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Sentada en un taburete bajo, a unos metros de su sillón, observaba su figura y examinaba sus facciones. Sujetaba en la mano el librito que relataba la muerte fulminante de la mentirosa, que me había sido entregado como advertencia intencionada. Lo que acababa de suceder, lo que había dicho sobre mí la señora Reed al señor Brocklehurst y el tono de su conversación reciente me herían. Cada palabra que había oído pronunciar me había dolido vivamente, y una oleada de resentimiento me invadió.
La señora Reed levantó la vista de su labor y sus ojos se fijaron en los míos, y, al mismo tiempo, sus dedos interrumpieron sus ligeros movimientos.
—Sal de la habitación y vuelve al cuarto de los niños —me ordenó. Debió de encontrar insolente mi mirada, porque habló con una ira exacerbada que intentaba contener. Me levanté, me dirigí a la puerta; volví, crucé la habitación hasta la ventana y luego me acerqué a ella.
Sentía la necesidad de hablar: me habían agraviado, y tenía que desquitarme, pero ¿cómo? ¿Qué fuerza tenía yo para vengarme de mi adversaria? Hice acopio de energía y me lancé con estas palabras:
—No soy mentirosa. Si así fuera, diría que la quiero a usted. Pero le aseguro que no la quiero: me desagrada usted más que nadie en el mundo a excepción de John Reed. En cuanto a este libro sobre la mentirosa, puede usted dárselo a su hija Georgiana, puesto que ella es la que dice mentiras y no yo.
Las manos de la señora Reed yacían quietas sobre su labor, sus ojos gélidos seguían fijos en los míos.
—¿Qué más tienes que decir? —preguntó, con un tono más apropiado para hablar con un adversario adulto que con una niña.
Su mirada y su voz despertaron en mí una gran antipatía. Con todo el cuerpo temblando, dominado por un nerviosismo incontrolable, proseguí:
—Me alegro de que no sea pariente mía. En toda mi vida volveré a llamarle tía. Nunca vendré a visitarla cuando sea mayor, y si me preguntan si la quería o cómo me trataba usted, diré que solo pensar en usted me pone enferma y que me ha tratado con una crueldad despiadada.
—¿Cómo te atreves a hablar así, Jane Eyre?
—¿Que cómo me atrevo? ¿Cómo me atrevo, señora Reed? Porque es la verdad. Usted cree que no tengo sentimientos y que puedo vivir sin amor y bondad, pero no es así y no tiene usted compasión. Recordaré cómo me volvió a encerrar cruel y violentamente en el cuarto rojo, aunque desfallecía, me moría de pena, y gritaba: «¡Piedad, piedad, tía Reed!». Y me impuso ese castigo porque su hijo malvado me golpeó sin ningún motivo. A cualquiera que me lo pregunte, le contaré esto mismo. La gente cree que usted es una buena mujer, pero es mala y dura de corazón. ¡Usted sí que es falsa!
Antes de acabar este discurso, mi alma empezó a ensancharse con la mayor sensación de libertad y triunfo que jamás había experimentado. Era como si se hubiera roto un lazo invisible, dejándome inesperadamente libre. Con razón me sentía así: la señora Reed parecía asustada, su labor se cayó de su regazo, levantó las manos, empezó a mecerse y torció la cara como si fuera a llorar.
—Jane, estás equivocada, ¿qué te ocurre? ¿Por qué tiemblas de esta manera? ¿Quieres beber un poco de agua?
—No, señora Reed.
—¿Quieres alguna otra cosa? Te aseguro que quiero ser tu amiga.
—No es verdad. Le ha dicho usted al señor Brocklehurst que tenía mal carácter, que era mentirosa. Yo me encargaré de que en Lowood todos sepan lo que es usted y lo que ha hecho.
—Jane, no entiendes estas cosas. A los niños hay que corregirles los defectos.
—La mentira no es uno de mis defectos —chillé con voz salvaje.
—Pero eres apasionada, Jane, tienes que reconocerlo. Ahora vuelve al cuarto de los niños, querida, y échate un rato.
—Yo no soy su «querida», y no puedo echarme. Envíeme pronto a la escuela, señora Reed, porque aborrezco vivir aquí.
«Sí que la enviaré pronto a la escuela», murmuró la señora Reed para sí, y, recogiendo su labor, salió bruscamente de la habitación.
