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Decía él, además, que para adentrarse en Dante era necesario ser católico, artista y florentino. Quien tuviera estas tres cualidades estaba en la mejor de las disposiciones para estudiar el alma del gran clásico italiano.
En 1936 Papini fue nombrado Académico de Italia. Fue entonces cuando inició una intensa actividad en pro de las letras, participó en la confección de un vocabulario de la lengua italiana, que dirigió Giulio Bertoni. Publicó, en 1937, el primer volumen de una Historia de la literatura italiana, empresa que se vio interrumpida por sus problemas con la vista (Papini se estaba quedando casi ciego). I testimoni della Passione apareció, también, en este mismo año. Fue un año fecundo en realizaciones, ya que, gracias a Papini, Florencia tuvo un Centro de estudios para el Renacimiento.
Precisamente cinco años más tarde, en 1942, Papini publicará una serie de artículos sobre el Renacimiento (L´imitazione del Padre. Saggi sul Rinascimento)[60]. En ellos pondrá de relieve que el Renacimiento había unido, en el seno de la civilización europea, lo que nunca más debería ya separarse: a Dios y al hombre. Si en la gótica Edad media se mortificaba al hombre para alcanzar a Dios, en el Renacimiento se ensalzaba a Dios en la misma grandeza del hombre. No se exaltaba al hombre a costa de Dios, sino en la misma grandeza del hombre, criatura salida del pensamiento y de las manos del Padre, se ensalzaba al Creador.
El período de la II Guerra mundial que va de 1943 a 1944, Papini lo pasó, primero, en su querido Bulciano, y después en el convento de la Verna, donde llegó a ser terciario franciscano con el nombre de Fray Buenaventura. En abril de 1944, después del asesinato de Giovanni Gentile, profundamente abatido, rechazó su nombramiento de Presidente de la Academia de Italia. Y en octubre volvió a su casa de Florencia. Antes había sido huésped, durante un mes, del Obispo de Arezzo.
5.5. Celestino VI, un Papa imaginario
En 1947 Papini sacó a la luz sus «Cartas del Papa Celestino VI a los hombres»: una curiosa obra, en la que el autor se imaginaba un Papa, Celestino VI, supuesto sucesor del histórico Celestino V (1215-1296), el único Papa que, después de cinco meses de pontificado, abdicó por sentirse incapaz de ponerse al frente de la Iglesia (Dante en su Divina Comedia lo colocaría en el Infierno por considerarlo cobarde, a pesar de que, años más tarde, sería canonizado). Este supuesto Celestino VI, sucesor del histórico Celestino V, «fue ardiente, impetuoso, elocuente, inflamado siempre en el áureo fuego de Cristo (...) Murió mártir en los últimos días de la Gran Persecución»[61].
Las cartas, dedicadas a los hombres «con desesperada esperanza», son un toque de atención para que cada cual desarrolle su vocación aquí en la tierra, durante los años que Dios le dé vida. Están dirigidas a personas de todos los estamentos y cargos sociales: al pueblo cristiano y a los sacerdotes, a las monjas, frailes y teólogos, a los ricos y a los pobres, a los que gobiernan los pueblos y a sus súbditos, a las mujeres, poetas e historiadores, a los hombres de ciencia y a los cristianos desunidos, a los hebreos, a los sin Cristo y a los sin Dios; en fin, a todos los hombres. La cartas recuerdan, a veces, el orden que se sigue en la «plegaria universal», recitada en la liturgia del Viernes Santo, y concluyen con una bellísima «plegaria a Dios». Si la Historia de Cristo, terminaba con una conmovedora oración al propio Jesucristo, las Cartas del papa Celestino VI son rematadas con una Plegaria a Dios, que bien merece ser releída[62].
Permítaseme transcribir algunas pinceladas del pensamiento papiniano, vertido en estas cartas. No deja de ser actual en muchos aspectos. Para no extenderme, me ceñiré solamente a la carta que dirige a los teólogos:
Comienza recordando lo que significó la ciencia teológica en «otros tiempos». «La teología era entonces la emperatriz de las ciencias». El objeto de la teología ha sido siempre el más alto que la mente humana podía afrontar: «era la ciencia que hacía conocer a Dios y sus misterios». «La teología, firme y audazmente edificada (como una catedral) sobre los pilares maestros de la Revelación, de la Tradición y de la Razón». La Patrística –dice Papini– sería algo así como la «primavera de la teología»[63].
