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—Sin embargo, ¡qué bien respondiste esta tarde!
—Fue por pura casualidad, pues el tema sobre el que leíamos me interesaba. Esta tarde, en lugar de soñar con Deepden, me preguntaba cómo un hombre con tantos deseos de hacer el bien pudo actuar tan injusta e indiscretamente como algunas veces lo hizo Carlos I. Pensé que era una lástima que, con toda su integridad y rectitud, no pudiera ver más allá de las prerrogativas de la corona. ¡Ojalá hubiera podido ver más allá para darse cuenta del cariz del llamado espíritu de la época! No obstante, me gusta Carlos I, lo respeto y lo compadezco, pobre rey asesinado. Sus enemigos fueron peores, ya que derramaron sangre que no tenían derecho a derramar. ¿Cómo se atrevieron a asesinarlo?
Helen hablaba para sí, pues se había olvidado de que no la entendía, de que era casi ignorante del tema del que hablaba. La hice regresar a mi nivel.
—¿Y también se te va el santo al cielo cuando es la señorita Temple quien da la lección?
—No, la verdad es que no muchas veces, porque la señorita Temple suele decir cosas más nuevas que mis propias reflexiones. Me resulta especialmente agradable el lenguaje que utiliza, y la información que comunica a menudo es exactamente lo que yo quiero saber.
—Entonces, ¿con la señorita Temple eres buena?
—Sí, de manera pasiva. No me esfuerzo, sino que sigo mis inclinaciones. La bondad de ese tipo no tiene mérito.
—Sí que tiene mérito. Eres buena con los que son buenos contigo. Yo no aspiro a más. Si la gente fuera siempre bondadosa y obediente con los crueles e injustos, los malos se saldrían siempre con la suya. Nunca tendrían miedo, por lo que nunca cambiarían, sino que serían cada vez peores. Cuando nos pegan sin motivo, debemos devolver con creces el golpe, estoy segura, para asegurarnos de que no nos vuelvan a pegar.
—Espero que cambies de opinión al hacerte mayor. De momento, eres una niña sin preparación.
—Pero lo siento así, Helen. No debo querer a los que insistan en no quererme a mí, por mucho que intente agradarles. Debo resistirme a los que me castigan injustamente. Es tan natural como querer a los que me muestran afecto, o someterme al castigo que considero merecido.
—Esa doctrina es la de los paganos y las tribus salvajes, pero los cristianos y las naciones civilizadas la repudian.
—¿Cómo? No entiendo.
—No es la violencia lo que vence al odio, ni la venganza lo que cura mejor la injuria.
—Entonces, ¿qué es?
—Lee el Nuevo Testamento y fíjate en lo que dice Jesucristo y en cómo actúa. Haz de sus palabras tu norma y de su conducta tu ejemplo.
—¿Qué dice?
—Ama a tus enemigos; bendice a los que te maldigan; haz el bien a los que te odien y traten mal.
—Entonces tendría que amar a la señora Reed, lo que no puedo hacer, y tendría que bendecir a su hijo John, lo que es imposible.
A su vez, Helen Burns me pidió que me explicara, y me puse enseguida a contar atropelladamente la historia de mis penas y resentimientos. Amargada y agresiva cuando me excitaba, hablé tal como sentía, sin reserva ni cortapisas.
Helen me escuchó pacientemente hasta el final. Yo esperaba que hiciera algún comentario, pero nada dijo.
—Bueno —pregunté impaciente— ¿no es una mujer mala y sin sentimientos la señora Reed?
