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La Reforma eliminará la necesidad de la mediación de la Iglesia entre el creyente y el texto sagrado y liberará la posibilidad de la interpretación de la Escritura de la tutela eclesiástica. De tal suerte, Lutero afirmará que el creyente debe dirigirse a la Escritura, que es clara y comprensible, y no a la jerarquía eclesiástica. Así, se dirá que “la Biblia es intérprete de sí misma, no tiene necesidad de la tradición para ser comprendida, sino, al contrario, es la tradición la que debe medirse constantemente con la Escritura para verificar su validez propia” (Ferraris, 2000: 35 [cursivas en el original]). En función de esta perspectiva, los cánones de interpretación se vuelven decisivos. La mística alemana y la tradición platónica que adjudican una “inspiración divina” a los poetas, servirán de orientación a la hermenéutica bíblica reformadora para dotar al texto de la Biblia del carácter de una inspiración divina (Ferraris, 2000: 34).
Aunque ingenuo, en cuanto a la idea de la claridad del texto bíblico en sí mismo, el punto de vista reformador será de gran trascendencia al abrir y multiplicar las posibilidades interpretativas de la Escritura, de cara al cerrado dogmatismo, autoritario e intolerante de la Iglesia romana, obsesionada con ejercer un riguroso control doctrinal sobre los fieles. Obsesión acrecentada a partir de la Contrarreforma. Sin embargo, resulta importante destacar que “los protestantes no llegaron a emanciparse enteramente de las tradiciones que, lógicamente, hubieran debido rechazar. Tampoco se liberaron completamente de la escolástica” (Guignebert, 1993: 208).
Sobre esta hermenéutica teológica o exégesis de los textos sagrados, Grondin hace referencia a la manera en la cual fue acuñado el término hermenéutica por primera vez; como se verá, alude, inmediatamente, al problema de interpretación que suscitan, de suyo, las Escrituras sagradas:
El término hermenéutica vio la luz por vez primera en el siglo xvii cuando el teólogo de Estrasburgo Johann Conrad Dannhauer lo inventó para denominar lo que anteriormente se llamaba Auslegungslehre (Auslegekunst) o arte de la interpretación. Dannhauer fue de ese modo el primero en utilizar el término en el título de una obra suya, Hermeneutica sacra sive methodus exponendarum sacrarum litterarum, de 1654, título que resume por sí solo el sentido clásico de la disciplina: hermenéutica sagrada, es decir, el método para interpretar (exponere: exponer, explicar) los textos sagrados. Si hay necesidad de recurrir a ese método, es porque el sentido de las Escrituras no goza siempre de la claridad de la luz del día (2008: 21).
La hermenéutica islámica medieval fue muy clara en definir los problemas de interpretación que plantea la lectura de su libro sagrado, el Corán. Los estudiosos del islam, Richard Bell y William Montgomery Watt, sostienen que su interpretación requiere “un estudio serio, porque no es en absoluto un libro fácil de entender. No es un tratado de teología, ni un código de leyes, ni una colección de sermones, sino que participa de los tres aspectos, junto a otros más” (1987 [1970]: 11). Siguiendo lo expresado por Ignaz Goldziher en su estudio sobre las exégesis del Corán, Bell y Watt señalan que cada obra sobre el texto envuelve una forma de interpretación y que esta idea se funde con la interpretación “tradicional”. “El Corán está lleno de alusiones, claras en el tiempo de su revelación, que se irían oscureciendo para las generaciones posteriores” (Bell y Watt, 1987: 163).
En lo que respecta a distinguir diferentes niveles de significado propios del libro sagrado del islam, el Corán, se nos dice:
El libro de Dios –explica el vi Imán– comprende cuatro cosas: la expresión enunciada (‘ibárat); la intención alusiva (isárat); los sentidos ocultos, relativos al mundo suprasensible (latá’if), y las supremas doctrinas espirituales (hagá’iq). La expresión literal está dirigida al común de los fieles (awamm). La intención alusiva concierne a la elite (jawáss). Los significados ocultos corresponden a los Amigos de Dios (awliyá), y, las supremas doctrinas espirituales, a los profetas (anbiya, plural de nabi) (Corbin, 1977: 238).