Y se pregunta Papini:
«¿Por qué, pues, la divina teología es hoy tan poco popular entre los hombres? ¿Por qué la ciencia suprema, la ciencia de Dios, es ignorada hoy incluso por los no ignorantes? ¿Por qué la vemos quedar relegada, sobre todo en nuestra Iglesia, a las clases de los seminarios y los estudios de los monasterios? (...) ¿Qué ha sucedido? ¿No se presenta jamás a vuestro ánimo la duda de si tan funesta falta de interés no será, en su mayor parte, culpa vuestra?»[64].
Evidentemente, no toda la culpa de este olvido –responde Papini– hay que echársela a los teólogos, pero sí en parte. «La verdad, dolorosa verdad, es que la vida ardiente y creadora del pensamiento se ha retirado de vosotros. Después de santo Tomás –digamos también después de Suárez– no habéis sido capaces de erigir una nueva y potente síntesis teológica»[65].
Evidentemente Papini escribe todo esto antes del florecimiento que supuso para la teología el Concilio Vaticano II. Decía él no sin razón: «En vuestro mundo cerrado no ha ocurrido nada»[66].
Las observaciones que hace a los teólogos me parecen atinadas, y su invitación a abrir la teología a los laicos, imprescindible:
«Cada siglo tiene su lenguaje, sus apetitos, sus sueños, sus problemas» (...) Cuidad «de los cristianos que se hallan fuera de las puertas claustrales y están ya acostumbrados a comidas más apetitosas e incitantes. ¿No necesitan también ellos ser invitados a la mesa en que se preparan los alimentos más necesarios para el hombre, es decir, las verdades divinas?»[67].
A pesar de estos interrogantes, hay que decir que no se muestra el Celestino VI-Papini pesimista, y, como si otease un horizonte nuevo, llega a decir:
«Espero con fe otra edad de oro de vuestra ciencia: nuevas iluminaciones de santos, nuevas intuiciones de poetas, nuevas interpretaciones de doctores, harán que la teología vuelva a ser, como en otro tiempo, la ciencia dominante de los espíritus soberanos (...) Salid alguna vez al aire libre, escuchad las voces que se alzan de las almas que padecen hambre de certeza, no creáis rebajaros por aprender algo, incluso de los no teólogos...»[68].
¿Qué dirían muchos pastores, teólogos y laicos, hoy, de esta advertencia que Papini pone en labios del imaginario Celestino VI?
«Mis predecesores os aconsejaron la prudencia, porque los más de entre vosotros eran, en tiempos, audaces en demasía. Hoy, que estáis agonizando en el muerto mar de la indiferencia y la monotonía, os exhorto a la audacia. Ya comprenderéis que no es mi intención incitaros a arriesgadas navegaciones por el negro mar del absurdo y de la herejía (...) Pero en las palabras de la Revelación se pueden encontrar nuevos sentidos, más profundos de lo que se vio hasta aquí...»[69].
El papa Juan XXIII diría algo parecido, el 11 de octubre de 1962, en el discurso de apertura del Concilio Vaticano II (Papini oiría, complacido, estas palabras desde el cielo):
«Nuestra tarea no es únicamente guardar este tesoro (el tesoro de la doctrina católica), como si nos preocupáramos tan sólo de la antigüedad, sino que también estamos decididos, sin temor, a estudiar lo que exige nuestra época, continuando el camino que ha hecho la Iglesia durante casi XX siglos (...) Esta doctrina es, sin duda, verdadera e inmutable (...), pero hay que investigarla y exponerla según las exigencias de nuestro tiempo. Una cosa, en efecto, es el depósito de la fe o las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta es el modo como se enuncian estas verdades, conservando, sin embargo, el mismo sentido y significado»[70].
5.6. «El Libro negro»
En 1951, cinco años antes de su muerte, Papini vio aparecer su «Libro negro». Es la segunda parte de Gog (1934): o sea, la prolongación, doce años después, de aquellos insólitos viajes que protagonizaba el nómada imaginado que ya conocemos. Gog debió tener buena aceptación entre el público, porque Papini se decidió a escribir esta segunda parte, tan negra como la primera[71].
