Ciudad de México, ciudad material: agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea

- -
- 100%
- +
Esa visión maravillosa de los primeros españoles llegados a estas tierras fue cegada por los españoles mismos. A partir de que Hernán Cortés puso sitio y destruyó la Gran Tenochtitlan, la ciudad de México hizo suyo, sin saberlo, el mito de Coyolxauhqui, la que se pinta de cascabeles las mejillas, quien fue precipitada desde la cúspide del templo por su hermano Huitzilopochtli, el joven guerrero, el que obra de arriba, y yace desmembrada, rota, al pie de las alfardas del teocali. No deja de ser aterradoramente significativo que el gigantesco monolito del Templo Mayor, que sobrevivió a la devastación de las huestes cortesianas sea, paradójicamente, la imagen misma de la destrucción, como si nuestra única permanencia fuera la de nuestro incesante aniquilamiento (Celorio, 2004a: 40).
Así, el perpetuo abatimiento de la ciudad por la ciudad misma parece marcar su ritmo de vida. Acostumbrados a los embates de la naturaleza, temblores, inundaciones, volcanes, hundimientos, nosotros mismos hemos destruido repetidamente la urbe hasta el punto en que su historia puede ser contada a través de sus desapariciones y superposiciones; sin embargo, hay un lugar en el que la Ciudad de México permanece intacta en todas sus versiones: el papel. Ésta es la tesis del ensayo “México, ciudad de papel” de Gonzalo Celorio, que ubica la verdadera ciudad en las crónicas y los textos literarios. Muchos autores coinciden con él. Entre ellos, Vicente Quirarte, autor de la única biografía literaria de la Ciudad de México:
Caída la gran Tenochtitlan, el ejército azteca, vencido y transformado en tropa constructora, entonaba cantos al tiempo que levantaba las edificaciones de la ciudad de fortalezas y atarazanas. Desde entonces, los escritores no han dejado de ser los cartógrafos emotivos de la sensibilidad colectiva. Son ellos quienes, con sus textos, reconstruyen una ciudad donde la imaginación llega a ser más poderosa que la realidad. La escritura constituye la ciudad y de tal modo la Megalópolis vuelve a basar su grandeza en la flor y el canto cultivados por los hombres de palabra (Quirarte, 2010: 598).
Para este estudioso de la ciudad, la fundación de la urbe es la empresa del héroe que, consumándola, cumple con su destino, pero “mantener la grandeza de los edificios que caen con el paso de los años o por la ceguera de los hombres, es labor de la escritura” (Quirarte, 2010: 28). No podría estar más de acuerdo. La Ciudad de México vive muchas veces más plenamente en los textos que la plasman. Su riqueza, abrumadora en una primera impresión, queda detenida en el papel y sobrevive a sus continuos derrumbes.
Mi primera intención al realizar este trabajo era, justamente, extender a contraluz los mapas espirituales de la ciudad posmoderna, y en ellos ir rastreando las trazas imaginarias de las ciudades subyacentes. Quise concentrarme en la megalópolis que emprende su gestación en los albores de la posmodernidad por diversas razones. Aunque la Ciudad de México comienza a aparecer en la literatura desde los poemas prehispánicos, las crónicas de la conquista y los cantos de los incipientes poetas novohispanos, como Bernardo de Balbuena, que la retrata por primera vez en su fase colonial en el poema “Grandeza mexicana”, escrito en el año de 1604, alcanza la dignidad de personaje principal del imaginario cultural y literario, con una auténtica personalidad propia, en el siglo XIX, primero con El periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi y, después en las litografías de Casimiro Castro y las crónicas de Francisco Zarco, y quizá alcanza una de sus cúspides literariasen la última novela que podría asir la totalidad de los contrastes de su existencia moderna: La región más transparente, de Carlos Fuentes, la literatura posmoderna refleja, a mi entender, una ciudad indiscutiblemente única y riquísima en significados a la cuallos escritores –y los habitantes en general– profesan intensas pasiones que oscilan desde el más profundo amor hasta el más feroz odio. Un ejemplo revelador de esta circunstancia son los poemas paralelos de Huerta “Declaración de amor” y “Declaración de odio”, contenidos en el libro Los hombres del alba (1944), escritos al borde del medio siglo, ambos dedicados a la ciudad y de cuyo arrebato no puede sino concluirse que, muchas veces, en una manifestación de odio apasionado no se encuentra sino un imposible amor. Este sentimiento de pasión continuamente frustrada por la urbe aparece incesantemente en los escritores de la Ciudad de México.
