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Estos detalles inquietaron a Kesman y por primera vez permitió un resquicio por el que transitara la duda. ¿Qué de cierto y qué de aceptación podría haber en semejante confusión? Su accionar era terrenal y nunca había permitido enigmas de este tipo, los consideraba modernos y de pocos fundamentos, por lo que rehusaba que se inmiscuyeran en su accionar y en su razonamiento. Pero por respeto y por no haber experimentado en carne propia, permitió, no tan convencido, que el comentario de la joven formara parte de los indicios con los que intentaba resolver los casos de asesinatos que venían sucediendo. Con tantos problemas acaecidos, sumergirse en una alucinación extraña no lo convencía para nada; además, la inconsistencia de esas imágenes lo hacía dudar verdaderamente.
Recordó el caso anterior, contado por las chicas, con desconcierto; estuvo con ellas esa noche y el hecho se produjo —según le habían dicho— a dos cuadras de donde las había dejado.
¿Acaso tenía razón la psicoanalista Martina cuando afirmaba que debía atender más los impulsos de su inconsciente?
Fueron al despacho y del armario extrajo un pequeño maletín del cual sacó el equipo de identikit. Allí, sentados frente a la lámpara, comenzaron con la difícil tarea de lograr una aproximación a las imágenes vistas por la joven; aunque interiormente sabía las dificultades a las que se abocaba. De todos modos, ahora se sentía obligado —aunque fuera timoratamente— a insertar la sospecha, ya que quizás a través de estas pesadillas podría descubrir al autor de los asesinatos.
La mañana del sábado se mostraba límpida; solo algunos nubarrones se levantaban detrás de las colinas del oeste, pero daban la sensación de que no perturbarían el buen día ni la alegría de los dos niños que iban dejando atrás los bosques de pinos. Habían desayunado muy temprano sus tazas de leche con medialunas y ahora, con pasos decididos, se dirigían hacia el arroyo. Las buenas notas del final del bimestre les habían otorgado los regalos que iban a comenzar a usufructuar; para uno, era el día de pesca que le permitiría en la siesta dejar por un momento las cañas y dedicarse con exclusividad a los barriletes y a la excursión con las gomeras por las rocas para lograr atrapar lagartijas y tórtolas; para el otro, los exquisitos helados granizados antes de las seis de la tarde. El día anterior, en la puerta misma de la escuela y para que no hubiera rencillas, les inculcaron a sus padres que los regalos fueran los mismos para el uno que para el otro. Estos aceptaron confiando en la buena amistad; pero lo que no les dijeron fue que la discusión iba a ser trasladada para ver quién obtendría la pieza mayor.
Con este desafío marchaban por el sendero llevando las cañas apoyadas en sus hombros y empapándose el rostro con los agridulces mangos que devoraban. De sus cuellos colgaban las gomeras a la espera de que se acercara la siesta, y también los barriletes, que, protegidos con una bolsa, eran llevados a fin de una buena brisa. Ya la alegría había comenzado el día anterior no bien habían dejado las mochilas, cuando decidieron que las ranas de la alcantarilla y las del estanque de los Osuna — amigos de sus padres que vivían a dos colinas del pueblo— serían usadas como carnadas; las atraparon internándose entre los juncos y las dejaron en un tarro con agujeros para que no se asfixiaran; solo faltaba reventarlas al otro día contra el piso y trozarlas. Y así lo hicieron antes de salir.
Por esas horas los habitantes de la Villa parecían estar todos en las calles aprovechando el día en hacer compras para el fin de semana; aún no había pasado mucho tiempo desde el último asesinato y se notaba ese trastorno. Había un cierto rechazo al tema y la tranquilidad que se percibía era efímera ante la falta de información de parte del comisario Kesman. Todos esperaban que las noticias las diera el diario, que a la hora de informar no era reticente; aunque por estos días también había entrado en un gran silencio al retomar las informaciones cotidianas. El paréntesis permitía, además, que la cartelera del cine volviera a ser inspeccionada con renovado interés, y el café, que estaba frente a la plaza, hasta se atreviera a promocionar a un artista de subterráneos venido de la capital con un vasto repertorio, del cual se decía que era muy aplaudido.
