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Y si algo le faltaba, también Lorena había aparecido apuñalada a los pocos días de su llegada a la Villa y solamente podía decirse de ella que era una chica que lo venía siguiendo desde su anterior destino debido a que —según comentarios— él la había rescatado de un prostíbulo de la capital, por tanto, no se sabía de sus amistades ni de nadie que la conociera en Tulumba. Tal vez por eso no hubo reclamo del cuerpo. Aunque él sí la sufrió y le dio una digna sepultura.
La noche caía ocultando la muralla azul de la serranía y ese paredón quería encofrar el valle arbolado que ya iba oscureciéndose. Las forestadas arboledas, entre las que se destacaban las coníferas, dejaban caer a dos aguas sus lacias y raleadas cabelleras, mientras que las alamedas, espigadas y escuálidas, encerraban en su entorno un amarillo soleado de nostalgia. Entre tanta belleza, el arroyo plateaba su deslizar, sereno, sumiso a los límites de su cauce, cuando la luna asomó su rostro mostrando un maravilloso reflejo.
Ya por estas horas, la tela del foráneo descansaba en el caballete con un retazo adormecido de paisaje. Pero la luna iluminó la pendiente dejando al descubierto su oscura silueta que, frente a la tela, era como un montículo de escombros apisonado en su cimiento. Los brazos caídos al costado del cuerpo y la cabeza hundida entre los hombros daban la sensación de que había sido abatido por un profundo sueño. ¿Qué razones corrían por su cabeza que hacían que la estética de su pintura no concordara en absoluto con su aspecto? Ignotas razones que permitían que de él se dijera que estaba loco. Pero tanto realismo y tantas virtudes —vestigios de una mente iluminada volcados en la tela— lograban que se aplacaran o se analizaran en profundidad todas las aprontas calificativas.
Tres horas habrían pasado de la media noche cuando se incorporó pesadamente en el banquillo. Nada corrigió en la tela, solo se quedó observándola por un instante, como cotejando con el paisaje que frente a él era de plateada luminosidad. Esta vez el gigantesco sauce de la margen del arroyo era el motivo elegido, sus raquíticas hojas se desprendían tapizando de amarillo el suelo arenoso. Giró la vista hacia el árbol, que sufría una descalcificación de muerte y que era el único desabrido entre tantos verdes. Se quedó mirándolo un largo instante como si no comprendiera semejante despropósito; la primavera ya no lograba darle nuevos brotes y casi ni savia corría por los ramajes que paulatinamente iban convirtiéndose en un oscuro esqueleto. Recogió luego sus elementos y trepó las pequeñas colinas desde donde se podía observar, como una cofradía de luciérnagas, las luces de la Villa ya adormecida. Bajando por la pendiente, el sendero se estrechaba y se deslizaba como una franja blanca que se perdía en la distancia; al final estaba el Camino Real. Comenzó a caminar en silencio y, cuando pasó junto a los bosques de pinos, se tornó minúsculo e insignificante. Los estilizados follajes de las coníferas oscurecieron su silueta y la luna, ocultada tras ellas, solo dejaba entrever una desflecada luz tenue de vez en cuando.
De pronto y a lo lejos, una luz pareció destellar. Alguien avanzaba por el camino. Tal vez una linterna, pero fue fugaz y no le permitió tener la certeza de que lo fuera. El hombre siguió avanzando sin darle importancia; pero, al girar tras un recodo de espesas malezas, la luz se vio nuevamente, esta vez más cercana. Hasta que la luna permitió ver —y a no más de doscientos metros— la imagen difusa de quien venía por el camino. Ambos avanzaron, luego se detuvieron; era inevitable el encuentro. Luego la distancia disminuyó y los pasos se hicieron lentos. El de la linterna de pronto se mostró dubitativo; la imagen que veía era extraña, infrecuente, y más aún con esa barba descuidada y esa ropa casi deshilachada que le acentuaban más andrajosamente el aspecto. No, no era del lugar, y al observar la tela que llevaba en la mano y el caballete que le colgaba del hombro, más la emanación a pintura fresca y a trementina, recordó aquel cuadro que las chicas habían llevado a la oficina del comisario comentando que una persona extraña se lo había olvidado. “Sí, debe ser este”, pensó y, quebrando la incógnita y el silencio que los envolvía, dijo:
—Usted, ¿quién es?