—No dudo de que te haya tratado mal, porque no le gusta tu tipo de carácter, como ocurre entre la señorita Scatcherd y yo. Pero ¡con qué detalle recuerdas todo lo que te ha hecho! ¡Qué impresión más profunda parece haberte causado su injusticia! Ningún mal trato marca tan a fondo mis sentimientos. ¿No serías más feliz si intentaras olvidar su severidad y las emociones tan apasionadas que te inspiraba? Creo que la vida es demasiado corta para pasarla fomentando la mala voluntad y recordando los agravios. Todos estamos cargados de defectos en este mundo, y así debe ser, pero pronto llegará el momento de deshacernos de ellos, cuando nos deshagamos de nuestros cuerpos corruptibles. El envilecimiento y el pecado nos abandonarán junto con nuestros pesados cuerpos, y solo quedará el resplandor del espíritu, el impalpable principio de la vida y del pensamiento, tan puro como cuando salió de nuestro Creador para darnos vida. Regresará al lugar de donde salió, quizás para llegar a un ser más noble que el hombre, ¡quizás para pasar por escalas de gloria desde la pálida alma humana hasta fundirse con el serafín! Estoy segura de que no se le permitirá degenerar, por el contrario, del hombre al demonio. No, no puedo creer eso. Tengo otra creencia, que nadie me ha enseñado y de la que hablo rara vez, a la que me aferro porque me complace, pues ofrece esperanza a todos los seres. Y es que la eternidad es un descanso, un gran hogar, y no un espanto y un abismo. Además, esta creencia me permite distinguir claramente entre el criminal y su delito, y me permite perdonar a aquel de todo corazón mientras aborrezco este. Con esta creencia, la venganza no me preocupa, la humillación no me repugna intolerablemente y la injusticia no me abruma. Vivo tranquila, esperando el final.
La cabeza de Helen, siempre inclinada, se hundió un poco más al terminar esta frase. Me di cuenta por su mirada de que ya no quería hablar conmigo, sino quedarse a solas con sus propios pensamientos. No tuvo mucho tiempo para meditar, porque se acercó poco después una supervisora, una muchacha grande y tosca, y exclamó con fuerte acento de Cumberland:
—Helen Burns, si no vas ahora mismo a ordenar tu cajón y guardar tu labor, le diré a la señorita Scatcherd que venga a verlo.
Suspiró Helen al perder su momento de ensoñación y, levantándose, obedeció sin demora, sin contestar a la supervisora.
Capítulo VII
Mi primer trimestre en Lowood me pareció un siglo, y no precisamente el siglo de oro. Consistió en una lucha tediosa con las dificultades de acostumbrarme a nuevas normas y tareas inusitadas. Me inquietaba más el temor del fracaso en estas cuestiones que la dureza física de mi vida, que no era poca.
Durante enero, febrero y parte de marzo, las grandes nevadas y, más tarde, el deshielo, hicieron casi impracticables los caminos, por lo que solo salíamos del jardín para ir a la iglesia; sin embargo, dentro de esos muros teníamos que pasar una hora al aire libre cada día. Nuestras ropas eran insuficientes para protegernos del frío intenso. No teníamos botas, y la nieve se metía dentro de nuestros zapatos y se derretía. Las manos sin guantes se entumecían y se nos llenaban de sabañones, y los pies también. Recuerdo claramente la desazón enloquecedora que padecía por este motivo cuando se me inflamaban los pies por las noches, y el tormento de introducir en los zapatos por las mañanas los dedos agarrotados e hinchados. La escasa cantidad de comida también era motivo de angustia. Nosotras, con el apetito que corresponde al desarrollo infantil, apenas recibíamos bastante para mantener con vida a un inválido. Esta falta de alimentos generaba el abuso de las chicas más jóvenes por parte de las mayores, que, cuando tenían ocasión, privaban a aquellas de su ración con zalemas o amenazas. Muchas veces, habiendo repartido entre dos pretendientes el trozo de pan moreno de la merienda y sacrificado la mitad de la taza de café a otra, me tragaba el resto con lágrimas furtivas provocadas por el hambre.
Los domingos de invierno eran días melancólicos. Debíamos caminar dos millas hasta la iglesia de Brocklehurst, donde celebraba el servicio nuestro protector. Salíamos con frío y llegábamos con más aún, y durante el rito matutino casi nos quedábamos paralizadas. Estaba demasiado lejos para regresar a almorzar, así que, entre servicio y servicio, nos administraban una ración de fiambre, en las mismas cantidades exiguas que de costumbre.
Al término de la ceremonia vespertina, volvíamos por una carretera accidentada y expuesta al gélido viento invernal, que soplaba por encima de una cordillera de montañas nevadas del norte, casi despellejándonos las caras.
Recuerdo a la señorita Temple caminando ligera y veloz entre nuestras filas decaídas, arropada con su capa de cuadros, que aleteaba al viento, alentándonos con sus palabras y su ejemplo a mantenernos animadas y marchar, como decía, «como fornidos soldados». Las otras pobres profesoras estaban, por lo general, demasiado abatidas para intentar ponerse a animar a las demás.