Isabel había salido temprano del conservatorio luego del ensayo sabiendo que había convencido al profesor Briamonte con la limpieza de sus notas. “¡Por fin el gran Chopin estaría orgulloso!”, había dicho este al escucharla. Andando se detuvo frente a la pizarra del café y observó los horarios, luego fue hasta el teléfono público ubicado en la plaza y llamó a su amiga Julieta; no la había visto durante el ensayo y tenía la intención de invitarla a la función de la noche.
—¡Hola! ¿Julieta?
—No, Isabel, yo soy, su madre —respondió Laura.
—¿Podría darme con ella?
Un silencio reinó, luego la señora, sorprendida, preguntó:
—¿Cómo, Julieta no está con vos?
—No —respondió Isabel—, anoche cuando volví de la heladería la llamé, pero nadie me respondió. ¡Claro! —dijo entonces como recordando—. Habíamos quedado el día anterior en ir a lo de Beti, pero no pude ir a esperarla. Lo que pasa es que habré llamado un poco tarde, ¡sí, sí! Fue después de las veintidós —agregó.
—¿Pero y... entonces? ¿Dónde estará Julieta ahora?
Se quedó pensativa, no lograba comprender el desencuentro, además, recordaba haberle dicho que todo iba a depender del horario en que terminara su encuentro con Kesman.
—No puede ser, no puede ser —balbució, y luego, tratando de que la señora se tranquilizara, dijo—: De igual modo no se preocupe, doña Laura, seguramente estará en lo de Beti, yo ahora la llamo y después le aviso, ¿sí?
Cuando colgó trató de pensar con serenidad y no tuvo dudas, recordó haberle dicho que no iba a asistir a clase y que iría unos diez minutos antes del horario de salida a esperarla en el arco de entrada a la Villa. Cruzó entonces la plaza y se dirigió al conservatorio. Allí consultó con la encargada para saber si su amiga había asistido el día anterior. Pero cuando se enteró de que estuvo y de que había recibido un llamado telefónico se sorprendió; luego la encargada solo pudo comentarle que la había escuchado decir: “A las veintidós me espera, sí, a las veintidós”, antes de colgar.
No lograba hilvanar el desencuentro y no quería ser la responsable de un enojo con su amiga, por eso, esperó que apareciera para aclarar lo sucedido y lamentó el haberse quedado con Kesman toda la noche. Fue una mala elección y no la satisfizo, aunque haya hecho el amor en la madrugada. “Fue lo único rescatable”, pensaba y así lo demostraban sus ojeras, que apocaban sus bellos ojos. De pronto, las campanadas de las diez sonaron en la torre de la iglesia; entonces, ordenó sus partituras y se dirigió hacia allí. Cuando pasó frente al consultorio de la psicóloga Martina, vio cerradas las persianas; le pareció raro porque por esas horas siempre se las veían desplegadas y con las macetas de helechos —que daban belleza a los opacos marcos— recién regadas. Además, no menos de cinco personas ya esperaban frente a la puerta.
Luego, encaminada hacia la iglesia, vio al párroco de lejos en las escalinatas y sintió temor. Una anormal sensación de culpa golpeó su corazón y entonces se acercó al quiosco de Miguel, quien la recibió con una amplia sonrisa.
—¿Qué te trae por acá, chiquita? —preguntó no bien la vio. Su rostro desbordaba de alegría.
—El padre Agustín —respondió la joven y luego, señalándolo, agregó—: ¿Lo ve allá?
—¿Y qué tiene de raro, no es donde debe estar acaso?
—Sí, sí don Miguel, pero dígame, ¿usted no le habrá comentado que Kesman y yo?...
—¡No! ¿Qué voy a decirle? No soy un alcahuete. Eso es cosa de ustedes —respondió, y luego agregó—: Quien sí estuvo preguntando por vos fue la psicóloga.
—¿Cómo? —Esto intrigó a la joven—. ¿La psicóloga Martina?
—Bueno, en realidad, vino a buscar el periódico y preguntó, pero se la veía como contrariada o de malhumor y con una cara de esas que ni te cuento, decime, ¿no se medica esa chica?
Giró entonces la vista hacia el consultorio que se divisaba con claridad casi al final de la cuadra.
—Habrá tenido una noche de esas...
Eso llamó la atención de Miguel que, mientras la observaba, preguntó:
—¿Qué decís?
