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Cuando ingresó al despacho de Kesman, la lluvia aún arreciaba. Colgó el piloto en el perchero y le estrechó la mano. Kesman intentó desprenderse de ella lo antes posible.
—Háganlo pasar —ordenó.
El hombre se plantó en la puerta y tal fue la sorpresa de la joven analista que, al verlo, giró la vista hacia Kesman y, tomándose de las mejillas, preguntó:
—¿Qué hace esta persona acá?
—Estaba rondando el lugar del crimen.
—¿Crimen? —exclamó con ojos desorbitados.
El extraño pareció ni inmutarse; aunque sus ojos permanecieron sobre los de la joven con increíble frialdad.
—Julieta, la hija de Laura —dijo Kesman rodeando el escritorio, luego retiró su sillón, se desplomó en él y agregó—: Está en la morgue, Sierra está practicándole la autopsia.
—¡No lo puedo creer! —exclamó la joven mirando a unos y a otros.
De pronto, y como en un ataque de ira, Kesman golpeó con vehemencia su puño contra el escritorio.
—¡La puta madre! —gritó.
Un inaudible silencio prosiguió, nadie se atrevía a formular palabra hasta que un agente golpeó la puerta y fue directo hacia él.
—Solo encontramos esto en la casa, señor —dijo alcanzándole lo que traía en las manos.
La psicóloga giró la vista hacia allí y pronta sus ojos adquirieron un singular brillo, aunque nada dijo. Kesman, en cambio, no pudo contenerse: si como prueba del homicidio debía conformarse con una pintura, indefectiblemente iba por mal camino. Sus ojos parecían decir tal cosa cuando observó con desconcierto el nuevo y deslumbrante paisaje.
—¡Puñales, cuchillos son lo que necesito, no pinturas! —gritó levantándose del sillón.
El agente se mantuvo en silencio y luego agregó subordinadamente:
—Es todo lo que encontramos, señor, que no fuera lo necesario para vivir.
La joven profesional, que se había alejado, giró la vista hacia el extraño y se topó con su fría mirada. El cuadro que estaba sobre el escritorio era el mismo que había visto la otra noche cuando lo encontró por el Camino Real y, como aquella vez, ahora tampoco podía quitar sus ojos de sobre esas flores púrpura. Sus miradas se cruzaron una y otra vez, y en la de la joven, una peculiar duda se dejaba ver, porque sus manos estaban temblorosas; quizá producto de tener que dirimir, por pedido de Kesman, la capacidad mental del extraño. Pero este, con su hermetismo infranqueable, le ofrendaba todas las dudas y sospechas; su mirada era algo más que un filoso puñal clavándose en sus pupilas. Fue imposible que doblegara tamaño enigma, pues no lograba aplicar método alguno sobre ese silencio, que por segunda vez lo sintió enjundioso. Tampoco lograba determinar hasta dónde abarcaba su razonamiento, pero no estaba dispuesta a arriesgarse frente a esa mirada enigmática, puesto que no iba a renunciar a sus convicciones. Entonces, por orgullo, llamó a Kesman a otro despacho y una vez allí le dijo:
—Puede ser el asesino, pero... no creo que convenga detenerlo. Investigalo más, Ignacio.
Mantuvo en secreto su encuentro con ese hombre, pero, antes de retirarse, no pudo evitar quedarse un instante más observando esas flores rojas que le producían un determinado desequilibrio emocional. Lo cierto es que el detenido pareció también conservar un resquicio de sarcasmo en su mirada, pues la siguió con el rabillo hasta que ganó la puerta. Kesman, ya sin alternativas, tuvo que soltarlo porque no pudo fundamentar con pruebas que tuviera algo que ver en el crimen. Dejó entonces que se retirara, pero antes le entregó los dos cuadros y lo previno acerca de que no le permitiría deambular por lugares sospechosos. El extraño se retiró callado, tal como cuando lo habían hecho entrar y le dejó, a su vez, la incógnita de si había comprendido la recomendación o no.
