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—Este pueblo de micos y alacranes, —le decía a Carmen— la mayoría vive en pecado mortal. Ni siquiera hay un sacerdote permanente y además todos son negros.
—Tía, por favor, déjese de hablar así —le suplicaba Carmen—. Alguien la puede oír y me daría mucha vergüenza. Estas señoras han sido muy amables con nosotras.
—¡Bah! —Continuaba la terca vieja—, esta gente vale poco. Comen hasta carne de loro; carne negra y dura. ¡Qué asco me da… Nosotras seguiremos comiendo solamente pescado. Por lo menos es más civilizado. Gracias a Dios que ya llegaron las camas de Panamá, de tanto dormir en hamaca la reuma me está matando.
Habían arreglado la casita poco a poco con muebles y cortinas que Evarista les había mandado a petición de Eugenia. Hasta un viejo armario que tenía en la casa de la capital llegó a Chumico y fue desembarcado con gran dificultad del bongo.
—Habrase visto tal lujo, —murmuraban las comadres del pueblo—, ni que fueran ricas…
La mayoría de las mujeres no gustaban de Eugenia por sus ademanes altaneros y desplantes, pero la joven maestra con su dedicación al trabajo y sus modales amables se había ganado el respeto y cariño de todo el pueblo. A diario le traían de regalo pescado, verduras o carne de monte. Los tiempos eran duros, pero en Chumico la comida no faltaba. Mientras que los hombres cortaban monte adentro los preciosos maderos que tan buena ganancia traían en las mueblerías de la capital, los muchachos jóvenes se dedicaban a la pesca en la bahía en pequeños chingos que manipulaban con gran destreza. Unos cuantos como Manuel, buceaban la ostra perlífera, tarea peligrosa porque a catorce varas de profundidad abundan los tiburones. Ya a los veinte años, Manuel estaba un poco sordo del oído derecho, dolencia que se le agravó con el transcurrir de los años. Carmen se estremecía al oír las historias que contaban los buzos. Rocas negras en las profundidades del abismo que guardaban sus tesoros. Los muchachos más tímidos se tiraban del barco amarrados con una soga por la cintura; otros más arriesgados, no tomaban tal precaución y buceaban en las áreas más profundas aguantando hasta casi dos minutos debajo del agua sin salir. Cada día las perlas disminuían y los riesgos aumentaban.
—Manuel, hasta cuándo va a seguir arriesgándose usted tanto?, —le preguntaba Carmen.
—No se preocupe Carmencita. Después de este mes no buceo más. Tengo suficientes perlas para comenzar un buen negocio. Quiero comprar dos barcos grandes para transportar mercancía a la capital, —anunció Manuel ufano.
La amistad entre los jóvenes asustaba a Eugenia. Ya no encontraba la forma de disuadir a Carmen del interés que le despertaba la persona de Manuel. Con sus modales corteses y las muchas atenciones que a diario les hacía, se había hecho casi imprescindible en el hogar de las dos mujeres. A menudo, se quedaba hasta tarde leyendo en voz alta a la luz de la guaricha, con el pretexto de refrescar los conocimientos adquiridos hacía años en la escuela de San Miguel. Las comadres del pueblo trataban por todos los medios de enterarse de los pormenores de la vida que llevaban las capitalinas y con cualquier pretexto se llegaban a visitar a Carmen muy llenas de motivos, precisamente a las horas en que Manuel se encontraba allí estudiando. Maliciosamente una que otra le comentó a Eugenia:
— ¡Habrase visto el enamoramiento que tienen esos dos. Si parecen tortolitos…!
Ante estas insinuaciones, ¡la vieja tía negaba lo que a la vista de todos saltaba! Carmen y Manuel se notaban muy enamorados. Ese batir de miradas y rubores por cualquier frase sin consecuencia, esas sonrisas misteriosas, esos enfados por tonterías, esas interminables despedidas Sin embargo, entre los dos no se había intercambiado ni una sola frase de amor.
«¿Cómo me declaro si ella es tan seria», se preguntaba Manuel.
«¿Por qué no me dirá nada, será porque soy fea y no le agrado?», suspiraba Carmen.
Ya le habían contado los rumores cada vez más persistentes de las aventuras amorosas del muchacho.