Me quedé sola, vencedora de la batalla. Había sido la batalla más dura que había librado, y mi primera victoria. Estuve parada un rato sobre la alfombra, donde antes había estado el señor Brocklehurst, y disfruté de la soledad del conquistador. Al principio, sonreía y me sentía exaltada, pero este intenso placer se fue calmando al mismo tiempo que los latidos de mi corazón. Un niño no puede discutir con sus mayores, como yo lo había hecho, no puede dar rienda suelta a su ira, como yo lo había hecho, sin experimentar después una punzada de remordimiento y arrepentimiento. Mi mente era un fuego ardiente con llamas devoradoras y vivas cuando acusé y amenacé a la señora Reed; el mismo fuego, negro y apagado tras agotarse las llamas, hubiera servido para representar mi ánimo después, cuando media hora de reflexiones me mostró la locura de mi comportamiento y lo desolador de mi posición odiosa y odiada.
Era la primera vez que probaba la venganza. Me pareció un vino aromático, cálido y chispeante en el paladar; pero dejó un regusto metálico y corrosivo que me daba la impresión de haber sido envenenada. De buena gana habría ido a pedirle perdón a la señora Reed, pero sabía, en parte por experiencia y en parte por instinto, que esta era la manera de conseguir que me rechazara con doble desprecio, lo cual hubiera estimulado de nuevo los impulsos tumultuosos de mi carácter.
Más me valdría ejercitar otra habilidad que no fuera la de pronunciar palabras airadas; más me valdría cultivar sentimientos menos violentos que la negra indignación. Cogí un libro, uno de cuentos árabes, y me senté a leer. Era incapaz de entender el tema: entre yo y las páginas que solían maravillarme se interpusieron mis pensamientos. Abrí la puerta de cristal de la sala que daba al jardín, donde todo estaba tranquilo, dominado por la escarcha, sin que el sol o el viento lo aliviasen. Me cubrí la cabeza y los brazos con la falda de mi vestido y salí a pasear por una zona apartada. No hallé placer ni en los árboles silenciosos, las piñas caídas, ni los restos del otoño: la hojarasca rojiza, barrida por el viento hasta formar heladas pilas. Me apoyé en una valla y contemplé un campo vacío, cuya hierba estaba quemada y descolorida, donde no había ninguna oveja pastando. Era un día gris de cielo encapotado, que amenazaba nieve; de hecho, caían a intervalos algunos copos, que se depositaban en el duro sendero y en el prado helado, y no se derretían. Sintiéndome desgraciadísima, me pregunté una y otra vez en un susurro: «¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?».
Enseguida oí la llamada de una voz clara:
—Señorita Jane, ¿dónde está? Venga a comer.
Sabía que era Bessie, pero no me moví. Al rato oí sus pasos ligeros por el sendero.
—¡Criatura traviesa! —dijo— ¿por qué no acude cuando se la llama?
En comparación con los pensamientos que me habían ocupado la mente, me alegró la presencia de Bessie, aunque, como siempre, estaba algo enfadada. El caso es que, después de mi lucha con la señora Reed y mi victoria sobre ella, no estaba dispuesta a preocuparme por el enojo pasajero de la niñera, pero sí quería disfrutar de su alegría lozana. La rodeé con los dos brazos, diciendo:
—Venga, Bessie, ¡no me riñas!
Este gesto era más natural y abierto de lo que yo solía permitirme, y, de alguna manera, pareció agradarla.
—Es usted una niña extraña, señorita Jane —dijo, mirándome— una criatura solitaria y errante. Se irá a la escuela, supongo.
Asentí con la cabeza.
—¿No le dará pena dejar a la pobre Bessie?
—Poco le importo yo a Bessie. Siempre me estás riñendo.
—Porque es usted una criatura tan rara, tímida y asustadiza. ¡Debería ser más resuelta!
—¿Para qué? ¿Para que me peguen más?
—¡Tonterías! Pero sí es verdad que tiene las cosas difíciles. Decía mi madre cuando vino a verme la semana pasada que no le gustaría ver a un hijo suyo en la posición de usted. Ahora, vayamos adentro. Tengo buenas noticias para usted.
—No me lo puedo creer, Bessie.