Otra angustia para el pueblo, que en silencio acompañó a su víctima. La sociedad ya estaba reacia a toda espera, por lo tanto, a los pocos días, muchas voces volvieron a escucharse implorando justicia una vez más. El día que el cuerpo de la joven fue depositado en el nicho, un cartel con una leyenda casera y escrita bajo los efectos de la emoción decía lo siguiente: “A la espera de justicia”. También la actitud del párroco Agustín fue diferente, imploró justicia y pidió al pueblo que esforzara la calma. Esto provocó una crisis de nervios en la joven Isabel, que tuvo que ser internada de urgencia. El doctor Emeri, no bien la vio, recomendó absoluto reposo, nada que pudiera perturbarla y que se evitaran las visitas; aseguró que las pastillas que le recetó la calmarían. A pesar de esto, nada lograba que la joven se tranquilizara, mientras se hallaba en compañía de Beti repetía una y otra vez:
—Tuve que haber sido yo, ¡pobre hermanita!
Beti solo podía consolarla.
—Todas estamos en peligro, Isabel.
Pero la joven no entraba en razones ni lograba manera de comprender lo sucedido, se culpaba por no haber ido a esperarla esa noche.
—Me habrá estado esperando —dijo a la vez que dos lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
—¿Por qué no habrá ido a casa? —dijo entonces Beti, también consternada y sin poder soportar el dolor.
—Yo quedé en esperarla, íbamos a ir juntas —respondió.
Cuando, de pronto, recordó el comentario que le hiciera la encargada del conservatorio con respecto al llamado.
—¡No puede ser! —gritó—. ¡No puede ser!
Beti no entendía nada y se desesperó por serenarla.
—¡Isabel!
—¡A mí me querían matar! ¡A mí, a mí! —exclamó una y otra vez.
—¿Por qué decís eso? No tiene sentido.
—¡Sí, sí! A mí me querían matar —aseguró en medio de un llanto incontenible.
Cuando el forense culminó su labor dio el informe, y para ello llamó a Kesman y le dijo:
—Todo me lleva a pensar que es igual a las otras víctimas, las heridas, la manera en que fueron hechas y ningún indicio de que fuera violada; en su interior, a no ser plancton, arena y demás, no se encontraron materias extrañas, y en sus pulmones, que eran lo más importante, tampoco.
—¿Usted quiere decir que su deceso no fue por inmersión?
—Así es —aseveró—. A pesar de estos microorganismos hallados en la parte superior de la laringe, la defunción cadavérica está en buenas formas, es más, con certeza le diría que la muerte se produjo el viernes, a más tardar el jueves, pero me inclino por el viernes.
—¿Y con respecto al arma?
—Puñal, cuchillo, algo así —respondió.
Kesman se quedó en silencio, luego lo observó como esperando que le dijera más, pero este solo agregó:
—Tomándola de atrás, igual a las otras; aunque esta vez con destrucción del hígado y perforación del pulmón. Imposible de sobrevivir; ya estaba muerta cuando la tiraron al arroyo.
Cuando regresaba de la reunión con el forense y traía consigo el informe imprevistamente le vino a la mente la pintura del desconocido. La recordó de manera vaga. Sí, había un árbol, también algo que resaltaba, pero ¿qué era? ¿Sangre? Y sin demora se dirigió hacia el arroyo. Al tomar el Camino Real su rostro se ensombreció, la seriedad lo agravó y cuando se internó en el último tramo del sendero que lo acercaría a la ribera, vio de lejos el árbol en cuyo frente las aguas se encrespaban levemente. Era lo que había pensado: allí habían encontrado al cadáver. Se quedó observando desde la distancia y no tuvo dudas: el paisaje elegido por el pintor macabramente era un calco de lo que estaba viendo. Pero ¿por qué ese lugar? ¿Y si fuera el asesino?; sospechas avaladas por la psicóloga Martina, quien, aunque no lo confirmara, parecía fundamentar la culpabilidad del extraño, pues nadie como ella conocía a ese tipo de personas. Entonces, sin contratiempos, pero con profunda incertidumbre, regresó al pueblo.