—Nada, don Miguel, no me haga caso, yo me entiendo —respondió.
Luego, antes de retirarse y como si recordara, agregó:
—¡Ah! Si la ve a Julieta o a Beti, dígale que voy a la iglesia y después quizá vaya al parque. ¡Ay, por Dios, espero que Julieta no esté enojada! —suplicó cuando ya se alejaba.
Al subir por las escalinatas de la iglesia, el padre Agustín giró sobre sí y le sonrió; su sereno rostro se veía cansado. Isabel pareció temblar, pero se calmó cuando el religioso la tomó de los hombros y la llevó al sector de jardines; con lentitud comenzaron a internarse entre los rosales. En el corazón del párroco comenzaban a desatarse los dolores más atroces: chicas como Isabel estaban desapareciendo y él necesitaba protegerlas o, al menos, quitarles el miedo. Pero no hallaba la manera, pues no bastaban los rezos ni las plegarias y hacía ya varios días que lo visitaban buscando aplacar ese temor. Se sentaron en uno de los bancos y ella le enseñó la partitura de “La Polonesa”, de Frédéric Chopin, que había estado ensayando. Eso fue suficiente porque, complacido e interesado, la invitó a que un próximo domingo tocara el piano para embellecer la santa misa. Algo tenía ese hombre que enternecía, sus ojos transparentes invitaban a la verdad; aunque en lo profundo también parecía albergar un gran dolor. Luego de un instante, la joven dijo con preocupación:
—Padre, yo no sé cómo hacerle esta pregunta, pero...
—Hija, todas las preguntas merecen respuesta —le contestó, animándola.
—Es que se trata sobre el amor... padre —dijo con titubeos.
—¿Estás enamorada? —preguntó Agustín con serenidad y la miró profundamente como intentando darle confianza.
—Es lo que no sé —respondió la joven, cargada de dudas.
Entonces la invitó a que se levantara y comenzaron a recorrer el jardín hasta instalarse bajo la sombra de un fresno, cuyas hojas eran fuertes y tupidas y casi no dejaban pasar el sol; aunque sí una leve resolana. Por el tronco agrietado del árbol, una orquídea se aferraba desprendiendo un largo tallo en cuya corola se desplegaba un ramillete cubierto de minúsculas flores amarillas.
—¿Ves esa pequeña planta cómo se aferra al árbol?
—Sí —contestó la joven, tocando con la mano las tiernas hojas.
—El amor verdadero debe ser así, el uno para el otro, aferrados, consintiéndose, encontrando cada uno su lugar. Es imposible pensar que esta orquídea pueda dañar al fresno porque vive con él y él la está protegiendo. El amor debe ser así: el uno para el otro siempre.
La joven permaneció reflexiva observándolo y en ese instante no supo qué lo unía a Kesman. Si fuera amor verdadero —pensaba— no habría cosas por las cuales disgustarse, sin embargo, las había. No podía entender que fuera tan frío y protector a la vez y por un momento creyó que quizá no estaba enamorada. Pero se calmó al pensar que tampoco nadie anterior a este hombre le había resultado mejor.
Las nubes, imprevistamente, comenzaron a levantarse y, ya para el mediodía, gigantescos cúmulos se desplazaban en lo alto; a la distancia se notaba cómo iban compactándose. Darío, el niño menor y el más rubicundo, fue hacia las rocas tras haber juntado un bolsillo de piedras transparentes y, luego de trepar por una de ellas, se agazapó tensando su honda, luego se escuchó el chasquido del disparo y el zumbido del proyectil que iba rebotando de roca en roca; no dio en el blanco: la lagartija zigzagueó vertiginosa entre estas y se ocultó. Se internó luego detrás de las malezas para buscar nuevas presas; a la vez que Elio, su amigo, se alejaba por la ribera hasta alcanzar el sauce que se inclinaba sobre las aguas a pocos metros de donde una restinga dejaba ver algunas rocas basálticas que obstruían la corriente. Encarnó el anzuelo con un trozo pequeño de rana y lo lanzó lo más lejos que pudo, así una y otra vez. Hasta que de pronto la caña se encorvó; era un pique, entonces la levó con fuerza por detrás de su espalda y gritó a su amigo:
—¡Lo saqué! ¡Lo saqué!