—Tenga cuidado con Manuel, hija. Él es muy mujeriego, —le comentaba Leonor—. No estoy segura, pero dicen que la hija mayor de Tiburcio Peña, la que se llama Lastenia, estuvo muy enredada con Manuel.
El ir y venir de beatas y comadres que a su puerta llegaban con toda clase de chismes y rumores de Manuel llenaban a Carmen de angustia. A veces, le parecía injusto no darle oportunidad al muchacho para que se defendiera de sus acusadoras. Ella no tenía derecho a reclamarle nada; eran solamente amigos y la vida privada de Manuel no era de su incumbencia. Eugenia, mientras tanto, rezaba para que llegara el verano y la hora de regresar a la capital. A través de las influencias del flamante marido, Evarista le había conseguido el traslado a Carmen para una escuela en Panamá a partir del próximo año. En vano le había rogado a la muchacha que regresaran antes del final del año escolar. Evarista se sentía muy preocupada por el tono ominoso de las cartas de Eugenia, quien no se había atrevido a contarle a la madre que el motivo de su ofuscación era el romance de la hija con el pescador. En sus cartas, insinuaba toda clase de oscuros problemas, si la muchacha no era trasladada cuanto antes a un lugar más civilizado. Por todos los medios trataba de mantener a Carmen y a Manuel alejados, pero sin tener mucho éxito en sus gestiones. Por lo menos, nunca los dejaba solos, aunque a veces le costaba trabajo ahuyentar el sueño que se apoderaba de ella durante las largas tertulias que sostenían los jóvenes. En esas ocasiones apelaba a todas las huestes celestiales para que le dieran fuerza y resistencia. Ella tenía el deber sagrado de cuidar a su sobrina y por nada iba a cejar en este empeño.
Y fue así como en una tarde lluviosa Carmen se quedó sola en la casa. Eugenia había ido a visitar a la partera Rosa, una de sus pocas amigas, que se encontraba postrada con un mal en las piernas. Como era sábado no había clases y Manuel se había ido a bucear a las islas hacía más de cuatro días. Agobiada por el calor, Carmen se sentó cerca de la ventana a leer uno de sus libros. La humedad de la tarde pegaba la fina camisola de batista al cuerpo sudoroso de la muchacha. Gruesos nubarrones negros cubrían el cielo, presagiando la tormenta que estaba por caer. De vez en cuando una ráfaga de aire refrescaba el ambiente, levantando en vuelo las cortinas de la casa. La lluvia llegó de repente con la fuerza de un torrente.
De la puerta llegó el sonido urgente de una mano presurosa. La fuerza del toque sobresaltó a Carmen que no esperaba que Eugenia regresara tan rápidamente de su visita. Al abrirla se sintió gratamente sorprendida al ver a Manuel en el umbral, mojado de pies a cabeza, cargando una canasta llena de pescados y jaibas que pugnaban por salirse de su prisión.
—No lo esperaba hasta mañana, Manuel. Pase adelante.
—El buceo se hacía difícil. La mar está muy picada y tuvimos que regresarnos. Aquí le traigo estas jaibas y unos pescados. Espero que le gusten.
Silenciosa, la muchacha lo dejó entrar, cerrando la puerta.
—Perdone que haya tocado tan fuertemente. Está lloviendo muy duro y temía que no me oyeran.
La sintió temerosa y turbada. La intimidad de la tarde, oscura por el aguacero, les golpeaba los sentidos y por primera vez notó la sencilla camisola que dibujaba el cuerpo joven.
—¿Y doña Eugenia? —preguntó Manuel extrañado de no oír la voz estridente de la vieja, que acudía corriendo en cuanto se daba cuenta de que él había llegado.
—Fue a casa de la señora Rosa. Le avisaron que estaba enferma y usted sabe que mi tía la aprecia mucho.
—Entonces me retiro. Usted perdone Carmen.
—Está lloviendo mucho Manuel. No se moje más que puede hacerle daño.
—No se preocupe; yo estoy acostumbrado, —le contestó riendo. La idea que un poco de agua fuera a enfermarlo le parecía jocosa. Él, que había pasado la mitad de su vida en el agua.
«Estas capitalinas tienen cada ocurrencia, pensó, la gente por allá es medio melindrosa».
—Espere a que escampe. Por favor, siéntese acá.
—Gracias Carmencita, le agradezco su amabilidad.