—¡Pero, niña! ¿Qué quiere decir? ¡Con qué ojos más tristes me mira! Bueno, la señora y los señoritos van a salir a merendar esta tarde, y usted merendará conmigo. Le pediré a la cocinera que le haga un pastelillo, y luego me ayudará usted a repasar sus cajones, pues pronto tendré que hacer sus maletas. La señora tiene intención de que se marche en un día o dos, y tiene que elegir los juguetes que quiere llevarse.
—Bessie, tienes que prometerme que no me reñirás más hasta mi partida.
—De acuerdo, pero ha de ser buena, y no tenerme miedo. No se asuste si levanto un poco la voz: eso me irrita muchísimo.
—Creo que nunca volveré a tenerte miedo, Bessie, porque me he acostumbrado a ti, y pronto tendré otro grupo de personas a quienes temer.
—Si los teme, la despreciarán.
—¿Como tú, Bessie?
—Yo no la desprecio, señorita. Creo que la quiero más que a los demás.
—No se nota.
—¡Qué mordaz! Habla usted de una manera diferente. ¿Qué la ha hecho tan atrevida y osada?
—Pues que pronto me habré marchado, y, además… —iba a contarle algo de lo que había pasado entre la señora Reed y yo, pero lo pensé mejor y decidí no mencionarlo.
—¿Así que se alegra de dejarme?
—En absoluto, Bessie. En este momento, lo siento bastante.
—«¡En este momento!». ¡Con qué frialdad lo dice la señorita! Supongo que si le pidiera un beso, me lo negaría, diciendo que preferiría no hacerlo.
—Estaré encantada de darte un beso. Agacha la cabeza —Bessie se agachó, nos dimos un abrazo, y la seguí, bastante consolada, hasta la casa. La tarde transcurrió tranquila y armoniosamente, y por la noche Bessie me contó algunos de sus cuentos más cautivadores, y me cantó algunas de sus canciones más dulces. Incluso para mí, la vida contenía momentos de felicidad.
Capítulo V
Apenas habían dado las cinco de la mañana del diecinueve de enero cuando entró Bessie en mi cuarto con una vela, encontrándome ya levantada y casi vestida. Me había levantado media hora antes de su llegada y me había lavado la cara y vestido a la luz de la media luna, cuyos rayos se filtraban a través de la estrecha ventana que estaba junto a mi cama. Iba a salir de Gateshead aquel día en una diligencia que pasaba ante la portería a las seis. Bessie era la única persona que se había levantado; había encendido el fuego del cuarto de los niños, donde se dispuso a prepararme el desayuno. Hay pocos niños capaces de comer cuando están nerviosos por la idea de un viaje, y yo tampoco pude. Habiendo insistido en vano para que tomase unas cucharadas de la leche hervida con pan que me había preparado, Bessie envolvió en papel unas galletas, que puso en mi bolsa, me ayudó a ponerme la pelliza y el sombrero, se cubrió con un chal y salimos ambas del cuarto. Cuando pasamos delante de la habitación de la señora Reed, me preguntó:
—¿Quiere entrar a despedirse de la señora?
—No, Bessie. Ella vino a mi cuarto anoche cuando habías bajado a cenar, y me dijo que no hacía falta despertarla a ella ni a mis primos por la mañana, y que recordara que siempre había sido mi mejor amiga, y que por esto siempre hablara bien de ella y le estuviera agradecida.
—¿Qué dijo usted, señorita?
—Nada. Me tapé la cara con las mantas y me volví hacia la pared.
—Eso no estuvo bien, señorita Jane.
—Estuvo perfectamente, Bessie. Tu señora no ha sido mi amiga, sino mi enemiga.
—Oh, señorita Jane, ¡no diga eso!
—¡Adiós, Gateshead! —grité, al pasar por el vestíbulo y salir por la puerta principal.
La luna se había ocultado y estaba muy oscuro. Bessie llevaba una linterna, cuya luz iluminaba los escalones mojados y la gravilla empapada por el reciente deshielo. Hacía un frío tan intenso esa mañana invernal que me castañeteaban los dientes al apresurarme por el camino. Había luz en la casita del portero. Cuando llegamos allí, encontramos a la portera encendiendo fuego. Mi baúl, llevado allí la noche anterior, estaba atado con una cuerda junto a la entrada. Faltaban pocos minutos para las seis, y poco después de dar esa hora, el retumbar lejano de ruedas anunció la llegada de la diligencia. Me acerqué a la puerta y vi aproximarse rápidamente sus faroles en la oscuridad.
