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Ratificó esta idea mía el hecho de que, una o dos veces, en las tardes cálidas y soleadas, bajaba con la señorita Temple, que la sacaba al jardín. Pero en esas ocasiones no se me permitió acercarme para hablar con ella; solo la veía desde la ventana del aula, y no muy claramente, por hallarse ella envuelta en mantas y sentada muy lejos, en el pórtico.
Una tarde a principios de junio, me quedé largo rato en el bosque con Mary Ann. Nos habíamos separado de las demás, como de costumbre, y nos habíamos alejado mucho, tanto, que nos perdimos, y tuvimos que preguntar el camino en una casita solitaria en la que vivían un hombre y una mujer que cuidaban de una manada de cerdos semisalvajes que se alimentaban de bellotas en el bosque. Cuando regresamos, la luna había salido y había un caballo que sabíamos era del médico en la puerta del jardín. Mary Ann comentó que suponía que alguien estaría muy enfermo si habían mandado llamar al señor Bates a esas horas de la tarde. Ella entró en la casa y yo me quedé unos minutos para plantar en mi parcela del jardín unas raíces que había arrancado del bosque, temerosa de que se marchitasen si las dejaba hasta la mañana siguiente. Una vez hecho esto, me rezagué aún un poco, porque las flores despedían un aroma muy dulce bajo el rocío y la tarde era muy apacible y cálida. El resplandor del oeste auguraba buen tiempo para el día siguiente y en el este la luna brillaba majestuosa. Observaba y disfrutaba de estas cosas con placer infantil, cuando se me ocurrió pensar por primera vez:
«¡Qué triste estar echada en una cama en peligro de muerte! Este mundo es tan bello que sería terrible tener que dejarlo para ir quién sabe adónde».
Después, mi mente hizo su primer intento serio de comprender lo que le habían inculcado sobre el cielo y el infierno, y, por primera vez, lo rechazó, perpleja. Por primera vez, mirando atrás, a cada lado y adelante, vio un abismo insondable en todas partes. Sintió que el único punto sólido era el presente; todo lo demás eran nubes sin forma y una profundidad vacía, y tembló ante la idea de tambalear y caerse en ese caos. Mientras pensaba en esta nueva idea, oí abrirse la puerta principal. Salió el señor Bates con una enfermera. Después de acompañarlo a montar en su caballo y partir, iba a cerrar la puerta, pero corrí hacia ella.
—¿Cómo está Helen Burns?
—Muy mal —fue su respuesta.
—¿Es a ella a quien ha visitado el señor Bates?
—Sí.
—¿Y qué dice de ella?
—Dice que estará poco tiempo entre nosotros.
Esta frase, si la hubiese oído el día anterior, me habría transmitido solo la noción de que se la iban a llevar a su casa en Northumberland. No habría sospechado que significaba que se estaba muriendo, pero ahora lo supe en el acto. Comprendí claramente que los días de Helen Burns en este mundo estaban contados, que se la iban a llevar al mundo de los espíritus, si es que existía tal lugar. Experimenté una gran sensación de horror, seguida de un fuerte sentimiento de pesar, y después el deseo, la necesidad, de verla, por lo que pregunté en qué cuarto estaba.
—Está en el cuarto de la señorita Temple —dijo la enfermera.
—¿Puedo ir a hablar con ella?
—No, pequeña, no es buena idea. Y ahora debes entrar. Cogerás la fiebre si te quedas fuera bajo el rocío.
La enfermera cerró la puerta principal, Yo entré por la puerta lateral que conducía al aula. Llegué justo a tiempo; la señorita Miller estaba llamando a las alumnas para acostarse.
Podían ser dos horas después, probablemente cerca de las once, cuando, no habiendo podido conciliar el sueño y juzgando, por el silencio total que reinaba en el dormitorio, que todas mis compañeras yacían en brazos de Morfeo, me levanté sigilosamente, me puse el vestido encima del camisón y me deslicé descalza fuera del dormitorio para ir en busca del cuarto de la señorita Temple. Estaba en el otro extremo de la casa, pero conocía el camino. La luz de la despejada luna estival, que se asomaba por las ventanas del corredor, me permitió encontrarlo sin dificultad. El olor de alcanfor y vinagre quemado me advirtió que me aproximaba a la enfermería, y pasé deprisa, temerosa por si la enfermera de noche me oía. La posibilidad de ser descubierta me horrorizaba, pues debía ver a Helen, debía abrazarla antes de que muriese, debía darle un último beso, intercambiar con ella una última palabra.