Ya la noche caía y no supo por qué motivo se detuvo frente a la vivienda de la joven analista. Golpeó la puerta y esperó.
—¡Ignacio, no esperaba tu visita! —exclamó desde el umbral cuando lo vio.
—No sé muy bien por qué vine. Estuve en el arroyo y todo me pareció tan extraño… —le respondió.
—¿En el arroyo... y a qué fuiste? —indagó.
—Es el lugar del crimen —aseveró, luego preguntó—: Decime, ¿qué viste en esos cuadros?
La joven no respondió, giró sobre sí y observó el interior sombrío del living.
—Pasá, pasá —le dijo señalando el interior—. Pasá que preparo algo para tomar.
Cuando volvió al living lo hizo bebiendo de su copa, y luego dijo con tono determinante:
—Ese hombre tiene una increíble maestría, es magistral en su estilo. ¿Te acordás de aquella muestra a la que asistimos en donde un artista europeo ya deslumbraba con esos trazos? Realista, pero con un escape de locura. —Y luego de un sorbo aseveró—: Aunque es imposible pensar que los clásicos permitirían pinceladas así.
—Pero ¿por qué ese lugar? —la interrumpió Kesman, contrariado y perplejo al no encontrar nada en claro en las displicentes respuestas de la analista.
—¿Qué lugar?
—El lugar del crimen —respondió.
La joven se levantó y con pasos ágiles se acercó a la puerta; en sus ojos se notaba una inesperada excitación.
—¿Otra copa, Ignacio? —preguntó, como si se desinteresara del comentario que le hiciera.
Pero Kesman, que estaba tan obsesionado por hallar respuestas, volvió a insistir.
—Decime, Martina, a estas personas, ¿su patrón emocional les permite momentos de olvido o vacíos? Vos me entendés, no sé cómo explicártelo.
La joven pareció no querer prestarse a tales preguntas, pero luego, tras aspirar una bocanada de aire puro de la ventana, dijo:
—La mente da para todo, pero vos tenés que elegir los sueños. Si te guías por ellos, vas a lograr tus propósitos. El gran maestro descubrió esas virtudes y puedo asegurarte que estos provocan los hechos; nunca permitiré a los innovadores que pretenden quitarle la espontaneidad al cosmos. Dejá que guíen tu futuro. Los de Jung dicen, estúpidamente, que el espíritu y el alma se armonizan en un dios interior; pero mi Dios, Ignacio, no es interior, sino universal. —Luego de estas palabras pareció fortalecerse, y agregó—: No creo que ese extraño tenga un dios interior, tan solo refleja lo que ve; aunque nada de su alrededor le transmite algo. Es más, Ignacio, estoy segura de que ni siquiera sabe expresar lo que hace.
—Sí, pero ese árbol está allí y en su pintura también, lo acabo de ver —respondió mirándola.
La joven profesional dio media vuelta sobre sí y bebió con sorbos largos hasta concluir su copa.
—Inerte, sin vida, Ignacio, pura casualidad, solo él lo ve así.
—¿Y esas flores? —preguntó entonces Kesman.
La joven calló fijando los ojos en un punto inexistente y luego dijo con un tono muy apocado:
—Son solo flores, mi amor. Pero sí debo decirte que la enajenación produce vacío y en ella puede caber hasta la muerte.
Kesman no lograba atar cabos, pensaba que si fuera un psicópata, jamás transitaría al descubierto sin dejar algo al azar que lo descubriera. Además, alguien en algún momento lo delataría, puesto que sus actitudes y sus movimientos no eran del todo normales. Si bien había estado en el lugar del hecho, más le pareció que por ausencia mental que por haber participado en él.
Al llegar a su despacho se sorprendió cuando vio que Beti estaba esperándolo.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Isabel quiere verlo urgente —respondió la joven.
