formando parte de una comunidad de dolor y de esperanza. Era escuchada incondicionalmente, sin ser interrumpida, ni reprobada. Al principio, me costó escuchar a los compañeros, porque estaba absorta en mi penar, pero la habilidad del coordinador nos iba introduciendo en lo que él llamaba “el arte de la escucha” y de “la mutua ayuda”. Cuando después ya escuchaba algo más a los compañeros, era como si una luz iluminara mis regiones interiores desconocidas. Además, tuve una ayuda y estímulo extras. En aquella comunidad participaba activamente un matrimonio en duelo por su hija suicidada, su única hija. Y si ellos podían con aquello, yo también tenía que intentarlo.
Con amor, el sufrimiento sana
De la mano del coordinador y de los compañeros, poco a poco aprendí a afrontar esta desconcertante etapa de la vida, ya con menos miedos, apoderándome poco a poco de la conducción de mi propio sufrimiento, intentando equilibrarme en las seis dimensiones con que trabaja al unísono “Resurrección”; sufriendo, pero sin aislamiento; evitando el riesgo de sucumbir ante la ansiedad, angustia o depresión; mirando con ligera perspectiva de futuro, disipando progresivamente las reprimidas broncas, enfrentando a fondo la machacona culpa, dejando de responsabilizar a mi hijo de mi propio sufrimiento, planteándome las grandes cuestiones de la vida y de la muerte, el destino de cada hombre, la salvación eterna; creciendo en la experiencia personal y comunitaria de Dios. Era todo un verdadero desafío y refriega interior, ante una vida que seguía lentamente hacia delante.
El coordinador, con su paciencia, sabiduría y experiencia en propia carne, no nos dejaba dormirnos en el “trabajo semanal de sanación”, como él lo llamaba. Al final de cada encuentro nos sugería tareas para la semana: repasar mentalmente lo dialogado en el grupo sobre el tema tratado, hacer las lecturas para el siguiente punto a tratar, darse una caricia positiva, hacer algo servicial por alguien, evaluar el avance y resistencias del propio duelo, en casa hablar del duelo familiar con prudencia, y orar con un texto bíblico.
También nos pedía recitar en voz alta un versículo bíblico como jaculatoria, repitiéndolo varias veces al día durante una semana. Recuerdo algunos de ellos que me dieron mucha paz y ánimo: “El espíritu abatido reseca los huesos” (Proverbios 17, 22). “Depositen en Él toda ansiedad, porque Él cuida de ustedes” (1Pedro 5,7). “Todo lo puedo en Aquel que me fortalece” (Filipenses 4, 13) “No es un Dios de muertos, sino de vivos” (Marcos 12, 27). “Vuestra alegría nadie se la podrá quitar” (Juan 16,22). Auténticos bálsamos semanales. Era lo que todos del grupo necesitábamos.
Algo que me llamó la atención era una dinámica practicada casi al final de cada encuentro, el refuerzo positivo. Cada participante tenía que elegir a un compañero/a, mirarle los ojos, ponerse en su lugar y darle un estímulo para avanzar en su duelo. Elegía sí a un compañero, pronunciaba su nombre, pero al segundo estaba hablando de mí misma. El coordinador suavemente me llamaba la atención y explicaba de nuevo la dinámica. Y a los dos segundos yo seguía charlando de mi sufrimiento. Al cabo de varios encuentros, como persistía en esta actitud, el coordinador me confrontó con énfasis, resaltando: “Tere, para hacer un buen duelo hay que meter entre paréntesis el yo e-go-cén-tri-co. Hay que ponerse en lugar del otro también desde el propio sufrimiento”. Me dejó tambaleándome y recibí una lección que necesitaba con urgencia, y que nunca olvidaré (yo). Sobre todo, con amor el sufrimiento sana, y con sufrimiento el amor se purifica.
O la culpa me dominaría a mí
En cada encuentro, además de desahogarnos, comentar nuestras dificultades y compartir los avances, tratábamos un tema relacionado con la elaboración del duelo. Agradezco infinitamente a nuestro buen coordinador haber dedicado dos reuniones sucesivas al manejo de la culpa. En la primera hizo esta breve introducción: “La culpa manifiesta un comportamiento, real o no, contrario a los principios básicos del doliente. No existe, prácticamente, ningún duelo sin culpa, psicológica o moral”. Hizo un breve silencio y, mientras apuntaba con el dedo índice de la mano derecha uno por uno los dedos de su mano izquierda, recalcaba: “Porque no hay que ignorarla, ni evadirla, ni esconderla, ni rechazarla, ni mandársela a no sé quién”. A continuación, nos pidió manifestar con realismo las culpas sentidas por cada uno. Recuerdo, como si fuera ahora que, cuando se expresaba el matrimonio allí presente en duelo por su hija suicidada, la única que tuvieron, yo sentía como que estaba hablando por mí.