Pero nadie le respondió, entonces insistió:
—¿Usted se ha olvidado una pintura en el pueblo?
El hombre pareció no escuchar; esa actitud incomodaba. Pero pronto pudo comprobar que el foráneo la miraba muy fijo bajo la visera ensombrecida de su gorra. Esa mirada le produjo fastidio, tuvo la sensación de que la estaba escudriñando interiormente; además, ¿qué hacía por esas horas tan lejos del pueblo? No podía dilucidar nada; aunque pronto se dio cuenta de que también su presencia por allí debía generar sospechas, entonces dijo:
—Soy la psicoanalista Martina, no he podido conciliar el sueño y he optado por esta caminata. —Luego insistió—: Usted, ¿quién es?
El hombre pareció meditar la respuesta o no entenderla y en ese lapsus la joven pudo comprobar que nada de ese aspecto era ágil; ni siquiera las palabras, puesto que lo escuchó tardíamente decir:
—No tengo nombre.
Esa respuesta le produjo sorpresa; con ligereza adoptó una fingida sonrisa y una subestimación obvia en las palabras, debido quizás a la ordinariez y al aspecto de troglodita que veía en el extraño. Lo miró y le dijo con ironía:
—Todas las personas tienen nombre.
—Yo no —contestó a secas el desconocido y, tras tornar la vista hacia el camino, retomó la marcha con lentitud.
Giró sobre sí entonces la joven analista y por unos segundos se quedó observándolo: la oscura espalda y la cabellera enmugrecida conjugaban sobremanera conformándole esa silueta casi sin contorno. Su desgarbado cuerpo se mostraba desnutrido y enfermo.
—Sus cuadros son muy extraños —le dijo cuando ya distaba de él unos veinte metros.
El hombre, al escucharla, se detuvo y tras apoyar el caballete en el suelo la observó; en ese instante la joven, embelesada, se le acercó fijando la vista en la tela. Escasos segundos transcurrieron cuando un extraño rubor fue encarnándole el rostro, un nerviosismo acrecentado le agrietó la frente. Frunció el ceño y se acercó aún más. Luego de focalizar con la linterna ese árbol sin hojas en cuya base dos flores rojas dañaban la somnolencia de un bello atardecer, preguntó:
—¿Qué significan esas flores rojas?
El hombre esperó otros largos segundos para contestarle y, cuando lo hizo, fue para decirle:
—El rojo es fuerza, el rojo es vitalidad.
—También muerte —acotó entonces la joven analista a la vez que sus ojos iban adquiriendo un extraño brillo y la agitación de su respirar comenzaba a inquietarle el pecho.
—Pueden existir muertes sin sangre —agregó entonces, con serenidad, el foráneo.
—Sí... —respondió la psicóloga y, luego de un silencio en el que no dejó de observar la tela, dijo—: Siempre he tenido interés en saber qué lleva a un artista a elegir lo que pinta. He tenido infinidad de pacientes, soy psicóloga, he conocido muchas mentes desequilibradas; pero... ¿la pintura es patrimonio de la locura o es el reflejo de los sueños?
—¿Sueño?... ¿Sueño o locura?... ¿Sueño o locura? —repitió el extraño una y otra vez; luego, tras bajar la vista como un alumno frente a una mesa de examen, dijo—: No la entiendo.
A la joven psicóloga le resultó inconcebible tamaña ignorancia y lo objetó con mirada despectiva. Pero pronto, al observarlo de arriba abajo, supo que sería estéril toda intención de análisis, que no lograría de su parte nada de intelecto. El hermetismo que engarzaba su escuálida imagen y su introversión la enmudecieron y sintió que su espectro interior, ávido de impulsos, no podría ser alimentado a pesar de que esas flores rojas le producían una ligera intriga y una extraña vibración que no podía ocultar. Nada de valor creía encontrar en ese hombre, a excepción de su arte, pues su vasta inteligencia y su marcada vanidad solo aceptaban diálogos fluidos. Ella se vanagloriaba con sus estudios y sus investigaciones sobre la mente, que la hacían sentir como un ser distinto. Su experiencia le permitía obtener, de un pantallazo y con certeza, los síntomas precisos de sus pacientes, y la metodología de los sueños que aplicaba en sus terapias —y de la cual estaba orgullosa— era una obsesión para su ego. Admiraba a Freud porque nadie como él había logrado traspasar las barreras de la psique. Pero tan férrea aplicación en una ciencia en constante cambio arriesgaba embaucamientos que luego podían perturbarle razonamientos lógicos; más si los ramilletes de poluciones encofrados en la mente no siempre respondían a estructuras o encasillamientos. Sin embargo, su pragmatismo no le permitía canalizar vías disímiles, sino oscuras y extrañas interpretaciones.