Pero en vez de sentarse ambos se dirigieron a la ventana para contemplar la lluvia que seguía cayendo con fuerza. La cortina gris oscurecía la calle y casi no se divisaba el mar.
«Estamos solos; finalmente puedo hablarle», pensó Manuel. «¡Cómo me excita verla así con esa ropa pegada al cuerpo!». La agarró por los hombros estrechándola contra su pecho con fuerza y sus labios buscaron los de ella besándola con pasión. La sintió palpitando entre sus brazos con la timidez del deseo incipiente y le besó la frente, los ojos, la boca, él cada vez más ardiente y ella muy asustada.
«¡Dios mío, ayúdame! No quiero cometer un pecado», pensaba la muchacha tratando de negar el placer que sentía por las caricias del hombre.
Al darse cuenta del intenso desasosiego de la joven, abruptamente Manuel la soltó.
—Perdóneme Carmencita. No he querido faltarle el respeto. No sé qué bicho me picó. Perdone mi atrevimiento.
Carmen no atinaba a decir nada. Se sentía tan nerviosa que las palabras no le salían. Inclinó la cabeza sobre el pecho mientras las lágrimas se deslizaban por sus tersas mejillas. Él, al verla llorar, se sintió aún más culpable.
—Carmen no he querido ofenderla, créame. Usted se merece todo mi respeto y admiración. La quiero mucho Carmen, perdóneme.
Lágrimas y más lágrimas. La muchacha sollozaba inconsolable y el asustado Manuel acabó por cogerla entre sus brazos nuevamente esta vez con gran ternura. Entre besos y caricias le declaró sus honestas intenciones.
—Cásese conmigo Carmen. Yo quiero tenerla de esposa. Quiero compartir el resto de mis días con usted. Desde el primer día que llegó a Chumico me di cuenta de que era la mujer para mí. Cásese conmigo. Poco a poco la fue calmando y la muchacha se entregó de lleno a la emoción que la embargaba.
Cuando Eugenia regresó después del aguacero, Carmen radiante, le anunció su compromiso con Manuel y sus intenciones de casarse con él cuanto antes mejor. La tía cayó en un desmayo que le duró casi tres horas. Cuando se recuperó comenzó a increparla.
—No se puede casar con ese hombre Carmen, sería una locura. Él es un simple pescador y además negro. ¿Qué van a decir su madre y sus hermanas? Se morirán de la vergüenza cuando se enteren. Piense en su padrastro. Un hombre tan importante que nos ha hecho el honor de querer pertenecer a esta familia. Un hombre como él, que proviene de una raza tan distinguida no puede emparentar con un negro.
La joven se indignó ante estos argumentos de la tía que sofocada se abanicaba sin parar no fuera a desmayarse otra vez.
—Vergüenza debía darle, usted que tantos golpes de pecho se da. ¿Cómo se atreve a hablar así de Manuel, usted que se dice tan cristiana? ¿Es que no somos todos iguales ante los ojos de Nuestro Señor? Manuel no es un cualquiera y después de todo, nosotros no somos importantes. Nuestra familia siempre ha vivido una mentira, tratando de aparentar más de lo que es. Mi madre no tiene por qué disgustarse. ¿No es acaso peor casarse con ese español aventurero y a su edad…? Nosotros hemos sido tan pobres como cualquier pescador en Chumico.
—¡No diga eso hija!, usted se equivoca. Ni sus amigas ni su familia le aceptarán nunca más si usted se casa con ese hombre. Razone Carmen. Esa unión es una locura.
Pero la muchacha se negó a escucharla y a pesar de todos los esfuerzos de la vieja, Carmen persistía en su decisión de casarse.
Finalmente, Eugenia decidió hablarle a Manuel. Ansiosa, vigilaba la ocasión de encontrarse a solas con el muchacho. Carmen presintiendo lo que se avecinaba no se separaba de Manuel cuando este venía a visitarla. Cada tarde después que terminaban las clases, él llegaba, cargando algún regalo para la vieja, tratando de apaciguar su furia. Eugenia logró sus propósitos de quedar a solas con él, utilizando la estratagema de enviar a Carmen a la tienda del chino a buscar un ovillo de hilo que dizque le hacía falta. Al llegar Manuel lo hizo pasar a la salita y lo invitó a sentarse en un taburete.