¡Qué ganas teníamos de acercarnos al resplandor y el calor de un fuego vivo cuando regresáramos! Pero ese placer nos era negado, por lo menos a las más pequeñas, pues las chimeneas del aula eran rodeadas en el acto por una fila doble de muchachas mayores, y detrás quedábamos las pequeñas en grupitos, los brazos ateridos envueltos en los delantales.
La hora de la merienda traía un poco de consuelo bajo la forma de una doble ración de pan (una rebanada entera, y no media), con el regalo añadido de una fina capa de mantequilla. Era el banquete semanal, esperado por todas de domingo a domingo. Solía arreglármelas para quedarme con una porción de esta liberal colación, aunque invariablemente me obligaban a sacrificar el resto.
Pasábamos la noche del domingo recitando de memoria el catecismo y los capítulos cinco, seis y siete de San Mateo, y escuchando un largo sermón leído por la señorita Miller, cuyos bostezos incontenibles delataban su cansancio. A menudo estas actividades eran interrumpidas por una representación del papel de Eutico[3] por media docena de niñas pequeñas. Estas, vencidas por el sueño, solían caerse, si no desde el tercer piso, por lo menos del cuarto banco, y las levantaban medio muertas. La solución era empujarlas al centro del aula y obligarlas a estar allí de pie hasta después del sermón. Algunas veces les fallaban las piernas, y caían al suelo todas revueltas, en cuyo caso las apuntalaban con los taburetes altos de las supervisoras.
Todavía no he mencionado las visitas del señor Brocklehurst, que estuvo ausente durante la mayor parte del primer mes desde mi llegada, quizás por haber alargado su estancia con su amigo el archidiácono. Su ausencia suponía un alivio para mí. No hace falta que diga que tenía mis motivos para temer su llegada. Sin embargo, por fin llegó.
Una tarde (ya llevaba yo tres semanas en Lowood), sentada con una pizarra en la mano luchando con una división de varias cifras, al levantar los ojos, distraída, hacia la ventana, vislumbré el paso de una figura, cuya silueta enjuta reconocí casi por instinto; cuando, dos minutos más tarde, se levantó toda la escuela en masa, incluidas las profesoras, no hizo falta que mirase para saber a quién saludaban de aquella manera. Cruzó el aula de dos zancadas y se detuvo al lado de la señorita Temple, también de pie, la misma columna negra que me había contemplado tan amenazadora sobre la alfombra de Gateshead. Miré de reojo aquella obra arquitectónica. Había acertado: era el señor Brocklehurst, con un abrigo abrochado hasta arriba, y con un aspecto más largo, estrecho y rígido que nunca.
Tenía mis propias razones para estar preocupada por aquella aparición: recordaba demasiado bien las insinuaciones alevosas de la señora Reed sobre mi carácter, y la promesa hecha por el señor Brocklehurst de informar a la señorita Temple y las profesoras de mi naturaleza perversa. Todo ese tiempo había temido el cumplimiento de esta promesa, había esperado a diario la llegada del «hombre que iba a venir», cuyos informes sobre mi vida y obras pasadas habían de tacharme para siempre de niña malvada. Ya había llegado. Se puso al lado de la señorita Temple, hablándole al oído. No dudé de que le estuviera revelando mi vileza, y la vigilé con penosa ansiedad, esperando ver cómo, en cualquier momento, me volvería sus ojos oscuros llenos de rechazo y desprecio. También agucé el oído y, como estaba sentada cerca de donde estaban ellos, oí la mayor parte de lo que dijo, lo que alivió momentáneamente mi preocupación.
—Supongo, señorita Temple, que servirá el hilo que compré en Lowton; me pareció que era precisamente de la calidad adecuada para las camisetas de percal, y elegí las agujas para el mismo fin. Dígale a la señorita Smith que se me olvidó apuntar las agujas de zurcir, pero le enviaré algunos paquetes la semana próxima, y que de ninguna manera debe repartir más de una a la vez por alumna, ya que, si tienen más, son descuidadas y las pierden. Y por cierto, señorita, quisiera que se cuidase mejor de las medias de lana. La última vez que estuve aquí, me acerqué a la huerta para examinar la ropa tendida, y había bastantes medias negras en mal estado. A juzgar por el tamaño de los agujeros que tenían, pude ver que no habían sido bien remendadas.
Hizo una pausa.
—Se seguirán sus instrucciones, señor —dijo la señorita Temple.
