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La chaviza psicomiserable
Gasolina
Guatemala, 2008
De Julio Hernández Cordón
Con Carlos Dardón, Gabriel Armas, Francisco Jácome
En Gasolina, inventiva y severa ópera prima con presupuesto indigente del autor total guatemalteco-mexicano de 33 años formado en nuestro CCC, Julio Hernández Cordón (cortos previos: Km 31, 2003 y Maleza, 2008; documentales: Sí hubo genocidio, 2005, y Norman, 2005), con bajísimo presupuesto e intérpretes sin mayor experiencia actoral, tres ociosos y malhablados adolescentes clasemedieros de 16 años residentes de una exclusiva colonia cercada de Guatemala capital llamados Gerardo (Carlos Dardón), Raymundo (Gabriel Armas) y Nano (Francisco Jácome) roban gasolina a los autos de los vecinos para deambular sin rumbo en el auto de la madre de uno de ellos (Patricia Orantes) y atravesar la noche, transgrediendo sus límites geográficos y de clase, hasta el atropellamiento accidental de un indígena en la carretera, la quema de su cuerpo, aún resollante, rociado con gasolina, y el distinto amanecer en una playa cercana. La chaviza psicomiserable convierte los enfrentamientos cotidianos en hábito y prácticamente en una religión, sean contra el subnormal que a punta de pistola (pronto descubierta descargada) obligaba a hacer extenuantes lagartijas, contra el guardia salvaje madreador por hacerle rola con sus llaves, contra los resentidos padres siempre amenazantes (“No me obligues”) de cuyo alcance hay que escapar bajo el auto, contra la dionisiaca turbamulta alebrestada y la propia progenitora que rodean bloqueadoras al vehículo, o entre ellos mismos, en la reclamación del embarazo de una hermanita de 14 años. La chaviza psicomiserable incide, hurga y se rebela en contra del limbo naturalista sombrío de esos chavos sin perspectivas ni futuro, a la deriva de largos planos fijos muy abiertos, carentes de música, petrificantes y empequeñecientes de todas las acciones, casi en la oscuridad absoluta (esa escena del aborigen quemado vivo donde apenas se alcanza a distinguir, a distancia noctívaga, que todavía se mueve) y en la verborrea sin concepto ni sentido, incluso en una exasperante lengua indígena que jamás merece subtítulos. La chaviza psicomiserable se agita al interior de un trayecto trabado, una vagancia / errancia motorizada de road picture ociosa-ominosa, un cine-itinerario circular, donde sólo se salva una tía que intenta dar cómicas lecciones de karate defensivo con manual a medianoche. La chaviza psicomiserable admite ¿y exige? una lectura sociopolítica radical referida a un país latinoamericano como Guatemala que, tras una irreconocida guerra civil de 36 años, sólo deja respirar desánimo, apatía y una reprimida violencia interna que parece querer estallar en cualquier instante, porque sólo conoce los ritomalvados juegos pirómanos (con gasolina) arrancados a los rostros conocidos y un simulacro de comunicación que apenas sabe dirigirse a los demás cuerpos bajo una modalidad brutal, en nuestra Era Micrológica (Onfray dixit), constreñida a sucedáneos de la (in)acción permanente contra los microfascismos dominantes (incluyendo los tuyos). Y la chaviza psicomiserable culmina en la reconfirmación del abandono, del aislamiento, la soledad sitiada, la angustia y la asfixia asmática ante el cielo gris de una espectral playa racista, sucia y ajena.