—Siéntese Manuel. Tengo que hablarle.
—Dígame doña Eugenia. ¿En qué puedo servirle?
—Mire Manuel, yo sé que usted le tiene mucho afecto a mi sobrina Carmen.
—Perdone que la interrumpa señora Eugenia. Es más que afecto. Yo estoy enamorado de ella y quiero hacerla mi esposa.
—Bueno, bueno. Como sea, pero quiero advertirle que esa unión es imposible.
—¿Y por qué señora? Carmen y yo nos amamos y somos libres. ¿Qué obstáculos ve usted a este matrimonio?
—No se haga el tonto, joven. ¡Una señorita como Carmen que viene de una familia importante no puede casarse con alguien como usted!
—Señora dígame sus razones, y no me ande con rodeos, —le gritó alterado Manuel.
Ante la cólera del joven la vieja no supo qué otra cosa decir. Angustiada, se exprimía las manos tratando de buscar palabras que con delicadeza expresaran la enormidad del prejuicio que la envenenaba. Los últimos destellos de humanidad le impedían herir al muchacho que tanto las había ayudado desde que llegaron al pueblo. El muy tonto no se daba cuenta de que podía traerle toda clase de problemas a Carmen si se casaba con ella.
La conversación fue interrumpida bruscamente por el estruendo de cañonazos que provenían de la bahía. Carmen entró corriendo casi sin aliento y al darse cuenta de la presencia de Manuel anunció con gran agitación:
—Ha llegado una fragata de guerra a la bahía y está tirando cañonazos al aire. Todos corren a esconderse. ¿Qué querrán Dios mío?
Manuel salió disparado de la casa sin despedirse. Con toda la velocidad de sus piernas jóvenes corrió hasta la tienda de Ah Sing en donde quizás podía obtener alguna información de lo que estaba sucediendo. Allí se habían reunido todos los hombres que estaban en el pueblo ese día. Juancho, que era el más viejo y el más locuaz, trataba de hacerse oír a través del estruendo de voces que al unísono trataban de explicar lo que significaba la presencia de un barco de guerra en las tranquilas aguas de la bahía de Chumico.
—¡Por favor, señores! Déjenme hablar, —en vano gritaba.
—Es un barco de guerra del Gobierno. Seguro que viene a supervisar las elecciones.
—Malditos conservadores! Todo lo quieren hacer a la fuerza…
—Ahora vienen por votos y el resto del año nos tienen abandonados.
—¡Vivan los liberales! No dejaremos que nos asusten con cañonazos.
En medio del tumulto de hombres y bravuconadas, el chino silenciosamente sacó de una alacena una bandera china que tranquilamente enarboló en una improvisada asta en medio del patio.
—Yo sel chino y no quelel ploblemas —anunció gravemente. El estruendo de los cañonazos fue seguido por un largo silencio. Algunos se atrevieron a asomarse a la calle. A lo lejos se distinguía la fragata anclada en medio de la bahía. Quedaron ansiosamente en espera de los acontecimientos.
—Ya desembarcan, —anunciaron unos chicuelos que desde la playa corrían asustados calle arriba. El pueblo entero vigilaba al bote que se acercaba. El mar encrespado presagiaba tormenta.
—No vienen a nada bueno —musitó un viejo— ¡mi Santo Cristo de Chumico, ampáranos! •
06
Corría el año 1898. Los liberales colombianos habían estado planeando toda una década la revolución armada en contra del Gobierno. El Istmo de Panamá era importante para los liberales ya que por su posición aislada era un lugar ideal para iniciar tácticas divisionarias.
Casi todos los pueblos del litoral eran simpatizantes del movimiento liberal sin ser Chumico la excepción. La consigna ya estaba dada por los dirigentes liberales. Había que iniciar una serie de pequeñas rebeliones que mantuvieran al ejército colombiano acantonado en Panamá entretenido, de modo que no fueran transferidos a Colombia cuando la revolución final comenzara. Chumico por ser un pueblo tan aislado, recibía noticias de los movimientos liberales esporádicamente. Cuando regresaba «La Princesa» de sus viajes mensuales, todos trataban de obtener información de lo que estaba sucediendo en el resto de la región. Así se enteraron del exilio del Dr. Belisario Porras, una figura muy destacada del liberalismo, quien andaba por Centroamérica solicitando ayuda para el movimiento.
