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Importa descubrir los pasos que él fue dando desde la oscuridad más negra y las lágrimas más amargas, hasta la luz más clara y plena; desde la increencia más cerrada y la indiferencia más gris, hasta la entrega más generosa y la donación más encendida. Cristo se le «apareció» igual que a Pablo de Tarso, a Francisco de Asís y a otros muchos conversos en toda su fascinante grandeza. Y se le manifestó así, como lo que Cristo es: Camino, Verdad y Vida. Pero, también Cristo se le reveló, desposado con la virtud de los hombres libres: la pobreza.
Charles lo único que hizo, después de su conversión, fue abrir de par en par las puertas a Cristo y permitirle entrar. ¡Entró y arrasó! ¡Transformó toda su vida! El cambio realizado en Foucauld fue extraordinario: él que había buscado ansiosamente los primeros puestos, las riquezas y el éxito, se situó, a partir de su conversión, entre los más últimos de entre los últimos. Es el puesto «privilegiado» que nadie ha sido capaz de arrebatar a Jesucristo. Así le había dicho e inculcado el sacerdote que más le ayudó en su «camino de perfección»: un profesor de historia, coadjutor de la iglesia Parísina de S. Agustín e ilustre conferenciante, llamado Henri Huvelin.
En la actualidad 10 congregaciones religiosas y 9 asociaciones de vida cristiana se inspiran en la espiritualidad del P. de Foucauld. Pero, más allá y más acá de las familias religiosas que se inspiran en la espiritualidad de Foucauld, más allá del tiempo transcurrido, la estrella de este hombre sigue luciendo con luz propia. No deja indiferente a nadie: ni a creyentes ni a no creyentes, ni a jóvenes ni a mayores. Cualquier hombre o mujer, con talante inquieto y buscador, encontrará un amigo en el P. Charles de Foucauld.
Que Foucauld sigue de actualidad, lo testifican la amplia bibliografía y los congresos en torno a su figura, pero sobre todo el atractivo que todavía ejercen su persona y su obra, muy especialmente entre los jóvenes[91].
Él sigue siendo un profeta en medio del desierto. Su voz es una voz discreta, pero su vida constituye un aldabonazo. Es un golpe fuerte que puede despertar conciencias anestesiadas por el egoísmo, vidas amodorradas que, muy especialmente en esta época nuestra, duermen bajo el peso de una prolongada siesta espiritual.
Su cercanía a los musulmanes pobres de Argelia abrió un nuevo camino hacia Dios, porque trató de ser un «hermano universal», un testigo del amor de Dios a todas las gentes. Bueno es recordar esto, cuando la Iglesia se esfuerza en mantener un diálogo cordial y constructivo con las grandes religiones del mundo.
¿En qué aspectos descuella todavía, después de un siglo, la personalidad de este hombre? ¿Dónde radica su genio? ¿En qué ámbitos de nuestro mundo puede, todavía, resonar su voz, sin que resulte extraña por anticuada?
1. Antes de su conversión
1.1. Un hogar accidentado
Charles de Foucauld nació en Estrasburgo, la capital de la Alsacia francesa, cerca del Rhin, el 15 de septiembre de 1858.
Mayor de dos hermanos (su hermana María nacería tres años después), vivió una infancia accidentada. Era hijo de familia aristocrática, con muchos medios económicos; pero pronto conoció la desgracia, al quedarse huérfano de padre y madre. Tenía tan sólo cinco años.
Primero perdió a su madre, la señora Elisabeth de Foucauld. Murió de un mal parto en casa del abuelo del pequeño Charles y padre de Elisabeth, el rico coronel Morlet. Se había refugiado allí con sus dos hijos, al caer gravemente enfermo de tuberculosis su marido, un «inspector de aguas y bosques». No tardaría mucho en fallecer, también, el padre de Charles, Eduardo de Foucauld. Fue en París, tan sólo cinco meses después de su mujer, lejos del hogar y con la amargura en la boca a causa de la lejanía de los suyos.
La tutela de los niños pasó al bondadoso abuelo, que rodeaba a sus nietos de cariño, pero también les consentía toda clase de caprichos. Sobre todo, a Charles, cuyo semblante y vivacidad le recordaba constantemente a su hija. De ello se aprovechaba el muchacho, que conseguía del abuelo todo lo que quería.