Cuando ingresó a la clínica, la enfermera le anticipó del estado depresivo de la joven, que estaba bajo fuertes tranquilizantes. Se instaló a su lado y la tomó de la mano; a la vez, una notable desesperanza se dibujaba en su rostro. Luego, en no más de un cuarto de hora, la joven comenzó a transpirar y a girar la cabeza de un lado para el otro, y a pesar de su esmero por tranquilizarla quitándole la transpiración con un pañuelo, nada la calmaba.
—¡Fue a mí, fue a mí! —balbució la joven dando muestras de que las pastillas ya estaban menguando su efecto.
—Isabel... querida —se desesperó.
—¡Me quiere matar!
—¡Isabel, por favor, despertate!
La joven parecía entrada en un trance, pues su pecho comenzaba a agitarse y su respiración, a obstruirse.
—¡No! ¡No! —gritó de pronto—. ¡Me quiere matar!
—¡Isabel, tranquilizate! —suplicó intentando despertarla.
Pero nada podía hacer, la joven continuaba exclamando:
—¡Me va a matar, tiene un puñal, Ignacio! ¡No!
Ya desesperado, la tomó de los hombros y la sacudió con vehemencia, a la vez que llamaba a las enfermeras. Cuando la joven logró despegar sus párpados, comenzó a inspeccionar la habitación sin comprender dónde estaba; sus bellos ojos se veían desorbitados y la blancura de su rostro impresionaba sobremanera.
—Otra vez la pesadilla —balbució la joven una vez que comprendió su situación, y se echó a llorar en sus brazos.
Kesman se sintió culpable al recordar que desmereció lo dicho por la joven con respecto a esas imágenes horribles; se lamentó por no haber logrado una aproximación sobre ellas. ¿Qué le restaba por hacer? ¿Ahondar las sospechas efímeras sobre el extraño de la colina? Se trasladó imaginariamente al día siguiente y supo lo difícil que sería llegar a su despacho y ver los informes sin respuesta sobre el escritorio; la amargura lo estaba traicionando y pensó que aún faltaba lo peor. Sintió temor con solo imaginar lo que diría Quintana, y hasta creyó que Agustín también exigiría su detención, pues ya era un reclamo imperante. No se podía seguir permitiendo que esos hechos sucedieran, Dios también había creado la justicia de los hombres. Pero todo le llegaba a la cabeza oprimiéndolo y provocándole indecisión.
Cuando la joven se serenó, le comentó lo del llamado y eso le llamó la atención. Por primera vez el posible asesino había tenido palabras; era lo que esperaba, que diera indicios de que merodeaba por el pueblo. Y, aunque una y otra vez tuvo que esquivar los fracasos y las detenciones equivocadas, en un ramalazo de pensamientos recorrió todas sus sospechas. Sabía que era alguien que andaba entre la gente, de eso no tenía dudas. Pidió a la enfermera que cuidara de Isabel, y a Beti, que tranquilizara a la madre, porque la señora sufría de hipertensión. Luego de averiguar el domicilio de la encargada del conservatorio, se dirigió hacia allí. Era necesario que le pudiera aclarar algo; si era verdad lo del llamado, entonces habría fundadas razones para el estado de la joven.
Luego de golpear la puerta, permaneció por un instante observando la calle entumecida. Supo de su responsabilidad, aunque la víctima pasara a ser un número más en los archivos de homicidios. Pero lo que no cerraba en su análisis era cómo había podido el asesino matarla en la entrada del pueblo y trasladarla luego hasta el río.
La encargada llegó hasta el umbral, compungida y atemorizada y, al verle la rigidez en la mirada, supo a lo que iba.
—Pase —dijo entonces—. Tome asiento.
Kesman se sentó y se fregó el rostro con las manos desde las cejas hasta la barbilla, luego se asentó el cabello; sus ojos se veían irritados y cansados. Luego miró a la mujer, que, con preocupación, esperaba sus preguntas.
—Es sobre ese llamado —le dijo sin vueltas.
—Sí, habrá sido a las veinte horas más o menos.
—¿Cómo fue esa comunicación?