—¿Se va ella sola? —preguntó la portera.
—Sí.
—Y ¿a qué distancia está?
—Cincuenta millas.
—¡Qué lejos! Me sorprende que la señora Reed la deje ir tan lejos sola.
Se detuvo la diligencia con sus cuatro caballos, repleta de pasajeros. El mozo y el cochero me metieron prisa a voces, subieron mi baúl y a mí me arrancaron de los brazos de Bessie, a quien me había aferrado besándola.
—Cuídenmela bien —gritó al mozo, quien me levantó y metió dentro.
—Sí, sí —fue la respuesta. La puerta se cerró de golpe, una voz exclamó «¡Vámonos!» y emprendimos el camino. De esta manera me separaron de Bessie y de Gateshead, de esta manera me transportaron a regiones desconocidas y, según mi parecer de entonces, remotas y misteriosas.
Recuerdo muy poco del viaje, solo sé que el día se me hizo increíblemente largo, y me pareció que recorríamos cientos de millas. Pasamos por varios pueblos, y el coche se detuvo en uno muy grande; se llevaron los caballos, y los pasajeros nos apeamos para comer. Me llevaron a una posada, donde el mozo quiso que comiese algo. Como no tenía apetito, me depositó en una sala enorme con una chimenea en cada extremo, una araña de luces colgando del techo y una balconada roja en lo alto de la pared, llena de instrumentos musicales. Estuve deambulando un rato, sintiéndome muy rara, y con un miedo desmedido de que entrase alguien para secuestrarme, pues creía en la existencia de secuestradores por haber oído relatar muchas veces sus hazañas en los cuentos de Bessie junto al fuego. Por fin, regresó el mozo y me volvió a embarcar en la diligencia. Luego, mi protector subió a su propio asiento, tocó su cuerno hueco y nos alejamos por las «calles empedradas» de L…
Por la tarde llovió y hubo algo de neblina. Con la llegada del crepúsculo, empecé a tener la sensación de estar lejísimos de Gateshead. Ya no atravesábamos pueblos, y el paisaje era diferente: se erguían grandes colinas grises en el horizonte. Al caer la noche, bajamos por un valle ensombrecido por los bosques que lo rodeaban, y mucho después de que la noche hubiera oscurecido del todo el paisaje, oí crujir los árboles, sacudidos por un viento fuerte.
Arrullada por este sonido, me quedé dormida por fin. No llevaba mucho tiempo durmiendo cuando me despertó el cese del movimiento. La puerta se abrió y vi, a la luz de los faroles, el rostro y la ropa de una persona con aspecto de criada.
—¿Hay aquí una niña llamada Jane Eyre? —preguntó. Contesté que sí; me sacaron, bajaron mi baúl, y la diligencia se alejó en el acto.
Estaba entumecida de estar sentada tanto tiempo, y aturdida por los ruidos y movimientos del coche. Reponiéndome, miré alrededor. El aire estaba cargado de lluvia, viento y oscuridad; sin embargo, divisé ante mí un muro con una puerta abierta, por la que pasé con mi nueva guía, quien la cerró con llave a nuestras espaldas. Ahora se vislumbraba una casa o casas, porque el edificio tenía una gran extensión, con muchas ventanas, algunas de las cuales tenían luz. Anduvimos por un ancho sendero lleno de charcos y cubierto de piedrecillas, y entramos en la casa por una puerta. La criada me llevó por un pasillo hasta un aposento con chimenea, donde me dejó sola.
Después de calentarme los dedos agarrotados en las llamas, miré a mi alrededor. No había ninguna vela, pero la luz tenue de la chimenea alumbraba, a intervalos, paredes empapeladas, alfombras, cortinas y lustrosos muebles de caoba. Era un salón, no tan lujoso como el de Gateshead, pero bastante cómodo. Estaba tratando de averiguar lo que significaba un cuadro que había en la pared, cuando se abrió la puerta y entró una persona con una luz en la mano, seguida de cerca por otra.
La primera era una señora alta de cabello y ojos oscuros, de rostro pálido y frente amplia. Estaba parcialmente envuelta en un chal, y tenía una expresión seria y un porte erguido.
—Esta es una niña muy pequeña para viajar sola —dijo, dejando en la mesa la vela. Me miró detenidamente un minuto o dos, y luego prosiguió—: Convendría acostarla pronto, pues parece cansada. ¿Estás cansada? —me preguntó, poniéndome la mano en el hombro.