Nuestro autor decía que llamaba a su libro así, «negro», porque se refería a una de las más negras épocas de la historia humana[72]. ¿A qué época? Indudablemente a la época que le había tocado vivir a él: a la primera mitad del siglo XX. Un tiempo de guerras (dos mundiales en Europa) y revoluciones sociales, que iban desde la revolución científica y técnica a la revolución filosófico-religiosa de Nietzsche, que Papini conocía bien, con su «Dios ha muerto».
De la mano de Gog, su autor nos lleva, de nuevo, en primer lugar por tierras norteamericanas (América del Norte, por entonces, simbolizaba el futuro de la civilización), pero también por el continente asiático, por algunos pocos países africanos, y poco a poco nos va poniendo en contacto con los personajes más variopintos y estrafalarios. Por supuesto, viajamos también por Europa. En España nos lleva a Granada, Madrid, Toledo y Barcelona...
En Granada, Papini nos presenta un supuesto (y hasta entonces desconocido) manuscrito autógrafo de D. Miguel de Cervantes, titulado Mocedades de Don Quijote. Convierte a don Alonso Quijano, durante sus años jóvenes, en estudiante universitario de Salamanca; le hace huir de la filosofía («fatigosa y tediosa disciplina») y lo enamora de las letras y de una joven, que finalmente lo dejará por un doctor en leyes, amigo del padre de ella. Traicionado, despechado y dado que «desde su temprana niñez había sido un cristiano devoto», lo conduce a un convento de carmelitas, donde «permaneció más de un año, esforzándose por llegar a los más altos grados de perfección». Pero el espectáculo que le brindaban los monjes distaba mucho de ser edificante. «Los más eran perezosos e indiferentes (...). Algunos se mostraban arrogantes, impacientes, malignos e hipócritas. Ni siquiera faltaba alguno que se embruteciera en la ebriedad o buscara las mujeres». El Superior del convento terminó por tenerle ojeriza, y un día «lo llamó a su celda y le dijo que no estaba seguro de su vocación religiosa».
Total, que terminó por dejar los hábitos y marcharse. Seguirán las aventuras del joven don Quijote, que le permitirán a Papini hacer una crítica despiadada de la Corte de Madrid y de la conquista española de América. Terminará nuestro personaje diciendo: «Quien no conoce la juventud de Alonso Quijano no puede comprender el don Quijote de la Mancha ya maduro, ni tampoco sus generosas y desinteresadas extravagancias»[73].
En Madrid, Papini se encuentra con García Lorca, a punto de escribir «un poema sobre Ignacio Sánchez Mejías, uno de nuestros toreros más famosos». A García Lorca lo describe como poeta y pintor: «un joven de aspecto genial y viril». Y pone en sus labios estos pensamientos: «espero hacer comprender la belleza heroica, pagana, popular y mística que hay en la lucha entre el hombre y el toro». «Así como también el cristianismo enseña a los hombres a liberarse de los excesos bestiales que hay en nosotros, nada tiene de extraño que un pueblo católico como el nuestro concurra a este juego sacro, aun cuando no comprenda con claridad la íntima significación espiritual del mismo»[74].
De nuevo en Madrid, Papini, amigo de bibliotecas, nos pone en contacto con un imaginario manuscrito de Don Miguel de Unamuno sobre la «decadencia del cristianismo». «Comienza la acción cuando el mundo está a punto de ser destruido». Dos hombres se encuentran: el primero y el último. Frente a frente se contemplan Adán y el último superviviente, «una especie de autómata viviente». Adán es el hombre perfecto, recién salido de la mano de Dios, mientras que el otro es un extraño ser «mecánico, convertido en número y átomo por voluntad de la ciencia y de la masa». Ambos representan el principio y el fin de la historia humana. «En el pensamiento de Unamuno aquí está la tragedia: el primer padre no sabe qué decir al último hijo». Adán es culpable de la degradación de la humanidad, puesto que ha querido sustituir a Dios, haciéndose dios él mismo. Por tanto no puede sentirse con el derecho de reprocharle nada al último hombre deshumanizado...
