- -
- 100%
- +
4.2. Un «segundo nacimiento»
Contaba el propio Papini que, siendo niño, se sentía como desterrado. Su padre le había prohibido asistir al catecismo. Cuando el sacerdote católico llegaba a su escuela para la hora preceptiva de la catequesis, él salía inmediatamente al pasillo. Allí se encontraba, también, con un niño judío. Un día su compañero de destierro le preguntó:
—¿Eres protestante? ¿Tal vez un excomulgado? ¿Quién eres?
Papini no sabía bien qué responder. Por fin le dijo:
—Mi padre es ateo.
—¿Qué quiere decir ateo? –preguntó, extrañado, el pequeño judío.
Y el también pequeño Giovanni le contestó «para confundirle»:
—Un ateo es un hombre que no cree en nada.
El niño hebreo le miró «con toda la fuerza aguda de sus ojos húmedos y negros». Después le volvió la espalda y nunca más le hizo preguntas.
Pero Giovanni pensaba hacia dentro:
—Mi padre es inteligente, lee libros; por tanto lo sabe todo. ¡Debe tener sus buenas razones para prohibirme el contacto con la religión!
Su curiosidad le empujó a escuchar, detrás de la puerta, lo que el sacerdote explicaba a los niños católicos. Un día le oyó decir:
—¡Honrarás a tu padre y a tu madre!
Y el pequeño Giovanni se pasó todo el día dando vueltas a lo mismo:
—¿Y por qué a mi padre no le gusta que yo aprenda a «honrarle»?[29].
Y así, de pregunta en pregunta, aquel niño continuaba creciendo, devorando libros, intentando ser obediente a su padre al margen del Decálogo.
Menos mal que en el rostro de su mujer, y, más tarde, en el de los curtidos campesinos de Bulciano, Giovanni pudo descubrir, como en un espejo, no sólo el rostro de Dios, sino también el rostro de otra humanidad.
«Únicamente al lado de los hombres de ese pueblo mínimo y pobre es donde he vuelto a tener conciencia de mi naturaleza y de mi destino de hombre, de mi humanidad entera (...) No los siento inferiores a mí. Al contrario. Ante todo, tienen un alma igual a la mía, un alma salida del soplo de Dios y para la que Cristo ha sufrido como para todas las otras almas. Y si su alma está menos amueblada de ideas que la mía, de palabras y fantasía, posee por encima de mí la paz y la simplicidad»[30].
La gracia de Dios, sus insistentes llamadas, llegan siempre por caminos sencillos de silencio y simplicidad. En el caso de Papini esto es evidente. Hasta los símbolos cristianos le asediaban con sus llamadas al corazón.
Contaba él que una cruz negra, de madera, clavada en una roca, una cruz ni rica, ni bella, plantada delante de su casa de Bulciano, largamente contemplada en sus paseos, constituyó para él toda una revelación, un argumento, una apología. Era una cruz de madera; la cruz de los pobres y sencillos.
Un día de Semana Santa, el inquieto Papini llegó a Setignano, cerca de Florencia. Allí se encontró con una procesión. Soldados romanos, con corazas relucientes, cabalgaban a lomos de fuertes caballos. Un campesino de barba negra portaba la cruz sobre sus hombros. Las gentes se arrodillaban a su paso y hacían la señal de la cruz.
Papini quedó inmóvil, fascinado por la escena:
«Por primera vez la pasión, leída en los libros como una leyenda célebre, se me había convertido en carne, sangre y dolor; drama no recitado por comparsas enmascarados, sino por seres que iban verdaderamente a morir. Por primera vez supe que Cristo había muerto sobre una cruz de verdad»[31].
Bulciano presumía de tener dos iglesias. No eran muchas. En Italia se ven iglesias por todas partes. Un día don Rufino, el párroco (sin duda apoyado en sus buenas razones), dejó de subir a la iglesia de arriba, la que estaba fuera del pueblo, y sólo celebraba la misa en la que estaba en el centro de la villa. Esto no gustó a los que estaban acostumbrados a reunirse en la iglesia del extrarradio, y, como Papini –según creían aquellas buenas gentes– era un personaje importante e influyente, acudieron a él para que mediara en el familiar conflicto. Ni siquiera se preguntaron si Papini era creyente o no.