El aprendizaje sicario
Un profeta (Un prophète)
Francia-Italia, 2008
De Jacques Audiard
Con Tahar Rahim, Niels Aretrup, Adel Bencherif
En Un profeta, quinto largometraje y primera obra maestra definitiva del férreo cineasta hereditariamente culto parisino de 57 años Jacques Audiard (Mira a los hombres caer, 1994; Lee mis labios, 2001), con guion suyo y de Thomas Bidegain basado en un argumento original de Abdel Raouf Dafri, el huérfano analfabeto megrebí de 19 años Malik El Debena (Tahar Rahim) es encerrado en una cárcel regional francesa para purgar una inaceptable condena de 6 años por agredir a un policía, es asignado a un taller de costura para ganarse el pan por carecer de lazos externos y es obligado por el canoso capo corso César Luciani (Niels Aretrup) a degollar con una gillette guardada bajo la lengua al preso-testigo incómodo musulmán Reyeb (Hichem Yacoubi), ganándose así la protección indispensable para sobrevivir a la violencia instalada en el hipercorrupto penal, aunque aún así padeciendo la discriminación de sus compinches sicarios rubios, pero ascendiendo en la despectiva confianza (jamás el afecto) del jefe, aprendiendo a leer y escribir, autoenseñándose el francoitaliano dialecto de Córcega, haciéndose soltar por varias horas para realizar encarguitos y misiones de doble filo, o entrevistarse con racistas feroces como el repelente operador marsellés Lattrache (Slimane Dazi), y sobre todo, entablando una gozosa amistad con el paisano musulmán aquejado de cáncer terminal Ryad (Adel Bencherif), para extender sus tentáculos dentro y fuera de la prisión, rumbo a una inteligente toma del poder, desvinculándose del antes venerado César ya debilitado, desechable, omnitraicionado y pateable. El aprendizaje sicario se apoya en brillantes imágenes muy inventiva e impresionistamente estructuradas (finísima fotografía de Stéphane Fontaine) para hacer una apasionada y más que naturalista vivisección de temas edificantes / antiedificantes en torno a la educación de un joven para la vida (hamponil): la más humillante (y hoy al parecer habitual) servidumbre humana límite, la búsqueda de identidad sociopolítica en el submundo tras las rejas (incluso en la celda-hoyo de castigo por 40 buscadas noches mientras todo se recompone en el entorno) y su reflejo en el envilecido mundo exterior (París, Marsella), las redes de complicidad inexpugnables, las despiadadas pugnas intracarcelarias (corsos vs. archirreligiosos barbudos islámicos), la maduración psicológica-sexual siempre a la defensiva contra el ineluctable racismo imperante y contra el fatum predeterminante, el dominio al sesgo y las madrizas inclementes y los códigos encubiertos, y ese delgadísimo fiel que divide a la lealtad (abyecta) de la traición (liberadora). El aprendizaje sicario se acomoda tangencialmente, pero a lo grande, en el cine neogansteril cual glosa apenas cinefílica del arribismo hábilmente subrepticio de El pequeño César (LeRoy, 1930), o el neoyorquino-siciliano inevitablemente épico de El padrino (Coppola, 1972), sin caer en los tópicos genéricos del afropoderoso Gánster americano (Ridley Scott, 2007) y demás aggiornados Enemigos públicos (Michael Mann, 2009), para dar el zarpazo final, según las ancestrales técnicas del golpe de Estado de Curzio Malaparte corregido por Mario Puzo. Y el aprendizaje sicario, por trepidantemente rudo duro y visceralmente realista que sea, jamás habrá de renunciar a los enfoques severos vueltos toques leves de una multiforme ironía: la ironía fantástica (ese dedo encendido a modo de vela de pastel imaginario para festejar el primer feliz aniversario como reo cautivo), la ironía fabulesca (ese bárbaro que primero había propuesto hachís a cambio de sexo oral desde la ducha de al lado y ahora difunto persigue al héroe como fantasma en sueños para salvar proféticamente a los sicarios carreteriles del choque contra una gacela), la ironía altiva, como ese aprendizaje del dialecto corso memorizando una a una las palabras de un diccionario, la ironía dulce (esa instintiva sacada de lengua como en paso de lista carcelaria si bien durante una inofensiva revisión antes del emocionante primer abordaje aéreo) o la ironía-agonía lírica en frío, como ese idílico final del egreso carcelario de nuestro admirable graduado en gangsterismo, heredando (con codiciado bebé) a la mujer árabe del amigo muerto sin quimioterapia, y caminando, con distanciante fondo musical de la balada “Mack the Knife” de Brecht-Weill (en la versión americana del orsonwellesiano Marc Blitzstein), rumbo a un futuro delincuencial más que promisorio y prominente, sin estorbo moral ni pathos trágico ni melancolía alguna.