Pero la hipermetrópolis nuestra no sólo contiene todas las versiones previas de la capital mexicana, sino que ha dejado de ser una y la misma. Una motivación más para concentrarme en este periodo temporal de la ciudad es el reto que implica ir tras la traza imaginaria de una urbe fragmentada, que ha multiplicado sus centros; el seguimiento de un mapa espiritual que ha roto ya el concepto tradicional del espacio y el tiempo es sumamente seductor. La última razón de este estudio es, por supuesto, que ésa es la urbe en la que me tocó nacer y en la que, como diría Carlos Fuentes, me tocó vivir.
Establecido el periodo temporal de la ciudad en el que quería concentrarme, para la conformación de mi corpus me di a la lectura de diversos autores contemporáneos en cuyos textos la Ciudad de México representa no un simple telón de fondo, sino un sistema de signos que constantemente interactúa con los personajes o, incluso, un personaje más. En estos textos, más que en la búsqueda de hitos urbanos, como los llamaría Kevin Lynch, me concentré en la clasificación de símbolos e imágenes recurrentes en búsqueda de un centro gravitacional en torno al cual hacer girar mis consideraciones. Era preciso seguir de cerca el razonamiento que Pierre Sansot se plantea con respecto a la naturaleza de los lugares: “A la penosa pregunta: ‘¿Cuál es la esencia de un lugar?’ habría que sustituirla frecuentemente con otra pregunta: ‘¿Qué se puede soñar ahí?’” (Sansot, 2004: 38).4
Muy pronto fue patente la abrumadora cantidad de imágenes literarias vinculada a los cuatro elementos (agua, fuego, aire y tierra) y se volvió indiscutible el camino que había que seguir, el hilo conductor que daría forma a mi estudio. Resulta paradójico que este hilo de Ariadna tenga que ver muy poco con la ciudad hipermoderna y mucho más con la base más primitiva de la urbe: su mito fundacional y la materia más esencial y elementalmente simbólica. Pareciera que la megalópolis, para mantenerse una misma en su plasticidad, mirara siempre hacia sus raíces y las actualizara constantemente en su realidad enloquecida. Entre más iba extendiendo mis lecturas, más clara me fue pareciendo la importancia de este vínculo de la ciudad contemporánea con su materia primera.
Dadas las circunstancias geológicas, geográficas y ecológicas de la urbe, nada parece más natural. Asentada sobre una inmensa laguna y decenas de ríos, sembrada y rodeada de volcanes y montañas, atravesada por fallas geológicas y a una altura aproximada de 2, 240 m sobre el nivel del mar, la Ciudad de México tiene mucho que contarnos sobre ser una hipermetrópolis de más de veinte millones de habitantes con y en contra de estas condiciones. Sin embargo, debemos tener en cuenta que los cuatro elementos forman parte indiscutible de la historia natural y cultural de cualquier civilización, incluso hasta nuestros días. En palabras de Gernot y Hartmut Böhme,
Fuego, agua, tierra, aire hubo y seguirá habiendo siempre; y hasta la fecha no se puede concebir una cultura que salga adelante sin hacer referencia, en el fondo de su estructura –en lo simbólico, en la praxis cotidiana y en lo técnico-científico– a los elementos. Los elementos son lo que son, y, al mismo tiempo, aquello en lo que se convierten. Su historicidad vale para las formas filosóficas, culturales y prácticas en que, en un aspecto histórico-cultural, son pensados: qué son, el hecho de ser justamente, cuatro, cómo se relacionan unos con otros, en qué sentido son “elementales”. Los elementos son acuñaciones culturales, sin ser, no obstante, entiéndase bien, algo de lo que uno pudiera apropiarse del todo. Los elementos son siempre, simultáneamente, ambas cosas: dado y producido, phýsei y thései natura naturansy natura naturata, significado y significante, continente y contenido, es decir, lo que, de parte de la Naturaleza, mantiene unido y lo mantenido unido a la Naturaleza por el hombre, la medida y lo medido, el límite omniabarcante y lo limitado (por nosotros) (Böhme, 1998: 15-18).