El escritor no tuvo más remedio que acceder, y se dirigió al buen párroco. Pero don Rufino tiró del Derecho Canónico y no se dejó convencer. Sólo si el obispo le ordenaba otra cosa, accedería; eso sí, accedería de buen grado. Papini, perseverante y conciliador, se dirigió a Arezzo a visitar al obispo, que finalmente se doblegó a los ruegos de los campesinos. La iglesia se abrió de nuevo, y los tozudos cristianos tuvieron otra vez su Eucaristía.
Comentaba Papini: «Dos domingos después, don Rufino volvió a Bulciano para decir misa. Ese domingo, allí estaba yo también»[32].
Una noche, estando en el campo, le despertó una mujer del pueblo. Venía agitada, nerviosa. El niño de una vecina suya había nacido agonizante. Debían bautizarlo enseguida...
—Pero..., ¡si yo no soy sacerdote!
—Usted puede hacerlo. ¡Venga pronto!
Papini no sabía por dónde empezar. Pidió un libro de misa, y ni siquiera sabía por dónde abrirlo. Recitó el Credo y el Padrenuestro. Luego tomó el agua que le trajeron en un recipiente pequeño, y la derramó sobre el niño que se moría. Dijo: «Ego te baptizo in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti». Conocía el latín y sabía lo que hacía la Iglesia en estas ocasiones.
—¡Dios os bendiga! –respondió una señora mayor, al concluir el sacramento–. ¡Habéis hecho un ángel!
Aquellas buenas gentes, en su simplicidad, opinaban que, ausente el cura, quien mejor podía hacer una tarea sacramental, como aquella, era el intelectual, «sin pensar –comentaba Papini– en el vacío de su corazón».
Y continuaba diciendo: «De la sombra de aquella habitación salí al sol, espantado, sin saber bien lo que había hecho, como si me hubiera despertado de un sueño extravagante. Y, a pesar de todo, si esas mujeres no mentían, acababa de ser el actor de un milagro: ¡yo, el ateo, había dado un ángel nuevo al paraíso!»[33].
En la Iglesia de la Santa Croce de Florencia, panteón de hombres ilustres, rodeado de las tumbas de Miguel Ángel, de Maquiavelo, de Galileo y del monumento fúnebre a Dante Alighieri (su tumba está en Ravena), Giovanni Papini tuvo otra experiencia religiosa, que le empujó por el camino de la fe: camino que, sin duda, estaba ya recorriendo:
Fueron las vidrieras del templo las que, en aquella tarde de otoño, atrajeron su atención. Clavó en ellas su mirada y la paseaba, pensativo, de unas a otras. En un momento dado, se sintió invitado a «nacer de nuevo»: a volver a la infancia.
«Si todo era verdad, si Jesús era Dios (...). Y si él existía verdaderamente, ¿no podía escuchar a aquel que le hablaba en ese instante? ¿Darle una señal? ¿No debería Él saber que mi corazón quería pertenecerle por completo y que, en secreto, este corazón era más naturalmente cristiano que lo que decían mis palabras orgullosas?»[34].
Una de las últimas vivencias que Papini nos cuenta, en su libro La seconda nascita, se refiere a un episodio conmovedor, que él titula así: La muerte de Midio.
Midio era el hijo de un amigo de Papini. Había regresado de la guerra (del frente de los Alpes) gravemente enfermo, y ahora se encontraba en un hospital de Florencia. El escritor lo visitaba con frecuencia e intentaba llevarle un poco de consuelo. Con la medicación de entonces resultaba muy difícil frenar el mal que aquejaba a Midio.
Poco a poco, Papini se fue dando cuenta de que aquel joven no era un personaje literario, extraído de alguna obra de ficción (de entre las muchas que él había devorado). Midio era de carne y hueso. Cada vez menos carne y más hueso. Midio se moría. ¿Qué respuesta tenía el escritor para Midio? ¿Qué podía aportarle él? Ninguna filosofía salvaría a Midio de su angustia, del miedo que experimentaba frente al inevitable final.