A los diez años, Charles se matriculó en el liceo de Estrasburgo. Sus profesores lo describían como un alumno «inteligente y estudioso». La muerte de sus padres había dejado honda huella en él, por lo que también se mostraba replegado, introvertido, taciturno.
Además del hogar del abuelo, Charles frecuentaba la casa de la hermana de su padre, la señora Inés Moitessier[92]. Sobre todo, en vacaciones. Su tía tenía una hermosa finca en Louye, cerca de Evreux, y allí Charles conversaba con su prima, María Moitessier, nueve años mayor que él...
María Moitessier llegó a ser una mujer excepcional, muy cristiana, que supo estar siempre cerca de Charles, tanto en sus años de extravío como, posteriormente, en los de vida religiosa.
Cuando estalló la guerra de 1870, Charles tenía doce años. El abuelo Morlet huyó, llevándose a sus nietos, primero a Rennes, y de allí, a Suiza. Luego vendría el desastre de Sedán, el sitio de París, la derrota, el hambre, la guerra civil. Dice Jean François Six que todos estos acontecimientos repercutieron profundamente en el ánimo del niño[93].
Concluyó la guerra y el abuelo Morlet fijó su residencia en Nancy. Allí continuaría sus estudios el jovencito Charles. Y allí hizo su Primera Comunión, unida a la Confirmación, en abril de 1872. Fue aquel un día grande para toda la familia. Se sintió valorado y querido. Su prima llegó de París y el mejor regalo se lo hizo ella: un libro de Bossuet, Élévations sur les Mystères, por el que siempre Foucauld tendría gran aprecio. En 1897, desde Nazaret, todavía recordaba el acontecimiento y el libro: «Tu recuerdo de aquel día es el primer libro que yo leí antes de mi conversión, el que me hizo entrever que acaso la religión cristiana fuera la verdadera»[94].
Con catorce años, Charles, que cursaba ya quinto, leía todo lo que caía en sus manos. Su cultura se iba ampliando; pero, tal vez por falta de orientación y acompañamiento, su fe también iba naufragando. El ambiente social, escéptico e irreligioso, nada le ayudaba. Por otra parte, le asaltaban toda clase de dudas, y así fue como terminó por caer en la increencia más absoluta. La fe de los suyos ya no le servía. Necesitaba «hombres sabios en cosas religiosas, capaces de dar razón de sus creencias», pero no los encontraba. «Nada me parecía suficientemente probado; la fe semejante por la que se rigen religiones tan diversas, me parecía la condenación de todas»[95].
A uno de sus amigos más íntimos, el geógrafo y explorador Henri Duveyrier, le resumiría así, en una carta escrita en 1892, su situación religiosa: «Fui educado cristianamente, pero desde la edad de 15 o 16 años toda fe había desaparecido en mí. Las lecturas, de las que tenía avidez, habían hecho esta obra en mí; no me alineaba con ninguna doctrina filosófica. Al no encontrar ninguna suficientemente fundada, me quedé en la duda total, alejado especialmente de la fe católica, varios de cuyos dogmas, a mi entender, chocaban con la razón...»[96].
En resumen, el joven Charles respetaba la fe de sus mayores, pero a él no le servía. Se lo decía, en 1901, a un amigo y confidente, el oficial Henry de Castries: «Henry, durante doce años he vivido sin fe alguna»[97].
Así fue como Dios llegó a desaparecer totalmente del horizonte de su vida. El nombre de Dios nada decía ya al joven Charles de Foucauld.
1.2. «Sólo piensa en divertirse»
Con la fe cristiana (tal vez no por casualidad) otros valores se iban esfumando de la vida de Charles de Foucauld. ¿Para qué esforzarse? ¿De qué servía asumir sacrificios? Había que vivir al día. Y así, sus años jóvenes transcurrían entre juergas y placeres. Apareció el egoísmo. Aprendió a aprovecharse de todo y de todos. La diosa fortuna le trataba bien. Poseía dinero, salud y hasta un título, el de vizconde.
Cuando Charles llegó a la edad redonda de los veinte años, decidió, al morir su abuelo (3 de febrero de 1878), emanciparse de los suyos. Era verdad que, con la muerte del señor Morlet, Charles se sentía más solo. Pero también era verdad que había heredado mucho dinero, y se encontraba con menos trabas, lejos de los familiares reproches, para lanzarse a una vida de desenfreno.