Darío, que a la distancia lo escuchó, bajó corriendo de las rocas y por la emoción anuló toda competencia.
—¡Un bagre! —exclamó una vez junto a él.
—¡Sí! ¡Pero cuidémonos de las púas de las aletas!
—¿Dónde lo sacaste? —preguntó.
—¡Ahí! —señaló—. ¡Logré distancia parándome sobre esas rocas!
Se dirigieron nuevamente hacia ellas, saltando de una en otra hasta internarse no menos de tres metros de la costa. Allí se quedaron, impactados por el bullicio que producían los cardúmenes de bagres y de mojarras. Cuando, de pronto, algo oscuro pareció ondularse en el agua a pocos metros de donde estaban. No tuvieron tiempo de ver qué era, pero se cruzaron una temerosa mirada. Al instante, el bulto volvió a asomarse y los llenó de escalofrío. Al no poder soportar la impresión, que les produjo una mudez atroz, con grandes zancadas salieron de las rocas y comenzaron a trepar las colinas buscando el sendero hacia el pueblo. Por la desesperación no pudieron ver a nadie, ni siquiera al hombre que sí los vio pasar corriendo frente a la casa del palomar. Este luego giró sobre sí y se quedó mirándolos.
Al rato, no más de dos cuartos de hora, se escuchó una sirena que partía rauda del pueblo y tras tomar el Camino Real se dirigió hacia el arroyo levantando una gran polvareda.
—¿En dónde? —preguntó Kesman a los pequeños, ya a la vera del arroyo.
—¡Allá, cerca de las rocas! —Señalaron con temor inenarrable en sus rostros.
No le llevó mucho tiempo descubrir el cadáver que se alejaba y se volvía contra las piedras en un macabro y rollizo flotamiento.
—¡La cuerda! —gritó el comisario a uno de sus hombres a la vez que se introducía en las aguas que se enturbiaban con arena y lodo en cada oportunidad que el cadáver se acercaba a la costa.
Con esfuerzos lograron sujetarlo por debajo de las axilas y lo arrastraron hasta la ribera. Kesman ordenó que los niños fueran llevados nuevamente al pueblo para que no presenciaran lo que seguía. Pero grande fue su sorpresa cuando giraron al cadáver sobre la arena: el bello rostro de Julieta se dejó ver por entre sus enmarañados cabellos rojizos; sus ojos verdes estaban cubiertos por una viscosidad y no eran menos horribles que sus labios lívidos y abiertos. Al girarla, de su boca, y como transitando por inertes laberintos, una gran cantidad de agua se deslizó sobre la arena sucia. No había manchas de sangre, el agua las impedía, pero cuando le descubrieron el pecho, las heridas estaban allí. Kesman, con resignación, observó a la distancia, que ya iba abrumándose por la lluvia que se acercaba arremolinada y con un repentino relámpago; el eco del trueno llegó tardío, como rebotando en la lejanía. Entonces, apoyando las manos en la cabeza, se dejó caer de rodillas; ya nada le importó. De los hechos, solo estaba logrando descubrir a las víctimas y del asesino, ni la menor pista. La angustia lo apocó y, al observar de nuevo a la joven, comprendió el dolor que causaría la noticia en Isabel. Allí estaba su amiga íntima, flotando en el arroyo y el criminal, quizá, caminando plácidamente en medio de la sociedad, que lo aborrecía.
Cuando llegó la ambulancia que traía al forense, dejó que este revisara el cuerpo sin preguntarle nada, no quiso ni mirarlo. Al término de unos minutos, concluida la primera inspección, el forense le dijo con absoluto convencimiento:
—Igual a las otras, comisario.
Reinó entonces el silencio, solo quebrantado por los relámpagos que iluminaban las colinas.
Abatido, caminó hasta el raquítico sauce que se reclinaba sobre las aguas y se apoyó en él; allí permaneció un largo rato mirando con desconcierto, buscando respuestas. Luego ordenó cargar el cuerpo y que se lo llevaran para hacerle la autopsia; delegó las primeras tramitaciones a uno de sus agentes. Cuando quedó solo, caminó bajo la torrencial lluvia por la ribera, sin poder salir de su asombro. La suma de víctimas era de preocupar. Pensó en Laura, la madre de la víctima, y en su responsabilidad de comunicarle lo sucedido. ¿Pero de qué manera? ¿Cómo enfrentarla sin ninguna respuesta? Pensó en Isabel: eran como hermanas. Una desdicha impiadosa le carcomió el alma, más aún al comprender que la noticia del asesinato volvería a la cabecera del diario. “¡Quintana!”, exclamó suplicante, cargado de odio y de resignación. Todo lo que había investigado fracasó y ni siquiera con el identikit había tenido suerte.