Habiendo bajado una escalera, atravesado una parte del edificio y conseguido abrir y cerrar sin hacer ruido dos puertas, me hallé ante otra escalera, que subí, y por fin me encontré frente al cuarto de la señorita Temple. Se veía luz a través del ojo de la cerradura y por debajo de la puerta. Un profundo silencio invadía las inmediaciones. Acercándome, descubrí que la puerta estaba entreabierta, quizás para que circulase algo de aire en el cuarto mal ventilado de la enferma. No queriendo perder tiempo y dominada por impulsos de impaciencia, con el alma y los sentidos angustiados, la abrí del todo y me asomé, buscando a Helen con los ojos, temerosa de hallarme ante la muerte.
Cerca de la cama de la señorita Temple, medio oculta por las cortinas de esta, se encontraba una camita. Vi la silueta de un cuerpo bajo las mantas, pero las cortinas ocultaban el rostro. La enfermera con la que había hablado en el jardín estaba dormida en un sillón. Una vela sin despabilar llameaba débilmente en la mesa. La señorita Temple no estaba a la vista. Después me enteré de que la habían llamado a atender a una paciente que deliraba en la enfermería. Me adelanté y me detuve junto a la cama. Tenía la mano en la cortina, pero preferí hablar antes de retirarla. Todavía me espantaba el horror de encontrarme con un cadáver.
—Helen —susurré—, ¿estás despierta?
Se movió, retiró la cortina ella misma y vi su cara, pálida y demacrada, pero serena. Parecía tan poco cambiada que mis temores se disiparon al instante.
—¿Eres realmente tú, Jane? —preguntó con su dulce voz de siempre.
«Vaya —pensé—, no va a morir; están equivocados. No podría hablar tan tranquilamente ni tendría este aspecto apacible si así fuera».
Me subí a la cama y le di un beso. Tenía la frente fría, y la cara delgada y fría, como sus manos y muñecas, pero sonreía como antes.
—¿Por qué has venido, Jane? Son más de las once; he oído el reloj hace unos minutos.
—He venido a verte, Helen. Me he enterado de que estás muy enferma, y no podía dormirme sin antes hablar contigo.
—Has venido a despedirte, entonces. Es probable que hayas venido justo a tiempo.
—¿Es que te marchas a algún sitio, Helen? ¿Te vas a casa?
—Sí, a mi casa eterna, mi casa final.
—No, no, Helen —me detuve, afligida. Mientras me esforzaba por reprimir mis lágrimas, a Helen le sobrevino un arrebato de tos. Sin embargo, no despertó a la enfermera. Cuando hubo pasado, quedó exhausta un rato, y después susurró:
—Jane, estás descalza. Túmbate y tápate con la colcha.
Así lo hice, me rodeó con el brazo y me acurruqué junto a ella. Tras un largo silencio, prosiguió, aún susurrando:
—Soy muy feliz, Jane, y cuando te enteres de que me he muerto, no debes afligirte, porque no hay motivos para ello. Todos hemos de morir algún día, y la enfermedad que se me lleva no es dolorosa, sino suave y lenta, y mi mente está descansada. No dejo a nadie que me vaya a llorar mucho. Solo tengo a mi padre, que se ha casado hace poco y no me echará de menos. Al morir joven, me evitaré muchos sufrimientos. No tenía las cualidades ni el talento adecuados para forjarme un buen puesto en el mundo. Habría estado constantemente metida en problemas.
—Pero ¿adónde vas, Helen? ¿Puedes verlo? ¿Puedes saberlo?
—Creo y tengo fe; me voy con Dios.
—¿Dónde está Dios? ¿Quién es Dios?
—Es mi Creador y el tuyo, y nunca destruirá lo que ha creado. Tengo una fe ciega en su poder, y confío plenamente en su bondad. Cuento las horas hasta que llegue el fatídico ser que me ha de devolver a Él y revelármelo.
—Entonces, Helen, ¿estás segura de que existe el cielo y de que van allí las almas cuando se mueren?