Dos años antes de la muerte del señor Morlet, en junio de 1876, Foucauld se presentó a un examen escrito, para entrar en la célebre Academia de Oficiales de Saint-Cyr, fundada nada menos que por Napoleón I. Entre cuatrocientos doce alumnos, aprobó con el número ochenta y dos. No estaba mal. ¿Pero qué buscaba el joven Charles en el Ejército? ¿Honores? ¿Dinero? ¿Aventuras? Tal vez un poco de todo. Veía claro que, poseyendo todo esto, sería un hombre feliz.
En la alcaldía de la ciudad francesa de Nancy, donde vivían él y su familia, firmó, en octubre de aquel mismo año, el acta de alistamiento voluntario. Dijo solemnemente, sin creérselo del todo: «Prometo servir con fidelidad y honor al Ejército, durante cinco años, a partir de este día».
¿Cinco años de disciplina no eran demasiados para un muchacho con ansias de placeres y aventuras? Sin duda, lo eran. Pero el Ejército –pensaba Foucauld– le permitiría también viajar, conocer otros lugares, salir de la vida provinciana y anodina que había llevado hasta entonces. Para un joven que sueña con triunfos y prestigios humanos, la movilidad por las colonias francesas en África (algo que entonces permitía el alistamiento en el Ejército) era una aspiración fascinante, aventurera, gloriosa.
Así fue como, el 30 de octubre, Charles de Foucauld ingresó en la Academia de Saint-Cyr. Había cumplido dieciocho años. Diez le faltaban para su conversión...
Aquellos jóvenes oficiales de la Academia militar cuidaban con esmero su persona: impecable uniforme, peculiar peinado, acicalamiento múltiple. Buscaban ideales de gloria. Sus autoridades azuzaban el fuego sentimental de la gran patria: la «grandeur de la France». Sin embargo, al vividor Charles le interesaba menos la patria que disfrutar de una vida fácil, a la sombra de los grandes discursos patrióticos.
Por otra parte –cosa curiosa– le gustaba leer literatura clásica. Le interesaban, sobre todo, los filósofos latinos y griegos de la antigüedad. Tenía muchos libros, ya que había heredado una buena biblioteca de su abuelo.
El hecho era que cada vez se iban acentuando más, en la vida de Charles, el refinamiento y la despreocupación por los deberes militares. La copiosa herencia de su abuelo le empujaba a un ansia exacerbada de vivir a lo grande: despreocupación, fiestas y derroches. Aunque más adelante se atrevería a confesar: «Experimentaba en todo ello una aplastante soledad».
Entre tanto se desahogaba por correspondencia con un amigo del colegio, Gabriel Tourdes, y le decía: «De repente me quitan mi familia, mi casa, mi tranquilidad y esa despreocupación que resulta tan dulce. Todo eso ya nunca lo volveré a encontrar...»[98].
Pero si, por un lado, experimentaba nostalgia del hogar familiar y de una amistad adolescente, un tanto posesiva, con Gabriel, por el otro lo que Charles ansiosamente buscaba eran nuevas aventuras, ambientes distintos: en definitiva, huir de la monotonía.
El 1 de octubre de 1878, el joven Foucauld inauguró su segundo año en Saint -Cyr con los galones de subteniente. No permanecería más tiempo allí. Todo estaba a punto para un traslado. Y este llegó el 15 de noviembre de aquel mismo año, fecha en la que ingresó en la Escuela de Caballería de Saumur, en el departamento de Maine y Loira (Oeste de Francia), a orillas del río Loira.
Ahora le rodeaban alimentos caros y vinos refinados, compartidos con otros compañeros, en repetidas y concurridas cenas. Metido en una situación así, fácil era adivinar que no le faltarían amigos y amigas de ocasión. Copiosamente alimentado, su grueso cuerpo apenas cabía en el bien planchado uniforme. Tenían que hacerle los trajes a la medida: algo que entre los alumnos de la Academia militar no era lo habitual.
Si, en Saint-Cyr, con frecuencia era arrestado por distraído (habitación descuidada, pantalón sucio, pelo demasiado largo) ahora, en la Escuela de Caballería de Saumur, los problemas le venían del lado de la conducta, no tanto del atuendo externo. En el aspecto externo no había problemas. El joven Charles se esmeraba: alta peluquería, sastres escogidos, lujosos zapatos. Otras eran las dificultades: el desenfreno, el derroche, las amistadas equívocas. Cuando jugaba, apostaba fuerte. Sus propinas entre los camareros eran celebradas y disputadas. Corría el dinero por sus manos...