Desde los albores de la civilización el hombre se ha reconocido a través de la aprehensión de lo otro. Los elementos, en este sentido, no han fungido solamente como espejos atemporales, sino enclavados en la historia. Cada cultura, en sus distintos momentos, se ha mirado en el azogue claro de la tierra, el agua, el aire y el fuego. No es de ninguna manera casual que los cuatro elementos personifiquen la disposición geométrica, mitológica e incluso filosófica del mundo. Baste recordar los cuatro humores, los cuatro temperamentos, las cuatro edades de la vida, los cuatro vientos, etc. Pero ¿qué podemos entender del hombre a partir de los elementos? ¿Por qué aparecen con tal insistencia en todas las dimensiones del saber humano? Los hermanos Böhme consideran, desde nuestro punto de vista, muy acertadamente que
La autocomprensión humana se ha formado partiendo de la experiencia y en medio de los elementos. El que los elementos sean medios quiere, aquí, decir que en medio de ellos se les reveló a los hombres lo que son y sienten. Por esta razón es lícito considerar a los elementos como medios históricos donde tiene lugar la representación de los sentimientos y las pasiones, las angustias y las aspiraciones. Decir que los elementos “caracterizan” al ser humano expresa una modalidad de entender hoy extraña, según la cual el hombre vive inmerso en la marcha de los elementos (Böhme, 1998: 19-20).
En los elementos, de manera natural y a través de sus concepciones culturales, el hombre ha sentido tanto el poder del entorno, de la naturaleza, como su propia fuerza. Cuando los elementos no le son favorables, producen escenarios –verdaderas catástrofes– en los que el ser humano ha tenido que probar su valor y su calidad de héroe trágico. En la actualidad, por añadidura, la crisis ambiental y el deterioro ecológico producen nuevas maneras en las que estas cuatro esencias conservan su potencia significativa.
En cuanto a su transfiguración imaginaria, Gaston Bachelard –cuya riquísima obra en torno al espacio y los elementos nos servirá de continua referencia en este trabajo– clasifica las fuerzas imaginantes de nuestro espíritu según dos ejes fundamentales alrededor de los que pueden desenvolverse. De acuerdo con el filósofo, un grupo de imágenes cobra vuelo ante la novedad, recreándose en lo pintoresco, lo original, con un suceso impensado, anclado en la historia y en el tiempo; el segundo, por otra parte, ahonda en fondo del ser, quiere descubrir lo primitivo y lo eterno: a este tipo de fuerzas pertenecerían, sin duda y, sobre todo, las imágenes que conciernen a los cuatro elementos. En sus propias palabras y en términos más filosóficos:
podríamos distinguir dos imaginaciones: una imaginación que alimenta la causa formal y una imaginación que alimenta la causa material o, más brevemente, la imaginación formal y la imaginación material.
[…]Es necesario que una causa sentimental, íntima, se convierta en una causa formal para que la obra tenga la variedad del verbo, la vida cambiante de la luz. Pero además de las imágenes de la forma, evocadas tan a menudo por los psicólogos de la imaginación, existen –lo vamos a demostrar– imágenes directas de la materia.
La vista las nombra, pero la mano las conoce. Una alegría dinámica las maneja, las amasa, las aligera. Soñamos esas imágenes de la materia, sustancialmente, íntimamente, apartando las formas, las formas perecederas, las vanas imágenes, el devenir de las superficies. Tienen un peso y tienen un corazón (Bachelard, 2011: 7-8).
No podemos perder de vista, sin embargo, que estos dos tipos de imágenes –formal y material– no se dan de forma completamente separada. La materia no se presenta sin ninguna forma más que en el Caos previo a la creación del Mundo; una vez inserta en el espacio y el tiempo, toda sustancia –no importa la profundidad de sus raíces oníricas– adquiere una forma. Por otro lado, cualquier imagen, por más volátil y formal que se nos presente, conserva al menos un lastre materialmente profundo, una cierta densidad, una semilla.