Francisco antes de enfermarse había estado muy ligado al partido liberal por los años noventa. Por eso, tuvo que salir huyendo de San Miguel apresuradamente con su familia, cuando el Alcalde de la isla mandó a ponerlo en prisión por sus actividades políticas. Fue así como la familia Muñoz llegó a Chumico. Manuel, desde chico había oído a su padre contar las atrocidades cometidas por los conservadores y cómo la prensa había sido amordazada por las fuerzas gubernamentales. Lo que más le molestaba al pueblo era el aumento desaforado de los impuestos y los fueros y privilegios concedidos por la iglesia católica a los aliados del movimiento oligarca de los conservadores. En el noventa y seis el Gobierno envió a Chumico un destacamento militar compuesto de cinco soldados, quienes pronto fueron aborrecidos por el pueblo.
Les vendían los alimentos a precio de oro y ni Ah Sing aceptaba en pago el papel moneda que el Gobierno había fabricado últimamente. Los soldados, a culatazos obligaban a los chumiqueños a recibir el papel que todos consideraban sin valor alguno. Pero a pesar de las amenazas e injurias no pudieron obtener ningún alimento de los sufridos pescadores. Por dos semanas nadie en el pueblo salió a pescar o a cazar y con el ayuno voluntario le dieron una lección a los obstinados colombianos que de casa en casa registraban en busca de comida. Soldados criados en tierra adentro, tenían miedo a salir a pescar en la bahía por temor a los tiburones que por esas aguas abundaban. Al final, el hambre los apretó y se dieron por vencidos. Fueron a la tienda del chino a comprar pescado, arroz y carne de monte a cambio de pesos de plata. Milagrosamente, en pocas horas pudieron obtener todos los artículos que necesitaban.
—Eso es para que aprendan a respetarnos. No somos esclavos de nadie, —decían los chumiqueños muy ocupados contando sus ganancias.
Cuando estallaron las primeras rebeliones liberales en Coclé, la noticia llegó a Chumico a las pocas semanas y los cinco soldados abandonaron la guarnición, dirigiéndose a la capital en la nave que trajo las nuevas.
La fragata que arribaba cañoneando al pueblo, era el primer indicio de que el Gobierno no olvidaba del todo a los pueblos del litoral. Después de mucha discusión, Juancho organizó una comitiva para que bajara a la playa a recibir a los militares. Manuel fue incluido en el grupo a última hora por su insistencia y, además, porque Francisco Muñoz había sido un liberal importante.
—No digan nada hasta que ellos nos hablen, —les amonestaba Juancho—. Tenemos que conservar la calma; acuérdense de que tienen las armas. Las mujeres que vuelvan a sus casas. Usted también, niña Carmen. Mandaremos a buscarla si hace falta.
Bajaron por la calle con paso solemne, hasta llegar a la playa, una veintena de hombres, en su mayoría viejos, porque los jóvenes estaban trabajando río arriba en el sembrado. Sin hacer el menor esfuerzo por ayudar a los soldados que trataban de encallar el bote que los traía a la playa, esperaron a que los militares llegaran hasta ellos. Las fuertes olas de la marea les impedían maniobrar los pesados botes y con grandes esfuerzos en medio de los juramentos de los oficiales trataban por todos los medios de desembarcar en la playa sin mojarse las botas. Finalmente lograron bajar y marcharon hacia el grupo de hombres que los esperaban al lado de la plaza de la iglesia.
—¿Quién es el Alcalde de este pueblo?, —preguntó el oficial de más rango del grupo, un Capitán, evidentemente de muy mal humor por lo difícil del desembarque.
Obsequioso y con cierto dejo de malicia Juancho le contestó:
—Yo soy el alcalde su Honor. ¿En qué puedo servirle?
—¿Dónde está el destacamento militar asignado a este pueblo?
—Se fueron hace meses sin decir ni adiós mi Capitán, —contó Juancho.
—Bueno, sírvase guiarme a una casa o cualquier lugar donde podamos dialogar. No quiero permanecer más tiempo hablando tonterías en esta playa infernal, —les gritó el Capitán, mientras el viento cada vez más fuerte casi ahogaba sus palabras.