Nada tiene de extraño que, encumbrado en este tren de vida, al joven vizconde le pesara, cada vez más, la milicia, la disciplina y monotonía de las marchas. Así que buscó una salida fácil y la encontró en la organización de una fiesta tras otra. En una inspección, llevada a cabo un año después de su llegada a Saumur, en octubre 1879, el comandante segundo de la Escuela anotaba en su cuaderno: «Espíritu poco militar; no tiene en grado suficiente el sentimiento del deber...». Por su parte, el inspector general certificaba: «Tiene distinción; ha sido bien educado. Pero tiene la cabeza ligera, y no piensa más que en divertirse»[99].
El año 1880 transcurrió para Foucauld en su nuevo destino: el 4º Regimiento de Húsares, cuya guarnición ocupaba ostentosa y triunfalísticamente todo un pueblecito del Marne, llamado Sézane. Foucauld se aburría allí como una ostra. Se refugiaba en sus ya habituales fiestas, pero no entendía del todo lo que le ocurría: seguía vacío, triste, insatisfecho. Buscando cambiar de aire y de paisaje, pidió el traslado y lo enviaron a Pont-à-Mousson. Pero, más de lo mismo: tedio militar y fiesta tras fiesta.
Una nota de la Inspección general (agosto de 1880) le concedía «carácter y juicio rectos», pero lo tachaba de inmaduro y falto de firmeza. Tal vez con una «buena dirección» se podría conseguir de él mucho más. Uno de sus camaradas, el duque de Fitz-James, decía, por entonces, que poseía un «tacto perfecto» y que deslumbraba a todos por «su vasta inteligencia y su prodigiosa memoria»[100].
En 1897, once años después de su conversión, Foucauld expresaba así los sentimientos que le embargan después de cada fiesta, cuando se encontraba solo en su habitación. Algo parecido a lo que cuenta san Agustín en sus Confesiones: «vacío doloroso», «tristeza nunca jamás sentida». Él organizaba las fiestas. «Pero, llegado el momento, las pasa en un mutismo, en un hastío, en un aburrimiento infinito...»[101].
Él pensará, más adelante, que todos estos sentimientos eran una gracia preparatoria para la conversión; pero, entonces, el joven Charles andaba lejos de saberlo. Había perdido toda referencia religiosa y vivía sumergido en el más oscuro de los ateísmos. «Mi vida comenzaba a ser una muerte»[102].
Entre tanto, seguía viviendo a lo grande, sin proyecto alguno, sin freno ni brújula. No entraba en sus cálculos el matrimonio, y, en aras de la libertad o, más bien, del libertinaje, estaba dispuesto a pagar el precio de la soledad, que combatía, como podía, con juergas y excesos.
Escribía, por estas fechas, a Gabriel Tourdes: «No sé muy bien lo que haré dentro de diez años. Probablemente ya no estaré en el ejército: empezaré mi vida de solterón solo, en alguna casita de campo; es bueno estar libre y tranquilo, pero es duro estar solo; y, sin embargo, es a eso a lo que estoy condenado por necesidad»[103].
¿Aburrimiento? ¿Insatisfacción? ¿Decepciones? Algo de esto empezaba a percibirse en las asiduas cartas que se cruzaba con su amigo Gabriel, una de las pocas personas con quien hablaba desde el corazón y la sinceridad. Luego estaba su tía, la señora Inés Moitessier, que intentaba, como podía, corregirle; pero Charles la rehuía. Hasta llegó, en ocasiones, a enfrentarse duramente con ella, aunque nunca le negó reconocimiento y gratitud[104].
A finales de 1880 su Regimiento de húsares fue destinado a África: exactamente a Sétif, una de las ciudades de Argelia, en el departamento de Constantina. Foucauld cumplía, por entonces, 22 años.
Una mujer, una tal Mimí (de la que se sabe muy poco), le acompañaba de un sitio para otro. Sus superiores le recriminaban. Pero él no hacía ningún caso. Ello le acarreaba serios avisos y sanciones ininterrumpidas. «De noviembre de 1880 a enero de 1881 pasó la mayoría del tiempo en el calabozo»[105]. Cuando cumplía sus arrestos y salía del encierro, le seguía acompañando siempre su amante. Llegó a hacer pública, en una fiesta, su unión con la joven Mimí.