¿Qué es la vida? –se preguntaba Papini–. ¿Para qué nos preparamos mientras vivimos? ¿Y qué es la muerte? ¿El muro negro contra el que se estrellan todos nuestros proyectos? ¿Qué es la muerte? ¿La otra cara, la más sombría, de nuestra existencia? ¿Un nuevo nacimiento?
Aquel día se celebraba, precisamente, la Pascua del Señor resucitado. Como otros muchos días, Papini se dirigió al hospital a visitar a Midio.
—¿Cómo te encuentras?
—Más o menos igual. Tal vez, peor. Pero no debieras de haber venido. Hoy es una fiesta especial. ¿No deberías estar con tu familia?
—Tú también eres mi familia. Por otro lado, hoy debemos estar alegres. ¡Cristo ha resucitado!
¿Dijo esto como una frase hecha? ¿Lo dijo para aportar un poco de aliento a aquel creyente que era Midio? El caso es que Papini lo dijo, y no pensaba desdecirlo.
Midio hizo un esfuerzo por sonreír. Lo que se proclamaba en las iglesias con alborozo, acompañado del aleluya, allí sonaba de otro modo: más fuerte y contundente.
Clavó su mirada en Papini:
—¡Es verdad: Jesús ha resucitado! También nosotros resucitaremos, ¿verdad?
Entonces el escritor cayó en la cuenta de la hondura de lo que Midio acababa de decir. «Yo no sabía, yo (el ciego), que también resucitaría con Cristo». «Yo resucitaría gracias a Midio, gracias al que estaba a punto de morir y sonreía».
El día que Midio murió, Giovanni Papini se encontraba allí, en el hospital, a su cabecera. El joven abrió los ojos y reconoció al escritor. Lo miró con ternura y dijo:
—¡Oh, Giovanni!
Falleció enseguida. Nunca olvidaría Papini la última mirada del amigo muerto. Fueron aquellos ojos parecidos a los del «hermano eterno» que siempre acompañaron a Virata en su peregrinaje terreno –según cuenta, en su espléndido relato, el austriaco Stefan Zweig[35].
Comentaría más tarde Papini:
«Han pasado, después, años; se han producido cambios en mí, pero jamás he podido olvidar el rostro inocente de Midio, ni aquella voz que pronunció mi nombre con tanto amor. Ese nombre pronunciado por él en sus últimos momentos y de esa manera, resonó en mí más tarde como un llamamiento, como una invitación. Desde aquel día mi corazón fue menos malo, menos agrio que antes. Y hasta hoy rezo por él, a fin de que me perdone no haberle amado bastante»[36].
El día que las hijas de Papini hicieron la Primera Comunión, el proceso de su inicial conversión se había cerrado. Fueron muchos pequeños y significativos acontecimientos los que entre Bulciano y Florencia se dieron cita para que Cristo fuera transformando el corazón rebelde, crítico y un tanto soberbio de Giovanni Papini. Los pobres entraron en su vida como una bendición: Erminia, su mujer; don Rufino, el párroco; aquel bautismo «in extremis»; la muerte de Midio y la cruz aquella de madera, clavada en el corazón de Bulciano...
Lo demás ya lo conocen los lectores. Es su propia historia en la Historia de Cristo. Por cierto, después de su publicación no todo fueron aplausos. Algunos católicos más conservadores (curas y laicos) tal vez acostumbrados a otras historias de Cristo más dulzonas y tópicas, no entendieron el lenguaje fuerte de Papini. Así que sobre la cabeza del converso arreciaron algunas críticas a modo de tormenta. Pero también recibió reconocimientos y bendiciones, ya que el libro sería aplaudido por muchísimos católicos (sacerdotes, obispos y laicos) que entendieron el esfuerzo y mérito del escritor, recientemente converso[37].
5. Después de su conversión
A partir de comienzos de los años veinte (fecha aproximada de su conversión) Papini practicará un catolicismo combatiente, duro, polémico. Por supuesto, no abandonará su compromiso con la cultura (los libros y las artes); pero sus escritos tendrán ya un color y calor nuevos: el que imprime la fe.