En el contexto de las imágenes literarias de la ciudad, hay que considerar que esa forma en la que encarna la imagen material se crea en el espacio de la urbe y hace alianza con esta última y con sus dinámicas profundas. Viene de una doble raíz: la del elemento que representa y la de los significados de una ciudad y de un espacio. Estos dos componentes se hermanan. Por otro lado, la urbe permanece como una realidad intermedia entre los elementos y el ser humano, de manera que, dependiendo de la circunstancia, de si la ciudad es un refugio para el sujeto o de si se le muestra hostil, ésta le sirve para protegerse de los embates de los elementos o se alía con estos como una segunda intemperie. Nuestro trabajo en este estudio será aislar, de alguna manera, todas las partículas de la imagen material de la ciudad, empeñarnos en encontrar, detrás de lo que se nos muestra, lo oculto, las simientes de las fuerzas imaginantes.
El primer punto que constituye y articula la relación de la Ciudad de México con los cuatro elementos y la señala como un asentamiento profundamente ligado a ellos es, por su puesto, su mito fundacional. El imperio de los elementos surge de modo más potente en el origen y la desaparición del Mundo. La creación y la destrucción del Cosmos, sean cuales sean los mitos en los que se expresen, suelen ser representaciones hondamente complejas en casi todas las culturas. Se trata de expresar el orden psicológico y sensible del mundo habitado. Nos adentraremos en el mito fundacional azteca y en su simbolismo con mucho más detalle en el transcurso del libro. Baste ahora realizar un breve recuento de este relato mitológico para darnos una idea de la importancia de los cuatro elementos en la constitución del asentamiento urbano y explicar cómo las imágenes de la Ciudad de México posmoderna siguen hondamente vinculadas a él y lo actualizan de manera constante.
Fuentes diversas dan cuenta de que los aztecas se consideraban originarios de una ciudad llamada Aztlán, “lugar del color blanco” o “de las garzas”. Ignoramos si este sitio es verdadero –y, como lo señalaría el recuento de la procesión de los aztecas, se encuentra en algún lugar al norte del valle de México– o si se trata de un espacio mítico. Éste no es el lugar para hacer una disquisición al respecto. Baste señalar que, tanto gran parte de la caracterización de Aztlán, como la de la peregrinación del pueblo azteca, se encuentra también en otros mitos de pueblos migrantes, como los toltecas y los chichimecas, y que la descripción de su ciudad originaria coincide en buena medida –sobre todo en su constitución lacustre– con la de la México-Tenochtitlan, la ciudad fundada al final de la peregrinación, de manera que puede pensarse que Aztlán es un lugar mítico, espejo de Tenochtitlan, que da a la peregrinación de los aztecas una estructura circular.
Después de su salida de Aztlán, entre los años 890 y 1111, los mexicas habrían avanzado, guiados por Huitzilopochtli, dios de la guerra, en búsqueda de un lugar en donde fundar su nueva ciudad. Su peregrinación habría durado entre 214 y 435 años. De acuerdo con Eduardo Matos Moctezuma, director del Programa de Arqueología Urbana de la Ciudad de México,
El 13 de abril de 1325, año que varias crónicas señalan como el de la fundación de Tenochtitlan, ocurrió un eclipse total de Sol. El fenómeno comenzó a las 10:54 de la mañana y tuvo una duración de 4 minutos y 6 segundos conforme a los cálculos de astronomía moderna hechos por Jesús Galindo. Un fenómeno de esta naturaleza debió de tener un impacto enorme en una sociedad que, como la mexica, estaba pendiente de los movimientos celestes y bien sabemos que los eclipses, especialmente uno de esta magnitud, eran considerados como la lucha entre el Sol y la Luna, de la que, finalmente, el primero salía triunfante (Matos, 2006: 41).