—Estoy segura de que existe un estado futuro. Creo que Dios es bueno. Puedo entregarle mi alma inmortal sin recelos. Dios es mi padre, es mi amigo; lo quiero y creo que Él me quiere a mí.
—¿Y yo volveré a verte, Helen, cuando muera?
—Vendrás a la misma región de felicidad y serás recibida por el mismo Padre poderoso y universal, sin ninguna duda, querida Jane.
Pregunté de nuevo, pero esta vez solo con el pensamiento. «¿Dónde está esa región? ¿Existe realmente?». Y me abracé más estrechamente contra Helen, que me era más querida que nunca. Sintiéndome incapaz de soltarla, yacía con la cara oculta en su cuello. Poco después, dijo con tono dulcísimo:
—¡Qué cómoda estoy! Ese último arrebato de tos me ha cansado un poco y siento que puedo dormirme ahora. Pero no me dejes, Jane; me gusta tenerte cerca.
—Me quedaré contigo, queridísima Helen, nadie me alejará de aquí.
—¿Estás calentita, querida?
—Sí.
—Buenas noches, Jane.
—Buenas noches, Helen.
Me dio un beso y se lo devolví, y pronto nos dormimos las dos.
Cuando abrí los ojos, era de día. Me había despertado un movimiento inusitado. Levanté la vista y noté que me sujetaban unos brazos. Me sostenía la enfermera, que me llevaba por los corredores de vuelta al dormitorio. No me reprocharon por abandonar mi cama, ya que tenían otra cosa en que pensar. En ese momento quedaron sin respuesta mis múltiples preguntas, pero un día o dos más tarde, descubrí que la señorita Temple, al volver a su cuarto al amanecer, me había encontrado en la cama, con la cara contra el hombro de Helen Burns y mis brazos alrededor de su cuello. Yo estaba dormida y Helen… muerta.
Su tumba se encuentra en el cementerio de Brocklehurst. Durante los quince años siguientes a su muerte, solo un túmulo de hierba la cubría. Ahora marca el lugar una lápida de mármol gris, inscrito con su nombre y la palabra Resurgam.
Capítulo X
Hasta aquí he contado con detalle los sucesos que conformaron mi insignificante existencia. He dedicado a los diez primeros años de mi vida casi el mismo número de capítulos. Pero esto no va a ser una autobiografía al uso; solo pienso evocar aquellos recuerdos que sé tendrán cierto interés. Por lo tanto, pasaré casi por alto un espacio de ocho años. Solo harán falta unas líneas para mantener la conexión de la narración.
Cuando la fiebre tifoidea hubo cumplido su misión de devastación en Lowood, fue desapareciendo poco a poco, pero no sin antes llamar la atención del público hacia la escuela, por su virulencia y el número de víctimas. Se investigó el origen de la epidemia, y gradualmente salieron a la luz hechos que provocaron una gran indignación en la opinión pública. La naturaleza malsana del lugar, la cantidad y la calidad de la comida, el agua fétida con la que se preparaba, la ropa y el alojamiento deficientes: todas estas cosas se conocieron, y su conocimiento produjo un resultado mortificante para el señor Brocklehurst pero prometedor para la institución.
Varios personajes ricos y caritativos del condado donaron dinero para la construcción de un edificio mejor acondicionado en un lugar más adecuado, se establecieron nuevas normas, se introdujeron mejoras en la dieta y el vestuario, y los fondos fueron confiados a un comité para su gestión. Al señor Brocklehurst, dada su riqueza y la importancia de su familia, no se le pudo dar de lado, y le fue reservado el puesto de tesorero, pero unos caballeros más amplios de miras y comprensivos fueron nombrados para ayudarlo a desempeñar sus funciones. También compartió el cargo de inspector con personas capaces de combinar lo razonable con lo riguroso, la comodidad con la economía y la compasión con la rectitud. Con estas mejoras, la escuela se convirtió, con el tiempo, en una institución útil y noble. Yo continué entre sus muros, después de la reforma, ocho años, seis de alumna y dos de profesora, y, tanto en un caso como en el otro, doy fe de su valor e importancia.