—Un poco, señora.
—Tendrás hambre también, sin duda. Que cene alguna cosa antes de acostarse, señorita Miller. ¿Es la primera vez que te separas de tus padres para ir a la escuela, pequeña?
Le expliqué que no tenía padres. Preguntó cuánto tiempo hacía que habían muerto, cuántos años tenía yo, cómo me llamaba, si sabía leer y escribir y si sabía coser. Después me tocó suavemente la mejilla con el índice y, diciendo que esperaba que fuera buena, se despidió de mí y de la señorita Miller.
La señora que dejamos en el salón debía de tener unos veintinueve años y la que me acompañó parecía algo más joven. La primera me impresionó por su voz, su aspecto y su porte. La señorita Miller era más vulgar, de tez rubicunda y expresión preocupada, apresurada de movimientos, como alguien que siempre tuviera infinidad de cosas que hacer. Tenía aspecto, de hecho, de lo que después averigüé que era en realidad: una profesora subalterna. Me condujo por una habitación tras otra y un corredor tras otro de un edificio grande y destartalado, hasta que, saliendo del silencio total y algo deprimente de la parte de la casa que habíamos atravesado, nos acercamos al murmullo de muchas voces y entramos en un aposento largo y ancho con dos grandes mesas de pino en cada extremo, y dos velas ardiendo en cada mesa. Sentadas en bancos alrededor, había chicas de todas las edades, desde los nueve o diez años hasta los veinte. A la luz tenue de las velas, me pareció que había un número infinito, aunque realmente no eran más de ochenta. Iban vestidas con uniforme de tela marrón de corte un poco anticuado y largos delantales de hilo. Era la hora del estudio, por lo que estaban ocupadas en aprender de memoria la tarea del día siguiente, y el murmullo que había oído era la repetición susurrada de la lección.
La señorita Miller me indicó que me sentara en un banco junto a la puerta, y acercándose al fondo del largo aposento, gritó:
—Supervisoras, recoged los libros y guardadlos.
Se levantaron cuatro muchachas altas de diferentes mesas y fueron recogiendo los libros, que se llevaron. La señorita Miller volvió a ordenar:
—Supervisoras, traed las bandejas de la cena.
Salieron las chicas altas y regresaron al rato, cada una llevando una bandeja con raciones de alguna cosa que no pude identificar y una jarra de agua con un vaso en el centro de cada bandeja. Repartieron las raciones, y las que querían beber lo hacían en uno de los vasos, comunes para todas. Cuando me tocó el turno a mí, bebí, pues tenía sed, pero no probé la comida, porque me sentía incapaz de comer por el nerviosismo y el cansancio. Sin embargo, pude ver que la comida era una fina torta de avena partida en trozos.
Una vez finalizada la comida, la señorita Miller leyó las oraciones y las muchachas se marcharon de dos en dos al piso de arriba. Ya vencida por el agotamiento, apenas me di cuenta de cómo era el dormitorio. Solo me percaté de que era muy largo, como el aula. Esa noche iba a dormir con la señorita Miller, quien me ayudó a desvestirme. Una vez acostada, miré la larga fila de camas, que fueron ocupadas enseguida, cada una por dos chicas. A los diez minutos, apagaron la solitaria luz y, en el silencio y la oscuridad total, me quedé dormida.
Pasó deprisa la noche; estaba demasiado cansada para soñar siquiera. Me despertó solo una vez el ruido del viento, que soplaba en ráfagas furibundas, y de la lluvia, que caía a raudales, y observé que se había acostado a mi lado la señorita Miller. Cuando volví a abrir los ojos, sonaba una campana estridente. Las chicas estaban levantadas, vistiéndose. Era todavía de noche y ardían una o dos débiles velas en el cuarto. También yo me levanté de mala gana, pues hacía un frío espantoso. Me vestí lo mejor que pude a pesar de los escalofríos y me lavé cuando quedó libre un lavabo, lo cual tardó en ocurrir, ya que había solo uno por cada seis chicas, colocados en soportes en el centro del cuarto. Sonó de nuevo la campana, nos formamos de dos en dos y de esta manera bajamos la escalera y entramos en el aula fría y mal alumbrada, donde la señorita Miller leyó las oraciones y después gritó:
—¡Formad clases!