—Me agobian estos colores, presumo que provienen de un sueño —dijo apoyando su mano sobre su cabeza. Luego retomó—: Qué sería de nuestros espíritus si no acatáramos los impulsos del inconsciente.
El hombre, en silencio y parado frente a ella, parecía ido y ni siquiera esa afirmación emergida del interior excitado de la joven lograba traerlo de vuelta.
—No habrían subsistido los reinos. ¡Admiro a los hombres que protegen y se protegen con la sabiduría de los sueños! —continuó diciendo la joven analista profundizando cada afirmación con gesticulaciones y ademanes.
Luego, cuando recuperó la compostura, comprendió que frente a ella había una persona; al menos así pudo considerarlo a pesar de su detestable desaliño, entonces, tras menguar un poco su excitación, dijo:
—Quiero que pinte a una joven desnuda a orillas del arroyo; como verá, amo la estética —. Y luego de un silencio en el que su mirada se perdía en la inmensidad de la serranía, concluyó diciendo—: Todas las personas deberían convertir sus sueños en realidad y este sueño me perturba... Pero he de liberar mi camino para que se me cumpla.
Cuando de imprevisto y antes de que concluyera, el extraño, parado enfrente y presumiblemente enajenado, expresó:
—Habrá que estudiar la locura como se lo estudió a Van Gogh.
Extraña reflexión y conjetura para quien lo escuchó con la boca abierta.
—¿Piensa? ¿Este hombre piensa?... —balbució para sí la joven psicoanalista, luego dijo—: No era más que un loco.
—Pintaba sus sueños —afirmó el desconocido.
—Es verdad..., pero sus sueños eran enajenados, si hubiera pintado lo que sus ojos veían, todo hubiera sido diferente.
—Prefirió lo que su conciencia le dictaba, y eso eran sueños —aseveró el hombre.
Un extraño presentimiento envolvió a la joven analista. ¿Estaba realmente frente a un ser alienado? La serenidad pasmosa que este le mostraba era increíble y la frialdad en sus palabras permitía diversas conjeturas.
—Pero lo sacaron de la sociedad, y opino que los enajenados deben pudrirse en las cárceles o en los hospitales.
—Sí —respondió el extraño, apuñalándola con la mirada—. Los que sueñan con la muerte o creen que cumplirán sus sueños a través de ella, deben pudrirse en la cárcel.
Luego, colgando el caballete de su hombro, tomó por el sendero hasta perderse en la noche. La joven permaneció observándolo un largo rato, en absoluto desconcierto; su rostro aniñado adoptó una mirada adusta y oscura. No logró descubrirle la personalidad y esa introversión hermética le preocupó sobremanera; tan extraños eran sus ojos y todo lo que irradiaba que hasta tuvo que bajar la vista al enfrentarlo.
Caminó pensativa un buen trayecto hasta que pudo desprenderlo de sus pensamientos. Pero no logró paz, esta vez su preocupación se trasladó a los problemas que incumbían al comisario Kesman, y entonces, con profunda renunciación y convicción, exclamó:
—¡Yo voy a ayudarte, no vas a estar solo, mi amor! ¡Yo voy a protegerte y a protegerme, ya lo verás!
El escritorio del comisario —atestado de papeles— era deplorable; con semejante desorden era imposible pensar que hubiera expedientes e informes cronológicos. Denuncias, indagatorias, pedidos de informes, memorándums y todo cuanto fuera papel parecía haber sufrido las consecuencias de un ciclón; hasta su mente parecía haber padecido una terrible inclemencia. Su rostro no podía ocultar sus ojos ojerosos que daban la sensación de estar hundiéndose en el fondo de una ciénaga; pero a pesar de todo intentaba resistirse al insomnio, que avanzaba y que pretendía agotarlo por completo.