Durante esos ocho años, mi vida fue uniforme, pero no desdichada, porque me mantuve activa. Tuve a mi alcance el medio de lograr una esmerada educación. Me impulsaron la afición por algunas de las asignaturas y el afán de medrar en todas ellas, junto con el gran placer que sentía al complacer a mis profesoras, sobre todo a las que quería. Me aproveché al máximo de las ventajas que se me brindaron. Con el tiempo, me convertí en la primera de la primera clase, y después en profesora, cargo que desempeñé con gusto durante dos años, hasta que cambió mi situación.
La señorita Temple, pese a todos los cambios, siguió siendo la directora de la escuela. Yo debía a sus enseñanzas la mayor parte de mis conocimientos, y su amistad y su compañía fueron un constante consuelo para mí. Me hizo las veces de madre, maestra y, en la última época, compañera. En este periodo, se casó y se trasladó con su marido, un clérigo, muy buena persona y casi digno de tal esposa, a un condado lejano, como consecuencia de lo cual la perdí.
Desde el día de su partida, yo no fui la misma. Con ella se marcharon mi sensación de estabilidad y las asociaciones que habían hecho de Lowood casi un hogar para mí. Me había imbuido parte de su manera de ser y muchos hábitos suyos. Mis pensamientos se habían hecho más armoniosos, y mi mente se había poblado de sentimientos más controlados. Me había sometido al deber y al orden, estaba tranquila, creía estar contenta. A los ojos de los demás, y generalmente incluso a los míos propios, parecía una persona disciplinada y sumisa.
Pero se interpuso entre la señorita Temple y yo el destino, en forma del reverendo señor Nasmyth. La vi montar en un coche de posta con su ropa de viaje poco tiempo después de su boda, y vi cómo el coche subía la colina y desaparecía al otro lado. Después, me retiré a mi cuarto, donde pasé a solas la mayoría del medio día de fiesta que nos habían concedido en honor a la ocasión.
Estuve casi todo el tiempo paseando por la habitación. Creía que solo lamentaba mi pérdida y pensaba en repararla, pero cuando acabé de reflexionar, me di cuenta de que había acabado la tarde y, avanzada la noche, hice otro descubrimiento: se había obrado en mí un proceso de transformación. Había desechado mi mente todo lo que esta se había apropiado de la señorita Temple, o mejor dicho, ella se había llevado consigo el espíritu sereno con el que me había rodeado, y, al marcharse, me había dejado en mi elemento natural, y sentí removerse viejas emociones. No tenía la sensación de haber perdido un apoyo, sino una motivación; no me faltaban fuerzas para estar sosegada, sino los motivos para el sosiego. Lowood había sido mi mundo durante algunos años, sus normas y sistemas eran mi única experiencia. Me acordé de que el mundo real era grande y que, a los que tenían el valor de lanzarse a él para buscar la verdadera vida, ofrecía una amplia gama de esperanzas y temores, de sensaciones y emociones entre sus peligros.
Me acerqué a la ventana, la abrí y me asomé. Allí estaban las dos alas del edificio, el jardín, los alrededores y el horizonte montañoso. Mis ojos pasaron por alto todos los objetos salvo las lejanas cimas azules. Quise traspasarlas, pues me pareció una cárcel todo lo que encerraban sus límites de roca y brezo. Seguí con la vista la blanca carretera que serpenteaba al pie de una montaña y desaparecía en un desfiladero. ¡Cómo me hubiera gustado seguirla más allá! Recordé que había viajado por esa misma carretera en un coche, recordé haber bajado por aquella colina en el crepúsculo. Pareció haber transcurrido una eternidad desde el día de mi llegada a Lowood, y jamás había salido desde entonces. Había pasado todas las vacaciones en la escuela porque la señora Reed nunca me llamó a Gateshead. Ni ella ni ningún miembro de su familia me había visitado jamás. No había tenido ningún contacto, ni por carta ni de palabra, con el mundo exterior. Todo lo que conocía de la vida eran las normas de la escuela, las obligaciones y hábitos de la escuela, las ideas, voces, caras, frases, costumbres, preferencias y antipatías de la escuela. Pensé que no era suficiente. En una tarde me cansé de la rutina de ocho años. Anhelaba la libertad, ansiaba la libertad, recé por conseguirla, pero parecía alejarse, llevada por el suave viento. Desistí e hice un ruego más modesto, por un cambio, un estímulo; pero también se disipó. «Por lo menos —grité desesperada—, ¡concédeme una nueva servidumbre!».
En ese punto, una campanada me llamó a cenar.