A continuación, hubo un gran tumulto que se prolongó unos minutos, durante el cual exclamó varias veces la señorita Miller «¡Silencio!» y «¡Orden!». Cuando se calmaron, las vi a todas formadas en cuatro semicírculos, delante de cuatro sillas en las cuatro mesas. Cada una tenía en la mano un libro, y, en cada mesa, ante la silla vacía, había un gran libro, como una Biblia. Siguió una pausa de varios segundos, inundada por un débil murmullo indistinto de números. La señorita Miller fue de clase en clase acallando este sonido indefinido.
A lo lejos se oyó el tintineo de una campana y entraron tres señoras, que se dirigieron a las mesas y se sentaron. La señorita Miller se sentó en la cuarta silla vacía, la más cercana a la puerta, ocupada por las niñas más pequeñas. A esta clase inferior fui llamada y colocada en el último lugar.
Ahora empezó el trabajo en serio: se repitió la oración del día y se recitaron algunos textos de la Sagrada Escritura, y a esto siguió una lectura prolija de capítulos de la Biblia, que duró una hora. Para cuando se hubo completado este ejercicio, había amanecido del todo. La campana infatigable sonó por cuarta vez; las clases se formaron, y marchamos a desayunar a otra habitación. ¡Qué contenta me sentía ante la idea de comer algo! Estaba casi enferma de hambre, ya que había comido tan poco el día anterior.
El refectorio era una habitación enorme y tenebrosa de techo bajo, y, sobre dos largas mesas, humeaban grandes fuentes de algo caliente, que, sin embargo, y con mucha congoja por mi parte, despedía un olor muy poco apetecible. Presencié una manifestación colectiva de disgusto cuando llegaron los vapores de la colación al olfato de las destinatarias. Desde las filas más avanzadas, las muchachas altas de la primera clase, se elevó el susurro:
—¡Repugnante! ¡La avena está quemada otra vez!
—¡Silencio! —ordenó una voz, no la de la señorita Miller, sino de una de las profesoras principales, una figura pequeña y morena, elegantemente vestida, pero de aspecto algo malhumorado, que se instaló en la cabecera de una mesa, mientras que una señora más robusta presidía otra. Busqué inútilmente a la que había visto la noche anterior, pero no se la veía. La señorita Miller ocupaba el otro extremo de la mesa en la que yo me había sentado, y una extraña señora mayor de aspecto extranjero, la profesora de francés, como supe más adelante, se sentó en el lugar correspondiente de la otra mesa. Bendijimos la mesa con una larga oración y cantamos un himno; una criada trajo té para las profesoras y empezó la comida.
Famélica y algo desmayada, devoré una cucharada o dos de mi ración sin pensar en el sabor, pero una vez aplacada el hambre más acuciante, me di cuenta de que tenía delante un rancho nauseabundo, pues la avena quemada es casi tan mala como las patatas podridas: ni la misma inanición la hace tragable. Las cucharas se movieron con lentitud, y vi cómo cada muchacha probaba la comida e intentaba tragarla, pero, en la mayoría de los casos, desistieron enseguida. Se había acabado el desayuno y nadie había desayunado. Dimos las gracias al Señor por lo que no habíamos recibido, cantamos otro himno y salimos del refectorio hacia el aula. Yo estaba entre las últimas en salir y, al pasar por las mesas, vi a una de las profesoras coger una fuente de la sopa y probarla; luego miró a las demás y todos los rostros mostraban descontento, y una de ellas, la corpulenta, susurró:
—¡Qué mejunje más abominable! ¡Qué vergüenza!
Durante el cuarto de hora que pasó antes de reanudar las clases, hubo un gran barullo en el aula. En este espacio de tiempo, parecía permitirse hablar en voz alta con toda libertad, y se aprovecharon las muchachas de este privilegio. Toda la conversación versó sobre el desayuno, vilipendiado por todas por igual. ¡Pobres criaturas! Era su único consuelo. La señorita Miller era la única profesora presente en el aula y estaba rodeada de un grupo de chicas mayores, que hablaban con gesto grave y hosco. Oí a algunos labios pronunciar el nombre del señor Brocklehurst, lo que provocó que la señorita Miller moviera la cabeza con desaprobación. Sin embargo, no se esforzó mucho por frenar la ira de todas, ya que seguramente la compartía.