—Y, señorita —continuó—, la lavandera me cuenta que a algunas chicas les dan dos cuellos por semana. Es demasiado, pues las normas establecen uno solo.
—Creo que puedo explicárselo, señor. A Agnes y Catherine Johnstone, unos amigos las invitaron a tomar el té en Lowton el jueves pasado, y yo les di permiso para ponerse cuellos limpios para la ocasión.
El señor Brocklehurst asintió con la cabeza.
—Por esta vez lo pasaré por alto, pero procure que no ocurra muy a menudo. Y otra cosa me sorprendió también: me he enterado, por el ama de llaves, de que dos veces en los últimos quince días se ha servido a las chicas un refrigerio de pan y queso. ¿Cómo puede ser esto? He repasado las normas y no he encontrado ninguna referencia a los refrigerios. ¿Quién ha introducido esta innovación y con qué autoridad?
—Debe considerarme responsable a mí, señor —contestó la señorita Temple—; el desayuno fue tan malo que no pudieron comerlo las alumnas, y no me atreví a dejarlas en ayunas hasta la hora de comer.
—Permítame un momento, señorita. Está usted enterada de que es mi propósito, al educar a estas muchachas, no acostumbrarlas a los lujos y excesos, sino hacerlas fuertes, pacientes y abnegadas. Si por casualidad ocurre algún contratiempo, como una comida estropeada o con mucho o poco condimento, no se debe neutralizar su pérdida mediante su sustitución por una delicadeza mayor, mimando de esta forma el cuerpo y obviando el objetivo de esta institución. Al contrario, debe contribuir a la educación moral de las alumnas, animándolas a sacar fuerzas de flaquezas en momentos de privaciones pasajeras. En estas ocasiones, sería oportuno un breve sermón, en el que una profesora juiciosa hablaría de los sufrimientos de los primeros cristianos, los tormentos de los mártires y las exhortaciones del mismo Jesucristo, que llamó a sus discípulos para que tomasen su cruz y lo siguiesen, y advirtió que no solo de pan vive el hombre, sino de cada palabra que sale de la boca de Dios; y a sus consuelos divinos, «bienaventurados los que tenéis hambre o sed por mí». Señorita, cuando pone usted pan y queso en las bocas de estas muchachas en lugar de avena quemada, es posible que esté alimentando sus cuerpos terrenales, pero ¡cómo priva usted sus almas inmortales!
Mientras tanto, el señor Brocklehurst, de pie ante la chimenea con las manos a la espalda, observaba majestuosamente a la concurrencia. De pronto, parpadeó como si algo lo hubiera deslumbrado o escandalizado, y dijo con palabras más atropelladas que de costumbre:
—Señorita Temple, ¿qué… qué le ocurre a esa muchacha del cabello rizado? ¿Pelirroja, señorita, y cubierta de rizos? —y señaló con mano temblorosa el objeto de su ultraje con el bastón.
—Es Julia Severn —respondió con voz queda la señorita Temple.
—Julia Severn, señorita. ¿Y por qué motivo tiene ella, o cualquier otra, el cabello rizado? ¿Por qué, desafiando a todas las leyes y principios de esta casa evangélica y benéfica, se muestra tan abiertamente mundana como para llevar el cabello hecho una maraña de rizos?
—Los rizos de Julia son naturales —contestó la señorita Temple, con voz aún más baja.
—¡Naturales! Sí, pero no nos conformamos con lo natural. Quiero que estas muchachas sean hijas de Dios. ¿Por qué semejante exceso? He dado a entender una y otra vez que quiero que se recojan el cabello de manera recatada y sencilla. Señorita Temple, a esta muchacha hay que raparle del todo; haré venir al barbero mañana. Y veo a otras con un exceso parecido. Que se dé la vuelta esa chica alta. Diga que se levanten todas las de la primera clase y se vuelvan hacia la pared.
La señorita Temple se pasó el pañuelo por los labios, como para borrar una sonrisa involuntaria, pero dio la orden y, cuando se enteraron las chicas de la primera clase de lo que pretendía de ellas, obedecieron. Echándome hacia atrás en mi banco, pude ver las miradas y muecas con las que comentaban la orden. Fue una lástima que el señor Brocklehurst no las viera también, ya que quizás se hubiera dado cuenta de que, por mucho que manipulase el exterior de estas chicas, el interior estaba mucho más allá de su interferencia de lo que imaginaba.