Los truenos y los relámpagos se acrecentaron y las arboledas se veían inmersas en un gris de bruma y agua, incluso el contorno de las colinas se enseñaban en la distancia como amorfas ondulaciones. Pero la inclemencia del tiempo no le importaba, estaba completamente empapado y sin ninguna idea clara. De pronto, al girar la vista hacia el vehículo, le pareció divisar a lo lejos una extraña sombra. Atisbó la mirada sobre ella, pues la cortina de agua no lo dejaba ver con claridad. Y no tuvo dudas: era una persona la que estaba allí. Cauteloso, se deslizó entre la maleza hasta tomar un sendero por detrás de aquel a la vez que una extraña sensación comenzó a invadirlo. En su presentimiento, todo convergía y atinó a acercársele con resolución; debía conocer por qué motivo estaba allí. “¿Qué estará haciendo en este lugar?”, se preguntó, y no halló razones, por eso, con determinación, trepó arrastrándose entre las dunas y los espinos. Cuando logró rodearlo y lo tuvo a muy corta distancia, fue increíble su sorpresa: el hombre estaba sentado sobre unas rocas en medio de la copiosa lluvia y se protegía de esta tan solo con una oscura gorra.
—¡Está loco! —exclamó casi delatándose.
Pero el extraño ni se dio cuenta de su presencia, seguía impertérrito como en un mundo que le era propio; por consiguiente, impedía que otros pudieran unírsele. Ese aislamiento permitía intrigas, pues todo él parecía emerger de un mundo de sombras. Lo observó oculto entre el follaje mientras una vaga posibilidad se inmiscuyó en su mente; albergaba en ella el deseo intrínseco de que fuera el asesino, estaba guiado tal vez por la necesidad imperiosa de lograr indicios, ya que hacía mucho tiempo que no los obtenía, desde la primera víctima. Por eso deseó que fuera el culpable, imploró que lo fuera. Desde muy corta distancia comprobó que no era del pueblo, su rostro desconocido lo demostraba, entonces, y deseando no equivocarse, pensó que no era descabellada su sospecha. “Si es el asesino, merece este cuidado”, se dijo mientras recorría los últimos pasos hasta quedarse a metros de su espalda.
—¡¿Qué hace usted acá?! —preguntó con energía.
El hombre permaneció inmutable observando el arroyo.
—¿Quién es usted? —insistió, pero al no obtener respuesta no aceptó tal silencio, entonces le gritó—: ¡Oiga!
El hombre lentamente le tornó la mirada y le fijó los ojos con una pasmosa serenidad. Su ropa estaba sucia y desaliñada y poseía el aspecto de un desamparado mendigante.
—También yo quisiera saber qué hace usted acá —respondió con voz apocada.
Sorpresa mayúscula para Kesman, quien, por acarrear tantos problemas, desbordaba de mal carácter.
—¡Soy el comisario de este pueblo! —gritó.
Actitud que permitió que el extraño retornara la vista hacia el arroyo y recién, tras tomarse todo el tiempo del mundo para quitarse el agua del rostro, se dignase a decirle:
—Pinto estos paisajes, sueño con ellos.
Recién entonces recordó el cuadro que tenía en su despacho. Sí, era tal cual le habían dicho las chicas: un ser verdaderamente extraño. Lo contempló con detenimiento y luego fue descartando la hipótesis de que tuviera algo que ver con el asesinato. Pero a pesar de esto seguía preguntándose: “¿Qué hacía en el lugar y cuánto tiempo llevaba allí?”. Podría ser que estuviera analizando los movimientos. Entonces, sin más, decidió su detención, pues su aspecto —cercano a la enajenación— no lo hacía exento de culpa.