La última vez que miró el reloj de pared, este indicaba las dos de la madrugada. El despacho, con increíble sonoridad, denunciaba todo cuanto se moviera en su interior, pues los ecos se desplazaban por los pasillos como las notas musicales sobre las cuerdas de un instrumento; era la señal de que la noche ya había extendido su tenebrosa oscuridad. La incomodidad en la que estaba descansando le hacía incorporar abruptamente de vez en cuando el desorden ya existente y desacomodarlo más aún, porque al bajar los pies del escritorio arrastraba consigo lo que allí quedaba de expedientes y de papeles. Con esto lograba darse cuenta de que aún existía, pues el sonambulismo en el que estaba sumergiéndose amenazaba con hacerle perder toda noción de tiempo y espacio.
Las horas seguían transcurriendo cuando de pronto el estridente sonar del teléfono lo despertó. Se incorporó sobresaltado y atinó a observar con atención el reloj, esta vez señalaba las dos y media pasadas.
—¿Quién será a esta hora? —musitó, malhumorado, haciendo lo posible por despabilarse; sin poder ahogar un inoportuno bostezo, con ronca voz, preguntó:
—¿Quién es?
Un fuerte silencio se produjo y lo obligó a preguntar nuevamente; aunque esta vez con mayor inquisición:
—¡¿Quién es?!
Pero el silencio prosiguió y, cuando ya estaba a punto de expresar un improperio, escuchó la dulce voz de Isabel que le decía:
—Mi amor, soy yo.
—¡Isabel! ¡Te pido por favor, no vuelvas a hacerme esto! —exclamó.
—¿Qué te pasa, Ignacio? Te noto raro. —preguntó la joven haciendo deslizar con sensualidad la voz.
—No... no es nada, es que estoy preocupado —le respondió a secas.
La joven intuyó el motivo de su nerviosismo.
—Seguís con eso... ¿verdad?
—¿Y qué querés que haga? —le espetó, como si no fuera quien le quitara el sueño.
En el intervalo que se produjo, pareció lamentarse de su situación. Pudo en su juventud optar por dos caminos que le había propuesto su padre: seguir con sus estudios de licenciatura aeronáutica o dedicarse de lleno a la administración de un consorcio en un complejo habitacional de la ciudad de Córdoba; allí su padre era el administrador y él colaboraba con las labores más sencillas. Pero su ingénita y vasca testarudez, heredada de su madre, pudo más, ya que siguiendo el consejo de un amigo de la infancia, a su vez proveniente del padre de este, ingresó en la academia. “Allí tendrás un futuro interesante”, le había dicho, y el haber aceptado hoy lo obligaba a estar en semejante embrollo. No pudo más que lamentarse de aquella decisión.
—Ignacio... necesito verte —dijo la joven.
—¿Qué hora es? —preguntó entonces mirando el reloj, que señalaba las dos y cuarenta de la madrugada.
No logró más que sorpresa e, incorporando realidad, frunció el ceño y dijo:
—¡Son casi las tres de la madrugada! Isabel, ¿en dónde estás? —Esta vez su voz encerraba una actitud recriminatoria.
—Acabo de salir de lo de Beti, pero antes estuve en el consultorio de la psicóloga.
—¿En lo de Martina?
—Sí.
—¿Y qué hacías allí? —preguntó contrariado.
—¿No recordás que quedé en ir a visitarla?
—¡A visitarla! ¿Cuándo? —exclamó enardecido.
—Cuando te llevamos el cuadro que se había olvidado aquel hombre. ¿No te acordás de ese que…?
—¡Ah! —contestó y, girando la vista hacia el pasillo que conducía a la oficina de archivos, observó el estático paisaje que colgaba de un soporte; se veía mortecino bajo el resplandor opaco de la lámpara—. Sí, ahora lo recuerdo —dijo, y agregó—: No deberías andar a estas horas por ahí, si supieran tus padres.
—Mis padrastros, querrás decir —corrigió la joven.
—Tenés razón, disculpame —respondió comprendiendo su ingenuidad.
—Bueno, ¿voy o no? —insistió ya inquieta, y agregó con voz suave—: ¿No te gustaría hacer el amor... esta noche?
—Vení —aceptó a secas, y antes de cortar agregó—: Pero tené cuidado. —Luego se reclinó pensativo en su sillón y sus ojos volvieron al cuadro.
A los quince minutos, un agente hizo pasar a la joven al despacho del comisario. Atónita observó el desorden y, tomándose el rostro con las manos, exclamó sorprendida:
—¡Dios mío! ¿Por qué no me dejás que te ayude, mi amor?