La vesania familiar
La extraña (Die Fremde)
Alemania, 2010
De Feo Aladag
Con Sibel Kekilli, Nizam Schiller, Derya Alabora
En La extraña, debut como autora total de la actriz austriacoturca de 38 años Feo Aladag, la delgadísima y desdichada esposa kurdogermana de 25 años Umay (la exsublime casada por conveniencia Sibel Kekilli del Contra la pared de Akin, 2004) toma cierta noche en Turquía a su hijito Cem (Nizam Schiller) y huye de su marido golpeador Kader (Settar Tariogen) tras presenciar la crueldad de éste incluso con el niño y sufrir ella misma recién abortada una violación conyugal, desembarcará en la morada familiar en Berlín, pero pronto deberá escapar también de allí, ahora con ayuda policial, cuando su autoritario padre emigrado (Derya Alabora) quiera obligarla a regresar con el esposo o a devolverle “el hijo secuestrado que le pertenece”, y refugiarse en un hogar feminista para mujeres vapuleadas, por lo que será declarada Extraña y deberá padecer el terco repudio de toda su familia brutal (muy afectada por el ineluctable rechazo comunitario a causa de la deshonra sufrida), sin posibilidad de reaceptación ni mendigando afecto en la boda de la hermana adolescente, ni tras el perdón del padre agonizante, rumbo a la trágica violencia. La vesania familiar se afana y afina al edificar un indestructible carácter positivo de mujer fuerte y enérgica, si bien frágil en apariencia, en férrea lucha impracticable por su autodeterminación e independencia, contra los virilistas valores ancestrales de la comunidad, esos que prevalecen aún sobre cualquier lazo afectivo, familiar o personal. La vesania familiar se sitúa y fija bajo los dictados genéricos de un gran melodrama realista y demostrativo, en espacios interiores y a planos generalmente cerrados, denunciador e indignado en frío, a la vez involucrado y distante, llevado hasta sus últimas consecuencias didácticas, al desmontar mentalidades, reacciones y resortes psicológicos motivacionales, observando y analizando, casi con placer, la inadmisible lógica individual y social, pero profunda y arraigada, imposible de extirpar o vencer, de cada uno de los incesantes golpes bajos que recibe la heroína a lo largo del eternometraje (124 minutos), como en folletón hindú u orolesco, lleno de incidentes desgraciados, aunque vueltos del revés y autoconscientes a rabiar. Y la vesania familiar no tiene pudor ni empacho en volcar la calculada esterilidad de su sensible furia contenida sobre las irrupciones ridículas de la infeliz para hacerse aceptar o en la inutilidad del galán cocinero alemán dispuesto a casarse Stipe (Florian Lukas) o la autonomía laboral femenina contra el absurdo del machismo kurdo, rumbo a ese errático apuñalamiento callejero del niño por un anacrónico pero muy vigente Hermano Mayor (Tamer Yigit) vengador irrefutable de honras, con sagrado y contundente cuchillo en la mano, porque “La mano que golpea es la misma que acaricia”.