Estudió el envés de estas medallas humanas durante unos cinco minutos y después dictó sentencia. Sus palabras cayeron como un toque de difuntos:
—¡Que se recorten todos esos moños!
La señorita Temple pareció objetar.
—Señorita —prosiguió él— he de servir a un Amo cuyo reino no es de este mundo. Es mi misión mortificar los deseos carnales de estas muchachas, enseñarles a vestirse con recato y sobriedad, y no con ropas caras y tocados complicados. Cada una de las jóvenes que tenemos delante lleva un mechón de cabello que la misma vanidad hubiera podido trenzar. Este, repito, debe ser cortado. Piense en el tiempo que pierden, en…
En este punto, la entrada de otras tres visitas, unas damas, interrumpió al señor Brocklehurst. Les habría convenido llegar un poco antes para escuchar su sermón sobre la vestimenta, pues venían esplendorosamente ataviadas de terciopelo, seda y pieles. Las más jóvenes del trío (guapas muchachas de dieciséis y diecisiete años) llevaban sombreros de castor gris a la moda de entonces, adornados con plumas de avestruz; de debajo de las alas de estos elegantes tocados caía una abundancia de finos mechones primorosamente rizados. La señora mayor venía envuelta en un costoso chal de terciopelo con adornos de armiño, y lucía un tupé de rizos a la francesa.
La señorita Temple saludó a estas damas con deferencia como la señora y las señoritas Brocklehurst, y fueron conducidas a un puesto de honor delante de la concurrencia. Parece ser que habían llegado en el carruaje con su reverendo pariente, y que habían efectuado un registro de las habitaciones de arriba, mientras él estaba ocupado en tratar de negocios con el ama de llaves, interrogar a la lavandera y sermonear a la directora. Empezaron a dirigir varios comentarios y reproches a la señorita Smith, encargada de la ropa blanca y la inspección de los dormitorios, pero no tuve tiempo para escuchar lo que hablaban porque otros asuntos llamaron más mi atención.
Hasta ese punto, aunque me enteré de la conversación del señor Brocklehurst con la señorita Temple, no dejé de tomar precauciones para salvaguardar mi persona, precauciones que pensé serían eficaces si conseguía pasar desapercibida. A tal efecto, me había echado atrás en el banco y, con apariencia de estar ocupada con la aritmética, me había ocultado la cara tras la pizarra. Quizás hubiera evitado que me viesen de no ser por la pizarra traicionera, que se me escapó de las manos y cayó estrepitosamente al suelo, atrayendo así todas las miradas. Supe que había llegado mi hora y, al agacharme para recoger los dos trozos de la pizarra, me armé de valor para enfrentarme a lo peor. Y llegó.
—¡Niña descuidada! —dijo el señor Brocklehurst, y enseguida— es la nueva alumna, por lo que veo —y, antes de que pudiera respirar—: No debo olvidarme de decir unas palabras sobre ella.
Y, en voz muy fuerte, ¡qué fuerte me pareció!:
—¡Que se adelante la muchacha que ha roto la pizarra!
No hubiera podido moverme por propia voluntad, pues estaba paralizada. Pero las dos chicas mayores sentadas a ambos lados me pusieron en pie y me empujaron en dirección al temido juez. La señorita Temple me acompañó ante su figura, susurrando un consejo.
—No tengas miedo, Jane. Yo he visto que ha sido un accidente; no te castigarán.
Estas palabras amables me atravesaron como un puñal.
«Un minuto más y me despreciará por hipócrita», pensé, y esta idea me llenó de furia contra los Reed y los Brocklehurst de este mundo. Yo no era Helen Burns.
—Que acerquen ese taburete —dijo el señor Brocklehurst, señalando uno muy alto, del que se acababa de levantar una supervisora. Le obedecieron.
—Coloquen a la niña en él.
Y allí me colocó no sé quién. No estaba en condiciones de fijarme en detalles; solo era consciente de que me habían puesto a la altura de la nariz del señor Brocklehurst, a quien tenía a una yarda de distancia, y de que debajo de mí se extendía un mar de pellizas de color naranja y morado, y una nube de plumas plateadas.
El señor Brocklehurst se aclaró la garganta.
—Señoras —dijo, volviéndose a su familia—, señorita Temple, profesoras y muchachas, ¿ven todas ustedes a esta niña?
Por supuesto que me veían; sentía sus ojos como espejos ustorios sobre mi piel quemada.