—No —le respondió tajante—. No quiero que te absorba la locura. —Luego, observándola con seriedad y con expresión interrogativa, preguntó—: ¿Qué hacías en lo de Martina?
Se produjo un ligero silencio; pero la joven, con sutileza y no menor maestría, lo controló con hábil y femenina percepción.
—¡Mi amor! ¿Estás celoso? ¡Vamos! ¿Creés que no me di cuenta?
Estas palabras lo erizaron y le produjeron un insólito estremecimiento, pero la joven, ajena a tal susceptibilidad, le dijo:
—Algo indescifrable tiene en su mirada esa… parece vivir en una pesadilla; ni me habló del cuadro, que realmente era de mi interés. —Y luego de un profundo silencio, agregó—: A propósito, ¿no vino a reclamarlo aún ese hombre?
No le respondió, entonces la joven, como recordando algo que se había olvidado, exclamó:
—¡Ah! Lo que sí me dijo la psicóloga es que le gustaría conocer a esa persona. Los sueños, mi amor, me apabulló con los sueños. —Después, mirándolo fijamente, agregó—: Mi amor, ¿vos soñaste alguna vez conmigo?
Kesman continuó sin decir palabra y ambos ni se imaginaban que por esas horas la psicóloga y el extraño estaban teniendo su primer encuentro cara a cara.
Permanecieron un prolongado tiempo mudos, observando el cuadro que colgaba de la pared, luego Kesman acotó:
—Voy a dejarlo allí, algún día vendrá a buscarlo.
La joven luego se dirigió al escritorio y, tras abrir uno de los cajones, buscó entre los papeles el atado de cigarrillos.
—¿Dónde están los cigarrillos? —preguntó al no encontrarlos.
—¿Cigarrillos? —exclamó Kesman sonriendo; estaba a la espera de un cambio de tema y, como esto ocurrió, agregó con picardía—: ¿No era que querías hacer el amor?
—Para eso vine —respondió la joven acercándosele, luego se le colgó del cuello.
—Los cigarrillos están por ahí, entre esos papeles o en el armario, fijate —dijo cuando logró separarse de sus labios. Pero luego, agachando la cabeza con síntomas de fatiga, musitó—: Estos casos me tienen harto.
Presentía que el asesino estaba planeando otro asesinato y no era ajeno al tiempo que estaba transcurriendo sin obtener resultados. En ese pensamiento comprendió que se encontraba solo, excepto por Isabel que, aunque sabía que estaba lastimándola, ella se brindaba por completo. No sentía amor, pero sí una obsesión por tenerla, un cariño que se enraizaba por la absorbente predisposición de la joven. En cuanto a la psicóloga Martina, estaba agradecido por el apoyo moral que le brindaba; recordó además que en su último encuentro ella había prometido ayudarlo en lo que le fuera posible.
Se trasladaron a la habitación que usaba para descansar cuando por motivos de trabajo debía pernoctar allí. La joven cayó desplomada en el sofá, que era el único mueble junto a una pequeña mesa que poseía un velador; cuando Kesman lo encendió, la tenue luz azulada se escabulló por los rincones. Luego, cuando el silencio reinó, vio las blancas y bruñidas piernas de la joven que contrastaban bajo los pliegues oscuros de su corta falda y, sin decir palabra, se le acercó. Ella, al verlo, cerró los ojos y dejó que le deslizara las manos bajo la tela escurridiza, pero cuando lo sintió en su firme y tibia musculatura se inquietó e, incorporándose, lo obligó a que le desprendiera con suavidad la blusa blanca, le desabrochara las sandalias y la tomara entre sus brazos. Luego, ya desnuda, sus frescos y suaves labios encontraron la boca del hombre, y pronto su pecho se estremeció ante el primer contacto. El deseo la envolvió y los primeros suspiros inquietaron la calma de la habitación; las manos del hombre le enseñaban nuevos caminos. Un compulsivo estremecimiento le recorría el cuerpo cuando comenzó a sentir que su boca bajaba por su cuello, entonces, toda su piel se ruborizó por las caricias, que lentamente se acentuaban con mayor fluidez. Sus piernas blancas estaban aprontadas a la mayor excitación, más aún cuando sintió que las manos de su amante comenzaban a recorrerle las caderas. Y