La proposición se apoya en un hadith del Profeta que dice así: “El Corán tiene una apariencia externa y una profundidad oculta, un sentido exotérico y otro esotérico (cada nivel contiene otro nivel, a imagen de las Esferas celestes, embutidas unas en otras); y así sucesivamente hasta siete sentidos esotéricos (siete niveles de profundidad oculta)” (Corbin, 1977: 238). La estructura comprensiva se repite a lo largo de todas sus imágenes explicativas, muestra lo inagotable de su verdad en la pluralidad de los sentidos.
Tal como hemos podido ver hasta ahora, desde la Antigüedad la hermenéutica se planteó el problema de establecer las diversas dimensiones de significado de los textos sagrados. Ya sea desde una perspectiva clásica o una moderna, estamos frente a un sistema semántico complejo, en el cual el enunciado de un plano sirve de punto de partida para introducirse en el significado del nivel siguiente y, así, sucesivamente.
En particular sobre la tradición bíblica y su interpretación, Ricoeur pone de manifiesto el carácter histórico de la tradición hermenéutica (2003: 31-60). Para mostrar las bondades de una fenomenología hermenéutica, cuya primacía se sitúa en la dimensión diacrónica –en lo que Gadamer (1999) llamaría la “historicidad de la interpretación”– Ricoeur (2003) sigue la extraordinaria exégesis de Gerhard von Rad (2005) del Antiguo Testamento, demostrando que, en ese caso particular, es posible hablar de una primacía de la historia. “El trabajo teológico sobre estos acontecimientos [bíblicos] es, en efecto, una historia ordenada, una tradición que interpreta. Para cada generación, la reinterpretación del fondo de las tradiciones confiere un carácter histórico a esta comprensión de la historia, y suscita un desarrollo cuya unidad significante es imposible de proyectar en un sistema” (2003: 47-48). Concluye: “Así se encadenan las tres historicidades: después de la historicidad de los acontecimientos fundadores –o tiempo oculto– y de la historicidad de la interpretación viva por parte de los escritores sagrados –que constituye la tradición–, tenemos ahora la historicidad de la comprensión, la historicidad de la hermenéutica” (Ricoeur, 2003: 48). Se hace referencia, así, a tres temporalidades: el tiempo originario, narrado en el texto de las Escrituras, el tiempo de los autores y compiladores de las Escrituras y, finalmente, el tiempo de las sucesivas interpretaciones de las Escrituras. Queda claro que la hermenéutica bíblica, junto con la tradición grecolatina, constituyen los pilares fundamentales de la tradición occidental y han suscitado una diversidad, sumamente variada y extensa, de interpretaciones posibles.
La semiología de Roland Barthes y la interpretación del mito
Aun la semiología francesa de Roland Barthes, inspirada en algunas de las ideas expuestas por el fundador de la lingüística estructural, Ferdinand de Saussure (1979 [1916]: 60), reconoce, a pesar de sus limitaciones, la pluralidad de dimensiones de significado de la cual son portadores los mitos. “En efecto, como estudio de un habla la mitología no es más que un fragmento de esa vasta ciencia de los signos que Saussure postuló hace unos cuarenta años bajo el nombre de semiología” (Barthes, 1980 [1957]: 201). Su manera de plantear el asunto me parece significativa porque, de entrada, el análisis semiológico reconoce, ya sea implícita o explícitamente, la existencia de un problema hermenéutico: el mito no es transparente, requiere de un proceso de interpretación que haga posible desplegar las distintas dimensiones de significado contenidas en su discurso. Esto se da, a pesar de su enfoque reductivo que limita el estudio semiológico del mito al concepto saussureano de signo, compuesto por un significante y un significado, articulados por “una correlación que los une: tenemos entonces el significante, el significado y el signo, que constituyen el total asociativo de los dos primeros términos” (Barthes, 1980: 203).