Esta lucha entre el Sol y la Luna, que caracteriza la historia del nacimiento de Huitzilopochtli,5 dios tutelar de los aztecas, marca la fundación de la ciudad en más de una manera. No se queda en el relato de la génesis del dios que representaría al sol en su culto, sino que se materializa, como veremos a continuación, en la señal divina que localizaría el sitio donde debía ser edificada Tenochtitlan. Existe una primera señal que comienza a marcar el territorio como sagrado y prepara la aparición de la marca definitiva. Dice el Códice Ramírez que mientras los aztecas buscaban la señal de su dios Huitzilopochtli, lo primero con lo que se encontraron en medio de los tunales y carrizales del lago fue
[...] una sabina blanca muy hermosa al pie de la cual manaba aquella fuente; luego vieron que todos los sauces que alrededor de sí tenía aquella fuente, eran todos blancos, sin tener ni una sola hoja verde, y todas las cañas y espadañas de aquel lugar eran blancas, y estando mirando esto con grande atención, comenzaron a salir del agua ranas todas blancas y muy vistosas [...] (Códice Ramírez, 1979: 36).
Después de esta visión hierática, en la que todos los elementos de la fuente lacustre resplandecen en el color blanco como sacados de su ser habitual y elevados a arquetipo, los sacerdotes aztecas, satisfechos, pensando que ya habían encontrado la señal para construir su ciudad, se van a descansar. Pero Huitzilopochtli se le aparece en sueños a uno de ellos y le avisa que aún faltan más cosas por ver. Le recuerda que Copil, sobrino del dios,6 había sido vencido en los alrededores,que su corazón había sido lanzado en medio del lago y que ahí había caído sobre una roca en la que creció un tunal que era el asiento del águila devoradora de serpientes y, por lo tanto, el sitio que les había señalado para la construcción de su ciudad. Al día siguiente, prosiguen con la búsqueda del ave majestuosa, a la que encontraron con las alas extendidas hacia los rayos solares. Cuando los vio, el águila bajó la cabeza en señal de reconocerlos y saludarlos. Fernando Alvarado Tezozomoc lo cuenta así en la Crónica Mexicáyotl:
Pues ahí estará nuestro poblado, México Tenochtitlan, el lugar en que grita el águila, se despliega y come, el lugar en que nada el pez, el lugar en el que es desgarrada la serpiente, México Tenochtitlan, y acaecerán muchas cosas […] (Alvarado Tezozomoc, 1975: 65).
Así, pues, con el hallazgo del águila parada sobre un nopal, con la serpiente vencida entre las garras y el pico, en medio de un sitio que ya desde antes se había revelado hierático, los aztecas dan por señalado –y bendecido por Huitzilopochtli– el sitio en el que habrían de edificar la gran México-Tenochtitlan. Resulta interesante notar cómo el punto preciso destinado a alojar la visión azteca es, primero, sacralmente validado. De acuerdo con Mircea Eliade, “Hay, pues, un espacio sagrado y, por consiguiente, ‘fuerte’, significativo, y hay otros espacios no consagrados y, por consiguiente, sin estructura ni consistencia; en una palabra: amorfos” (Eliade, 1973: 25). En este sentido, la visión del paisaje blanco le da forma de lugar a un espacio antes fuera del Cosmos, lo integra a la Realidad y lo prepara para recibir la ciudad.
Es importante detenerse en el denso significado simbólico, fuertemente ligado a los elementos, que tiene esta imagen del ave rapaz en plena acción devoradora. Hay que recordar que el tunar en el que se encuentra posada ha nacido de dos fuentes simultáneas en medio de la laguna: del corazón de Copil, hijo de Malinalli, diosa de la hechicería y las artes ocultas, de lo cavernoso, frío y acuático y, por lo tanto, extensión de ella y representación del agua, y de una grieta en la roca donde cayó, es decir, de una hendidura en la tierra profunda. Por lo tanto, la planta que sostiene al ave es un símbolo simultáneamente acuático y terrestre. No conforme con esto, el animal vencido por el ave es una serpiente, bestia de la que puede afirmarse lo mismo que Eliade sostiene sobre el Dragón:
Como tendremos ocasión de volver a decir, el Dragón es la figura ejemplar del Monstruo marino, de la serpiente primordial, símbolo de las Aguas Cósmicas, de las Tinieblas, de la Noche y de la Muerte; en una palabra: de lo amorfo y de lo virtual, de todo lo que no tiene aún una “forma”. El dragón ha tenido que ser vencido y despedazado por el dios para que el Cosmos pudiera crearse (Eliade, 1973: 43).
Este dios que despedaza al dragón primordial para crear el Cosmos azteca es, por su parte, el águila, representación de Huitzilopochtli. Se trata de un animal alado y aéreo que es a la vez, en efecto, figuración del dios solar y, por lo tanto, del fuego.