En silencio se dirigieron a la iglesia. Romualdo Pérez con gran esfuerzo abrió las enormes puertas que crujían con pereza. Ese era el único lugar en el pueblo lo suficientemente amplio como para albergar a todo el grupo. Uno a uno se fueron sentando en las desvencijadas bancas todas carcomidas por el comején y el tiempo. El Cristo de Chumico con ojos de mudo asombro contemplaba la extraña reunión.
—¿Qué los trae por aquí Capitán?, —preguntó Juancho con voz tímida para no aumentar más la ira que vivamente reflejaba el rostro curtido del militar.
Con voz cortante el Capitán inició su discurso. Primeramente anunció la elección de Don Manuel Sanclemente a la Presidencia de Colombia.
—Pero si nosotros no votamos, —murmuraron algunos asombrados—. ¿Cuándo?
—¡Silencio! Dentro de media hora deseo que se reúna toda la población, —los interrumpió con un ademán de impaciencia el Capitán.
—Pero Capitán, ¿qué está pasando?, —preguntó Juancho.
—Hemos sido informados de que existe un foco de insurrección cerca de esta costa y queremos advertirles a todos las consecuencias si cooperan con los rebeldes. El grupo que operaba en San Miguel ha sido capturado y todos han sido ajusticiados.
Un murmullo de indignación acogió las palabras del Capitán. La mayoría de los presentes tenía parientes en San Miguel, o por lo menos amigos, y la crueldad de la noticia los cogió de sorpresa. Unos a otros se miraban sin saber qué hacer y algunos a duras penas trataban de contener los deseos de violentarse con los militares que los observaban con desprecio al ir desfilando por el atrio de la iglesia. Romualdo se quedó detrás luchando en vano por cerrar las inmensas puertas que empujadas por el viento se negaban a obedecer. El Capitán detuvo bruscamente a Juancho sujetándolo con fuerza por el brazo.
—Ya sabe Señor Alcalde. En media hora quiero a todo el pueblo aquí. Además, deseo que nos consiga algunas provisiones que necesitaremos antes de zarpar con la próxima marea. Sin contestarle siguieron todos loma arriba dejando a los soldados que en la plaza despreocupadamente conversaban entre sí. Las noticias se fueron propagando por el pueblo de balcón en balcón, de casa en casa. Algunas mujeres angustiadas lloraban al enterarse del asunto de San Miguel. Otras más aguerridas, como Leonor y Felicia, estaban dispuestas a sacar las viejas escopetas y comenzar a disparar allí mismo en contra de los soldados para vengar a los muertos.
Como una sombra, Juancho iba por todo el pueblo calmando los ánimos y prometiendo que cuando llegara el momento oportuno tomarían algún tipo de represalia. Manuel lo acompañaba. A pesar de sus cortos años, el muchacho se daba cuenta de la gravedad de la situación y sabía que no era el momento para hacer demostraciones de fuerza. Los bien armados soldados podrían diezmarlos con facilidad. ¡Ya llegaría el día de la retribución!
Carmen esperaba en la escuela las noticias ansiosamente en compañía de un grupo de mujeres y sus hijos que habían acudido a ella para obtener información. Doña Eugenia se había quedado en la casa, metida en su cama, vuelta un mar de lágrimas. Carmen le había hecho un té de tilo para calmarla sin lograrlo y por fin, a la fuerza, la había obligado acostarse, mientras que ella se iba a la escuela.
—Niña Carmen, ¿qué está pasando? Díganos por favor, —preguntaban nerviosas las mujeres—. Dicen que han llegado muchos soldados y que están en la iglesia con los hombres. ¡Dios nos ampare a todos! Son muy capaces de fusilar a alguien.
Juancho llegó con Manuel. En tono lúgubre les contó rápidamente los últimos sucesos y aconsejó a todos que debían conservar la calma. El viejo tenía el alma desgarrada. Sus hermanos vivían todos en San Miguel y Juancho sabía que eran activos del partido liberal. Temía por su seguridad pero no se había atrevido a preguntar nada a los soldados por miedo a represalias. En su fuero interno, maldecía a los invasores con todas sus fuerzas, pero sabía que de su presencia de ánimo dependía la tranquilidad en el pueblo. Manuel no saludó a Carmen. Ella se dio cuenta de su preocupación y mantuvo la distancia entre los dos.