En el trayecto, el hombre no pronunció una sola palabra, solo que al pasar frente a la casa del palomar giró la vista hacia ella. Una vez en su despacho, Kesman adoptó actitudes arbitrarias tajantes; la desesperación por mantener el orden por poco lo ciega. Ordenó la requisa del domicilio del detenido y, ante la incoherencia en sus respuestas, llamó a la psicóloga Martina; pensaba que podría ayudarlo a determinar su peligrosidad, ya fuera esta demencial o racional. Y esto a razón de que el extraño se mantenía inmutable ante sus preguntas, pues se recluyó en el lugar donde se hallaba el cuadro que se había olvidado en lo de Miguel. Sus ojos parecían incorporar ese paisaje, lo observaba con minucioso detenimiento, y eso a Kesman lo irritó; más en el momento en que los hechos le exigían claridad y determinación.
Para la psicoanalista, la noche había sido fatal; cuando logró noción del tiempo ya el sol brillaba en lo alto y el desorden de su habitación era impresionante. ¿Qué había pasado? Una intensa pesadez la venía perturbando y no la dejaba dormir, hasta tal punto que, si bien lograba conciliar el sueño, se despertaban en su mente todas las preocupaciones del día; en ellas estaba Kesman con sus irresolutos problemas acarreados por las incertidumbres de los asesinatos. Y por si algo le faltara, debía sumarle la impertinencia de Isabel, quien aparecía en su vida con descaro demostrándole con énfasis un amor platónico por ese hombre. Esto la agobiaba y la retraía en todo momento. No, no podía permitir que una jovencita se creyera con derecho a robarle tiempo y menos, a quitarle el motivo de su pensamiento. De todos modos, pensó que debía controlar sus nervios porque recordó que la vez que ella había estado en su consultorio no supo cómo contrarrestar las incisivas preguntas que le hiciera, además, le parecieron tendenciosas y de mal gusto. Desde ese día supo que le traería problemas a Kesman y que este debía liberarse de ella para dar cumplimiento a sus propósitos.
Cuando abrió el ventanal vio pasar a los dos pequeños que iban hacia el arroyo, incluso escuchó sus discusiones. Se lamentó entonces de su infancia desgraciada entre los oscuros claustros de un convento. En fin, “Una mala infancia es un sueño incumplido”, se dijo. Luego se dirigió hacia el cuarto del fondo en busca de alimentos para las palomas y quedó petrificada al observar varias pisadas marcadas en las baldosas; pero su sorpresa aumentó más aún cuando vio la llave colgando de la cerradura. Por un instante se quedó pensativa, una desapacible intuición la hizo atemorizar. Tomó entonces una regadera y limpió el lugar. Después ingresó al cuarto; allí parecía estar todo en orden. Fue luego hasta el palomar y ahí se detuvo; las palomas comenzaban a embellecerse ordenando y acicalando sus plumones y las más despabiladas ya giraban en torno a la casa, incluso algunas llegaban hasta la alameda y el pinar. Permaneció por un instante contemplándolas, como añorando tiempos pasados, y cuando trepó la pequeña escalera para depositar las semillas en el receptáculo vio a la distancia el resplandor del arroyo y en el horizonte, las primeras nubes oscuras que comenzaban a levantarse. Se quedó mirándolas y en ellas pareció hallar un presagio indefinido de paz y de dolor.
Ya en su consultorio, y tras hojear una y otra vez el diario, nada halló de interés y esto le trajo cierta tranquilidad. Entonces, desplomándose en su sillón, reflexionó con agrado sobre las verdades de su maestro preferido.
—Si no hubiera existido alguien con tan increíble capacidad para demostrar todo lo que puede encerrar la mente, seguro que nadie hubiese sido capaz de diseñar su vida y ni siquiera, de proyectar sus sueños —afirmó.
Este pragmatismo era una obsesión descontrolada en su mente que, en ocasiones, convergía cual mandato supremo indicándole toda intención, toda voluntad. Su espíritu no se doblegaba a la hora de invocarlo como prefacio para cada uno de sus actos. Lentamente iba convirtiéndose en un ritual por cumplirse ya sea por sueños o por imaginación. Y si por algún entredicho alguien osaba cuestionarla, asumía su verdad filosófica consumiendo cada letra de las páginas amarillentas de su bibliografía, porque creía que en ellas estaban las razones y los fundamentos.