La redención de Jesucristo no ha podido evitar que los hijos de Adán «continuaran siendo débiles y frágiles (...), bajo el dominio de la sangre y del orgullo». Un demonio, sin embargo, estará «dispuesto a defender al último hombre, que es hijo de nuestras obras» (las obras del mal). Pero parece que llega tarde. Palabras como culpa, redención, pecado, bien y mal han dejado de tener significado. Hasta «Dios» se ha convertido en «un concepto inútil y absurdo». Y es que, con la llegada de Kant (o con el advenimiento de la modernidad), ha comenzado una etapa nueva (y tal vez desdichada) para la humanidad[75].
Finalmente, en Barcelona, Papini se encuentra, visitando una exposición, con Salvador Dalí, en quien personifica al genio que está dando una vuelta completa al mundo, «a fin de mostrar la otra parte, el anverso, el otro lado». «Dios ha dejado su creación a medio hacer, y corresponde ahora a Salvador Dalí completarla y terminarla». Dalí se siente, incluso, «obligado a rehacer a Dios, es decir, la idea errada y baja que tienen los hombres acerca de Dios (...) Dalí es el último redentor y la pintura es su evangelio». Una locura más, según Gog-Papini. Así que «ni siquiera lo saludé, salí de la exposición y entré enseguida en un café de la Rambla para tomar una naranjada fresca»[76].
5.7. El diablo y Dios, ¿reconciliados?
En 1953 Giovanni Papini publica su polémica obra El diablo, en la que, tributario de la apocatástasis de Orígenes, defenderá con audacia teológica la rehabilitación de Satanás al final de los tiempos[77].
En Europa (sobre todo en los círculos católicos) el libro suscitó comentarios y polémicas. El diario vaticano L´Osservatore Romano publicó un artículo con el título de Una condena superflua, en el que venía a decir que, a pesar de los errores explícitos, descarados y clamorosos de la obra, El diablo papiniano carecía de importancia doctrinal y que, por tanto, «no se comprendía qué debía hacer la Iglesia con semejante libro entre las manos». El libro –según L´Osservatore– si a alguien perjudicaba, era al catolicismo de Papini, no al catolicismo en general[78].
Papini había intentado dejar claro que él era cristiano y que su libro se había escrito «con el más profundo sentido cristiano». Que nadie buscara en las páginas de su obra, lo que esta no intentaba, ni de lejos, transmitir: por ejemplo, una historia sobre las creencias acerca del Diablo; ni un tratado conceptual, según la Escolástica tradicional; ni un prontuario ascético para proteger a las almas de las asechanzas del demonio; ni, mucho menos, una defensa del Diablo. Lo que Papini intentaba con su libro era otra cosa: estudiar las verdaderas causas de la rebelión de Lucifer, que –según decía él– no eran las que comúnmente se creían...
Según Papini, las verdaderas relaciones entre Dios y el Diablo habían sido más cordiales de lo que la gente suele imaginarse. Por tanto bien podía pensarse en la posibilidad de que Satanás volviera a su condición primera. Y, ya de paso, liberara a los hombres de la tentación del mal. Decía Papini que él apoyaba siempre sus afirmaciones en el Antiguo y Nuevo Testamento, en los Padres de la Iglesia y en filósofos y escritores cristianos[79].
Después de todo –comentaba él–, ¿por qué el diablo no va a poder hacer las paces y reconciliarse con Dios?
5.8. «El Juicio universal», un libro no terminado
Parece que el Giudizio Universale iba a ser su «empresa literaria más ambiciosa»: la que latía en el pecho de Papini «desde su primera juventud»[80]. No la concluyó, y apareció editada como obra póstuma en 1957.
Se sabe, también, que la tentación de abandonar el proyecto lo rondaba con frecuencia, aunque siempre acababa retomándolo. Había puesto mucha ilusión en esta obra, en la que quería hacer desfilar ante el trono del Juez de vivos y muertos a los representantes más significativos de la humanidad, con sus errores, pasiones y problemas (y él en el papel de abogado). Pero a Papini le engañaba siempre su inmenso corazón. Al final le sorprendió la muerte con el libro en el cajón de su despacho. Un libro con muchas páginas escritas, pero inconcluso[81].