La desdicha erogastronómica
Sal y pimienta (Soul Kitchen)
Alemania, 2009
De Fatih Akin
Con Adam Bousdoukos, Moritz Bleibtreu, Pheline Roggan
En Soul Kitchen, sexto film ficcional del celebrado cineasta turcoalemán por excelencia de 36 años Fatih Akin (En julio, 2000, y Contra la pared, 2004, siguen siendo sus mejores filmes), con guion suyo y de su actual actor protagónico, Adam Bousdoukos, el mediocre pero atareado restaurantero rompeplatos griegohamburgués Zinos Kazantsakis (Bousdoukos) aprende a preparar ahora sí deliciosos platillos y a no preocuparse mientras su mundo personal se descompone y se recompone cuando contrata al prepotente cocineroso hipersofisticado Shayn (Birol Ünel) que le ahuyenta toda su clientela a la primera cena, cuando pierde a su rubia amante Nadine (Pheline Roggan), que cansada de sus relegamientos se larga a Shanghai para regresar convertida en heredera ricachona, cuando debe dar empleo a su incómodo hermano expresidiario Ilias (Moritz Bleibtreu, el desatado actor fetiche de Akin) que se redimirá al enamorarse tan melifluoebria cuan repentinamente de la apachurrada mesera-pintora fracasada Lucia (Anna Bederke) y tras perder el establecimiento en la apuesta con un excondiscípulo maldito de Zinos, y cuando él mismo se meta en líos de impuestos, se disloque un disco de la columna que le arreglarán una fisioterapeuta encantadora y un energuménico truenahuesos turco, o así. La desdicha erogastronómica sale avante dulce, milagrosamente de las muchas desgracias de una inteligente comedia light sobre criaturas que cometen error tras error en su lucha abierta contra las incongruencias propias y las sociales. Y la desdicha erogastronómica se impone a mil por hora, sin jamás caer en chabacanerías racialminoritarias, ni en las vulgaridades de cualquier feel-good movie de la complaciente moda fársica a la que pertenece.
La resistencia límite
Hambre (Hunger)
Reino Unido-Irlanda, 2008
De Steve McQueen
Con Michael Fassbender, Steve Graves, Brian Milligan
En Hambre, ópera prima del prominente artista visual londinense de 39 años Steve McQueen (homónimo del célebre actor hollywoodense pero sin relación alguna con él y autor de numerosos cortos previos: Sobre mi cabeza, 1996; Oeste profundo, 2003; Charlotte, 2004), con guion suyo y de Enda Walsh, un guardia carcelario (Steve Graves) toma su desayuno como autómata a principios de 1981, revisa paranoicamente debajo de su auto para ver que no haya bombas, maneja hacia la sórdida prisión norirlandesa de Maze, se lava la sangre de sus manos tras desempeñar su infructuoso trabajo como torturador y mucho después muere baleado en donde menos lo imaginaba (al visitar a su madre con Alzheimer en un asilo), mientras tanto el activista Davey Gillen (Brian Milligan) es trasladado a una oscura mazmorra asquerosa con otros miembros / terroristas / combatientes del Ejército Republicano Irlandés, donde se incorporará a la protesta de suciedad y rechazo a usar el uniforme de presos / asesinos comunes, por el retiro de sus status de políticos, en virtud de un decreto de la inflexible Thatcher, y deberá preparase para las brutales golpizas que, con lujo de detalles, les asestan los policías ingleses todos los días sin lograr doblegarlos. La resistencia límite dicta que, transcurrido un tercio de película, cobre preeminencia, desde el locutorio con sus padres, el también militante republicano Bobby Sands (Michael Fassbender) quien, luego de una larga discusión con el viejo amigo cura católico Domnic Moran (Liam Cunningham), iniciará el primero de marzo una dramática huelga de hambre que sacudirá al imperio británico junto al mundo entero, minando tercamente su salud durante 66 días, hasta morir, y ser seguido escalonadamente por siete compañeros más, que conseguirán satisfacer todas sus demandas colaterales, pero nunca la restitución de su reconocimiento como presos políticos. La resistencia límite entrevera segmentos que van y vienen en el tiempo, ofreciéndose a una poderosa vivencia estético-moral y sólo explicándose después, sin complacencia alguna ni rebasamiento de una archisobriedad, con dominante de tinieblas enclaustradas (como en estudio Black Maria de Edison / Syberberg), donde las páginas de una Biblia son fumadas como ultraplacenteros cigarrillos, las noticias de los avances del ERI llegan con discreción a través de cables de radio ocultos en el excremento y algún autoritario discurso gubernamental se torna eco reptante en maliluminados charcos de cloaca. La resistencia límite hace fluir un cinexperimentalismo donde se cuestionan ante todo los lugares del filmador y lo filmado, así como los continuos “cortocircuitos entre el documental y la ficción” (J.