Tal como lo señala Ricoeur (1999), destacando sus insuficiencias, para el efecto de un supuesto rigor científico, la lingüística estructural deberá eliminar un aspecto fundamental de la definición de signo que, entre los estoicos aparecía como significante, significado y cosa referida, mientras que en san Agustín y en la escolástica aparecía como la relación entre signum y res. Al excluir la referencia a lo real extralingüístico, se elimina de la comunicación al mundo real, referido por los discursos, y al ser humano vivo que se comunica con sus congéneres. Saussure lo afirma con toda claridad en el Curso: “La actividad del sujeto hablante debe estudiarse en un conjunto de disciplinas que no tienen cabida en la lingüística más que por su relación con la lengua” (1979: 64). Sobre el Curso de Saussure, Ricoeur llega a la siguiente conclusión: “En la lengua, nadie habla” (1999: 44). Expulsados de la lingüística estructural –y de la semiología, que de ella se derivó–, el habla, el hablante, su interlocutor y el mundo que sus discursos refieren deberán ser estudiados por otras disciplinas como la hermenéutica, la pragmática, la antropología lingüística, la sociolingüística y la psicología de la comunicación, cuyo asunto a estudiar son los procesos vivos de la comunicación.
A pesar de limitarse al análisis de los textos, en sí mismos, dejando fuera de su análisis los factores extralingüísticos, en su estudio sobre las mitologías modernas Barthes muestra la existencia de una doble estructura significante en el mito, lo concibe como un sistema semiológico segundo (1980: 205-206). Tenemos, desde su punto de vista, dos planos diferentes de significado en el mito. El primero sería el del lenguaje objeto, que podemos identificar con el plano literal, correspondiente a la historia o suceso narrado: el acontecimiento en sí mismo. En este plano nos limitamos a la simple narración de la historia, nos ceñimos a los hechos relatados, por extraordinarios que estos puedan parecer. Pero en el mito, como en la imagen poética o pictórica, el plano literal es sólo una figura metafórica que sirve de medio para transmitir un sentido o conocimiento “oculto”, un segundo plano de significado, el que él llama “metalenguaje”. Es decir, el mito posee un sentido implícito diferente del sentido explícito presente en su literalidad. El segundo sentido (metalenguaje), que podemos entender como plano conceptual, por oposición al primero, revela su sentido profundo. Se aborda, así, al mito, ya sea en su forma de texto o de imagen, en tanto estructura significativa que pide ser interpretada.
La fenomenología hermenéutica de Paul Ricoeur
Por su parte, y desde su perspectiva hermenéutica, Ricoeur muestra la distinción de niveles significantes como el nudo semántico de toda hermenéutica. Ya sea en la exégesis de los textos sagrados, en la interpretación de los fenómenos inconscientes que lleva a cabo el psicoanálisis o en la imaginación poética, el elemento común es una cierta arquitectura del sentido que propone un “doble significado” o un “múltiple significado” (2003:17; 2014: 16-18). De tal suerte, Ricoeur definirá la interpretación como el trabajo del pensamiento que consiste en “descifrar el significado oculto en el significado aparente”, desenvolviendo sus niveles, implicados en el plano literal (Ricoeur, 2003:17). Si, a la manera de Ricoeur, se entiende el símbolo como una expresión polisémica y existencialmente caracterizada, la mera decodificación epistémica sería insuficiente, exigiéndose, así, una aproximación hermenéutica, es decir, ontológica; más aún, la hermenéutica encuentra su razón de ser en la interpretación de los símbolos:
Llamo símbolo a toda estructura de significación donde un sentido directo, primario y literal, designa por añadidura otro sentido, indirecto, secundario y figurado, que sólo puede ser aprendido a través del primero. Esta circunspección de las expresiones de doble sentido constituye propiamente el campo hermenéutico […] la interpretación es el trabajo del pensamiento que consiste en descifrar el sentido oculto en el sentido aparente, en desplegar los niveles de significación implicados en la significación literal […] Símbolo e interpretación se convierten en conceptos relativos. Hay interpretación allí donde hay sentido múltiple, y es en la interpretación donde la pluralidad de sentidos se pone de manifiesto (Ricoeur, 2003: 17 [cursivas en el original]).