En una carta escrita a Piero Bargellini, le decía a propósito de su Juicio Universal:
«A esta [obra] que estoy escribiendo quisiera unido mi nombre, si es que lo imponente del tema y su grandeza y amplitud no sobrepasan mis fuerzas (...) Todos mis recursos y reservas de poeta, de pensador, de creyente, de moralista, de historiador, de hombre que ha vivido, intento gastarlos en este libro gigantesco y tremendo. Pide a Dios que me dé fuerzas, a fin de que no me muestre demasiado pequeño para el grandioso tema»[82].
La obra está dividida en 16 coros, precedidos por un prólogo y un epílogo: el coro de los amantes de Dios y el de los ateos; el de los apóstoles y profetas; el de los monarcas, políticos y dictadores; el coro de los delirantes; el de los papas y sacerdotes; el de los desesperados (incluidos los ángeles rebeldes y los derrotados); el coro de los pastores y campesinos; el de los brujos, locos, sabios y filósofos; el de las mujeres pecadoras; el coro de los suicidas y condenados a muerte; el de los comediantes y artistas; el de los pobres y esclavos; el de los lujuriosos y sensuales; el coro de mercaderes, artesanos y atletas; el de los narcisos y mediocres, y, finalmente el coro de los poetas y escritores...
Todos ellos van desfilando y respondiendo personalmente ante un ángel que los interroga.
Papini (quizá recordando su etapa de no creyente) rompía una lanza a favor los que no acertaron a descubrir a Dios, a su paso por la tierra:
«Nosotros te hemos negado y, sin embargo, nos atrevemos a pedirte que no reniegues ni siquiera de estos tus hijos, estos hijos parricidas, pero creados también por tu hálito y redimidos por tu sangre. Negamos, sí, tu existencia, pero tú no podrás renegar (ni siquiera contra nosotros mismos) tu esencia, que es Amor (...)»[83].
¿Pensaba Papini en el ateísmo profesado en su juventud? Casi seguro. Él había saboreado, en un momento crítico de su vida, aquel Amor que Dios es. Pero Papini sabía, también, de oscuridades y búsquedas a tientas. En su forcejeo (como Jacob con el Ángel) se había dejado vencer por el que es más fuerte. Ahora se sentía libre. Pero no podía menos de reconocer que Dios, con frecuencia, se esconde, como el sol entre las nubes, o no se manifiesta con luminosidad evidente:
«Es verdad, sí; nosotros no supimos verte, no fuimos capaces de descubrirte, no logramos reconocerte. Pero fue sólo culpa nuestra, de nosotros, gusanos ciegos (...), ¿o fue también culpa tuya, de Ti, demasiado celado y velado? Tú sabes que la fe es hija no sólo del querer (...). ¿Por qué no ayudaste, pues, a nuestra incredulidad? ¿Por qué no socorriste nuestra debilidad? (...) ¿Por qué tus escribas y tus intérpretes no fueron más límpidos, más persuasivos, más irrecusables? (...) Tú mismo nos habías creado sujetos a la duda y al error. ¿Por qué no redoblaste contra nuestra oscuridad las espadas de tu luz?»[84].
Adelantándose a lo que el Concilio Vaticano II afirmó acerca de las formas y raíces del ateísmo[85], Papini colocaba el dedo en la llaga, cuando ponía en boca de los ateos lo siguiente: «Creímos que la muerte del Dios vivo podría hacer a cada uno de nosotros más divino. Fue envidia, quizá, fueron celos, fue rivalidad de mente, lo que impulsó a uno de nosotros a asesinarte, esto es, a mutilarse a sí mismo»[86].
Es evidente que, cuando Papini dice «uno de nosotros» se refiere a Nietzsche, quien lanzara el grito de «¡Muera Dios, para que nazca el superhombre!», pero a quien nunca dejó de admirar Papini y al que defiende, después de que habla el «coro de los filósofos»:
«Mi alma era naturalmente cristiana. Tan profunda y espontáneamente cristiana, que no pudo encontrar su patria en ninguna de las Iglesias que se gloriaban de cristianas. La romana y la oriental eran, o me lo parecieron, hospicios recargados de estucos polvorientos y barrocos para refugio de almas somnolientas y retorcidas; la protestante era una tempestad helada, un pietismo debilitador o desvanecido (...) No pude soportar el horroroso tufo y buscar a Cristo bajo aquellos enmohecidos trapajos. Hube de alimentar y saciar mi alma cristiana fuera del cristianismo (...)»[87].