No pude reanudar el hilo de reflexiones hasta la hora de acostarme, y entonces una profesora que compartía conmigo la habitación me impidió volver al tema que me atraía tanto con su profuso charloteo. ¡Cómo deseaba que el sueño la hiciera callar! Pensé que si podía volver a las ideas que me habían llenado la mente al mirar por la ventana, se me ocurriría una solución para aliviarme.
Por fin roncaba la señorita Gryce, una galesa gruesa, cuyos problemas respiratorios siempre me habían parecido un fastidio. Pero esa noche oí con satisfacción las graves notas, que significaban que me libraba de interrupciones; renacieron inmediatamente mis pensamientos medio borrados.
«¡Una nueva servidumbre! Tiene posibilidades —me dije para mí, pues no hablé en voz alta—. Sé que las tiene, porque no parece demasiado atractivo. No se parece a palabras como Libertad, Emoción o Goce, que son palabras verdaderamente encantadoras, pero solo son sonidos para mí, tan huecos y fugaces que escucharlas es perder el tiempo. ¡Pero Servidumbre! Debe de ser viable. Cualquiera puede servir; yo he servido aquí durante ocho años, ahora solo quiero servir en otro lugar. ¿Conseguiré mi propósito? ¿Es factible? Sí, mi objetivo no es tan difícil, si tuviera un cerebro lo bastante activo para encontrar el medio de lograrlo».
Me incorporé en la cama con el fin de que se despejara mi cerebro. Hacía frío esa noche y me cubrí los hombros con un chal antes de ponerme a pensar de nuevo con todas mis fuerzas.
«¿Qué es lo que pretendo? Un nuevo puesto en una nueva casa, entre caras nuevas, y bajo circunstancias nuevas. Esto es lo que quiero, porque es inútil querer algo mejor. ¿Cómo hacen los demás para conseguir un puesto nuevo? Acuden a sus amigos, supongo; yo no los tengo. Hay muchos otros que no tienen amigos, que deben buscar sin ayuda y velar por sí mismos, ¿cómo se las arreglarán?».
No pude saberlo, no encontré respuestas, así que di orden a mi cerebro de que buscara una solución rápidamente. Se puso a funcionar cada vez más intensamente. Noté cómo latía el pulso de mis sienes, se esforzó caóticamente mi cerebro durante una hora, pero sin hallar resultados. Febril a causa de mis vanos intentos, me levanté y di vueltas por el cuarto, corrí la cortina, miré las estrellas, tirité de frío y me deslicé de nuevo en la cama.
Un hada buena debió de depositar la solución sobre la almohada en mi ausencia porque, al tumbarme, acudió del modo más natural a mi mente: «Los que buscan empleo se anuncian; debes poner un anuncio en el Herald del condado de…».
«¿Cómo? Si yo no sé nada de anuncios».
Las respuestas acudían ahora rápida y fluidamente:
«Debes enviar el anuncio y el dinero para pagarlo en una carta dirigida al editor del Herald; debes echarla al correo en Lowton a la primera oportunidad. Las respuestas deben ir dirigidas a J. E. en la estafeta de correos. Puedes ir a preguntar si ha llegado alguna una semana después de mandar tu carta, y si es así, actuar en consecuencia».
Repasé dos o tres veces mi plan y lo asimilé mentalmente hasta plasmar claramente su forma. Sintiéndome satisfecha, me dormí.
Al despuntar el alba, me levanté. Tenía el anuncio escrito y metido en un sobre con la dirección puesta antes de que sonara la campana para levantarse. Ponía:
«Una joven con experiencia en la enseñanza (¿acaso no llevaba dos años de profesora?) desea encontrar un puesto con una familia con hijos menores de catorce años (pensé que, al tener yo apenas dieciocho, era mejor no encargarme de la instrucción de alumnos más cerca de mi propia edad). Está cualificada para enseñar las disciplinas normales de la educación inglesa, además de francés, dibujo y música (en aquel entonces, lector, esta ahora corta lista de talentos hubiera sido bastante completa). Dirigirse a J. E., Estafeta de Correos, Lowton, Condado de…».