En años posteriores (1976) Ricoeur matizó su posición al respecto, ampliando el ámbito de la hermenéutica para abarcar “el problema completo del discurso” (2006: 90).
Hace algunos años yo solía relacionar la tarea de la hermenéutica principalmente con el desciframiento de las diversas capas de sentido del lenguaje simbólico y metafórico. Sin embargo, en la actualidad pienso que el lenguaje simbólico y metafórico no es paradigmático para una teoría general de la hermenéutica. Esta teoría debe abarcar el problema completo del discurso, incluyendo la escritura y la composición literaria. Pero aun en este planteamiento se puede decir que la teoría de la metáfora y de las expresiones simbólicas permite que se prolongue decisivamente el campo de las expresiones significativas, al agregar la problemática del sentido múltiple al del sentido general (Ricoeur, 2006: 90).
Resulta pertinente incluir aquí la aclaración de Franz K. Mayr sobre las diferencias de enfoque de la hermenéutica con respecto a la semiótica y el estructuralismo:
En la tradición hermenéutica, el lenguaje no se entiende primariamente como sistema de signos objetivable y susceptible de formalización matemática, sino como lenguaje materno, vinculado al tiempo, a la situación y a la tradición, y dotado de la fuerza expresiva del lenguaje cotidiano, que encuentra su culminación en el lenguaje poético, como mensaje lingüísticamente mediado por una experiencia global del mundo, dialógica e histórica. Aquí el lenguaje se concibe partiendo del acto de habla contextual y social-histórico, desde su apertura a las variaciones de sentido, y se le concede prioridad a la “función expresiva” sobre la “función representativa” (Mayr, 1994: 322-323).
Las ciencias del espíritu como campo propio de la hermenéutica
A la hora de enfrentar el problema de la comprensión, implicada en todas las formas que reviste la comunicación humana, de sus múltiples expresiones en el discurso, en las imágenes, en los gestos y en las cosas fabricadas, nos encontramos en el campo de las ciencias del espíritu (Geisteswissenschaften) y en este terreno específico, que es el nuestro y el propio para plantear adecuadamente las preguntas acerca de la comprensión y de la interpretación, ocurre que, por ser nuestro terreno, como seres humanos que somos, estamos inmersos en él, estamos inmersos en la tradición, estamos inmersos en la propia historia que queremos comprender, de tal manera, el preguntar adquiere una forma particular. Gadamer ha desarrollado ya este asunto en todas sus consecuencias, mostrando que “en las ciencias del espíritu no puede hablarse de un ‘objeto idéntico’ de la investigación, del mismo modo que en las ciencias de la naturaleza” (1999: 353).
La investigación histórica está soportada por el movimiento histórico en que se encuentra la vida misma, y no puede ser comprendida teleológicamente desde el objeto al que se orienta la investigación. Incluso ni siquiera existe realmente tal objeto. Es esto lo que distingue a las ciencias del espíritu de las de la naturaleza. Mientras que el objeto de las ciencias naturales puede determinarse idealiter como aquello que sería conocido en un conocimiento completo de la naturaleza, carece de sentido hablar de un conocimiento completo de la historia. Y por eso no es adecuado en último extremo hablar de un objeto en sí hacia el que se orientase esta investigación (Gadamer, 1999: 353).
Al comienzo de su magna obra Verdad y método, Gadamer sostiene que “El fenómeno de la comprensión no sólo atraviesa todas las referencias humanas al mundo, sino que también tiene validez propia dentro de la ciencia, y se resiste a cualquier intento de transformarlo en un método científico” (1999: 23). Más adelante amplía su argumentación, afirmando que “las ciencias del espíritu vienen a confluir con formas de la experiencia que quedan fuera de la ciencia: con la experiencia de la filosofía, con la del arte y con la de la misma historia. Son formas de experiencia en las que se expresa una verdad que no puede ser verificada con los medios de que dispone la metodología científica” (1999: 24).