5.1. Agustín, el «númida africano»
Escribirá, en 1929, una muy personal biografía (Sant´Agostino) de otro ilustre converso, Agustín de Hipona: el númida africano (como le llamaba Papini)[38]. Esta biografía no pretendía ser una paráfrasis de las Confesiones ni «una exposición completa de su pensamiento»[39]. Tan sólo intentaba Papini asomarse al alma del gran Padre de la Iglesia, a quien comparaba, en sus vuelos, a un cóndor (él se veía a su lado «como una hormiga con alas»).
S. Agustín entró en la vida de Papini, primero como escritor de obra extensa y ferviente apasionado del saber humano; pero no puede decirse que lo conoció hasta bien «avanzada la juventud» y con una salvedad: de Agustín le interesaban más «las cuestiones humanas que las divinas»[40].
«Puede decirse que, antes de volver a Cristo, san Agustín fue, con Pascal, el único escritor cristiano que yo leí con admiración no tan sólo intelectual. Y cuando yo forcejeaba por salir de los cubiles del orgullo a respirar el divino aire del absoluto, san Agustín me prestó inmensa ayuda»[41].
Le parecía a Papini que existía alguna semejanza entre san Agustín y él: ambos eran aficionados a la literatura y a la palabra, ambos buscadores de filosofías, amantes de la verdad (hasta rondarles la «tentación del ocultismo»), ambos sensuales y ávidos de fama. Pero cuando Papini descubrió por la fe a Cristo, también san Agustín adquirió para él una luminosidad nueva: «Si una vez lo admiré como escritor, hoy le quiero como un hijo quiere a su padre, lo venero como un cristiano venera a un santo»[42].
5.2. «La escala de Jacob»
La escala de Jacob (1932) es una colección de artículos, escritos por su autor entre 1919 y 1931, cuyo nexo no es otro que la visión católica del mundo y de la fe en un Dios universal.
Merece destacarse, entre estos artículos, el primero, titulado Amor y muerte (1919), cuyo tema central gira en torno al abandono, por parte de algunos cristianos, de la paradoja de la cruz (o de lo que la cruz significa) para ser sustituida por un paganismo de nuevo cuño, en el que triunfa el culto no precisamente a la belleza del Resucitado, sino al yo egoísta y violento que todos llevamos dentro. La pregunta que se hace Papini es esta: ¿La cruz llegará a coronar la esfera (el mundo) o la esfera saltará por los aires destrozada por el profesor Lucifer?[43].
El segundo artículo que inserta La escala de Jacob se titula ¿Hay cristianos? (1919), y parte de esta afirmación: Nadie, excepto los santos (pocos numéricamente) han estado dentro del evangelio (lo han vivido a fondo). Pocos «han transpuesto el límite del Reino de los cielos». No existen, pues, verdaderos cristianos (según Papini), y no «es posible retornar al evangelio, puesto que jamás hemos llegado a él». El cristianismo es «un bien que no hemos querido aceptar». El cristianismo no es algo que pertenezca al pasado; «tal vez pertenece al porvenir». Más que una nostalgia, «el cristianismo es una esperanza». La más grande originalidad para un hombre de nuestros tiempos sería la de ser cristiano. Y concluye nuestro autor con esta contundente afirmación: «Es necesario que intentemos, con un atraso de casi dos mil años, convertirnos por vez primera en cristianos»[44].
Llama la atención también su artículo La juventud del catolicismo (1927), en el que, en contra de los que sostienen que el catolicismo está muerto, él afirma que dos mil años aún es una buena edad para la Iglesia, y que el catolicismo no sólo «no está agonizando, sino que por el contrario se halla apenas en su fase de preparación y de expectativa». Cristo continúa en la vida de la Iglesia: en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, pero también en la historia del devenir cristiano.
«Decidlo fuerte y gritad que nuestro Dios es un Dios joven, amigo de los niños y de los jóvenes (...) No os preocupéis si nuestros libros parecen antiguos y si nuestras iglesias están hechas de piedras seculares (...) Viejos, en cambio, son los enemigos del cristianismo. Vieja es la barbarie feroz que a cada tanto aflora en la humanidad; viejo es el paganismo que jamás ha muerto del todo en las almas bajas y mal convertidas...»[45].