—Ven ustedes que aún es joven; observan que posee la forma habitual de la infancia. Dios, en su bondad, le ha otorgado la misma forma que a los demás. No se ve ninguna deformidad que la distinga. ¿Quién iba a pensar que el Maligno ha encontrado en ella su instrumento? Sin embargo, lamento decir que es así.
Siguió una pausa, que aproveché para tranquilizar mis nervios y empecé a pensar que ya había pasado el Rubicón, y que tenía que enfrentarme a mi prueba, ya que no podía evitarla.
—Queridas niñas —continuó el clérigo de mármol negro con emoción—, esta es una ocasión triste y melancólica, porque es mi deber advertiros que esta niña, que habría podido ser un cordero de Dios, se halla descarriada; no es miembro del verdadero rebaño, sino una intrusa. Debéis guardaros de ella y rehuir su ejemplo; evitad su compañía; si hace falta, excluidla de vuestros juegos y conversaciones. Profesoras, vigílenla, no pierdan ninguno de sus movimientos, sopesen sus palabras, examinen sus acciones, castiguen su cuerpo para salvar su alma, si tal salvación es posible, ya que (mi lengua titubea al decirlo) esta jovencita, esta niña, nativa de una tierra cristiana, peor que muchas paganas que rezan a Brahma y se arrodillan ante Krisna, ¡esta niña es una embustera!
Siguió una pausa de diez minutos, durante la cual yo, ya recuperada de mi nerviosismo, observé a todas las Brocklehurst de sexo femenino sacar sus pañuelos y aplicarlos a sus ojos, mientras la señora mayor se balanceaba y las dos jóvenes susurraban: «¡Qué vergüenza!».
El señor Brocklehurst continuó:
—Su benefactora me lo contó. Esa señora pía y caritativa que la adoptó siendo huérfana, como si fuera hija propia, y cuya bondad y generosidad pagó con tan tremenda ingratitud que su excelente patrocinadora se vio obligada a apartarla de sus verdaderos hijos, por si su perverso ejemplo contaminase su pureza, la ha enviado aquí para ser curada, como los antiguos judíos mandaban a los enfermos al lago Bezata; les ruego, profesoras y directora, que no permitan que las aguas se estanquen a su alrededor.
Con esta sublime conclusión, el señor Brocklehurst se abrochó el botón superior del abrigo, murmuró algunas palabras a sus familiares, que se levantaron e hicieron una reverencia a la señorita Temple, después de lo cual todas estas personas importantes salieron ceremoniosamente de la habitación. Volviéndose en la puerta, habló mi juez:
—Que se quede media hora en el taburete, y que no le dirija la palabra nadie durante el resto del día.
Allí estaba, en lo alto; yo, que había dicho que no podría aguantar la vergüenza de estar de pie en el centro de la habitación, estaba expuesta a la vista de todas sobre un pedestal infame. No existe lenguaje para describir mis sensaciones, que se atropellaron de golpe, quitándome el aliento y oprimiéndome la garganta. En ese momento pasó una muchacha y levantó los ojos para mirarme. ¡Qué luz tan extraña los iluminaba! ¡Qué sensación tan extraordinaria me embargó! ¡Cómo me animó esa nueva sensación! Era como si hubiera pasado un mártir, un héroe, ante un esclavo o víctima, llenándole de fuerza. Reprimí la histeria que sentí, alcé la cabeza y me afiancé en el taburete. Helen Burns hizo una pregunta trivial sobre su trabajo a la señorita Smith, que la riñó por su insignificancia, después de lo cual regresó Helen a su puesto, sonriéndome al pasar de nuevo. ¡Qué sonrisa! La recuerdo claramente, y sé que era la manifestación de un intelecto agudo y de verdadero valor, que iluminó sus facciones acusadas, su rostro delgado, sus ojos grises hundidos como el reflejo de un ángel. Sin embargo, en ese momento Helen Burns llevaba en el brazo el «distintivo de desordenada». Apenas una hora antes, había oído a la señorita Scatcherd condenarla a un almuerzo de pan y agua al día siguiente, por haber manchado de tinta un ejercicio al copiarlo. ¡Tal es la naturaleza imperfecta del hombre! Tales manchas existen en los planetas más perfectos, y ojos como los de la señorita Scatcherd solo ven las pequeñas imperfecciones y son incapaces de apreciar todo su brillo.