Permaneció encerrado todo el día en mi cajón este documento. Después de la merienda, pedí permiso a la nueva directora para ir a Lowton, con la excusa de realizar algunos pequeños recados para mí y una o dos compañeras. Me lo concedió y me marché. Eran unas dos millas de paseo y llovía, pero las tardes aún eran largas. Visité una o dos tiendas, deslicé la carta en el buzón y regresé bajo una fuerte lluvia con la ropa empapada, pero con el corazón ligero.
La semana siguiente se me hizo larga, pero por fin acabó, como todas las cosas bajo el sol, y me encontré una vez más camino de Lowton al final de un día agradable de otoño. Por cierto, era un camino pintoresco, que pasaba junto al arroyo y por los bonitos recovecos de la cañada. Pero ese día pensaba más en las cartas que pudieran estar esperando en el pueblo al que me dirigía que en los encantos de los prados y las aguas.
Mi supuesto propósito en esta ocasión era hacerme medir los pies para encargar un par de zapatos, por lo que primero atendí ese asunto y, una vez realizado, crucé la calle apacible y limpia desde la zapatería a la oficina de correos. Cuidaba de esta una anciana con anteojos en la nariz y mitones negros en las manos.
—¿Hay cartas para J. E.? —pregunté.
Me miró fijamente por encima de sus anteojos, después abrió un cajón entre cuyo contenido hurgó largo rato, tanto, que empezaron a disiparse mis esperanzas. Por fin, habiendo sostenido ante sus ojos un documento durante casi cinco minutos, me lo pasó por encima del mostrador, acompañando su acción de otra mirada curiosa y desconfiada: era para J. E.
—¿Solo hay una? —pregunté.
—No hay más —dijo. La guardé en el bolsillo y me encaminé a casa. No podía abrirla, puesto que eran ya las siete y media y el reglamento exigía que estuviera de vuelta a las ocho.
Me esperaban varias tareas a mi regreso: vigilé a las chicas durante la hora de estudio; luego me tocó leer las oraciones y acompañarlas a la cama, y después cené con las demás profesoras. Incluso cuando por fin nos retiramos a dormir, la ineludible señorita Gryce era aún mi compañera. Nos quedaba un corto cabo de vela en la palmatoria y temía que siguiera hablando hasta agotarlo. Afortunadamente, la cena pesada que había comido tuvo un efecto soporífero sobre ella, y antes de terminar de desvestirme, ya roncaba. Quedaba una pulgada de vela; saqué la carta y rompí el sello, que llevaba la inicial F; el contenido era breve.
«Si J. E., que se anunció en el Herald del condado de… del jueves pasado, posee los conocimientos que menciona y puede proporcionar referencias satisfactorias en cuanto a su carácter y eficiencia, se le puede ofrecer un puesto para instruir a una sola alumna de menos de diez años de edad, con un sueldo de treinta libras al año. Se ruega a J. E. que envíe las referencias, el nombre, dirección y todos sus datos a: Señora Fairfax, Thornfield, cerca de Millcote, Condado de…».
Estuve mucho tiempo examinando el documento; la letra era anticuada y un poco vacilante, como la de una anciana. Esta circunstancia era satisfactoria, ya que me había preocupado el secreto temor de que, al actuar por mi cuenta y sin consejos, me arriesgaba a hallarme en un apuro, y, por encima de todo, deseaba que el resultado de mis esfuerzos fuese respetable, correcto y en règle. Pensé que una señora mayor no era mal ingrediente del asunto que tenía entre manos. ¡La señora Fairfax! La veía vestida con un traje negro y un velo de viuda, quizás distante, pero amable, un modelo de respetabilidad inglesa. ¡Thornfield! Indudablemente era el nombre de su casa, un lugar primoroso y ordenado, estaba segura, aunque fracasaron mis esfuerzos por imaginar un plano de la propiedad. Millcote, Condado de…: repasé mis conocimientos del mapa de Inglaterra, y los vi, tanto el condado como el pueblo. El condado de… estaba a setenta millas más cerca de Londres que el lejano condado donde residía, lo que me parecía una recomendación. Ansiaba estar en un lugar lleno de vida y movimiento. Millcote era un pueblo industrial grande a orillas del río A…, seguramente un sitio de bastante actividad. Tanto mejor: por lo menos sería un cambio total, aunque no me atraía mucho la idea de las altas chimeneas con sus nubes de humo. «Pero —me dije— seguramente Thornfield estará alejado del pueblo».