Este es el problema que atenaza a Papini: el que los cristianos (él se incluía, sin duda) no estamos suficientemente convertidos. Y este es –según él– el gran problema de toda la Iglesia. Sabemos dónde está la fuente y con frecuencia andamos perdidos, lejos de Cristo, bebiendo en charcos y lodazales.
5.3. Gog, el monstruo viajero
Gog es de 1931. Todo el argumento del libro se sustenta en una ficción: un loco, llamado Gog, un monstruo «que debía tener medio siglo, alto, mal garbado, sin un solo cabello en su cuerpo», hombre rico y viajero, entrega al autor un fajo de manuscritos: «un envoltorio de seda verde». El demente supuestamente habría recogido en ellos reflexiones y experiencias de su vida: «eran apuntes sueltos, páginas de antiguos diarios, fragmentos de recuerdos, mezclados todos sin orden, sin fechas precisas, redactados en un inglés vulgar, pero bastante descifrable»[46].
«Se trata, me parece, de un documento singular y sintomático: espantoso, tal vez, pero de un cierto valor para el estudio del hombre de nuestro siglo»[47]. Es lo que le interesaba a su autor: hacer un retrato del hombre de su siglo. Pero, como el siglo que le tocó en suerte a Papini (primera mitad del siglo XX) fue bastante convulso y accidentado, el retrato que le sale resulta un tanto estremecedor y distorsionado. Las riquezas acumuladas han dado pie a que muchos caigan en la extravagancia. Unos caen, de hecho, y otros, en sueños. Todo ello le da pie a Papini para derrochar no sólo imaginación, sino también ironía y crítica, no exentas de horror y espanto.
Papini se cura en salud ya en el prólogo, y, siendo consciente de dónde está y de lo que vive después de su conversión, hace una advertencia: «Yo no puedo de ninguna manera aprobar los sentimientos y los pensamientos de Gog y de sus interlocutores. Todo mi ser, que ahora se ha renovado con mi retorno a la Verdad, no puede menos que aborrecer lo que Gog cree, dice o hace»[48].
En el comienzo del libro nos encontramos con una cita del Apocalipsis: «Satán será liberado de su cárcel y saldrá para reducir a las naciones, a Gog y Magog...»[49]. La obra suma más de cincuenta relatos breves, entre los que desfilan toda clase de personajes, algunos un tanto originales y estrafalarios, como el Duque de Hermosilla de Salvatierra, personaje imaginario («último descendiente de una de las más gloriosas familias de la vieja Castilla») que Papini sitúa en Burgos. Es curiosa la visión que de Castilla (supongo que también de España) tenía Papini: gentes de abolengo, fieles a D. Ruy Díaz de Vivar (el Cid Campeador), instaladas en un apasionado culto al pasado, toreros e inquisidores...
Después de enseñarle su curioso palacio, poblado de maniquíes con vestidos de época, en el que el Duque había «revivido» a todos sus antepasados (menos a un afrancesado), Gog-Papini decide marcharse aquella misma noche de Burgos. La visita al palacio del Duque de Salvatierra le había producido «no ya terror, sino una especie de náusea que me quitaba la respiración». «Las ventanas se hallaban cerradas, la luz era escasa y el aire apestaba a alcanfor, a moho y a Historia putrefacta»[50].
Otro de los personajes españoles con los que se encuentra Gog (y en el libro no aparece ningún español más) es don Ramón Gómez de la Serna, el famoso autor de las greguerías. Tal vez Papini lo admiraba o le tenía, cuando menos, como un personaje curioso: «lo encontré, por la noche, en el famoso Café del Pombo, rodeado de siete jóvenes morenos que fumaban cigarrillos, escuchando en éxtasis al maestro de las greguerías». «Ramón Gómez de la Serna es un señor moreno, gordo y amable, que tiene el aire de burlarse perpetuamente de sí mismo»[51]. En este capítulo, Papini aprovecha para criticar, una vez más, la codicia del tener y atesorar: «La plata, a fuerza de ser manejada por los hombres, ha adquirido la palidez opaca de los tísicos, y el oro, de tanto permanecer encarcelado en las criptas de los bancos, da señales de locura. Y con razón, pues lo hemos separado de su hermano celeste, el sol»[52].