En cuanto a su dimensión sexualizada, es notable la manera en la que el mito azteca cuadra con las pautas que proponen los hermanos Böhme para este género de relatos cosmogónicos. De acuerdo con ellos, la representación de la creación suele albergar una serie de imágenes y figuras que expresan la relación entre los sexos a través de los elementos:
Esquemas sexuales, sometimiento de lo acuático-caótico femenino al masculino héroe cultural, así como el motivo mitológico del descuartizamiento sacrificial de un dios (Burket, 1972), de cuyo cuerpo surge el mundo (cf. También el mito de Osiris), he aquí lo que constituye la base casi carnal del drama de la creación. Con razón Kurt Schier (1963: 315) ha calificado a este tipo de cosmogonía de “cosmogonía acuática”. El agua primigenia, el fluido primigenio (tehòm), como se la [sic.] llama en Gén., 1,2, es lo increado; y es lo tenebroso, lo yermo, lo caótico. […] En lo histórico cultural y simbólico perdura asociado con lo femenino. Pues el fluido primigenio que designa el amorfo mar de materia encierra en sí el aspecto doble de la Magna Mater, la cual es un mismo ser, seno fructífero y abismo que todo lo devora (Böhme, 1998: 46).
Así, en el símbolo del águila y la serpiente –después tomado como escudo nacional– se condensa toda la cosmogonía azteca. La masculinidad aérea y solar –típicamente racional– vence sobre el caos femenino, generativo, acuático y terrestre. Sin embargo, la feminidad representada en estos dos elementos no queda anulada como fuerza actuante, ya que el águila está sostenida y acunada por el nopal nacido del corazón de Copil y de la tierra y por la laguna misma. En este sentido, se trata de un símbolo dinámico, casi circular, en el que los elementos, la masculinidad y la feminidad interactúan sin cesar dando cabida a la existencia de los contrarios, a la sucesión del día y de la noche, y retratan, al mismo tiempo, el territorio destinado a sostener la urbe azteca, profundamente marcado por una violenta y constante interacción de las cuatro sustancias del Cosmos. En este sentido, se confirman una vez más las consideraciones de Mircea Eliade en torno a la fundación de las ciudades:
Desde el momento en que lo sagrado se manifiesta en una hierofanía cualquiera no sólo se da una ruptura en la homogeneidad del espacio, sino también la revelación de una realidad absoluta, que se opone a la no-realidad de la inmensa extensión circundante. La manifestación de lo sagrado fundamenta ontológicamente el Mundo (Eliade, 1973: 26).
El Mundo azteca queda inaugurado con esta visión y la hierofanía revela el centro de la nueva ciudad a la que se le pondría por nombre México,“ombligo de la luna”. La nueva urbe, desde entonces y hasta tiempos muy avanzados, hace honor a su nacimiento sagrado y a su fundación sobre los cuatro elementos. En palabras del historiador Serge Gruzinski:
La riqueza y la hegemonía de la ciudad descansaban sobre pretensiones cósmicas. La sacralización del espacio efectuada por el cristianismo barroco al distribuir conventos, capillas, iglesias e imágenes milagrosas sobre el suelo de la ciudad tuvo –los españoles no lo ignoraban– un precedente pagano. Con una intensidad superior aún, el área sagrada de Tenochtitlan concentraba la energía de la Tierra y de los Cielos. Sobre aproximadamente quinientos metros cuadrados, este espacio agrupaba las casas de las divinidades, de sacerdotes y sacerdotisas, los colegios, los patios, los lugares para el sacrificio, es decir, un conjunto de más de setenta edificios. Dominando esta zona ceremonial, la pirámide del Templo Mayor se elevaba hacia el cielo: los santuarios de Huitzilopochtli, “colibrí zurdo”, dios de la guerra, y de Tláloc, dios de la lluvia y los agricultores, ocupaban la cúspide. Dos tramos de escaleras conducían a esos oratorios desde donde la vista se extendía sobre la ciudad y los lagos, abarcando el conjunto del valle hasta los volcanes divinos resplandecientes de nieve (Gruzinski, 2004: 266).