-M Frodon), en pos de la videoinstalación insólita: esos lavabos de súbito sanguinolentos, esas paredes tapizadas de mierda, esos corredores por donde resuman confluyentes ríos de meados nocturnos, ese intelectual enfrentamiento reo vs. cura acremente sentados cara a cara de perfil en un intenso plano abierto durante 20 inmóviles minutos duelísticos, y demás. La resistencia límite se fermenta, durante las últimas seis semanas de Sands, al amparo de una utilización del cuerpo como arma última de combate, inusitada maquinaria de guerra y oposición / obstrucción, instrumento de un estoicismo extremo e invulnerable aun cuando la impersonalizante fotogenia del hospital y los blancos cuidados de los enfermeros se tornen extenuantes, entre la delgadez tembeleque, las llagas, el armazón para evitar el hiriente roce de las sábanas-mortaja prematura, los recuerdos-sobreimpresiones del niño campestre entre cánticos nacionalistas (“Somos del poderoso Belfast”), las silenciosas visitas familirremediables, los párpados de luces hirvientes, los mensajes médicos en los nudillos (“UAA”), los cargados desplomes cada vez más frecuentes, los filos de todos los techos, las solarizaciones obnubiladoras del organismo socavado, la extrañante mano sobre la frente y los póstumos ojos bien abiertos. Y la resistencia límite era ante todo un lacónico poema añorante, una pieza plástica martirizada jamás martirizante y un elocuente opúsculo filosófico sobre la iluminada tenacidad en acto contra las tentativas de humillar al espíritu, nada más ni nada menos.
La repartición mórbida
El mensajero (The Messenger)
Estados Unidos, 2009
De Oren Moverman
Con Ben Foster, Woody Herrelson, Samantha Morton
En El mensajero, ópera prima independiente del guionista israelí-neoyorquino de 40 años Oren Moverman (coautor de la esquizofrénica biopic-inasible Mi historia sin mi de Todd Haynes, 2008, con siete Bob Dylan y ninguno), sobre un guion suyo y de Alessandro Camon, el joven sargento traumatizado Montgomery (Ben Foster) ha sobrevivido con problemas de vista a la guerra de Irak sólo para convertirse en inutilizable héroe engañado por su exnoviecita convenenciera Kelly (Jena Malone) y, al lado del endurecido capitán Stone (Woody Herrelson soberbio), en portador de notificaciones rutinariamente impersonales sobre la muerte en acción de otros soldados a los familiares de las víctimas, de casa en casa y de parientes explosivos, como algún infeliz padre golpeador (Steve Buscemi), en seres quebrados o reconciliados por la pérdida, hasta que nuestro autómata uniformado entre en crisis, se involucre tan sentimental cuan asexuadamente a fondo con la dulce viuda obesita Olivia (Samantha Morton) y empiece a transgredir la regla de jamás abrazar ni tocar siquiera a los deudos, haciendo reincidir en el alcoholismo a su exinstructor inflexible. La repartición mórbida va a lograr que, con impávida sobriedad narrativa, durante un fin de semana desahogador fallido de la miseria sexual dominante, esos buitres involuntarios (pero cómplices), acaben cuestionando amargamente tanto las desalmadas disposiciones del ejército como sus propios heroísmos ocasionales o suicidas imposibles, para que, una vez humanizados, nuestro seudohéroe se atreva a irrumpir ebrio en la boda de su ex y, ahora sí, catárticamente liberado, pueda al fin hacer el amor con su restañadora viudita triste, poco antes de que ella parta a otro estado de la Unión. Y la repartición mórbida cuestiona así, con inesperada inteligencia multidimensional, la imposibilidad de compartir el dolor, la brutalidad moral, la falsedad recóndita de todo heroismo, la remordida conciencia de la pérdida ajena y el pobrediablismo vulnerado como única ganancia bélica o fuero interno posible.