Y concluye, en su defensa de Nietzsche, con este reconocimiento:
«Lo mismo que Pablo, fui cegado por el violento fulgor de la revelación del Hombre-Dios. El Apóstol recobró la vista; mi razón quedó deslumbrada para siempre. Pero hoy, redimido de la locura y curado de la muerte, puedo decir, por fin, a mi Cristo. También yo tuve mi crucifixión y soy digno de vivir en Ti. Pero no te habría buscado tanto, si no te hubiese abandonado; no te hubiera hallado, si antes no te hubiese perdido»[88].
6. Concluyendo
Cuando Papini murió, en la madrugada del 8 de julio de 1956 (lo llevó a la tumba una esclerosis lateral amiotrófica), era todavía la época de Pío XII, seis años antes de que Juan XXIII convocara el Concilio Vaticano II: la gran asamblea eclesial que se abrió el 11 de octubre de 1962. Todavía, en aquella época, seguían contra Papini las acusaciones y acosos de liberales y marxistas, tachándole de fascista. No se sentían magnánimos para reconocer en él otras connotaciones, aciertos y valores. Cuando se desata una marea negra de resentimientos y odios (sobre todo, si son políticos), la peor y más podrida de las pestilencias puede anegarlo todo.
Y sin embargo, es muy difícil encasillar a hombres tan paradójicos como Papini: primero antinacionalista y después nacionalista. Ateo integral antes de convertirse al catolicismo. Admirador, primero, de las máquinas y del progreso. Y crítico, muy crítico, después, con la sociedad industrial.
Él se autodefinió como católico, artista y florentino[89]. Es verdad que escribió una Historia de Cristo, pero también escribió sobre el Diablo. Más de ochenta libros, en los que se encuentra de todo: pensamiento, teoría y crítica literaria, cuentos y novelas cortas, infinidad de artículos. Ciento cincuenta traducciones a multitud de lenguas. Pero no sólo a las más corrientes de nuestro entorno; también al árabe, al japonés, al chino, al lituano, al maltés y al yiddisch...
A pesar de sus limitaciones y excesos, ¿no merece Papini, todavía, un reconocimiento, además de una generosa y actualizada lectura? ¿Por qué, hoy, se habla y se escribe tan poco de Papini?
En todo caso, algo queda claro: hay un antes y un después de su conversión en la persona y en la obra del gran genio florentino. Cristo le cambió profundamente. No naturalmente en sus inquietudes y búsquedas. Pero sí en su visión y apreciación de la cultura y de la vida toda.
A punto de dejar este mundo escribió: «Muero un poco cada día (...), pero espero que Dios me concederá la gracia, a pesar de mis errores, de alcanzar la última jornada con el ánimo entero».
7. Obras de Papini
Muchas de estas obras fueron editadas, en su día, por la editorial Vallecchi de Florencia y muchas han sido traducidas al castellano. Las traducciones figuran a continuación de la edición original.
7.1. Obras originales
Il tragico quotidiano, Lumachi, Florencia 1906 (trad. esp., Lo trágico cotidiano y El piloto ciego, La España moderna, Madrid 1908 y Lo trágico cotidiano-El piloto ciego-Palabras y sangre [colec. dirigida por Jorge Luis Borges, con prólogo de J. L. Borges, trad. de José Miguel Velloso], Hyspamerica, Buenos Aires 1985).
La cultura italiana (con G. Prezzolini), Lumachi, Florencia 1906.
Il crepuscolo dei filosofi, Libreria Editrice Lombarda, Milán 1906; también Vallechi, Florencia 1976 (trad. esp., El crepúsculo de los filósofos [trad. de R. Ballester Escalas], Diamante-Mateu, Barcelona 1961; también, en Editorial Mundo Nuevo, Santiago de Chile 1938).