Tardó en responderle, pero luego le dijo:
—Como todas, muchas personas llaman a las chicas, incluso usted lo ha hecho.
—Me refiero a si algo le llamó la atención —aclaró mirándola.
—No, solo dijo: “¿Con el conservatorio?”. Por eso pensé que no era habitual su llamado.
Se quedó un instante pensativo tras esas palabras, luego preguntó:
—Dígame, ¿cómo fue el diálogo con esa persona?
—Usted sabrá, comisario, entre pianos y violines uno no puede recordar mucho, pero se la veía alegre. No tengo duda de que era con alguien conocido.
—¿Recuerda usted exactamente qué se dijeron?
—No, solo la escuché decir: “A las veintidós me espera, sí a las veintidós”, luego cortó.
—¡Sí, entonces tenía razón Isabel! —afirmó Kesman, girando la cabeza de un lado a otro.
—¿Cómo? —preguntó la mujer, sorprendida.
—¿No se da cuenta? No era a Julieta a quien quería matar, sino a Isabel.
—Pero la mataron a ella y... No entiendo —agregó tomándose la cabeza.
Kesman tomó distancia, sus ojos iban hacia el callejón, en donde las débiles luces titilaban y dejaban una inconstante penumbra y claridad.
—Quería matar a Isabel —balbució, y luego agregó enfáticamente—: Que haya matado a Julieta pudo haber sido por dos motivos: uno, por equivocación y el otro, para prevenirla.
—¿Prevenirla de qué, comisario? —preguntó entonces la encargada, que nada entendía.
—Eso no sé decirle —le respondió mientras se levantaba.
Y cuando ya estaba en la calle escuchó la súplica de la mujer, que desde el umbral le decía:
—¡Detenga a ese asesino, comisario! ¡Deténgalo, por favor!
Con cautela subió a su automóvil y permaneció un largo rato al volante escudriñando la noche; para entonces, la alameda y el pinar contorneaban en oro sus siluetas y la luna recién comenzaba a deslizar su luz plateada por las laderas. Las intermitentes luciérnagas aggiornaban ese anochecer deambulando sobre la hierba y sobre la imperceptible bruma que recién comenzaba a levantarse al final del Camino Real. ¿Cómo aceptar que tan bella geografía fuera escenario de asesinatos? Esa zona solía ser frecuentada por muchos enamorados que se alejaban a la vera del arroyo, pues era propicio para el amor. Cuántas veces llevó a Isabel a caminar por ese sendero bajo el sol sangrante del ocaso a la espera de las primeras estrellas. Ni cuenta se dio de que su automóvil ascendía las colinas y de que, tras pasar el pinar, se detenía en el mismo lugar en donde había visto al extraño sentado bajo la lluvia. El sauce que se delineaba plateado era un testigo amorfo de lo sucedido, como el ondear de las aguas que se perdían tras un recodo mecido ante la brisa que parecía llevar los sueños de la joven muerta.
Cuando los ecos sordos de las sierras le llegaron a los oídos con el cantar de los gallos y el ladrido de algunos perros, tuvo noción del tiempo transcurrido; en el aserradero comenzaba la labor a las cuatro de la madrugada. Al retomar la marcha, una inesperada alucinación pareció poseerlo, creyó ver otra vez a ese hombre sobre la colina; pero le bastó refregarse los ojos para asumir la cruda realidad: nadie estaba allí, solo él con su preocupación y su desconcierto. Entonces, no tuvo otra opción más que esperar a que la joven se recuperara para que ahondara en los detalles concernientes a su pesadilla. Si hubiera seguido el consejo de su padre, hoy sería un tranquilo hombre de negocios, un administrador de consorcios. Pero no valía la pena remorderse la conciencia ahora por el error cometido; no obstante, por primera vez veía con serios problemas que le otorgasen el cargo que ambicionaba. Es más, ya lo descartaba, pensó que no había hecho nada en su carrera en los últimos años que mereciera una buena consideración para lograrlo, y menos ahora con algo tan intrincado y confuso como era esta serie de asesinatos.
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