Hacia finales del siglo xix, en su Introducción a las ciencias del espíritu (1883) y en franca confrontación con el positivismo de su tiempo, Wilhelm Dilthey fue el primero en establecer, desde una perspectiva hermenéutica, entendida en su primer sentido moderno, la distinción entre las ciencias del espíritu y las ciencias naturales: “Las ciencias del espíritu no constituyen un todo con una estructura lógica que sería análoga a la articulación que nos ofrece el conocimiento natural; su conexión se ha desarrollado de otra manera y es menester considerar cómo ha crecido históricamente” (1978: 32). Justo al comienzo de su exposición, Dilthey se distancia críticamente del positivismo:
Estos hechos espirituales que se han desarrollado en el hombre históricamente y a los que el uso común del lenguaje conoce con el nombre de ciencias del hombre, de la historia, de la sociedad, constituyen la realidad que nosotros tratamos, no de dominar, sino de comprender previamente. El método empírico exige que la cuestión del valor de los diversos procedimientos de que el pensamiento se sirve para resolver sus tareas se decida histórico-críticamente dentro del cuerpo de esas mismas ciencias, y que se esclarezca mediante la consideración de ese gran proceso cuyo sujeto es la humanidad misma, la naturaleza del saber y el conocer en ese dominio. Semejante método se halla en oposición con otro que recientemente se practica con excesiva frecuencia por los llamados positivistas, y que consiste en deducir el concepto de ciencia de la determinación conceptual obtenida en el trabajo de las ciencias de la naturaleza, resolviendo luego con ese patrón qué actividades intelectuales merecen el nombre y rango de ciencia (1978: 13).
Más adelante expone con mayor precisión su punto de vista:
La fundación honda de la posición autónoma de las ciencias del espíritu frente a las ciencias de la naturaleza, posición que constituye el centro de la construcción de las ciencias del espíritu que ofrece esta obra, se lleva a cabo en ella paso a paso al verificarse el análisis de la vivencia total del mundo espiritual en su carácter incomparable con toda experiencia sensible acerca de la naturaleza. No hago más que aclarar un poco el problema al referirme al doble sentido en el cual se pueda afirmar la incompatibilidad de ambos grupos de hechos: y, a este tenor, el concepto de los límites del conocimiento natural cobra también un significado doble (1978: 17).
En su Historia de la hermenéutica, Maurizio Ferraris sintetiza de manera muy lograda la argumentación de Dilthey:
Dilthey tematiza aquí la distinción entre las ciencias del espíritu y las ciencias de la naturaleza, que se funda ya sobre la diferencia entre los objetos de estudio de los dos tipos de saber (las ciencias de la naturaleza se ocupan de fenómenos externos al hombre, mientras las ciencias del espíritu estudian un campo del cual el hombre forma parte) o sobre las diferentes modalidades cognoscitivas, por las cuales, mientras el saber de las ciencias naturales viene de la observación del mundo externo, el de las ciencias del espíritu es extraído de una vivencia (Erlebnis), en la cual el acto de conocer no es distinto del objeto conocido. Mientras en las Naturwissenschaften, la observación del fenómeno se separa de las propiedades específicas del fenómeno mismo, en las Geisteswissenschaften, el conocimiento vital de un sentimiento interno se identifica con (o mejor es) aquel sentimiento. Asimismo, mientras las primeras se avalan con explicaciones causales, las segundas utilizan categorías axiológicas o teleológicas diferentes, tales como significado, fin, valor (y mientras la explicación causal no modifica la sustancia del fenómeno, la comprensión de los significados asume y transforma el “objeto” estudiado) (Ferraris, 2002: 132; véase Dilthey, 1978: 13-120).
Faltaría, sin embargo, para matizar en profundidad la afirmación de Dilthey, desde un punto de vista hermenéutico, constatar que la perspectiva epistémica de las ciencias naturales no puede pensarse fuera del tiempo, fuera de la historia, fuera del horizonte de pensamiento propio de su época. Toda ciencia refleja el modo propio de pensar de una época, el cual, subrepticiamente, se infiltra en su discurso. Es de esta manera que Heidegger lo muestra: “La situación de una ciencia en cada momento responde al estatuto concreto de las cosas. El mostrarse de éstas puede que resulte ser un aspecto tan asentado por la tradición que ni siquiera sea posible reconocer lo que de impropio tiene, y se lo tenga por verdadero” (Heidegger, 2000 [1988]: 99; véase también Dilthey, 1978: 333-384). De ahí que proponga: “Hay que desmontar la tradición. Sólo de esa manera resultará posible un planteamiento original del asunto” (Heidegger, 2000: 99).