En Detroit, Gog nos llevará a un encuentro con el padre de la industria del automóvil, Henry Ford (1863-1947). En este personaje condensa Papini la visión que él tiene del típico hombre norteamericano de negocios:
«Nadie ha comprendido bien los místicos principios de mi actividad (...) Se reducen al Menos Cuatro y al Más Cuatro y a sus relaciones: El Menos Cuatro son: disminución proporcional de los operarios; disminución del tiempo para la fabricación de cada unidad vendible; disminución de los tipos de los objetos fabricados, y, finalmente, disminución de los precios de venta. El Más Cuatro, relacionado íntimamente con el Menos Cuatro, son: aumento de las máquinas y de los aparatos, con objeto de reducir la mano de obra; aumento indefinido de la producción diaria y anual; aumento de la perfección mecánica y de los productos; aumento de los jornales y de los sueldos»[53].
Ante la pregunta de dónde sacarán los hombres de otros países dinero para comprar sus máquinas, supuesto que sus métodos de fabricación anularían, en parte, la industria de dichos países, Henri Ford responde:
«Los clientes extranjeros pagarán con los objetos producidos por sus padres y que nosotros no podemos fabricar: cuadros, estatuas, joyas, tapices, libros y muebles antiguos (...) Todo, cosas únicas que no podemos reproducir con nuestras máquinas (...) Entre los europeos y los asiáticos aumenta cada día la manía de poseer los aparatos mecánicos más modernos y disminuye al mismo tiempo el amor hacia los restos de la vieja cultura. Llegará pronto el momento en que se verán obligados a ceder sus Rembrandt y Rafael, sus Velázquez y Holbein, las Biblias de Maguncia y los códices de Homero (...), para obtener de nosotros algunos millones de coches y de motores. Y de este modo, el almacén retrospectivo de la civilización universal deberán venir a buscarlo a Estados Unidos, con gran ventaja, por otra parte, para las industrias del turismo...»[54].
Es así como, en su libro, Gog-Papini sigue asombrándonos con sus visitas y encuentros. En New Parthenon hay milagros y milagreros a domicilio; en una isla del Pacífico (¿imagen del mundo?) por cada nacimiento deberá producirse una muerte («el espanto del hambre ha hecho inventar a los oligarcas papúes un sistema estadístico muy burdo, pero preciso»); en Chicago se topan con la FOM (Friends of Mankind), una organización que, partiendo del principio de que el aumento continuo de la humanidad es contrario al bienestar de la propia humanidad (Malthus tenía razón), la organización se dedicará a hacer desaparecer racionalmente «a los que sean menos dignos de vivir»...[55]
Gog nos acompañará, también, a Ahmedabad (India) a hacer una interesante visita al Mahatma Gandhi; nos hablará de un caníbal arrepentido y de un historiador al revés; de un arquitecto de ciudades inverosímiles y de un abogado partidario de castigar a los inocentes; de un defensor y adalid de la religión de la Egolatría y de un escultor del humo; asistiremos a la compra de una República y al diseño de una fortaleza en el mar; sabremos del promotor del Instituto de Demencia Voluntaria y de una curiosa propuesta: la de fundar una cátedra especializada en Ftiriología, es decir, en piojos.
En fin, extravagancias de todo tipo. Para reír y para echarse a temblar. Una crítica despiadada de la sociedad tecnológica y del maquinismo. Todas estas extravagancias –como dije anteriormente– han sido puestas por Papini en los labios de un loco. Pero un loco no quiere decir un necio.
5.4. Dante, los católicos y el Renacimiento
Dante vivo es de 1933. Papini estaba convencido de que, a pesar de lo que se había escrito sobre el genio florentino (mayormente libros de profesores para sus discípulos o de críticos para otros críticos), faltaba profundizar en el alma del Dante a través de sus obras[56]. Es lo que él se proponía: hacer una interpretación del espíritu que latía, vivo, en la obra del autor de la Commedia[57]. Ya anteriormente Papini había denunciado la insuficiencia espiritual de los dantistas profesionales[58]. A muchos de ellos los comparaba a las hormigas encima de los leones: «podrán efectuar el reconocimiento de la melena, contar los pelos de la cola, pero no podrán contemplar entera, en toda su terrible majestad, a la gigantesca criatura»[59].