La robinsonada pacífica
El vuelco del cangrejo
Colombia-Francia, 2009
De Óscar Ruiz Navia
Con Rodrigo Vélez, Arnobio Salazar Rivas, Yisela Álvarez
En El vuelco del cangrejo, debut como autor total del cortometrajista caleño Óscar Ruiz Navia (Amanecer, 2003; Licuefacción, 2007), el joven forastero blanco al rape Daniel (Rodrigo Vélez) arriba medio tronado y hermético a una lejana playa paradisiaca de La Barra en el Pacífico colombiano y debe esperar dos semanas el regreso de los pescadores para seguir adelante, mientras tanto se aloja en una cabaña del altivo afrolíder apodado Cerebro (Arnobio Salazar Rivas), paga el alquiler limpiando de basura las arenas y quemándola, evita toda compañía, en especial la del explotador blanco ya con infraestructura de futuro hotel playero El Paisa (Jaime Andrés Castaño), pero entabla amistad con la niñita Lucía (Yisela Álvarez), se deja sexoseducir pasajeramente por la sobrina nalgaparada Jazmín (Karent Hinestroza) y a veces se embriaga con los rústicos chavos supermachistas del pueblo, realiza en canoa una iniciática travesía por la jungla con su anfitrión y, tras sufrir el robo de sus escasos billetes escondidos, se larga por el mar en una oculta lancha de motor que le facilita su pequeña amiguita. La robinsonada pacífica aborda tangencialmente la primitiva, dura y áspera vida cotidiana de los pescadores descendientes de esclavos africanos cuyo único contacto cohesionante con la pudrición del país (“Este lugar ya no es el mismo”) es mediático y a cuentagotas, con la milicia contra las FARC en la monotemática TV, una salsa-himno al guerrillero Tirolibre resonando en los bafles cuasihoteleros y la fiebre del futbol apoderada del tiempo libre, todo ello de modo semidocumental y utilizando actores naturales (“Soy conocido en todo el continente del mundo como Cerebro Loco” / / “Entonces yo me llamo Doña Lucía”), para descubrir, nombrar y resignificar la existencia de ese relegado y desconocido grupo social, cual si se sumergiera en él, a medio camino entre las experiencias fundacionales límite de Los días del eclipse (Sokurov, 1988) y el hiperrealismo contemplativo del severo argentino Alonso (Los muertos, 2004), pero cuanto más encarnado, afectuoso, antiteórico y profundo. La robinsonada pacífica convoca la sencilla andadura de un anónimo cuento popular apenas novelado o aventurero (a la manera del Tournier de Viernes o los limbos del Pacífico), si bien lleno de incidentes feraces (la trampa de cangrejos), de pronto elíptico (la cogida contra la mesa), o explícito y sutil a un tiempo (el cortón, la visita a la fonda materna llena de ninfas endrinas), o de rítmico flujo roto por close-ups pasolinianos (durante el partido de fut ¡descalzo!). Y la robinsonada pacífica se da el lujo alegórico-político de culminar, como en el mejor viejo cine militante de los años setenta (Sanjinés), con los machetes acompasadamente enarbolándose en alto (“No soy su negro”) de los pobladores que derribarán en imágenes a oscuras la insultante empalizada del mínimo imperio hotelero vivido como un agravio tanto contra la naturaleza tropical como contra la humana a secas.