Sobre el modo de darse de la interpretación científica, Lluís Duch desarrolla un planteamiento que es afín a los de Dilthey, Heidegger y Gadamer y, a su vez, crítico respecto de los positivismos y racionalismos ingenuos; afirma que “La objetividad y la neutralidad absolutas no existen en las ciencias humanas (las Geisteswissenschaften de la terminología alemana) y muchos investigadores mantienen la opinión de que tampoco se encuentran al margen de la implicación del sujeto cognoscente en el objeto que se quiere conocer en las llamadas ‘ciencias duras’ (Naturwissenschaften)” (Duch, 2008a: 171).
Para completar la argumentación que permite distinguir a un tipo de ciencia de la otra, vuelvo a la reflexión de Gadamer sobre el asunto. Ahí, es claro que “el verdadero problema que plantean las ciencias del espíritu al pensamiento es que su esencia no queda correctamente aprehendida si se las mide según el patrón del conocimiento progresivo de leyes. La experiencia del mundo sociohistórico no se eleva a ciencia por el procedimiento inductivo de las ciencias naturales” (1999: 32). Concluye:
Su idea es más bien comprender el fenómeno mismo en su concreción histórica y única. Por mucho que opere en esto la experiencia general, el objetivo no es confirmar y ampliar las experiencias generales para alcanzar el conocimiento de una ley del tipo de cómo se desarrollan los hombres, los pueblos, los estados, sino comprender cómo es tal hombre, tal pueblo, tal estado, qué se ha hecho de él, o formulado muy generalmente, cómo ha podido ocurrir que sea así (Gadamer, 1999: 33).
En esta distinción entre las ciencias naturales y las del espíritu y, a su vez, de la especificación de lo que es propio de las últimas, desde la perspectiva de la antropología simbólica Clifford Geertz coincide con los planteamientos de Dilthey, Heidegger y Gadamer cuando, siguiendo a Weber, afirma que “el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido” y que “la cultura es esa urdimbre”, por lo cual “el análisis de la cultura ha de ser […] no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones” (Geertz, 1997 [1973]: 20). Diez años más tarde, Geertz afirmará que después de la obra de autores como Heidegger, Wittgenstein, Gadamer y Ricoeur, entre otros, resulta imposible volver al viejo paradigma de las ciencias sociales, fundado en el concepto de cientificidad de las ciencias naturales (2000 [1983]).
Nuestra exposición de este asunto puede completarse con una breve reflexión crítica sobre el positivismo y sus antecedentes cartesianos.
Heidegger y los fundamentos de la crítica del positivismo y el cartesianismo
Auguste Comte buscaba la construcción de una filosofía positiva, realista, según él: una filosofía sustentada en la ciencia, en cuya base estarían las matemáticas y en cuya cúspide, la sociología. Ya sostenía en su Curso que el carácter fundamental de la filosofía positiva radicaba en considerar a todos los fenómenos como sujetos a leyes naturales invariables y cuyo descubrimiento y reducción al menor número posible constituían su finalidad (Comte, 2004 [1842]: 30). “Ahora que el espíritu humano ha fundado la física celeste, la física terrestre mecánica o química, la física orgánica, vegetal o animal, le falta completar el sistema de las ciencias de la observación fundando la física social. Ésta es la más grande y apremiante necesidad de nuestra inteligencia” (2004: 37). La física social consuma el proyecto de la filosofía positiva: “la constitución de la física social, completando al fin el sistema de las ciencias naturales, hace posible, e incluso necesario, poder resumir los diversos conocimientos adquiridos, alcanzando ahora un estado fijo y homogéneo, para coordinarlos, mostrándolos como ramas diversas de un sistema único” (2004: 39).