ya no pudo contenerse: un compulsivo espasmo se adueñó de ella al sentirlo entre sus piernas, y vaya habilidad la que enjugaba su ardiente y oblonga intimidad. Los impulsos del hombre ya no cedieron, entonces, su pecho pareció estallar, sus ojos iban al viaje de placer que tanto ansiaba abrazándose desesperada a ese cuerpo, como queriendo que dicho vaivén se engarzara de una vez por todas con lo más sublime de su alma. Lo amaba por su virilidad, nadie anterior a este hombre le había parecido igual; ni siquiera aquel joven que tan apuestamente la cortejara y que de manera fugaz ganara su corazón, y que había suplido la primera experiencia con un amigo de la infancia, quien, apenas pasada la pubertad, logró sacarle la primera y descontrolada excitación. Nada sabía en aquel tiempo, pero había comprendido que los hombres serían su eterna debilidad. Recordó aquel rostro aniñando y sorprendido que casi se tirara de espaldas al verle los pequeños senos de entonces que, aunque erguidos, esperaban aún juguetonas caricias y fruiciones para desarrollar más acabadamente sus incipientes pezones. También la sonrisa suficiente de Santiago, el instructor de gimnasia, cuya musculatura no condecía con la energía que aparentaba. “¿Qué le pasa a los hombres? ¿No conocen a las chicas? ¡Mi cuerpo es una constelación donde se fusionan los sentidos!”, exclamaba y reclamaba en diálogos de amigas. En cambio, Julieta, su amiga más confidente, no se dejaba arrastrar a los lúdicos placeres; le cohibía pensar que su inmaculada anatomía fuera a tomarse por un mapa donde el geógrafo o el profesor tuvieran libertades para señalarla con el puntero. “¡Ay, pobre chica! ¡Lo que se pierde! Yo, en cambio, soy como una tierra virgen en donde el explorador tiene todo el derecho de tomar o poner los límites”, solía decir cuando las virtudes del placer ya le habían sido descubiertas.
De pronto, sintió que sus brazos se desvanecían, que su cuerpo era un témpano y que la sublimación de cada impulso la hacía desfallecer. Pero algo perturbó su mente e hizo que sus piernas se contrajeran y que sus ojos se desorbitaran y, con increíble exaltación y casi desgarrando la espalda compulsiva y transpirada de su amante, gritó aterrada:
—¡No! ¡No!
Kesman se incorporó abruptamente y preguntó:
—¡Mi amor! ¿Qué te pasa?
—¡Dios mío! —exclamó la joven y se echó a llorar aferrada a él.
Kesman, perplejo y sin comprender qué sucedía, se vistió rápidamente. Presumió algo grave; nunca la había visto así.
—¡Isabel, por favor! ¿Qué te pasa? —volvió a insistir, ya que veía que la joven no reaccionaba y seguía con su llanto.
De pronto, la joven se incorporó, miró a todos lados y volvió a agarrarse de él como no queriendo desprenderse, entonces, entre sollozos, exclamó:
—¡Esa imagen, Ignacio, ese hombre! ¿Quién es, por favor, quién es, Dios mío? ¡Esa sonrisa! ¡¿Quiénes son, Ignacio?!
—¿Cómo?... —preguntó Kesman, intrigado y sorprendido tras escucharla. En la mirada se le mezclaron credulidad y escepticismo.
—¡Tiene un puñal, Ignacio! ¡No! ¡No! ¡Por favor, tenés que ayudarme, me quiere matar! —gritó con desesperación la joven.
—¡Basta, Isabel! —Se sobrepuso de pronto, tratando de sacarla de ese trance—. ¡Serenate, estamos solos!
Corrió hasta la cocina a prepararle un té; al regresar, para su alivio, la joven estaba ya serenándose. Pidió entonces que le detallara la alucinación. Pero no pudo describirle con precisión casi nada porque aseguró que las imágenes habían sido difusas; aunque sí enfatizó que los rasgos le parecieron iguales a los del foráneo que viera con su amiga Julieta. Volvió a repetir la descripción que le hicieran entonces: oscuro, extraño y sin claridad de rostro. Pero la sonrisa de alguien más que aparecía en el clímax del amor y que le hiciera descender a la realidad abruptamente le pareció que tenía el aspecto de un alienado, más el puñal que vio en sus manos motivaron a que fuera trasladada al terror en que desencadenó luego.