La ejecución radical
Tiro en la cabeza (Bat buruncan)
España-Francia, 2008
De Jaime Rosales
Con Ion Arretxe, Asun Arretxe, Nerea Cobreros
En Tiro en la cabeza, controvertidísimo tercer film del ahora muy convincente e intenso autor completo barcelonés de 48 años Jaime Rosales (Las horas del día, 2003; La soledad, 2007), un anónimo macizo barbón entrecano de chamarra grisanaranjada (Ion Arretxe) desayuna a solas en su depto, hace compras impersonales en el kiosco, acompaña tiernamente a su posible exmujer con crío en los juegos mecánicos del parque, vegeta en la oficina, discute con un tipo de nariz quebrada en un café, toma el metro azul de San Sebastián, departe con amigos en la tertulia alcohólica de una taberna, acompaña a una cuarentona de suéter blanco (Nerea Cobreros) a su depto y hace el amor con ella, efectúa telefonemas agitados, ordeña billetes a un cajero automático, se junta con un cómplice y una mujer de chal palestino en un auto rojo para enfilar por carretera hacia Frantzia, almuerzan en una cafetería de comida rápida en el camino donde distinguen a dos jóvenes de gestos policiales en traje de civil, los alcanzan en un estacionamiento y los acribillan dentro de su Peugot de un tiro en la cabeza cada uno, y luego el enchamarrado huye raudo con la terrorista, se desentienden pronto del vehículo colorado, roban un auto gris junto con su dueña francesita a quien abandonan en un bosquecillo con los ojos vendados atada a un árbol, y parten. La ejecución radical tiene el atrevimiento muy catalán de plantear, a conciencia y cabalidad, dentro del estragado metagenérico y ultraconservador establishment del cine industrial español, un experimento narrativo minimalista tan extremo como el quijotismo hipotético o la bíblica mágica de Albert Serra (Honor de caballería, 2006; El canto de los pájaros, 2008) o las divagaciones posrománticas del díptico bicéfalo de José Luis Guerín (En la ciudad de Sylvia / Unas fotos en la ciudad de Sylvia, 2007, ya con buena parte sin diálogos ni voz off), consistente ahora en reinventar el cine silente hipermoderno, retirando, escamoteando, eliminando el sonido de todos los diálogos sin prescindir por ello de los ruidos ambientales, estén representando los personajes detrás o no de cristales, como frecuentemente lo hacen, mediante audaces elipsis acústicas. La ejecución radical ejecuta multirradicalmente (radical desde una perspectiva política, cotidiana, formal) la crónica de una ejecución radical, en un territorio expresivo y oblicuo equidistante del extrañamiento brechtiano y del desinvolucramiento absoluto, tras haber encontrado la manera más inquietante y absurda de abordar el absurdo del conflicto vasco, jamás cayendo en el lugar común de la banalidad del mal ni en una prejuiciosa condena. La ejecución radical socava el suceso auténtico de seudopolítica nota roja amarillista de un arbitrario acto terrorista reciente (dos policías muertos en la frontera francesa por ETA), sin demagogia ni moralina, reducido a los hechos desnudos y a su preparación desdramatizada y desideologizada, pasando de la abstracción fotogénica de un seguimiento, con invariable teleobjetivo, que inventa sin cesar imágenes estáticas, siempre con maniática mirada pictórica, en el linde de una plástica no-figurativa, geometrista, ultraestilizada, composicionalmente desequilibrada y bellísima, hacia un antithriller (la última media hora) de ritmo vertiginoso, a base de barridos de cámara o establecimiento de fueras de campo más que significativos, criaturas de espaldas, un beso supervalorado en el remoto rincón inferior del encuadre, un empelotamiento mutuo entre mamparas, el ojo terrible del terrorista en ciernes asomando tras el cabello de su cómplice femenina y la metálica barra de contención que semioculta el rostro a toda velocidad del recién estrenado homicida en el asiento trasero del auto de la fuga sin zumba. Y la ejecución radical se ha entregado a manos llenas a la atracción por lo indeterminado, lo innombrable, lo apenas formulado, más allá de todo discurso que no sea el de la disyunción audiovisual y una intensidad pulsional eminentemente fílmica.