Finalmente, cansados ya sus superiores de la indisciplina de Charles, le dieron oficialmente la orden de separarse de esta mujer; pero él protestó, diciendo que su vida privada nada tenía que ver con su servicio en el Ejército.
En marzo de 1881 le llegó una notificación: «Queda usted apartado del servicio militar por indisciplina, acompañada de notoria mala conducta»[106]. Deseoso de libertad e independencia, abominando de la disciplina del Ejército, regresó a Francia, y se llevó con él a su querida Mimí. Se instalaron en la hermosa villa de Évian-les-Bains, en la orilla sur del lado de Ginebra. Un verdadero paraíso para turistas adinerados.
¿Huyó del Ejército por amor a Mimí? Todos sus biógrafos coinciden en que Charles, más que amor hacia aquella mujer, lo que buscaba eran ensoñaciones y huidas. La realidad se le hacía dura, y siempre estaba buscando vías de evasión, fugas hacia paraísos que sólo existían en su florida imaginación.
1.3. Y también pensaba en la fama
En mayo de 1881 tuvo lugar la insurrección de Bou Amama, en el sur de Orán. Informado del lance, al joven Foucauld le ardía por dentro el sentimiento de aventura. Por fin, ocurría algo excitante, más allá de lo ordinario y tedioso de la vida diaria. Sus antiguos compañeros luchaban con bravura. ¿Qué hacía él en Évian, lejos de toda responsabilidad?
Sin pensarlo demasiado, abandonó a su muchacha, llegó a París, se dirigió al ministerio de la guerra y, decidido, solicitó ser readmitido de nuevo en el Ejército de Caballería. No le importaban las condiciones. Entraría, si era necesario, como soldado raso.
El 3 de junio de 1881 fue la fecha en la que regresó al Ejército. Partió inmediatamente hacia Orán. De nuevo, la huida hacia adelante. Tal vez, el deseo de grandeza, la estima propia, la necesidad de rehabilitarse ante familiares y amigos. Y lo mismo que anteriormente se había entregado al disfrute y a los placeres de la vida, ahora se lanzaba a la conquista de la fama y del buen nombre. Dice Jean François Six que Foucauld se arrojó a la campaña del Orensado con la misma intensidad que anteriormente se había lanzado a los placeres. Con la misma embriaguez[107].
Su amigo Laperrine, que le conocía bien, escribía: «En medio de los peligros y privaciones de las columnas expedicionarias, este erudito jaranero se revela un soldado y un jefe. Soportando alegremente las más duras pruebas, exponiendo constantemente su persona, preocupándose con abnegación de sus hombres, era la admiración (...) del regimiento y de los veteranos»[108].
Foucauld soportaba con alegría hambre y sed; atendía bien a sus jinetes, cuya suerte sólo pensaba en mejorar; compartía lo que tenía (poco o mucho) con ellos. «Con el agua racionada, él les cedía su parte. Daba siempre ejemplo de entrega, de valor, de inteligencia y de energía»[109]. ¿Era verdaderamente Foucauld aquel generoso y encendido soldado? ¿Era el mismo a quien sus superiores habían reprendido tantas veces?
El 2 de octubre de 1881 escribía, de nuevo, a su amigo Gabriel Tourdes. Leyendo esta carta, fácil es adivinar dónde tenía puesto su corazón el joven Charles: «Me han vuelto a destinar justamente a África como había solicitado, mas no precisamente en el regimiento que yo quería (...); pero, en fin, no he perdido gran cosa viniendo aquí, pues desde hace tres meses y medio que estoy en el 4º de Cazadores de África, no he dormido dos noches bajo techado (...) Es muy divertido: la vida de campamento me gusta tanto como me disgusta la de cuartel...»[110].
La expedición que el ejército llevó a cabo en Orán, duró diez meses. Después, el soldado Foucauld fue destinado a Màscara, siempre en el Orensado. Es el mismo Laperrine quien señala que, por entonces, comenzaban ya a cautivarle los árabes, su vida y sus costumbres. Hasta el punto que empezó a estudiar su lengua. África se le abría como un continente fascinante, digno de ser explorado...
¿Qué le quedaba a Foucauld del pasado libertino y frívolo? Apenas nada. Un cierto snobismo y una pulcra edición del más famoso de los poetas cómicos de Atenas: Aristófanes. ¿Y Dios? Dios cada vez estaba más cerca del inquieto Foucauld. Él, entonces, no lo sabía. Seguía sin fe. Pero la gracia, el don de Dios, le asediaba por todas partes. Será precisamente en África, en el silencio de sus desiertos y rodeado de la profunda religiosidad de sus gentes, donde Charles, poco a poco, irá tomando en serio la pregunta por Dios, y donde Dios le esperará para adentrarse suavemente en su corazón y transformarlo en criatura nueva.
1882 fue el año en que se desveló totalmente el Foucauld aventurero. Fue aquel año cuando se planteó explorar desiertos y montañas, tribus y poblados africanos. También aquí se manifestaba en él un deseo de grandeza, tal vez de fama; pero, ante todo, el ansia de ir cada vez más lejos, la profunda insatisfacción que experimentaba en su vida.
En una larga carta que escribirá, diez años más tarde (21 de febrero de1892), al ya citado Henri Duveyrier, amigo suyo (geógrafo y explorador), le explicaba por qué había decidido entrar en la vida religiosa, y le decía: «Entre 1881 al 1882 pasé siete u ocho meses bajo la lona en el Sahara oranés, lo cual me dejó un gusto muy vivo por los viajes, cuyo atractivo yo siempre había sentido...»[111].
Así, pues, Foucauld no podía permanecer mucho más tiempo en Màscara, donde la vida se le hacía pequeña y el horizonte se le estrechaba cada vez más. Pidió permiso para hacer un «viaje al Oriente»; pero le fue denegada la solicitud. Entonces, allí mismo, en Màscara, formuló un drástico propósito: decidió darse de baja en el Ejército (28-I-1882). Era como arrojarse al vacío sin paracaídas. El 10 de marzo le aceptaron la dimisión.
El 18 de febrero explicaba a Gabriel Tourdes por qué se iba de la milicia: «Detesto la vida de cuartel, encuentro que es un oficio que atonta, sobre todo en tiempo de paz, que es el estado habitual (...). Por eso estaba ya resuelto, desde mucho tiempo antes, a dejar cualquier día la carrera militar (...) Prefiero aprovechar mi juventud viajando; de este modo, al menos, me instruiré y no perderé el tiempo»[112].
¿Adónde se dirigirá ahora Charles de Foucauld? Inicialmente, a la ciudad de Argel. Pensaba que, sin estudiar el árabe, no podía ir muy lejos. Y, durante un año y medio, se entregó al conocimiento de este idioma y a preparar su viaje expedicionario y aventurero. A la vez entró en contacto con aquellos que le podían informar de lo que se necesitaba, para llevar a cabo un proyecto de exploración.
Entre tanto, su familia no entendía nada. Y la señora Moitessier, su tía, mucho menos. ¿Qué sentido encontrarle a este nuevo abandono del Ejército? Así que, siempre pensando en el regreso del sobrino pródigo y en corregir sus excesos, la señora Moitessier le impuso, por despilfarrador, un consejo judicial, que aceptó llevar adelante su primo, M. de Latouche. Sus parientes no entendían que aquel cabeza loca estuviera dilapidando la cuantiosa fortuna que le había dejado su buen abuelo.»En menos de cuatro años había derrochado más de ciento diez mil francos-oro de su patrimonio»[113].
Después de una entrevista con Foucauld en el viejo hogar de Nancy, M. de Latouche consiguió, al menos, que el derrochador, el hijo pródigo, se pusiera a trabajar, llevando una vida de estudiante pobre, «no gastando mensualmente más de trescientos cincuenta francos y pagándose de esta suma sus lecciones de árabe»[114].
¿Cómo acogió Foucauld lo del «consejo judicial»? Evidentemente, no con agrado; pero tampoco, con soberbia ni rebeldía insensata. Comprendía hasta cierto punto el que su familia estuviera disgustada y no entendiera sus decisiones. Al fin y al cabo, todo se lo debía a ellos. ¿Con qué derecho podía reprocharles algo? Viajó al entrañable hogar de Nancy, y allí dialogó con los suyos. Lo hizo con humildad. Les aseguró que, en adelante, no les defraudaría. Sabrían de lo que era capaz el «nuevo Charles», al orientar todas sus energías hacia el descubrimiento de personas y lugares nuevos, desconocidos para el mundo civilizado.